El alegato inicial de Jake para la defensa de Carl Lee Hailey solo había durado catorce minutos. Rufus Buckley había dado el pistoletazo de salida con una maratón de una hora y media que había dormido al jurado; de ahí la buena recepción y el agradecimiento suscitados por la concisión de Jake. El jurado le escuchaba sin perderse una palabra. «Los jurados son prisioneros —decía siempre Lucien—, o sea que no te extiendas».
En la causa del testamento de Henry Seth Hubbard, Jake tenía pensado hablar diez minutos. Subió al estrado, sonrió a los rostros frescos y expectantes, y empezó así:
—Señoras y señores del jurado, su cometido no es hacer entrega del dinero de Seth Hubbard. Ese dinero, que por cierto es mucho, lo ganó el propio Seth Hubbard, no ustedes, ni yo, ni ninguno de los abogados de esta sala. Se arriesgó, contrajo grandes préstamos, desoyó los consejos de sus hombres de confianza, hipotecó su casa y sus tierras, hizo negocios que sobre el papel no prometían nada, siguió pidiendo préstamos, corrió riesgos que parecían desproporcionados y, al final, cuando le diagnosticaron un cáncer de pulmón mortal, lo vendió todo. Fue a cambiar las fichas, saldó sus deudas con los bancos y contó su dinero. Ganó. Tenía razón, y todos los demás se equivocaban. Es inevitable sentir admiración por Seth Hubbard. Yo no llegué a conocerle, pero me habría gustado.
»¿Cuánto dinero? Como oirán ustedes declarar a Quince Lundy, que es este señor aquí sentado, designado por el tribunal como administrador de la herencia de Seth Hubbard, el valor de esta última es de aproximadamente veinticuatro millones de dólares.
Jake caminaba despacio. Al pronunciar la cantidad se paró a mirar algunas caras. Casi todos los miembros del jurado sonreían. «Bravo, Seth, así se hace». Había dos claramente impresionados. Tracy McMillen, la número dos, miraba a Jake con los ojos como platos. Sin embargo, fue un momento pasajero. En el condado de Ford no había nadie capaz de aprehender cifras así.
—Si creen ustedes que un hombre que reunió una fortuna de veinticuatro millones de dólares en unos diez años sabía lo que hacía con su dinero, tienen razón: Seth sabía perfectamente lo que hacía. El día antes de ahorcarse se encerró en su despacho, se sentó ante su mesa y escribió un nuevo testamento. Un testamento manuscrito, totalmente legal, bien escrito, legible, fácil de entender, sin complicaciones ni nada que pueda llevar a engaño. Sabía que se suicidaría al día siguiente, el domingo 2 de octubre, y lo estaba dejando todo en orden. Lo tenía todo planeado. Le escribió una nota a un empleado suyo, Calvin Boggs, donde explicaba que iba a suicidarse. Ya verán ustedes el original. Escribió instrucciones detalladas para su funeral y su entierro. Y el mismo sábado, cabe suponer que en su despacho, mientras redactaba el testamento, me escribió una carta en la que me daba instrucciones muy concretas. También este original lo verán ustedes. Seth lo tenía todo planeado. Al acabar de escribir fue a Clanton, a la oficina de correos, y me envió la carta junto con el testamento. Quería que recibiera la carta el lunes, porque el funeral sería el martes a las cuatro de la tarde en la Iglesia Cristiana de Irish Road. Detalles. Seth no descuidaba los detalles. Sabía exactamente lo que hacía. Lo tenía todo planeado.
»Como les he dicho, su cometido no es hacer entrega del dinero de Seth, o decidir a quién le corresponde cuánto. Sí es su cometido, en cambio, establecer si Seth sabía lo que hacía. La expresión jurídica es “capacidad para testar”. Para otorgar un testamento válido, tanto si está escrito a mano detrás de una bolsa de la compra como si lo mecanografían cinco secretarias en un gran bufete y se firma ante notario, hay que tener capacidad para testar. Se trata de una expresión jurídica fácil de comprender. Significa que hay que saber exactamente lo que se hace y, señoras y señores, Seth Hubbard sabía exactamente lo que hacía. No estaba loco. No deliraba. No le afectaban los calmantes, ni ningún otro fármaco. Era tan dueño de sus facultades mentales como lo son ustedes doce ahora mismo.
