El detective salió del hospital justo cuando entraba Lucien. Intercambiaron unas palabras en el vestíbulo sobre Lonny Clark, que seguía en la segunda planta y no evolucionaba nada bien. Había pasado mala noche. Los médicos habían prohibido las visitas. Lucien se perdió en el hospital y reapareció una hora más tarde en la segunda planta. No había ningún policía en la puerta, ni enfermeras que estuviesen atendiendo a Lonny. Entró a hurtadillas en la habitación y sacudió con suavidad el brazo de Ancil.
—Ancil —dijo—, Ancil, ¿estás aquí?
Pero Ancil no estaba.
En el pequeño bufete Brigance había consenso en que la mañana no habría podido ir mejor. La exhibición de la nota de suicidio, de las instrucciones para el funeral y el entierro, del testamento manuscrito y de la carta a Jake dejaban muy claro que Seth Hubbard lo había planeado todo y lo había tenido controlado hasta el final. El alegato inicial de Jake había sido convincente. Claro que el de Lanier no había sido menos magistral… Resumiendo, un buen principio.
Jake empezó la sesión de la tarde llamando a declarar al reverendo Don McElwain, pastor de la Iglesia Cristiana de Irish Road. El predicador explicó al jurado que el 2 de octubre, después del servicio, y pocas horas antes de que se ahorcara Seth, habían cruzado unas palabras. Sabía que Seth estaba gravemente enfermo, aunque no que los médicos le hubieran dado semanas de vida. Aquella mañana le había visto animado, despierto y hasta sonriente. Seth le había comentado que le había gustado mucho su sermón. Aunque enfermo y delicado, no parecía drogado ni en estado de embriaguez. Hacía veinte años que era feligrés de aquella iglesia, a la que tenía por costumbre acudir más o menos una vez al mes. Tres semanas antes de su muerte había comprado por trescientos cincuenta dólares la parcela del cementerio que ahora ocupaba.
El siguiente testigo fue el tesorero de la iglesia. El señor Willis Stubbs declaró que Seth había depositado en el cepillo un cheque por la cantidad de quinientos dólares, fechado el 2 de octubre. Su contribución anual ascendía a dos mil seiscientos dólares.
El señor Everett Walker subió al banquillo y refirió un momento privado de la que probablemente hubiera sido la última conversación de Seth. Al salir de la iglesia e ir juntos al aparcamiento, el señor Walker había preguntado cómo iban los negocios, y Seth había hecho un chiste sobre que la temporada de huracanes estaba siendo lenta. Cuantos más huracanes, más daños a la propiedad y más demanda de madera. Seth había confesado sentir un gran amor por los huracanes. Según el señor Walker, su amigo había estado lúcido e ingenioso, y no parecía aquejado de dolores. Delicado sí estaba, por supuesto. Al enterarse más tarde de la muerte de Seth, y de que se había suicidado poco después de hablar con él, Walker se había quedado estupefacto. Con lo cómodo, relajado y satisfecho incluso que le había visto… Se conocían desde hacía muchos años, y si por algo no destacaba Seth era por ser sociable. Todo lo contrario: era un hombre callado, reservado, que hablaba poco. Walker se acordaba de que aquel domingo, al alejarse en coche, Seth había sonreído, y que él le había comentado a su mujer lo raro que era verle sonreír.
La señora Gilda Chatham explicó al jurado que durante el último sermón había estado sentada con su esposo detrás de Seth. Al final del servicio habían hablado un poco con él y no habían visto nada que les hiciera pensar que estuviera a punto de cometer un acto tan chocante. La señora Nettie Vinson declaró haber saludado a Seth a la salida de la iglesia y haberle visto más simpático que de costumbre.
Tras un breve descanso, el oncólogo de Seth, el doctor Talbert, del centro médico regional de Tupelo, prestó juramento y consiguió aburrir rápidamente a toda la sala con una larga y árida exposición sobre el cáncer pulmonar de su paciente. Había tratado a Seth durante casi un año. Habló largo y tendido de la operación, remitiendo a sus notas, y después de la quimioterapia, la radioterapia y la medicación. Al principio no habían tenido muchas esperanzas, pero Seth se había esforzado mucho. Después le habían encontrado metástasis en la columna vertebral y las costillas, y a partir de ese momento habían sabido que no le quedaba mucho tiempo. El doctor Talbert había visto a Seth dos semanas antes de su muerte, y le había sorprendido encontrarle tan resuelto a continuar. Los dolores, sin embargo, eran intensos. El doctor había aumentado la dosis oral de Demerol hasta cien miligramos cada tres o cuatro horas. Seth prefería no tomarlo, porque le producía somnolencia; tanto era así, que más de una vez le había explicado sus intentos de no tomar medicamentos durante todo el día. El doctor Talbert no sabía cuántas pastillas consumía de verdad. Durante los últimos dos meses le había recetado doscientas.
