Nevin Dark aparcó su camión enfrente del juzgado y miró el reloj. Llegaba pronto, pero esa era su intención. Nunca le habían convocado para hacer de jurado, y él mismo habría reconocido, aun con cierta reticencia, que le emocionaba un poco. Cultivaba ochenta hectáreas al oeste de Karaway y casi nunca iba a Clanton. De hecho, ya no se acordaba de su última visita a la sede del condado. En honor a la ocasión se había puesto sus chinos almidonados más nuevos y una chaqueta de cuero de aviador que había heredado de su padre, piloto durante la Segunda Guerra Mundial. Su mujer le había planchado a conciencia la camisa de algodón de cuello abotonado. Nevin casi nunca iba tan elegante. Se paró a mirar por el juzgado en busca de otros que pudieran llevar la misma citación.
De la causa sabía poco. El hermano de su mujer, que era un bocazas, había dicho que le parecía que el juicio iba de un testamento escrito a mano, pero no tenía muchos más detalles. Ni Nevin ni su mujer estaban suscritos a la prensa local. Por otra parte, al llevar diez años sin pisar la iglesia no se beneficiaban de tan generosa fuente de cotilleos. En la citación no ponía nada sobre el tipo de actividad que le esperaba en el jurado. Nevin no había oído hablar nunca de Seth Hubbard ni de Lettie Lang. En lo que se refería al nombre de Jake Brigance, solo lo había reconocido porque era de Karaway, y por los ecos del juicio de Hailey.
Era, en suma, un jurado modelo: razonablemente inteligente, ecuánime y desinformado. La citación la llevaba doblada en el bolsillo de la chaqueta. Dio un paseo por la plaza para matar unos minutos, y luego se acercó al juzgado, que empezaba a animarse. Subió por la escalera y se unió a la multitud que se agolpaba ante las grandes puertas de roble de la sala principal. Había dos policías de uniforme con portapapeles. Nevin pasó todos los trámites, y al entrar en la sala vio a una secretaria que le sonreía y señalaba un asiento del lado izquierdo. Se sentó junto a una atractiva mujer con falda corta, que transcurridos dos minutos le informó de que era maestra en el mismo colegio que Carla Brigance, y que lo más probable era que la eliminasen. Le costó dar crédito a la confesión de Nevin de que no sabía nada de la causa. Todos los convocados susurraban entre sí, viendo a los abogados y los aires de importancia con que iban de un lado para el otro. Cinco o seis secretarios movían papeles en varios puntos de la sala. En realidad no hacían gran cosa, pero intentaban justificar su presencia en el pleito testamentario más importante de la historia del condado de Ford. Algunos de los abogados no tenían ninguna relación con el litigio, ningún motivo para estar ahí, pero una sala llena de posibles jurados siempre atraía a unos cuantos asiduos de la audiencia.
Por ejemplo, un tal Chuck Rhea, abogado sin clientela, despacho ni dinero que de vez en cuando consultaba escrituras y por eso estaba siempre en el juzgado, matando cantidades industriales de tiempo, bebiendo gratis de cualquier despacho que tuviera café reciente, tonteando con las secretarias, que le conocían muy bien, cotilleando con cualquier abogado que pudiera oírle y, en resumidas cuentas, estando, nada más. Casi nunca se perdía un juicio. Al no tener ninguno propio observaba los ajenos. Se había puesto un traje oscuro y zapatos de cordones que, recién cepillados, brillaban con gran lustre. Habló con Jake y Harry Rex (que le conocían de sobra), y también con los abogados de fuera de Clanton, que a esas alturas ya sabían que Chuck era como un mueble más. Había abogados así en todos los juzgados.
Nevin tenía a su derecha a un hombre con el que entabló conversación. Dijo que tenía una empresa de vallas en Clanton, y que una vez había levantado una alambrada para los perros de caza de Harry Rex Vonner. Señaló a alguien.
—El gordo de allá, el del traje barato, es Harry Rex Vonner, el abogado de divorcios con más mala leche del condado.
—¿Trabaja con Jake Brigance? —preguntó Nevin desde la más absoluta ignorancia.