»Se podría aducir que un hombre que planea suicidarse no puede ser dueño de sus facultades mentales. Hay que estar loco para matarse, ¿no? Pues no siempre, y no necesariamente. En tanto que miembros de un jurado, se espera de ustedes que recurran a sus propias vivencias. Quizá hayan conocido a alguien, un amigo íntimo, un pariente incluso, que llegara al final de su camino y eligiera cómo despedirse. ¿Estaban locos? Es posible, pero no probable. Seth, en todo caso, no lo estaba. Sabía exactamente lo que hacía. Llevaba un año batallando contra el cáncer de pulmón, con varias tandas de quimioterapia y radioterapia, y al final los tumores se habían extendido a sus costillas y su columna vertebral. Sufría unos dolores atroces. Durante su última visita al médico le dieron menos de un mes de vida. Cuando lean lo que escribió el día antes de morir, quedarán convencidos de que las riendas de la vida de Seth Hubbard las llevaba él mismo.
Jake tenía una libreta en la mano, como atrezo, pero no la usaba. No le hacía falta. Se paseaba por delante del jurado mirándolos a todos a los ojos, mientras hablaba despacio y con claridad, como si estuvieran sentados en el salón de su casa, charlando sobre sus películas favoritas. Cada palabra, pese a todo, estaba escrita en algún sitio. Cada frase estaba ensayada, y cada pausa calculada. La cadencia, el ritmo… todo memorizado casi a la perfección.
Hasta los procesalistas más atareados solo pasan una pequeña parte de su tiempo ante un jurado. Eran momentos infrecuentes, que a Jake le entusiasmaban. Era un actor sobre las tablas recitando un monólogo escrito por él mismo, pronunciando sentencias llenas de sabiduría ante un público selecto. Se le disparaba el pulso. Su estómago sufría un vuelco. Se le doblaban las rodillas. Todas esas luchas internas, sin embargo, estaban controladas, y Jake ilustró con calma a sus nuevos amigos.
En cinco minutos no se había saltado una palabra. Faltaban otros cinco, y la parte más difícil.
—Ahora bien, señoras y señores, esta historia tiene una parte desagradable, que es la razón de que estemos aquí. A Seth Hubbard le han sobrevivido un hijo, una hija y cuatro nietos. En su testamento no les dejó nada. En términos muy claros, pero de lectura dolorosa, excluyó específicamente a su familia de heredar ningún bien, según lo dispuesto por el testamento. La pregunta es evidente: ¿por qué? Tenemos tendencia natural a preguntar: «¿Qué razones se pueden tener para eso?». Sin embargo, no es su cometido hacerse esa pregunta. Seth actuó por motivos que solo él conocía. Repito que el dinero lo ganó él. Era todo suyo. Podría haber dado hasta el último céntimo a la Cruz Roja, o a algún telepredicador con don de palabra, o al Partido Comunista. Eso era de su incumbencia, no de la de ustedes, ni de la mía, ni de la de este tribunal.
»En vez de dejar el dinero a su familia, Seth dejó el 5 por ciento a su iglesia, el 5 por ciento a un hermano a quien llevaba muchísimo tiempo sin ver y el 90 por ciento restante a una mujer llamada Lettie Lang. La señora Lang se encuentra aquí sentada, entre el señor Lundy y yo. Trabajó tres años como asistenta, cocinera y a veces enfermera para el señor Hubbard. También en este caso es evidente la pregunta: ¿por qué? ¿Por qué excluyó Seth a su familia y se lo dejó casi todo a una mujer a quien conocía desde hacía tan poco tiempo? Les aseguro, señoras y señores, que es la mayor pregunta a la que me he enfrentado jamás como abogado. Me la he hecho yo, se la han hecho los otros abogados, se la ha hecho la familia Hubbard, se la ha hecho la propia Lettie Lang, se la han hecho sus amigos y vecinos, y se la han hecho casi todos los habitantes del condado que han oído la noticia. ¿Por qué?
»La verdad es que nunca lo sabremos. El único que lo sabía era Seth, que ya no se encuentra entre nosotros. Y la verdad es que no es de nuestra incumbencia, señores y señoras. No tenemos por qué (me refiero a los abogados, al juez y a ustedes, el jurado) preocuparnos por la razón de que Seth hiciera lo que hizo. Como ya les he dicho, su cometido es tomar una decisión sobre un solo punto importante, que es muy simple, al escribir su testamento, ¿pensaba Seth con claridad? ¿Sabía lo que hacía?
