Lucien barajó y repartió con mano experta diez cartas a Lonny, y se quedó otras tantas. Lonny, como iba siendo costumbre, levantó las suyas lentamente de la mesa plegable y tardó una eternidad en colocarlas en su orden preferido. Era lento con las manos y las palabras, pero su cerebro parecía funcionar a la velocidad correcta. Llevaba treinta puntos de ventaja en la partida de gin rummy, la quinta que jugaban. Había ganado tres de las cuatro primeras. Llevaba una bata de hospital muy ancha, y tenía un gotero sobre la cabeza. Una enfermera más amable le había dado permiso para levantarse de la cama y jugar a las cartas frente a la ventana, pero solo porque Lonny había levantado la voz. Estaba harto del hospital. Quería marcharse, pero no tenía adónde ir salvo a la cárcel municipal, donde aún se comía peor, y donde le esperaba la poli para hacerle preguntas. De hecho le esperaban en aquella misma puerta, la de la habitación. Treinta kilos de coca siempre dan problemas. Su nuevo amigo Lucien, que decía ser abogado, le había asegurado que las pruebas quedarían anuladas tras la debida instancia. La pasma había entrado en la pensión sin causa razonable. Que a un hombre le hieran en una pelea de bar no da derecho a la policía a meter las narices donde vive, forzando la cerradura. «La coca se la ventila hasta el más memo de los penalistas —le había prometido Lucien—. Tranquilo, que a ti no te empapelan».
En sus conversaciones acerca de Seth Hubbard, Lucien no había escatimado datos, cotilleos, inventos, especulaciones y rumores de los que habían circulado en Clanton en los últimos seis meses. Lonny decía no tener mucha curiosidad, pero daba la impresión de disfrutar con lo que oía. Lucien no hizo ninguna referencia al testamento manuscrito, ni a la asistenta negra. Se explayó sobre la increíble trayectoria que en diez años había llevado a Seth desde la ruina provocada por su segundo divorcio a una carrera de inversionista de altos vuelos, que de una finca hipotecada había hecho una fortuna. Habló de su celo por el secretismo, de sus cuentas en paraísos fiscales, de su laberinto de empresas, y explicó la increíble pero verídica anécdota de que en 1928 el padre de Seth, Cleon, había contratado al de Lucien, Robert E. Lee Wilbanks, para un pleito de tierras. ¡Y habían perdido!
Lucien hablaba casi sin parar, intentando ganarse la confianza de Lonny y convencerle de que no tenía nada malo contarse secretos del pasado. Si Lucien podía abrirse tanto, también podía hacerlo Lonny. Durante la mañana Lucien había sondeado suavemente a Lonny sobre el tema de si sabía algo de Ancil, pero ninguna de sus dos tentativas había dado fruto. El resto de la mañana se la habían pasado conversando y jugando. A mediodía Lonny estaba cansado y necesitaba reposo. La enfermera disfrutó al decirle a Lucien que se fuera.
Se fue, pero al cabo de dos horas volvió para ver cómo estaba su nuevo amigo. Ahora Lonny quería jugar al blackjack, por diez centavos la mano.
—He llamado a Jake Brigance —le dijo Lucien más o menos después de media hora—, el abogado para el que trabajo en Mississippi, y le he pedido que busque información sobre aquel hombre del que hablaste, Sylvester Rinds. Ha encontrado algo.
Lonny puso las cartas en la mesa y miró a Lucien con curiosidad.
—¿Qué? —dijo con parsimonia.
—Pues mira, según el registro de la propiedad del condado de Ford, Sylvester Rinds tenía una finca de treinta hectáreas en la parte nordeste del condado, herencia de su padre, que se llamaba Solomon Rinds y había nacido más o menos al comienzo de la guerra civil. La documentación no está muy clara, pero es muy posible que la finca llegara a manos de la familia Rinds justo después de la guerra, durante la Reconstrucción, cuando los esclavos libertos empezaron a poder tener tierras gracias a la ayuda de los que venían del norte, de los gobernadores federales y de toda la chusma que en aquella época inundó nuestro país. Parece que las treinta hectáreas estuvieron cierto tiempo en disputa. La familia Hubbard tenía otras treinta adyacentes a la finca de Rinds, y evidentemente impugnaron su titularidad. La querella de la que te he hablado esta mañana, la que presentó en 1928 Cleon Hubbard, era por la finca de Rinds. Mi abuelo, que era el mejor abogado del condado y tenía muy buenos contactos, perdió el caso en representación de Cleon. Supongo que si mi abuelo perdió el pleito fue porque la familia Rinds tenía razones bastante sólidas para quedarse como dueños de la finca. Sylvester logró conservar un par de años más las tierras, pero en 1930 murió y luego Cleon Hubbard le compró la finca a la viuda.
