38

Antes de la muerte de la esposa del juez, el matrimonio Atlee había logrado encadenar ocho años sin faltar ni una sola vez al servicio dominical de la Primera Iglesia Presbiteriana: cincuenta y dos domingos consecutivos anuales. La racha la rompió una gripe. Cuando ella falleció, el juez se desconcentró un poco, y como resultado se saltaba uno o dos domingos al año, aunque no era lo habitual. Su presencia en la iglesia era tan fija que su ausencia nunca pasaba desapercibida. El domingo previo al juicio acudió al servicio. Al darse cuenta, Jake estuvo pensativo durante el sermón. ¿Estaría enfermo el juez? Y en ese caso, ¿aplazarían el juicio? ¿Cómo afectaría a su estrategia? Una docena de preguntas y ninguna respuesta.

Después de la ceremonia Jake y sus chicas volvieron a Hocutt House, donde Willie, que estaba preparando un brunch en el porche trasero, había insistido en agasajar a los nuevos propietarios, diciendo que quería conocer a Hanna y enseñarle la casa. Todo en el máximo secreto, claro. Jake y Carla habrían preferido mantener a su hija al margen de momento, pero les costaba mucho disimular la euforia. Hanna prometió guardar un secreto tan importante. Después de una visita guiada que incluyó la elección provisional de un dormitorio por parte de la niña, se sentaron en el porche, a ambos lados de una mesa de tablones, y tomaron tostadas y huevos revueltos.

Willie fue desviando la conversación de la casa hacia el juicio, haciendo que su personalidad de periodista que tanteaba temas delicados fluyera. Carla lanzó en dos ocasiones miradas de advertencia a Jake, que se dio cuenta de la situación. A la pregunta de Willie de si se podía esperar alguna prueba de que hubiera existido algún tipo de intimidad entre Seth Hubbard y Lettie Lang, Jake señaló educadamente que era una pregunta a la que no podía responder. El brunch se volvió un poco incómodo, a medida que Jake guardaba más silencio en contraposición a la locuacidad con la que su anfitrión barajaba rumores. ¿Era cierto que Lettie se había ofrecido a repartir el dinero y llegar a un acuerdo extrajudicial? Jake repuso con firmeza que no podía hacer comentarios. Circulaban tantos rumores…

—Por favor, Willie —dijo Carla frente a otra pregunta acerca de la «intimidad»—, que hay una niña de siete años.

—Ah, sí, perdona.

Hanna no se perdía ni una palabra.

Una hora después, Jake miró el reloj y dijo que tenía que ir al bufete. Le esperaban una larga tarde y una larga noche. Willie sirvió algo más de café, mientras la familia Brigance le daba las gracias y dejaba las servilletas en la mesa. Despedirse con educación les llevó un cuarto de hora. Al alejarse, Hanna contempló la casa por la luna trasera del coche.

—Me gusta nuestra nueva casa —dijo—. ¿Cuándo podremos instalarnos?

—Pronto, cielo —dijo Carla.

—¿Y el señor Willie dónde vivirá?

—Uy, tiene muchas casas —dijo Jake—. Por él no te preocupes.

—Es muy simpático.

—Sí, es verdad —dijo Carla.

Lucien siguió al detective a la habitación donde esperaba Lonny sentado y expectante. A su lado, como montando guardia, había una enfermera robusta, seria e irritada por la intromisión. Uno de los médicos había accedido a regañadientes a la solicitud de Lucien de hacer unas preguntas. Lonny se había restablecido un poco durante la noche. Se encontraba mejor, pero sus cuidadores seguían protegiéndole. Además, no les gustaban los abogados.

—Es la persona de la que te había hablado, Lonny —dijo el detective sin ni siquiera hacer el gesto de presentarle a Lucien.

Este, con su traje negro, se puso delante del enfermo luciendo su mejor sonrisa falsa.

—Señor Clark, me llamo Lucien Wilbanks y trabajo para un abogado de Clanton, Mississippi —dijo.