»La respuesta es en ambos casos sí. Las pruebas serán claras y convincentes.
Jake hizo una pausa y cogió un vaso de agua. Mientras bebía un poco echó un vistazo general a la sala, llena de gente. En la segunda fila se cruzó con la mirada fija de Harry Rex, que le hizo un gesto rápido con la cabeza. «De momento vas muy bien. Están atentos. Remátalo».
Jake volvió al estrado, miró sus apuntes y siguió hablando.
—Lo previsible, al haber tanto dinero en juego, es que en los próximos días se pongan las cosas algo tensas. La familia de Seth Hubbard ha impugnado el testamento manuscrito, lo cual no se le puede reprochar. Creen sinceramente que son ellos quienes deberían haber recibido el dinero, y para poner en tela de juicio el testamento escrito a mano han contratado a un buen grupo de abogados. Sostienen que Seth no tenía capacidad para testar, que le faltaba la claridad de ideas necesaria y que fue sometido a influencia indebida por Lettie Lang. «Influencia indebida» es una expresión jurídica que será decisiva en esta causa. La familia de Seth Hubbard tratará de convencerles de que Lettie Lang aprovechó su trabajo como asistenta para intimar con Seth Hubbard. La palabra «intimar» puede tener muchos sentidos. La señora Lang cuidaba a Seth, a veces le bañaba, le cambiaba de ropa, le lavaba las cosas y hacía todo lo que se les pide a los cuidadores en situaciones tan delicadas y tristes como esta. Seth era un anciano a punto de morir, aquejado de un cáncer mortal y debilitador que consumía todas sus fuerzas.
Jake se giró y miró a Wade Lanier y al grupo de abogados de la otra mesa.
—Harán muchas insinuaciones, señoras y señores, pero no pueden demostrar nada. Entre Seth Hubbard y Lettie Lang no hubo relaciones físicas. Harán insinuaciones, sugerencias, alusiones; pero no traerán pruebas, porque no hubo tal.
Dejó caer la libreta en la mesa y concluyó.
—Va a ser un juicio breve, con muchos testigos. Como en todos los juicios habrá cosas que a veces se presten a confusión. Es algo que frecuentemente hacen los abogados a propósito, pero no se dejen despistar. Recuerden, señoras y señores, que su cometido no es distribuir el dinero de Seth Hubbard, sino establecer si al escribir su testamento sabía lo que hacía. Ni más ni menos. Gracias.
Obedeciendo las severas instrucciones del juez Atlee, los impugnadores habían accedido a aligerar los alegatos y las conclusiones, dejándolos en manos de Wade Lanier. Este se acercó al estrado con una americana llena de arrugas, una corbata demasiado corta y los faldones de la camisa casi fuera de los pantalones. Los pocos mechones de pelo que le quedaban en torno a las orejas despuntaban en varias direcciones. Parecía un abogado atolondrado de segunda que podría olvidarse de comparecer al día siguiente, pero era todo puro teatro para desarmar al jurado. Jake no se dejó engañar.
—Gracias, señor Brigance —empezó—. Tengo treinta años de juicios a mis espaldas, y no había conocido a un abogado joven del talento de Jake Brigance. Tienen suerte, aquí en el condado de Ford, de contar con un joven letrado de su inteligencia. Es un honor poder enfrentarme con él, como lo es estar en esta sala tan antigua y majestuosa.
Hizo una pausa para consultar sus notas, mientras Jake rabiaba por los falsos elogios. En ausencia de jurado Lanier se expresaba con fluidez y coherencia. En cambio ahora, ya en escena, se mostraba sencillo, campechano y de una inmediata simpatía.