—Se ve que sí.
—¿Y los otros abogados? ¿Quiénes son?
—A saber. Hoy en día hay tantos por la zona… Está toda la plaza llena.
Un ujier se animó a berrear.
—¡Levántense! Tribunal de equidad del vigésimo quinto distrito judicial de Mississippi, presidido por el honorable Reuben V. Atlee.
El juez Atlee apareció por el fondo y subió al estrado mientras el público se levantaba.
—Siéntense, por favor —dijo.
Los espectadores volvieron a sentarse con estrépito. El juez saludó, dio los buenos días y agradeció su presencia a los posibles jurados, como si fuera opcional. Después explicó que el primer punto en el orden del día era la selección: doce miembros más dos suplentes. Según sus cálculos, les llevaría casi todo el día. En algunos momentos, dijo, las cosas irían despacio, como era habitual en los tribunales, así que les pidió paciencia. Un secretario había escrito todos los nombres en unos papelitos que había introducido en un cubo de plástico. De cómo los sacara el juez al azar dependería el orden inicial en el que se sentarían los candidatos. Una vez que estuvieran en su sitio los cincuenta primeros, los demás podrían marcharse. En caso de necesidad, podían ser llamados el día siguiente.
En la sala había dos zonas, a ambos lados de un pasillo central. Cada una tenía diez bancos largos con capacidad para unas diez personas. Como ya no cabía nadie más en la sala, el juez Atlee pidió a los demás espectadores que se levantasen, por favor, y dejasen libres las cuatro primeras filas de la izquierda del juez. El proceso tardó unos minutos, mientras la gente arrastraba los pies, tropezaba y se empujaba sin saber muy bien adónde ir. La mayoría se pusieron contra la pared. Atlee metió la mano en el cubo de plástico y sacó un nombre.
—Nevin Dark —dijo.
A Nevin le dio un salto el corazón, pero se levantó.
—Sí, señor —dijo.
—Buenos días, señor Dark. ¿Me hace usted el favor de sentarse aquí, en primera fila, en la esquina de la izquierda? De momento nos referiremos a usted como el Jurado Número Uno.
—Con mucho gusto.
Desde el pasillo, Nevin reparó en que los abogados le observaban como si acabara de pegarle un tiro a alguien. Ocupó su asiento en la primera fila, donde no había nadie. Los abogados seguían observándole. Sin excepción.
Nevin Dark. Varón, blanco, cincuenta y tres años, granjero, una esposa, dos hijos adultos, sin filiación religiosa, de ningún club cívico, sin titulación escolar, sin antecedentes penales. Jake le había puesto un siete. Él y Portia consultaron sus notas. Harry Rex, que estaba de pie en un rincón cerca de la tribuna del jurado, estudió sus apuntes. Su jurado modelo era un hombre o mujer negros de cualquier edad, pero no había muchos entre el público. En la mesa impugnadora, Wade Lanier y Lester Chilcott compararon sus investigaciones. Su jurado modelo era una mujer blanca de cuarenta y cinco años o más, que hubiera pasado su infancia en el viejo sur, donde tan profundas eran las barreras raciales, y no tuviera tolerancia alguna respecto a los negros. Nevin Dark les gustaba, aunque supieran lo mismo que Jake.
La Número Dos fue Tracy McMillen, secretaria, blanca, de treinta y un años. El juez Atlee tardaba un poco en desdoblar los papelitos, examinar los nombres e intentar pronunciarlos a la perfección. Así les daba tiempo para cambiar de sitio. Una vez llena la primera fila, pasaron a la segunda, donde se sentó el Jurado Número Once, Sherry Benton, la primera persona negra citada.
Tardaron una hora en sentar a los cincuenta primeros. Cuando estuvieron todos en su sitio, el juez Atlee dio permiso a los demás para que se marcharan y les pidió que estuvieran localizables hasta nuevo aviso. Algunos se fueron, pero la mayoría se quedó y pasó a engrosar el público.
—Haremos un descanso de un cuarto de hora —dijo el juez, mientras levantaba su pesado cuerpo, y tras un golpe de martillo bajó del estrado con andares de pato, seguido por el vuelo de su toga negra.