Lonny, que había cogido las cartas, las miraba sin verlas. Escuchaba y recordaba imágenes de una vida anterior.
—Interesante, ¿eh? —dijo Lucien.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Lonny con una mueca provocada por otro ataque de dolor de cabeza.
Lucien insistió. No habiendo nada que perder, no tenía intención de relajarse.
—Lo más raro de toda esta historia es que la muerte de Sylvester no está documentada. Ahora mismo, en el condado de Ford, no hay ningún Rinds. Parece que se fueron todos más o menos en la misma época en que Cleon Hubbard se hizo con la finca. Desaparecieron. La mayoría huyó al norte, a Chicago, y encontró trabajo, pero, bueno, eso en la época de la Depresión era bastante normal. Del sur profundo se escaparon muchos negros que pasaban hambre. Según el señor Brigance han encontrado a un pariente lejano en Alabama, un tal Boaz Rinds que dice que a Sylvester le cogieron unos blancos y le asesinaron.
—¿Y a qué viene todo eso? —preguntó Lonny.
Lucien se levantó y se acercó a la ventana para mirar el aparcamiento de abajo. No sabía si decirle la verdad a Lonny: el testamento, Lettie Lang, sus antepasados, el hecho de que fuera casi con seguridad una Rinds y no una Tayber, el hecho de que su familia fuera del condado de Ford y en otros tiempos hubiera vivido en la finca de Sylvester, las elevadas probabilidades de que Sylvester, de hecho, fuera abuelo de Lettie…
Al final lo que hizo fue sentarse.
—No, por nada —dijo—. Solo es una historia sobre mi familia, la de Seth Hubbard y tal vez la de Sylvester Rinds.
Hubo un momento de silencio en que ninguno de los dos tocó sus cartas. Tampoco se miraron a la cara. Justo cuando parecía que Lonny se había quedado dormido, Lucien le sobresaltó con sus palabras.
—Tú conoces a Ancil. ¿A que sí?
—Sí —dijo Lonny.
—Háblame de él. Tengo que encontrarle cuanto antes.
—¿Qué quieres saber?
—¿Está vivo?
—Sí, está vivo.
—¿Y ahora dónde está?
—No lo sé.
—¿Cuándo le viste por última vez?
En ese momento entró una enfermera y dijo que tenía que tomarle las constantes vitales a Lonny. Él dijo que estaba cansado, así que la enfermera le ayudó a meterse en la cama, le puso bien la vía, fulminó con la mirada a Lucien y le tomó a Lonny la tensión y el pulso.
—Tiene que descansar —dijo.
Lonny cerró los ojos.
—No te vayas —dijo—. Apaga las luces pero no te vayas.
Lucien acercó una silla a la cama y se sentó.
—Háblame de Ancil —dijo al quedarse los dos solos.
Lonny contestó sin abrir los ojos, casi en susurros.
—Bueno, Ancil siempre ha estado huyendo de algo. Se fue muy joven de casa y no volvió. Odiaba su casa, sobre todo a su padre. Estuvo en la guerra y casi murió por una herida en la cabeza. La mayoría de la gente cree que siempre ha estado un poco mal de allá. Le encantaba el mar. Decía que al haber nacido tan lejos de él le cautivaba. Estuvo navegando varios años en cargueros, y viajó por todo el mundo. No podrías encontrar ningún punto del mapa donde no haya estado Ancil; ninguna montaña, ningún puerto, ninguna ciudad, ningún sitio famoso… Ningún bar, ninguna sala de baile, ninguna casa de putas… En cualquier sitio que se te ocurra habrá estado Ancil. Ha tratado con tíos duros, y alguna que otra vez ha ido por el mal camino; delitos de poca monta, otros de no tan poca… Ha vivido algunas situaciones que casi no las cuenta. Una vez pasó una semana en un hospital de Sri Lanka con una herida de cuchillo, pero la herida no era nada en comparación con la infección que pilló en el hospital. Ha estado con un montón de mujeres, y algunas han tenido un montón de hijos, pero Ancil no es de los que se quedan mucho tiempo en los sitios. Que él sepa, algunas mujeres aún le están buscando con sus hijos. Puede que no sean las únicas personas que le buscan. Ha vivido a lo loco, siempre pendiente de si le persigue alguien.