—Bueno. Esto es un simple alegato inicial. Lo que digamos el señor Brigance o yo no son en ningún caso pruebas. Las pruebas vienen de un solo sitio, que es esta tribuna de aquí, la de los testigos. A veces los abogados se dejan llevar y dicen cosas que más tarde no pueden demostrar en el juicio. También tienden a omitir datos importantes que debería conocer el jurado. El señor Brigance, por ejemplo, no ha hecho referencia a que, cuando Seth Hubbard escribió su testamento, la única persona presente en todo el edificio aparte de él era Lettie Lang. Fue un sábado por la mañana, y los sábados por la mañana la señora Lang no trabajaba. Fue a casa del señor Hubbard y desde ahí condujo hasta las oficinas en el nuevo Cadillac de su jefe. El señor Hubbard abrió la puerta con llave, y entraron juntos. Lettie Lang dice que fue a limpiar las oficinas, pero nunca lo había hecho. Estaban solos. Estuvieron solos durante cerca de dos horas en las oficinas de la Berring Lumber Company, el cuartel general de Seth Hubbard. Aquel sábado por la mañana, cuando llegaron, Seth Hubbard ya tenía un testamento, preparado un año antes por un buen bufete de Tupelo en el que había confiado varios años. El testamento al que me refiero se lo dejaba casi todo a sus dos hijos adultos y sus cuatro nietos. Era un testamento típico, estándar, sensato, del tipo que en algún momento firman prácticamente todos los americanos. El 90 por ciento de los bienes que se transmiten por vía testamentaria va a parar a manos de la familia del difunto. Como tiene que ser.
Lanier había empezado a caminar, un poco doblado por la cintura, bamboleando su robusto cuerpo.
—Pero esa mañana, después de pasar dos horas en su oficina sin otra compañía que la de Lettie Lang, salió con otro testamento escrito por él mismo que excluía a sus hijos y a sus nietos, y le dejaba el 90 por ciento de su fortuna a su asistenta. ¿Les parece razonable? Pongámoslo en perspectiva. Hacía un año que Seth Hubbard luchaba contra el cáncer; una batalla terrible, que sabía que perdería. Durante los últimos días de Seth Hubbard en este mundo, la persona más cercana a él fue Lettie Lang. Los días buenos le cocinaba y cuidaba de su casa y de sus cosas, y los días malos le daba de comer, le bañaba, le vestía y limpiaba lo que ensuciaba. Lettie Lang sabía que Seth Hubbard se estaba muriendo. No era ningún secreto. También sabía que era rico, y que su relación con sus hijos adultos era un poco tensa.
Lanier se detuvo cerca de la tribuna del jurado y abrió los brazos en un gesto teatral de incredulidad.
—¿Tenemos que creernos —preguntó con fuerza— que no pensaba en el dinero? ¡Seamos realistas, por favor! La propia señora Lang les dirá que siempre ha trabajado de asistenta, que su marido, Simeon Lang, actualmente en la cárcel, ha trabajado a salto de mata, por lo que no se podía depender de su sueldo, y que ella ha criado a cinco hijos en una situación económica difícil. ¡Una vida dura! Nunca le había sobrado un solo céntimo. Como tantas personas, Lettie Lang estaba sin blanca. Siempre lo había estado. Saben ustedes muy bien que al ver que su jefe iba acercándose a la muerte pensó en el dinero. Es la naturaleza humana. No se le puede reprochar. No insinúo que fuera mala o codiciosa. ¿Quién de entre nosotros no habría pensado en el dinero?
»Y aquel sábado por la mañana del pasado octubre, Lettie llevó a su jefe en coche a la oficina, donde estuvieron dos horas a solas. Y mientras estaban solos cambió de manos una de las mayores fortunas de la historia de este estado. Se transfirieron veinticuatro millones de dólares de la familia Hubbard a una asistenta a quien Seth Hubbard solo conocía desde hacía tres años.
Lanier tuvo el acierto de callarse mientras su última frase resonaba por la sala. «Caramba, qué bueno es», pensó Jake mientras miraba al jurado como si no pasara nada. Frank Doley no le quitaba el ojo de encima. «Te aborrezco», decía su mirada.
Lanier bajó la voz.
—Vamos a tratar de demostrar que la señora Lang ejerció una influencia indebida en Seth Hubbard. La clave de este caso es la influencia indebida, que se puede demostrar de muchos modos. Una de las señales de que se ha producido es la existencia de un regalo insólito o poco razonable. El que le hizo Seth Hubbard a la señora Lang es flagrantemente insólito y poco razonable, hasta extremos increíbles. Perdón. No se me ocurre el adjetivo justo para describirlo. ¿El 90 por ciento de veinticuatro millones? ¿Y nada para su familia? No es muy normal, señores. No es lo que entiendo yo por razonable. La influencia indebida clama al cielo. Si él hubiera querido tener un gesto con su asistenta, podría haberle dado un millón, que habría sido un regalo bastante generoso. ¿Dos millones? En mi modesta opinión, cualquier cosa por encima de un millón de dólares se consideraría insólito y poco razonable, dado lo breve de su relación.