Los abogados formaron grupos donde todos hablaban a la vez, histéricos. Jake, Portia y Harry Rex fueron directamente a la sala de deliberaciones del jurado, que por el momento estaba vacía.
—Nos han jodido —dijo Harry Rex en cuanto Jake cerró la puerta—. ¿Os dais cuenta? Qué mala selección. Fatal, fatal.
—Un momento —dijo Jake, tirando la libreta en la mesa y haciendo crujir los nudillos.
—Tenemos once negros de cincuenta —dijo Portia—. Lo malo es que cuatro están en la última fila. Nos hemos vuelto a quedar atascados al fondo.
—¿Pretende ser un chiste? —le espetó Harry Rex.
—Pues sí, me ha parecido bastante ingenioso.
—Vale ya, ¿eh? —dijo Jake—. Dudo que pasemos del cuarenta.
—Yo también —contestó Harry Rex—. Ah, y como simple observación, a los números siete, dieciocho, treinta y uno, treinta y seis y cuarenta y siete les he puesto demandas de divorcio. No saben que trabajo para ti, Jake. Claro que no estoy muy seguro de para quién trabajo, porque lo que es cobrar no cobro una mierda. Es lunes por la mañana, tengo el bufete lleno de mujeres que se quieren divorciar, algunas con pistola, y yo aquí en el juzgado como Chuck Rhea, sin que me paguen…
—¿Te puedes callar, por favor? —rezongó Jake.
—Si insistes…
—No está nada perdido —dijo Jake—. La selección no es buena, pero tampoco catastrófica.
—Seguro que ahora mismo Lanier y sus chicos están sonriendo.
—Yo es que no os entiendo —dio Portia—. ¿Por qué siempre son blancos contra negros? Personalmente, al mirarlos y verles las caras no he visto a ningún hatajo de racistas fanáticos que vayan a quemar el testamento y a dárselo todo a la otra parte. He visto a personas sensatas.
—Y a algunas no tan sensatas —dijo Harry Rex.
—Estoy de acuerdo con Portia, pero aún nos falta mucho para los doce definitivos. Las discusiones, mejor que las dejemos para otro momento.
Después del descanso se autorizó a los abogados a trasladar las sillas al otro lado de las mesas, para que pudieran observar a los candidatos y ser observados por ellos. El juez Atlee subió al estrado sin el «Levántense» ritual, y se embarcó en una exposición concisa de la causa. Dijo que esperaba que el juicio durase tres o cuatro días, y que en todo caso confiaba en que el viernes por la tarde ya hubiera terminado. Después presentó a los abogados sin olvidarse de ninguno, pero no a los asistentes. Jake estaba solo ante un ejército.
El juez Atlee explicó que abordaría algunos aspectos que era necesario tratar, y que después dejaría que los abogados interrogaran y sondearan a los candidatos. Empezó por la salud: ¿había alguien enfermo, en tratamiento o que no pudiera escuchar sentado durante mucho tiempo? Se levantó una mujer que dijo que su marido estaba ingresado en el hospital de Tupelo, y que tenía que estar con él.
—Puede usted marcharse —dijo el juez con gran compasión.
La mujer se apresuró a salir de la sala. La número veintinueve fuera. El número cuarenta tenía una hernia discal que se había inflamado durante el fin de semana. Alegó que tenía muchos dolores. Estaba tomando calmantes que le adormilaban.
—Puede usted marcharse —dijo el juez Atlee.
Se le veía muy dispuesto a eximir de sus obligaciones a cualquier persona que tuviera motivos de peso, aunque pronto se vería que no era del todo así. Cuando preguntó si alguien tenía conflictos laborales, un hombre con americana y corbata se levantó y explicó que no podía ausentarse de su oficina. Era jefe de zona en una empresa que hacía edificios de acero, un ejecutivo, a la vista estaba, pagado de su propia importancia. Hasta insinuó que podía quedarse sin trabajo. El sermón del juez Atlee sobre los deberes cívicos duró cinco minutos, y dejó de vuelta y media al candidato.