Jake había hecho declarar al doctor Talbert con un doble objetivo. En primer lugar quería dejar claro que Jake estaba casi muerto de cáncer de pulmón. Quizá así no pareciera tan drástico y poco razonable el hecho de haberse suicidado. Tenía la intención de argumentar más tarde que en sus últimos días Seth pensaba con total claridad, al margen de cómo hubiera decidido morir. Los dolores eran insoportables, y le quedaba poco tiempo de vida. No había hecho sino acelerar lo inevitable. En segundo lugar, Jake quería abordar de buenas a primeras el tema de los efectos secundarios del Demerol. Lanier tenía en su lista de testigos a un peso pesado, un perito que aseguraría que en las cantidades recetadas aquel narcótico tan potente había deteriorado mucho las facultades mentales de Seth.
Un punto curioso era que no se había encontrado la última receta. Seth la había comprado seis días antes de morir en una farmacia de Tupelo, y debía de haberla tirado, así que no había pruebas de la cantidad consumida, fuera mucha o poca. Le habían enterrado sin autopsia, siguiendo sus propias instrucciones. Meses antes Wade Lanier había sugerido fuera de actas que se exhumase el cadáver para efectuarle pruebas toxicológicas, pero el juez Atlee (también fuera de actas) se había negado. El nivel de opiáceos en la sangre de Seth el mismo domingo de su muerte no tenía relevancia de por sí respecto al mismo nivel el día de la escritura del testamento. El juez Atlee pareció especialmente molesto con la idea de desenterrar a una persona que ya descansaba en paz.
Jake quedó satisfecho con su interrogatorio al doctor Talbert. Habían determinado claramente que Seth intentaba evitar el Demerol, y que no se podía demostrar qué cantidad tenía en el organismo al redactar su testamento.
Wade Lanier logró que el médico admitiese que un paciente que ingería entre seis y ocho dosis diarias de Demerol, de cien miligramos cada una, no debería plantearse tomar decisiones importantes, y menos si eran relativas a grandes cantidades de dinero. Lo que le correspondía a un paciente en esa situación era descansar cómoda y tranquilamente en algún sitio, sin conducir, ni realizar actividades físicas, ni tomar decisiones trascendentales.
Después de que el médico quedara dispensado de seguir declarando, Jake llamó a Arlene Trotter, secretaria y jefa de personal de Seth durante mucho tiempo. Sería su último testigo antes de Lettie, y al faltar poco para las cinco tomó la decisión de reservar a esta última para el miércoles a primera hora de la mañana. Desde la muerte de Seth había hablado muchas veces con Arlene, y albergaba dudas sobre su testimonio, pero a decir verdad no tenía elección. Si no la llamaba él, seguro que lo haría Wade Lanier. Le habían tomado declaración a principios de febrero, y Jake era de la opinión de que había contestado con muchas evasivas. Después de cuatro horas tuvo la clara impresión de que Arlene había recibido instrucciones de Lanier, o de alguno de sus ayudantes. Aun así, dado que era quien más tiempo había pasado con Seth durante su última semana de vida, su testimonio sería decisivo.
Se la vio muy asustada al prometer que diría la verdad y sentarse. Miró al jurado, que la observaba atentamente. Las preguntas preliminares, las que tenían respuestas fáciles y obvias, parecieron calmarla. Jake determinó que entre el lunes y el viernes de la semana anterior a su muerte, Seth había llegado cada mañana a su oficina hacia las nueve, es decir, más tarde de lo habitual. Solía estar animado y de buen humor hasta las doce, hora en que se echaba una siesta larga en el sofá de su despacho. Nunca comía, a pesar de que Arlene le ofrecía constantemente algo de picar y bocadillos. Fumar sí fumaba. Nunca había conseguido dejarlo. Tenía la puerta cerrada, como siempre, de modo que Arlene no estaba muy segura de qué hacía. En todo caso, aquella semana estuvo ocupado intentando vender tres parcelas de bosque maderero en Carolina del Sur. Hablaba mucho por teléfono, como era habitual en él. Salía de las oficinas al menos una vez por hora y se iba a pasear por el recinto. De vez en cuando se paraba a hablar con algún empleado. También flirteaba con Kamila, la chica de la recepción. Arlene sabía que tenía muchos dolores, porque a veces no podía disimularlo, aunque no lo admitiera jamás de los jamases. Una vez se le escapó que tomaba Demerol, pero ella nunca vio el frasco de pastillas.