Lanier volvió al podio, consultó sus apuntes y miró el reloj. Ocho minutos. No tenía prisa.
—Intentaremos demostrar que hubo influencia indebida mediante el análisis de un testamento anterior dado por Seth Hubbard. Lo preparó un año antes de la muerte de Seth un importante bufete de Tupelo, y dejaba más o menos el 95 por ciento de sus bienes a su familia. Es un testamento complicado, con mucha jerga legal de esa que solo entienden los expertos en derecho tributario. Yo no la entiendo, y procuraremos no aburrirles a ustedes con ella. Si analizamos este testamento anterior será para poner de manifiesto que Seth no pensaba con claridad. Al estar redactado por expertos que dominan el tema tributario, y no por un hombre a punto de ahorcarse, el testamento anterior aprovecha al máximo las desgravaciones de hacienda, con lo que se ahorra más de tres millones en impuestos. Según el testamento manuscrito del señor Hubbard, la agencia tributaria se queda el 51 por ciento, más de doce millones de dólares. Según el anterior se quedaría nueve millones. Al señor Brigance le gusta mucho decir que Seth Hubbard sabía muy bien lo que hacía. Pues yo lo dudo. Piénsenlo un poco. Un hombre bastante listo como para amasar una fortuna así en diez años no escribe de cualquier manera un documento que le costará tres millones a su patrimonio. ¡Es absurdo! ¡Es algo insólito y poco razonable!
Apoyó los codos en el podio, juntó las puntas de los dedos y miró a los expectantes miembros del jurado a los ojos.
—Bueno, voy acabando —dijo por último—. Debo decirles que tienen suerte, porque ni Jake Brigance ni yo somos partidarios de los discursos largos. Tampoco el juez Atlee, dicho sea de paso. —Hubo algunas sonrisas. Casi tenía gracia—. Quiero dejarles con mi primera reflexión, con mi primera imagen del juicio. Imagínense a Seth Hubbard el 1 de octubre del año pasado, enfrentado a una muerte segura, y ya decidido a acelerarla. Es un hombre con unos dolores espantosos, que toma un montón de analgésicos; un hombre triste, solo, sin pareja ni relación con sus hijos y nietos, moribundo, amargado y sin ganas de luchar. La única persona bastante próxima para escucharle y consolarle es Lettie Lang. Nunca sabremos hasta qué punto fue estrecha su relación. Nunca sabremos qué pasó entre los dos. Pero sí sabemos el desenlace. Señoras y señores, es un ejemplo muy claro de un hombre que se equivoca gravemente a causa de la influencia de alguien que busca su dinero.
—Llame a su primer testigo, señor Brigance —dijo el juez Atlee cuando Lanier se sentó.
—Los proponentes llaman al sheriff Ozzie Walls.
Ozzie, que estaba en la segunda fila, subió rápidamente al estrado y prestó juramento. Quince Lundy ocupaba la mesa de la derecha de Jake, y pese a llevar casi cuarenta años de ejercicio del derecho había evitado por todos los medios los juicios orales. Jake le había pedido que mirase de vez en cuando al jurado e hiciera observaciones. Mientras Ozzie se colocaba en su sitio, Lundy le pasó a Jake una nota donde ponía: «Has estado muy bien. Lanier también. El jurado está dividido. Lo tenemos crudo».
«Gracias», pensó Jake. Portia le acercó una libreta. Su nota rezaba así: «Frank Doley es más malo que la tiña».
«Menudo equipo», pensó Jake. Solo le faltaba que Lucien le susurrara consejos e irritase a todos los presentes.