—Si se queda sin trabajo, señor Crawford —fue su conclusión—, infórmeme, que le mandaré una citación a su jefe, le haré declarar ante mí y haré que pase un mal rato, en definitiva.
Crawford se sentó, arrepentido y humillado. Ya no hubo más intentos de eludir la obligación de ser jurado con excusas de trabajo. A continuación el juez Atlee pasó al siguiente punto de su lista: haber pertenecido anteriormente a algún jurado. Hubo varios que dijeron que sí, tres en tribunales estatales y dos en federales. Ninguna de sus experiencias los incapacitaba para deliberar en la causa.
Nueve personas afirmaron conocer a Jake Brigance. Cuatro eran antiguos clientes y se les eximió. Había dos mujeres que iban a la misma iglesia, pero no les parecía que pudiera influir en su veredicto, así que el juez no las eximió. Sí lo hizo con un pariente lejano. La amiga maestra de Carla dijo conocer demasiado a Jake y tener una relación demasiado estrecha para poder ser objetiva. Fue eximida. El último era un compañero de instituto de Karaway que admitió no haber visto a Jake en diez años. Se quedó, en espera de una decisión.
Misma presentación y mismas preguntas sobre el resto de los abogados. Nadie conocía a Wade Lanier, Lester Chilcott, Zack Zeitler o Joe Bradley Hunt. Claro que ninguno de los cuatro era de la ciudad.
—Bueno, pasemos a otro tema —dijo el juez Atlee—. La persona que escribió el testamento, ya fallecida, claro está, se llamaba Seth Hubbard. ¿Alguno de ustedes le conocía personalmente?
Se levantaron tímidamente dos manos. Un hombre se puso en pie y explicó que había pasado su infancia en la zona de Palmyra, y que había conocido a Seth cuando los dos eran bastante jóvenes.
—¿Qué edad tiene usted? —preguntó el juez Atlee.
—Sesenta y nueve años.
—¿Sabe que por encima de los sesenta y cinco puede pedir que se le exima del servicio?
—Sí, pero no es obligatorio, ¿no?
—No, no; si quiere cumplir con su deber me parece admirable. Gracias.
Después se levantó una mujer para decir que había trabajado en un depósito de madera cuyo dueño era Seth Hubbard, pero que no supondría ningún problema. El juez Atlee pronunció los nombres de las dos esposas de Seth y preguntó si alguien las conocía. Una mujer dijo que su hermana mayor había sido amiga de la primera, pero que había sido hacía mucho tiempo. Acto seguido se les pidió a Herschel Hubbard y Ramona Hubbard Dafoe que se levantasen. Sonrieron incómodos al juez y a los jurados, y volvieron a sentarse. El juez Atlee preguntó metódicamente a los candidatos si los conocían. Se levantaron unas cuantas manos, todas de compañeros de clase del instituto de Clanton. El juez Atlee hizo una serie de preguntas a cada uno. Todos afirmaron saber poco del caso y no estar influidos por la poca información de la que disponían.
A medida que el juez Atlee desgranaba páginas y páginas de preguntas fue llegando el tedio. A mediodía habían quedado eximidos doce de los cincuenta, todos blancos. Once de los treinta y ocho restantes eran negros, y ninguno había levantado la mano.
Durante el descanso del almuerzo los abogados formaron grupos tensos para debatir quién era aceptable y a quién había que eliminar. Ignorando los sándwiches, hablaron de lenguaje corporal y expresiones faciales. El ambiente del bufete de Jake era más animado, debido al mayor predominio del negro. Más sombrío era el clima en la sala de reuniones del bufete Sullivan, porque los negros no iban de frente. Ninguno de los once que quedaban admitía conocer a Lettie Lang. ¡Imposible en un condado tan pequeño! Algún tipo de confabulación había, era evidente. El experto, Myron Pankey, los había observado atentamente durante las preguntas y no albergaba duda alguna de que estaban haciendo lo posible por formar parte del jurado. Claro que Myron era de Cleveland, y sabía poco de los negros del sur.