No, los ojos no los tenía vidriosos. Tampoco se le trababa la lengua. A veces estaba cansado, y echaba más de una cabezadita. Solía irse hacia las tres o las cuatro.
Jake logró pintar la imagen de un hombre que todavía mandaba, de un jefe que seguía al mando como si tal cosa. Antes de escribir un nuevo testamento, Seth Hubbard había estado cinco días consecutivos yendo a su despacho, hablando por teléfono y atendiendo el negocio.
—Hablemos de esas parcelas de Carolina del Sur, señora Trotter —fue como empezó Wade Lanier el turno de las repreguntas—. ¿Seth Hubbard vendió las tres?
—Sí, sí que las vendió.
—¿Cuándo?
—El viernes por la mañana.
—El viernes por la mañana antes del sábado en que escribió su testamento, ¿verdad?
—Verdad.
—¿Firmó algún tipo de contrato?
—Sí. Me lo mandaron por fax y se lo llevé. Lo firmó y volví a mandárselo por fax a los abogados de Spartanburg.
Lanier cogió un documento.
—Señoría —dijo—, esta es la prueba C-5, que ya ha sido pactada y admitida.
—Prosiga —dijo el juez Atlee.
Lanier se lo dio a Arlene.
—¿Podría identificarlo, por favor? —dijo.
—Sí, es el contrato que firmó Seth el viernes por la mañana para vender tres parcelas en Carolina del Sur.
—¿Cuánto tenía que recibir Seth?
—En total ochocientos diez mil dólares.
—Ochocientos diez. Señora Trotter, ¿cuánto había pagado Seth por las parcelas?
Arlene hizo una pequeña pausa y miró con nerviosismo al jurado.
—Los documentos los tiene usted, señor Lanier —dijo.
—Claro.
Lanier mostró tres pruebas más, todas previamente admitidas. En eso no hubo sorpresas. El pulso por las pruebas y los documentos entre Jake y Lanier había durado semanas, y ya hacía tiempo que el juez Atlee había dictaminado que eran admisibles.
Arlene examinó lentamente las pruebas mientras los demás esperaban.
—Estas tierras —dijo finalmente— las compró el señor Hubbard en 1985 por un total de un millón cien mil.
Lanier se lo apuntó como si fuera un nuevo dato. Después miró por encima de sus gafas de lectura, con las cejas arqueadas de sorpresa.
—¡Trescientos mil dólares de pérdidas!
—Eso parece.
—¿Y solo veinticuatro horas antes de escribir su testamento?
Jake se había levantado.
—Protesto, señoría. Se le pide a la testigo que no formule conjeturas. El letrado puede reservárselo para sus conclusiones finales.
—Se admite la protesta.
Ignorando el revuelo, Lanier se cebó en la testigo.
—Señora Trotter, ¿tiene usted alguna idea de por qué Seth hizo tan mal negocio?
Jake volvió a levantarse.
—Protesto, señoría. Más conjeturas.
—Se admite la protesta.
—¿Pensaba claramente, señora Trotter?
—Protesto.
—Se admite la protesta.
Lanier se quedó callado y pasó una página de sus apuntes.
—Dígame, señora Trotter, ¿quién se encargaba de la limpieza de las oficinas donde trabajaban usted y Seth?
—Un tal Monk.
—Muy bien, pues háblenos de Monk.
—Hace tiempo que trabaja en el depósito. Es una especie de ayudante para todo, aunque lo que más hace es limpiar. También pinta, lleva a cabo todas las reparaciones y hasta le lavaba los coches al señor Hubbard.
—¿Con qué frecuencia limpia Monk las oficinas?
—Los lunes y jueves por la mañana, de nueve a once, desde hace muchos años y sin fallar nunca.
—¿Limpió las oficinas el jueves 29 de septiembre del año pasado?
—Sí.
—¿Lettie Lang ha limpiado alguna vez las oficinas?
—Que yo sepa no. No hacía falta. Ya se encargaba Monk. Hasta hoy yo nunca había visto a la señora Lang.