En respuesta a las preguntas de Jake, Ozzie hizo una descripción del suicidio. Usó cuatro fotos grandes en color de Seth Hubbard colgado de la soga, que se hicieron circular entre el jurado, por su carácter impactante. Jake se había mostrado contrario, porque le parecían demasiado truculentas. También se había opuesto Lanier, porque podían despertar compasión hacia Seth. Al final el juez Atlee había dicho que era necesario que las viera el jurado. Una vez recogidas, y admitidas como prueba, Ozzie mostró la nota de suicidio que Seth dejó en la mesa de su cocina para Calvin Boggs. La proyectaron a gran tamaño en una pantalla desplegada ante el jurado, y a cada uno de los miembros de este último se le facilitó una copia. Rezaba así: «Para Calvin. Por favor, informa a las autoridades de que me he quitado la vida, sin ayuda de nadie. En la hoja adjunta he dejado instrucciones específicas para mi funeral y mi entierro. ¡Sin autopsia! S. H. Fechado el 2 de octubre de 1988».
Jake mostró los originales de las instrucciones para el funeral y el entierro, que fueron admitidos sin protestas, y los proyectó en la gran pantalla. Cada miembro del jurado recibió una copia. Decían así:
Instrucciones para el funeral:
Deseo una ceremonia sencilla en la Iglesia Cristiana de Irish Road, el martes 4 de octubre a las 16.00, oficiada por el reverendo Don McElwain. Quiero que la señora Nora Baines cante «The Old Rugged Cross», y que nadie pronuncie ningún discurso fúnebre. De hecho dudo que le apeteciera a alguien. Aparte de eso, que el reverendo McElwain diga lo que quiera. Media hora, como máximo.
Si alguna persona de raza negra quiere asistir a mi funeral, se le tendrá que permitir. En caso contrario mejor que no haya funeral y que me metan en el hoyo.
Portadores del féretro: Harvey Moss, Duane Thomas, Steve Holland, Billy Bowles, Mike Mills y Walter Robinson.
Instrucciones para el entierro:
Acabo de comprar una parcela en el cementerio de Irish Road, detrás de la iglesia. He hablado con el señor Magargel, de la funeraria, que ha recibido el dinero del ataúd. No quiero panteón. Deseo un sepelio rápido justo después de la ceremonia religiosa (máximo cinco minutos antes de bajar el ataúd).
Adiós. Nos vemos en el otro mundo.
SETH HUBBARD
—Sheriff Walls —dijo Jake, dirigiéndose al testigo—, esta nota de suicidio y estas instrucciones las encontraron usted y sus hombres en el domicilio de Seth Hubbard poco después de descubrir su cadáver, ¿no es así?
—Exacto.
—¿Qué hicieron con ellas?
—Tomar posesión de los dos documentos, hacer copias y dárselas al día siguiente a la familia del señor Hubbard, en casa de este último.
—No tengo más preguntas, señoría.
—¿Desea usted un contrainterrogatorio, señor Lanier?
—No.
—Puede usted levantarse, sheriff Walls. Gracias. ¿Señor Brigance?
—Sí, señoría, en este momento desearía que se le indicase al jurado que todas las partes han determinado que los documentos recién admitidos como pruebas fueron escritos de su puño y letra por Seth Hubbard.
—¿Señor Lanier?
—Así se ha estipulado, señoría.
—Muy bien, pues no hay ninguna controversia sobre la autoría de los documentos. Prosiga, señor Brigance.
—Los proponentes —dijo Jake— llaman al señor Calvin Boggs.
Esperaron a que llegara Calvin de una sala para testigos. Era un chicarrón de campo que nunca había tenido corbata, y saltaba a la vista que ni siquiera había pensado en comprarse una para la ocasión. Llevaba una camisa de cuadros gastada, con parches en los codos, y unos chinos sucios, como las botas. Parecía recién llegado de talar árboles. Tanto le impuso el entorno, tanto le abrumó, que a los pocos segundos de empezar a describir su horror al encontrar colgado a su jefe de un sicomoro se atragantó.
—El domingo por la mañana ¿a qué hora le llamó? —preguntó Jake.
—Hacia las nueve. Me dijo que estuviera en el puente para verle a las dos.
—Y usted llegó a las dos en punto, ¿no?
—Sí.
El plan de Jake era usar a Boggs como un ejemplo de cómo cuidaba los detalles Seth. Más tarde argumentaría ante el jurado que Seth había dejado la nota en la mesa, se había llevado la soga y la escalera, había ido en coche hasta el sitio elegido y se había asegurado de que a las dos, cuando llegara Calvin, él ya estuviera muerto. Quería que le encontrasen poco después de morir. Si no, podrían haber tardado varios días.