Quien no se alteraba era Wade Lanier. Había librado más batallas judiciales en Mississippi que todos los otros abogados juntos, y no estaba preocupado por los treinta y ocho candidatos restantes. En casi todos los juicios contrataba a asesores para que investigasen los antecedentes del jurado, pero una vez que había visto en carne y hueso a sus posibles miembros tenía la seguridad de poder interpretar lo que pensaban. Y aunque no lo dijera, le gustaba lo que había visto durante la mañana.
Lanier seguía teniendo dos grandes ases en la manga: el testamento manuscrito de Irene Pickering y el testimonio de Julina Kidd. Que él supiera, Jake no tenía ni idea de lo que se le echaba encima. Si Lanier lograba detonar con éxito ambas bombas en juicio abierto, era muy posible que obtuviera un veredicto unánime. Después de negociar bastante, Fritz Pickering había aceptado declarar por siete mil quinientos dólares, mientras que Julina Kidd había saltado enseguida sobre la oferta de solo cinco mil. Dado que ni Fritz ni Julina habían hablado con nadie de la parte contraria, Lanier confiaba en el triunfo de las emboscadas.
De momento su bufete había pagado, o se había comprometido a pagar, algo más de ochenta y cinco mil dólares en gastos procesales, dinero del que, en último término, debían responsabilizarse los clientes, salvo alguna excepción. Aunque nunca se les fuera de la cabeza, el tema del coste del pleito apenas era objeto de debate. El aumento de los gastos inquietaba a los clientes, pero Wade Lanier sabía muy bien cuál era la realidad de los pleitos de alto nivel. Dos años antes su bufete había gastado doscientos mil dólares en una causa de responsabilidad civil por productos defectuosos y había perdido.
Echas los dados y, a veces, pierdes. En el pleito de Seth Hubbard, sin embargo, Wade Lanier no contemplaba perder.
Nevin Dark se sentó con tres nuevos amigos a una mesa del Coffee Shop y le pidió un té helado a Dell. Los cuatro llevaban insignias blancas en la solapa donde ponía «Jurado» en negrita y letra azul, como si fueran oficialmente intocables. Dell, que las había visto mil veces, sabía que podía abrir bien los oídos pero sin hacer preguntas ni expresar opiniones.
Los treinta y ocho candidatos restantes habían recibido la advertencia del juez Atlee de que no hablasen del caso con nadie. Los cuatro de la mesa de Nevin no se conocían de nada, así que dedicaron unos minutos a presentarse mientras miraban la carta. Fran Decker era un maestro jubilado de Lake Village, a quince kilómetros al sur de Clanton. Charles Ozier vendía tractores de uso agrícola para una empresa de Tupelo y vivía cerca del lago. Debbie Lacker residía en el centro de Palmyra, localidad de trescientos cincuenta habitantes, pero no conocía a Seth Hubbard. Al no poder hablar del caso conversaron sobre el juez, la sala y los abogados. Dell escuchaba atentamente, pero no sacó nada en claro de la charla, al menos nada que pudiera comentarle a Jake si se pasaba más tarde a enterarse de las últimas habladurías.
A la una y cuarto cada cual pagó lo suyo y volvieron al juzgado. A la una y media, después de que pasaran lista a los treinta y ocho, apareció al fondo el juez Atlee.
—Buenas tardes —dijo.
Explicó que iba a proceder a la selección del jurado, y que tenía pensado hacerlo de una manera que se salía de lo habitual: pidiendo a cada candidato que fuera a su despacho y se sometiera en privado a las preguntas de los abogados.
Era Jake quien lo había pedido así, suponiendo que como grupo los candidatos sabían más del caso de lo que estaban dispuestos a admitir. Confiaba en poder obtener respuestas más completas mediante interrogatorios en privado. Wade Lanier no se opuso.
—Señor Dark —dijo el juez Atlee—, ¿es usted tan amable de reunirse con nosotros en mi despacho?
Un ujier le indicó el camino. Nevin, nervioso, pasó junto al estrado, cruzó una puerta, recorrió un breve pasillo y entró en una sala bastante pequeña donde le esperaban todos. Había una taquígrafa lista para transcribir hasta la última palabra. El juez Atlee estaba en una punta de la mesa, alrededor de la cual se agolpaba el resto de los abogados.