Myron Pankey se pasaba todo el día moviéndose de un lado a otro de la sala. Su trabajo era observar constantemente al jurado, pero para que no se notara hacían falta varios trucos: diferentes asientos, diferentes observatorios, un cambio de americana, esconder la cara detrás de alguien más corpulento, usar gafas distintas… Toda su vida laboral transcurría en los juzgados, escuchando a testigos y observando la reacción de los jurados, y según su docto parecer Jake había hecho una exposición sólida de los argumentos. Sin florituras, ni nada especialmente memorable, pero sin meteduras de pata. Caía bien a la mayoría de los integrantes del jurado, convencidos de que buscaba la verdad, salvo tres que parecían disentir. Frank Doley, el número doce, estaba claramente en el bando contrario. Él nunca votaría a favor de dar tanto dinero a una asistenta negra. Pankey desconocía la trágica historia de la sobrina de Doley, pero desde el alegato inicial ya se había dado cuenta de que desconfiaba de Jake y le tenía antipatía a Lettie. La número diez, Debbie Lacker, una mujer blanca de cincuenta años, muy de campo, había lanzado varias miradas severas a Lettie a lo largo del día, pequeños mensajes que a Myron nunca se le pasaban por alto. La número cuatro, Fay Pollan, otra mujer blanca de cincuenta años, había llegado a asentir con la cabeza al oír el dictamen del doctor Talbert de que no era aconsejable que una persona medicada con Demerol tomara decisiones importantes.
Al tocar a su fin el primer día de las declaraciones, Pankey lo dejó en empate. Dos excelentes abogados habían hecho bien las cosas, y el jurado había estado atento a todas sus palabras.
Como Ancil no podía hablar, Lucien aprovechó el día para alquilar un coche e ir a ver glaciares y fiordos en las montañas de los alrededores de Juneau. Le tentaba irse cuanto antes y volver a Clanton a tiempo para el juicio, pero también le impresionaba la belleza de Alaska, su aire fresco y su clima perfecto. En Mississippi ya empezaba a hacer calor. Se alargaban los días, y llegaba el bochorno. Mientras comía en un bar de montaña que dominaba el canal de Gastineau en todo su esplendor, tomó la decisión de marcharse al día siguiente, lunes.
En algún momento no muy lejano Jake informaría al juez Atlee de que habían localizado e identificado a Ancil Hubbard, aunque la verificación fuese más bien precaria, ya que el individuo en cuestión podía cambiar de idea en cualquier momento y adoptar otro alias. De todos modos Lucien tenía sus dudas, porque Ancil estaba pensando en el dinero. La revelación no afectaría al juicio. En eso tenía razón Wade Lanier, Ancil no tenía nada que decir sobre el testamento de su hermano, ni sobre su capacidad para testar. Lucien, por lo tanto, le dejaría a merced de sus problemas. Sospechaba que Ancil podía pasar algunos meses en la cárcel. Con algo de suerte, si encontraba a un buen abogado, quizá quedara en libertad. Lucien estaba convencido de que la búsqueda e incautación de la cocaína era una clara infracción de la Cuarta Enmienda. Si anulaban la búsqueda y descartaban la cocaína, Ancil volvería a ser libre; y si Jake ganaba el juicio, tal vez algún día se produjera el postergado regreso al condado de Ford de Ancil, que tomaría posesión de su parte de la herencia.
En caso de que Jake perdiera, Ancil desaparecería y no volverían a encontrarle.
Al anochecer fue al bar del hotel y saludó a Bo Buck, el barman, de quien se había hecho muy amigo. Antes de que se confabulasen las circunstancias para destrozarle la vida, Bo Buck había sido juez en Nevada, y él y Lucien disfrutaban compartiendo anécdotas. Hablaron un momento, mientras Lucien esperaba su primer Jack Daniel’s con Coca-Cola. Lo llevó a una mesa y se sentó, encantado de estar solo. Un hombre sin otra compañía que la de su whisky. Al cabo de un minuto apareció como por arte de magia Ancil Hubbard, que se sentó al otro lado de la mesa.
—Buenas noches, Lucien —dijo tan campante.
Lucien, sorprendido, se lo quedó mirando unos segundos para asegurarse de que veía bien. Ancil llevaba una gorra de béisbol, una sudadera y unos tejanos. Por la mañana había estado inconsciente en una cama de hospital, lleno de tubos.
—No esperaba verte aquí —dijo Lucien.
—Es que estaba cansado del hospital y me he ido. Supongo que ahora soy un fugitivo, pero bueno, en mi caso tampoco es nada nuevo. La verdad es que me gusta huir.
—¿Y tu cabeza? ¿Y la infección?