Lanier no tenía nada que preguntar. El testigo quedó libre de marcharse.
—Llame a su próximo testigo, señor Brigance —dijo el juez Atlee.
—Los proponentes —dijo Jake— llaman al forense del condado, Finn Plunkett.
Trece años antes, al ser elegido por primera vez al cargo, Finn Plunkett era un cartero rural sin experiencia médica, ya que en Mississippi no era un requisito indispensable. Nunca había pisado el escenario de ningún crimen. El hecho de que el estado aún eligiera a los forenses de condado era una auténtica rareza. Ya quedaban pocos estados que lo hiciesen. De hecho Mississippi había sido uno de los pocos en crear el ritual. Durante los últimos trece años, a Finn lo habían llamado a todas horas del día o de la noche para personarse en lugares como residencias para la tercera edad, hospitales, accidentes, bares de mala muerte, ríos, lagos y casas asoladas por la violencia. Su rutina habitual era ponerse al lado del cadáver y dictaminar solemnemente: «Pues sí, está muerto». Acto seguido formulaba alguna hipótesis sobre la causa de la muerte y firmaba el acta.
Presente al ser depositado Seth en el suelo, había dicho: «Pues sí, está muerto». Muerte por ahorcamiento. Un suicidio. Asfixia y fractura de cuello. Conducido por Jake, explicó rápidamente al jurado algo que caía por su propio peso. Wade Lanier renunció al contrainterrogatorio.
Jake llamó a su antigua secretaria, Roxy Brisco, que al principio, debido a su tempestuosa marcha del bufete, no había querido prestarse a declarar, así que Jake le había mandado una orden judicial y le había explicado que si no la acataba podían meterla en la cárcel. Roxy había entrado rápidamente en razón. Subió al estrado muy elegante, como merecía la ocasión. En un mano a mano con Jake, repasó lo acontecido el 3 de octubre por la mañana, al llegar ella al bufete con el correo. Identificó el sobre, la carta y el testamento de dos páginas de Seth Hubbard, y el juez Atlee lo admitió todo a juicio como pruebas de los proponentes. No hubo protestas en el otro bando. Siguiendo un guión que le había aconsejado su señoría, Jake proyectó en la pantalla una versión ampliada de la carta que le había escrito Seth. También repartió copias entre el jurado.
—Señoras y señores —dijo el juez Atlee—, haremos una pausa para que todos ustedes lean la carta con detenimiento.
Se hizo un silencio inmediato en la sala, mientras los miembros del jurado leían sus copias y el público estudiaba la pantalla.
1 de octubre de 1988
Adjunto a la presente mi testamento, redactado, fechado y firmado de mi puño y letra. He consultado la legislación del estado de Mississippi y estoy seguro de que responde a todos los requisitos de los testamentos ológrafos, y es acreedor por tanto a que lo ejecuten las autoridades judiciales. No hay testigos de la firma, ya que como bien sabe los testamentos ológrafos no los requieren. Hace un año firmé una versión más extensa en el bufete Rush de Tupelo, pero es un documento al que he renunciado.
Lo más probable es que esta nueva versión dé algunos problemas. Por eso quiero que sea usted el abogado de la sucesión. Deseo que el testamento sea defendido a toda costa, y sé que es usted capaz de ello. He excluido específicamente a mis dos hijos adultos, a sus respectivos hijos y a mis dos exesposas. No es buena gente. Prepárese, porque querrán guerra. Mis propiedades son considerables —hasta un punto que ellos ni siquiera sospechan—. Cuando se sepa, atacarán. Luche usted sin cuartel, señor Brigance. Es necesario que venzamos.
Junto a mi nota de suicidio he dejado instrucciones para el funeral y el entierro. No mencione usted mi testamento hasta después del funeral. Deseo que mi familia se vea obligada a cumplir todos los rituales del luto antes de descubrir que no recibirán nada. Obsérvelos fingir. Se les da muy bien. A mí no me quieren.
Le agradezco de antemano el celo con el que velará por mis intereses. No será fácil. Me consuela saber que no estaré presente para soportar tan dura prueba.