Al pronunciar la palabra «vivido» lo hizo mal, o quizá con naturalidad. La segunda i le salió mucho más plana que antes, muy parecida a las típicas íes del norte de Mississippi. Lucien había relajado adrede su pronunciación, dándole más nasalidad con la esperanza de que se le contagiase a Lonny. Era de Mississippi. Ambos lo sabían.
Cerró los ojos como si durmiera. Lucien se lo quedó mirando unos minutos. La respiración de Lonny se volvió más pesada, señal de que se había dormido. Se le cayó la mano derecha a un lado. Según los monitores, la tensión y el pulso eran normales. Para seguir despierto, Lucien dio vueltas por la habitación a oscuras, esperando la aparición de una enfermera que le hiciese salir. Después se puso al lado de la cama y apretó con firmeza la muñeca derecha de Lonny.
—¡Ancil! ¡Ancil! —dijo—. Seth escribió un testamento que te deja un millón de dólares.
Los ojos se abrieron. Lucien lo repitió.
Hacía una hora que se discutía sin parar, y los nervios estaban de punta. De hecho el tema se había debatido acaloradamente durante todo un mes sin que faltasen opiniones. Casi eran las diez de la noche. La mesa de reuniones estaba llena de notas, carpetas, libros y los restos de una pizza a domicilio pésima que habían devorado a la hora de comer.
¿Había que decirle al jurado cuánto valía la herencia de Seth? Lo único que dirimía el juicio era la validez del testamento manuscrito. Nada más y nada menos. Legalmente, técnicamente, no importaba la cuantía de la herencia. En un lado de la mesa, el que ocupaba Harry Rex, se tenía muy claro que no había que decírselo al jurado, porque si sus miembros se enteraban de que había veinticuatro millones de dólares en juego, a punto para ser entregados a Lettie Lang, se opondrían. Como era lógico, verían con recelo la transferencia de una cantidad tan alta fuera de la familia. Se trataba de una suma inaudita, tan impactante que resultaba impensable que se la quedara una humilde asistenta negra. Lucien, ausente, estaba de acuerdo con Harry Rex.
En cambio Jake lo veía de otra manera. Su primer argumento era que el jurado probablemente ya intuyese que había mucho dinero sobre la mesa, aunque prácticamente todos hubieran negado saberlo durante el proceso de selección. Solo había que fijarse en las dimensiones del litigio y la cantidad de abogados que intervenían. Todo en la causa y en el juicio olía a una fortuna. El segundo argumento de Jake era que la mejor opción sería revelarlo todo. Si el jurado tenía la impresión de que intentaba esconderles algo, el juicio empezaría con una pérdida inmediata de credibilidad. Toda persona que presencia un juicio quiere saber de qué va la batalla. Mejor decírselo. Mejor enseñar todas las cartas sin guardarse nada. Si ocultaban las dimensiones de la herencia, estas se convertirían en un secreto cada vez más enquistado.
Portia dudaba entre ambas posturas. Antes de la constitución del jurado se había inclinado por que no hubiera secretos, pero después de mirar las diez caras blancas, frente a solo dos negras, le costaba creer que hubiera posibilidades de victoria. Después de que hubieran declarado todos los testigos, de que se hubieran callado todos los letrados, de que el juez Atlee hubiera pronunciado la última de sus sabias palabras, ¿podrían aquellas diez personas blancas hallar en lo más hondo de su ser el valor necesario para secundar el testamento de Seth? En esos momentos, cansada y sin fuerzas, era presa de la duda.
Sonó el teléfono. Se puso ella.
—Es Lucien —dijo al tendérselo a Jake.
—¿Diga? —respondió él.
Llegó el parte desde Alaska.
—Ya le tengo, Jack. Es Ancil Hubbard, el mismo que viste y calza.
Jake vació sus pulmones.
—Pues nada, Lucien —dijo—, supongo que es una buena noticia. —Apartó el auricular de su boca—. Es Ancil.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Lucien.
—Nada, preparándonos para mañana. Estamos Portia, Harry Rex y yo. Te estás perdiendo la fiesta.
—¿Ya tenemos jurado?
—Sí, diez blancos y dos negros. Sin sorpresas. Háblame de Ancil.
—Está bastante mal, el pobrecito. Se le ha infectado la herida de la cabeza y los médicos están preocupados. Medicamentos, antibióticos y calmantes a patadas. Nos hemos pasado el día jugando a cartas y hablando de todo. Tiene ratos buenos y ratos malos. Al final le he hablado del testamento y le he dicho que su hermano le ha dejado un millón. He conseguido su atención. Ha reconocido quién es. Media hora después ya no se acordaba.