—Por favor, señor Dark, no olvide que ha prestado juramento —dijo el juez Atlee.
—No, claro.
Jake Brigance le sonrió con gravedad.
—Es posible que algunas de las preguntas sean de tipo personal, señor Dark —dijo—. Si no desea contestar no hay ningún problema. ¿Me entiende?
—Sí.
—¿Ha hecho usted testamento?
—Sí.
—¿Quién se lo redactó?
—Barney Suggs, un abogado de Karaway.
—¿Y su mujer?
—Sí, firmamos los dos al mismo tiempo en el despacho del señor Suggs, hará unos tres años.
Jake dio vueltas al proceso de elaboración, sin preguntar por los detalles concretos del testamento. ¿Qué les había incitado a testar? ¿Estaban sus hijos al corriente de su contenido? ¿Cuántas veces lo había cambiado el matrimonio? ¿Habían heredado algo de algún otro testamento? ¿Creía Nevin Dark que las personas debían tener derecho a dejar sus bienes a quien quisieran? ¿A alguien que no fuera de la familia? ¿A obras de caridad? ¿A un amigo o un empleado? ¿A excluir a parientes con quienes estuvieran peleados? ¿El señor Dark o su mujer se habían planteado alguna vez modificar sus testamentos para excluir a alguna persona que en aquel momento figurase entre los beneficiarios?
Y en esa línea. Cuando Jake terminó, Wade Lanier hizo una serie de preguntas sobre fármacos y analgésicos. Nevin Dark dijo que él procuraba no tomarlos mucho, pero que su mujer había sobrevivido a un cáncer de pecho y se trataba el dolor con medicamentos bastante fuertes. No se acordaba de los nombres. Lanier se mostró sinceramente preocupado por aquella mujer a quien no conocía, y hurgó todo lo necesario para dejar claro el mensaje de que los analgésicos fuertes que toman las personas muy enfermas a menudo provocan lapsus de razonamiento. Así, con consumada habilidad, dejó plantada la semilla.
El juez Atlee, atento al reloj, dictó un descanso después de diez minutos. Nevin volvió a la sala, donde se convirtió en el centro de todas las miradas. La segunda candidata, Tracy McMillen, esperaba junto al estrado, en una silla. La acompañaron rápidamente a la sala del fondo, donde fue sometida al mismo tipo de interrogatorio.
La gente se aburría. Muchos espectadores se marcharon. Algunos candidatos se quedaron traspuestos, mientras otros leían y releían periódicos y revistas. Entre bostezos, los ujieres contemplaban el césped del juzgado a través de los ventanales. A cada posible jurado le seguía otro, en un constante desfile hacia el despacho del juez Atlee. La mayoría no se ausentaba menos de diez minutos, aunque algunos acababan antes. Al salir del interrogatorio, la candidata número once pasó al lado de los bancos y se fue a la puerta, eximida de su obligación por motivos de los que no llegarían a enterarse los que seguían sentados en la sala.
Lettie y Phedra se ausentaron para un descanso largo, y al ir por el pasillo, hacia la doble puerta, tuvieron la precaución de no mirar al clan Hubbard, apiñado en la última fila.
Casi eran las seis y media cuando el candidato número treinta y ocho a formar parte del jurado salió del despacho del juez y regresó a la sala.
—Señores —dijo el juez Atlee, frotándose las manos y exhibiendo una energía considerable—, zanjemos este tema de una vez para poder empezar mañana con los alegatos.
—Señoría —dijo Jake—, deseo reiterar mi petición de traslado. Ahora que hemos entrevistado a los primeros treinta y ocho candidatos, se ha puesto de manifiesto que saben demasiado sobre el caso. Prácticamente todos han estado dispuestos a reconocer que algo habían oído al respecto, cosa nada habitual en las causas civiles.
—Al contrario, Jake —dijo el juez Atlee—. A mí me ha parecido que contestaban bien a las preguntas. Conocen el caso, sí, pero casi todos han declarado no tener prejuicios.