Atentamente,
SETH HUBBARD
A medida que acababan, los jurados no pudieron evitar una mirada al público, y a Herschel Hubbard y Ramona Dafoe. Ella tuvo ganas de llorar, pero en aquel momento supuso con razón que todos creerían que fingía, así que se quedó mirando el suelo, como su hermano y su marido, en espera de que pasase aquel trance tan incómodo y desagradable.
—Descansaremos diez minutos —dijo finalmente el juez Atlee, tras una eternidad.
Pese a las advertencias de Seth sobre los peligros del tabaco, al menos la mitad del jurado necesitaba un cigarrillo. Los no fumadores se quedaron en la sala de deliberaciones, tomando café, mientras los otros siguieron a un ujier hasta un pequeño patio que daba al lado norte del jardín del juzgado. No tardaron casi nada en encender sus cigarrillos y empezar a expulsar humo. Nevin Dark estaba intentando dejarlo, y había bajado hasta medio paquete al día, pero en aquel momento sentía el ansia de la nicotina. Jim Whitehurst se acercó y dio una calada.
—¿Qué, señor presidente, qué te parece? —dijo.
El juez Atlee había sido muy explícito en sus advertencias, no hablar de la causa. En cualquier juicio, sin embargo, los miembros del jurado están impacientes por comentar lo que acaban de ver y oír.
—Que parece que el viejo sabía muy bien lo que se hacía. ¿Y a ti?
—No me cabe la menor duda —susurró Jim.
Justo encima de ellos, en la biblioteca jurídica del condado, Jake estaba reunido con Portia, Lettie, Quince Lundy y Harry Rex, ninguno de los cuales regateaba observaciones u opiniones. A Portia le ponía nerviosa que Frank Doley, el jurado número doce, no apartase la vista de ella, ceñudo y moviendo los labios como si la insultase. Lettie opinaba que Debbie Lacker, la número diez, se había quedado dormida, mientras que Harry Rex estaba seguro de que la número dos, Tracy McMillen, ya estaba enamorada de Jake. Quince Lundy se reafirmaba en que el jurado estaba dividido, pero Harry Rex dijo que tendrían suerte si conseguían cuatro votos. Jake le pidió educadamente que se callase, recordándole sus agoreras predicciones durante el juicio de Carl Lee Hailey.
Después de diez minutos de cháchara absurda, Jake se juró a sí mismo que almorzaría solo.
De regreso a la sala llamó a declarar a Quince Lundy y le guio por una serie de preguntas anodinas pero necesarias acerca de su papel en la sucesión, su nombramiento como administrador y el hecho de que hubiera sustituido a Russell Amburgh después de la renuncia de este último. Lundy explicó sin florituras cuáles eran los deberes del administrador, y le salió de maravilla hacer que sonase tan aburrido como era. Jake puso en sus manos el original del testamento manuscrito y le pidió que lo identificara.
—Es —dijo Lundy— el testamento ológrafo que se admitió a trámite el 4 de octubre del año pasado. Firmado por Seth Hubbard el 1 de octubre.
—Echémosle un vistazo —dijo Jake, que una vez más proyectó el documento en la pantalla a la vez que repartía copias al jurado.
—Señoras y señores —dijo el juez Atlee—, les pido una vez más que lean sin prisas. Cuando empiecen a deliberar podrán llevarse a su sala todos los documentos y las pruebas.
Jake se quedó al lado del podio con una copia del testamento en la mano, y mientras fingía leerlo observó al jurado con la máxima atención. Tuvo la impresión de que todos, en algún momento, fruncían el ceño. Supuso que era por las palabras «mueran con dolor». Él había leído cien veces el testamento y seguía teniendo las mismas dos reacciones: por un lado, pensar que era mezquino, duro, cruel y poco razonable; y por otro, preguntarse qué había hecho Lettie para que Seth se encariñase tanto de ella. Como siempre, sin embargo, una nueva lectura le convenció de que Seth sabía perfectamente lo que hacía. Si alguien tiene capacidad para testar, puede ser todo lo insensato y disparatado que quiera al legar sus bienes.
Cuando el último miembro del jurado acabó de leer su copia y la dejó sobre la mesa, Jake apagó el proyector. A continuación, Quince Lundy y él dedicaron media hora a los principales hitos del increíble viaje de diez años de Seth Hubbard desde las ruinas de su segundo divorcio a una riqueza nunca vista en el condado de Ford.
A las doce y media el juez Atlee levantó la sesión hasta las dos.