—¿Se lo explico al juez Atlee?
Harry Rex hizo que no con la cabeza.
—Yo no se lo diría —contestó Lucien—. El juicio ya ha empezado, y no se parará por esto. Ancil no tiene nada que añadir. Lo que está claro es que no puede viajar a Clanton con una fractura de cráneo y lo de la cocaína esperando justo al otro lado de la puerta. Pobre, lo más seguro es que acabe en la cárcel. A la poli se la ve muy decidida.
—¿Habéis subido por el árbol genealógico?
—Sí, bastante, pero mucho antes de que confesara. Yo le he explicado la historia de las familias Hubbard y Rinds, con énfasis en el misterio de Sylvester, pero no le ha interesado mucho. Mañana volveré a intentarlo. Estoy pensando en irme mañana por la tarde. Tengo muchas ganas de ver una parte del juicio. Seguro que cuando llegue la habréis fastidiado de lo lindo.
—No lo dudes, Lucien —dijo Jake.
Poco después colgó y refirió la conversación a Portia y Harry Rex, que, si bien intrigados por el tema, tenían cosas más urgentes que atender. El hecho de que Ancil Hubbard estuviera vivo y en Alaska no tendría importancia para el juicio.
Volvió a sonar el teléfono. Se puso Jake.
—Oye, Jake —dijo Willie Traynor—, solo para que lo sepas: en el jurado hay un tío que no debería estar.
—Probablemente sea demasiado tarde, pero dime.
—Está en la última fila y se llama Doley, Frank Doley.
Jake había visto que Willie tomaba notas a lo largo del día.
—¿Qué le pasa? —preguntó.
—Tiene un primo lejano que vive en Memphis. Hace seis o siete años, a la hija del primo, que tenía quince años, la raptaron unos quinquis negros a la salida de un centro comercial del este de Memphis y la tuvieron varias horas dentro de una furgoneta. Pasaron cosas horribles. La chica sobrevivió, pero estaba demasiado afectada para poder identificar a nadie. Nunca arrestaron a nadie. Dos años después ella se suicidó. Una tragedia de tomo y lomo.
—Y ¿por qué me lo cuentas ahora?
—Es que solo hace una hora que me he acordado del nombre, cuando ya estaba en Memphis. Me he acordado de que en el condado de Ford había unos Doley. Más vale que te lo quites de encima, Jake.
—No es tan fácil. De hecho a estas alturas es imposible. Ha respondido bien a todas las preguntas de los abogados y del juez.
Frank Doley, de cuarenta y tres años, tenía una empresa de tejados cerca del lago. Había dicho que no sabía nada de Seth Hubbard, y parecía muy abierto de miras.
«Gracias por nada, Willie».
—Lo siento, Jake —dijo Willie—, pero es que en el juzgado no me ha sonado el nombre. Te lo habría comentado.
—No pasa nada. Ya lo arreglaré de alguna manera.
—Aparte de Doley, ¿qué te parece el jurado?
Jake estaba hablando con un periodista, de modo que no se arriesgó.
—Bien —dijo—. Oye, te tengo que dejar.
—A mí tampoco me ha parecido trigo limpio —fue la reacción de Harry Rex—. Fallaba algo.
—Pues no recuerdo que hayas dicho nada en su momento —replicó Jake—. Siempre es fácil discutir la alineación el lunes por la mañana.
—Uy, qué mal genio…
—Yo le he visto muchas ganas de colaborar —dijo Portia—. Ha contestado bien a todo.
—Quizá no le hayáis hecho las preguntas adecuadas —dijo Harry Rex, y se bebió un buen trago de Bud Light.
—Muchas gracias, Harry Rex. Para tu información, durante el proceso de selección del jurado no suele permitirse que los abogados hagan preguntas como «Oiga, señor Doley, ¿es verdad que a una prima lejana suya la violaron en serie unos chorizos negros de Memphis?». El motivo de la prohibición es que en general los abogados no están al corriente de estos crímenes tan espantosos.
—Me voy a casa.
Otro trago.
—Vámonos todos —dijo Portia—, que no estamos consiguiendo gran cosa.
Cuando apagaron las luces faltaba poco para las diez y media. Jake dio un paseo por la plaza para despejar la cabeza. En el bufete Sullivan había luz. Wade Lanier seguía dentro, trabajando.