—Estoy de acuerdo, señoría —dijo Wade Lanier—. A mí los candidatos, con pocas salvedades, me han dado una muy buena impresión.
—Petición denegada, Jake.
—No me extraña —murmuró Jake lo bastante alto para que le oyeran.
—Bueno, ¿podemos elegir ya al jurado?
—Yo estoy listo —dijo Jake.
—Adelante —contestó Wade Lanier.
—Muy bien. Descarto a los candidatos números tres, cuatro, siete, nueve, quince, dieciocho y veinticuatro. ¿Algo en contra?
—Sí, señoría —dijo Lanier despacio—. ¿Por qué el quince?
—Ha dicho que conoce a la familia Roston, y que le dio mucha pena que murieran sus dos hijos. Sospecho que guarda rencor contra cualquier persona apellidada Lang.
—Él ha dicho que no, señoría —adujo Lanier.
—Claro, ¿qué iba a decir? Pero no me lo creo. Queda descartado. ¿Algo más?
Jake sacudió la cabeza. Lanier estaba enfadado, pero no dijo nada. El juez Atlee siguió adelante.
—Cada parte dispone de cuatro recusaciones sin causa. Señor Brigance, debe usted presentar a los doce primeros.
Jake, nervioso, repasó sus apuntes.
—Muy bien —dijo lentamente—, pues nos quedamos con los números uno, dos, cinco, ocho, diez, doce, catorce, dieciséis, diecisiete, diecinueve, veintiuno y veintidós.
Durante una larga pausa todos los presentes miraron sus listas y tomaron notas.
—Por lo tanto —dijo finalmente el juez Atlee—, suprime usted al seis, al trece, al veinte y al veintitrés. ¿Correcto?
—Sí.
—¿Está usted preparado, señor Lanier?
—Un segundo, señor juez —dijo Lanier, reunido con Lester Chilcott.
Susurraron un momento. Se notaba que no estaban de acuerdo. Jake aguzó el oído, pero no entendió nada. No apartaba la vista de sus notas, de sus doce elegidos, a sabiendas de que no podía conservarlos a todos.
—Señores —dijo el juez Atlee.
—Su señoría —empezó lentamente Lanier—, nosotros suprimimos a los números cinco, dieciséis, veinticinco y veintisiete.
La sala quedó nuevamente en suspenso, mientras todos los abogados y el juez tachaban nombres de sus organigramas y hacían ascender los números más altos.
—Bueno —dijo el juez Atlee—, pues parece que el jurado se compondrá de los números uno, dos, ocho, diez, doce, catorce, diecisiete, diecinueve, veintiuno, veintidós, veintiséis y veintiocho. ¿Están todos de acuerdo?
Los abogados dieron su consentimiento con la cabeza, sin dejar de mirar sus libretas. Diez blancos y dos negros. Ocho mujeres y cuatro hombres. La mitad había hecho testamento y la otra no. Tres eran licenciados, siete habían acabado los estudios secundarios y dos no. Promedio de edad, cuarenta y nueve, con dos mujeres de menos de treinta años, una sorpresa agradable para Jake. En general estaba satisfecho. También lo estaba Wade Lanier al otro lado de la mesa. Lo cierto era que el juez Atlee había estado muy acertado al eliminar a quienes pudieran abordar las deliberaciones con ideas preconcebidas o prejuicios. Sobre el papel parecía que hubieran desaparecido los extremistas, y que el juicio quedaba en manos de doce personas con apertura de miras.
—Vamos elegir a dos sustitutos —dijo su señoría.
A las siete de la tarde se reunió en su sala el jurado recién constituido, que se organizó siguiendo las indicaciones del juez Atlee. Fue elegido presidente Nevin Dark, por haber sido el primer seleccionado, el primer nombre pronunciado y el primero en tomar asiento, y porque daba claras muestras de ser una persona afable, de sonrisa fácil y con buenas palabras para todo el mundo.
Había sido un día largo pero emocionante. Nevin volvió a casa impaciente por hablar con su mujer y contárselo todo durante la cena. El juez Atlee les había dicho que no hablaran del caso entre ellos, pero no había dicho nada de sus cónyuges.