—La cabeza me duele, pero mucho menos de lo que se pensaban. Te recuerdo, Lucien, que estaba previsto trasladarme desde el hospital a la cárcel, un trayecto que he preferido no hacer. Digamos que no estaba tan inconsciente como se creían, ni de lejos. La infección está controlada. —Enseñó un frasco de pastillas—. Me he llevado los antibióticos. No me pasará nada.
—¿Cómo te has ido?
—Yéndome. Me han llevado a la planta baja en silla de ruedas para una resonancia, y yo he ido al lavabo. Se pensaban que no podía caminar, así que he bajado corriendo unas cuantas escaleras, he encontrado el sótano y un vestuario, me he cambiado de ropa y he salido por la rampa de servicio. La última vez que he mirado estaba todo lleno de polis. Yo me estaba tomando un café al otro lado de la calle.
—Esta ciudad es pequeña, Ancil. No podrás esconderte mucho tiempo.
—¿Qué sabes tú de esconderse? Tengo amigos.
—¿Quieres beber algo?
—No, pero me encantaría una hamburguesa con patatas.
Harry Rex miró con mala cara a la testigo.
—¿Le tocó usted el pene? —inquirió.
Lettie apartó la vista, avergonzada, antes de responder sin entusiasmo.
—Sí.
—Pues claro, Lettie —dijo Jake—. Se lo tenías que tocar, porque no podía bañarse solo. Lo hiciste más de una vez. Bañar a alguien es limpiarle todo el cuerpo. Si él no podía tenías que hacerlo tú. No era íntimo, ni remotamente sexual. Te limitabas a hacer tu trabajo.
—No puedo —dijo Lettie con una mirada de impotencia a Portia—. No me lo preguntará, ¿verdad?
—¡Pues claro que te lo preguntará! —gruñó Harry Rex—. Esto y muchas otras cosas, así que más te vale tener las respuestas preparadas.
—Vamos a tomarnos un descanso —dijo Jake.
—Necesito una cerveza —dijo Harry Rex al levantarse.
Salió hecho una fiera, como si le tuvieran todos harto. Llevaban dos horas ensayando y eran casi las diez de la noche. Jake hacía las preguntas fáciles en interrogatorio directo, y Harry Rex acosaba a Lettie con las repreguntas. A veces era brusco, o en todo caso más de lo que Atlee le permitiría ser a Lanier, pero más valía prepararse para lo peor. Portia compadecía a su madre, pero al mismo tiempo encontraba frustrante su fragilidad. Lettie a ratos era dura y a ratos se venía abajo. No se podía confiar en un testimonio sin fisuras.
«Acuérdate de las reglas, Lettie —le decía siempre Jake—. Sonreír, pero sin hipocresía. Hablar despacio y con claridad. Si te emocionas y tienes que llorar, no pasa nada. Si no estás segura de algo, no lo digas. El jurado está muy atento y no se le escapa nada. Míralos de vez en cuando, pero con seguridad. No dejes que Lanier te ponga nerviosa. Siempre estaré contigo para protegerte».
Harry Rex tenía ganas de gritarle otro consejo: «¡Haz la actuación de tu vida, que estamos hablando de veinticuatro millones de pavos!», pero se controlaba.
—Nosotras ya estamos cansadas, Jake —dijo Portia cuando Harry Rex volvió con una cerveza—. Ahora nos iremos a casa, nos sentaremos en el porche y hablaremos un poco. Mañana por la mañana nos tendréis aquí otra vez.
—Vale. Me parece que estamos todos cansados.
Cuando se hubieron ido, Jake y Harry Rex subieron al piso de arriba y se sentaron en el balcón. Hacía calor, pero sin bochorno, una noche perfecta de primavera que resultaba difícil apreciar. Jake tomó un poco de cerveza y se relajó por primera vez en varias horas.
—¿Sabes algo de Lucien? —preguntó Harry Rex.
—No, pero se me ha olvidado escuchar el contestador.
—¿Sabes que tenemos suerte? De que esté en Alaska, digo, y no aquí, criticando todo lo que ha salido mal.
—Eso te toca a ti, ¿no?
—Sí, pero de momento no me quejo. Has tenido un buen día, Jake. El alegato ha sido bueno. El jurado lo ha escuchado y le ha gustado. Después has llamado a doce testigos y no ha acabado quemado ninguno de los doce. Las pruebas pesan más a tu favor, al menos de momento. No podrías pedir un mejor día.
—¿Y el jurado?
—Les caes bien, aunque aún es pronto para formular hipótesis sobre si Lettie les cae bien o mal. Mañana será un día revelador.
—Mañana es un día decisivo, chaval. Lettie puede ganar el pleito o perderlo.