¿De qué le sonaba a Lonny aquella cara? Se le había aparecido en mitad de la noche como un fantasma.

—Mucho gusto —dijo como si aún estuviera grogui, aunque no había estado tan lúcido desde el golpe en el cráneo.

—Nos hemos embarcado en un pleito en el que es imprescindible que localicemos a un tal Ancil Hubbard. El señor Hubbard nació en el condado de Ford, Mississippi, el 1 de agosto de 1922. Su padre se llamaba Cleon Hubbard y su madre, Sarah Belle Hubbard. Tenía un hermano, Seth, cinco años mayor. Le hemos estado buscando en todas partes, y nos han avisado de que tal vez usted le conozca o se haya cruzado con él en los últimos años.

—¿De tan lejos viene, de Mississippi? —dijo Lonny.

—Sí, pero bueno, tampoco es para tanto. Allí también tenemos aviones. Además, a Ancil le hemos buscado por todo el continente.

—¿Qué tipo de pleito es? —preguntó Lonny con el mismo desdén que muestran la mayoría de las personas sobre un tema tan desagradable.

—Algo bastante complicado. Hace seis meses falleció inesperadamente Seth Hubbard, y dejó un buen lío. Muchos intereses mercantiles, pero planes de sucesión, más bien pocos. Nuestro trabajo como abogados es ante todo tratar de reunir a la familia, lo cual, en el caso de los Hubbard, es bastante arduo. Tenemos motivos para creer que usted podría saber algo de Ancil Hubbard. ¿Es así?

Lonny cerró los ojos, pues le sobrevino un dolor agudo de cabeza. Al volver a abrirlos miró al techo.

—Lo siento —dijo en voz baja—, pero el nombre no me suena de nada.

Lucien siguió como si ya se lo esperase, o no lo hubiera oído.

—¿Se le ocurre algún conocido de su pasado que pudiera haber tenido contacto con Ancil Hubbard, o que hubiera mencionado su nombre? Ayúdeme, señor Clark. Busque en su memoria. Al parecer se ha movido usted mucho, o sea, que habrá conocido muchos sitios y a mucha gente. Ya sé que le han dado un golpe en la cabeza y todo eso, pero tómeselo con calma y concéntrese todo lo que pueda.

—No me suena el nombre —repitió Lonny.

La enfermera miró a Lucien de malos modos, como si estuviera a punto de echársele encima, pero él hizo como si no existiera. Depositó con cuidado el gastado maletín a los pies de la cama para que lo viese Lonny. Probablemente contuviera algo importante.

—¿Ha estado alguna vez en Mississippi, señor Clark? —dijo Lucien.

—No.

—¿Está seguro?

—Pues claro que estoy seguro.

—Vaya, qué sorpresa. Creíamos que era donde había nacido. Hemos pagado un montón de dinero a unos investigadores muy caros que han estado siguiendo la pista de Ancil Hubbard. Cuando apareció su nombre, emprendieron su búsqueda y encontraron a varios Lonny Clark. Uno de ellos nació en Mississippi hace sesenta y seis años. Es la edad que tiene usted, ¿no, señor Clark?

Lonny se lo quedó mirando, abrumado, indeciso.

—Sí —dijo lentamente.

—Entonces, ¿cuál es su relación con Ancil Hubbard?

—Ya ha dicho que no le conoce —dijo la enfermera.

—¡No se lo pregunto a usted! —le espetó Lucien—. Este es un tema jurídico importante, un caso de los gordos en el que participan decenas de abogados, tribunales a manta y un montón de dinero. Cuando necesite que meta las narices ya le avisaré. De momento, haga el favor de dedicarse a lo suyo.

La enfermera se puso muy roja, casi no podía respirar.

—No hable por mí, ¿vale? —le dijo Lonny, que le tenía especial antipatía—. Ya me sé cuidar solo.

La enfermera, arrepentida, se apartó de la cama. Unidos por el desprecio, Lucien y Lonny se escrutaron mutuamente.

—Tendré que consultarlo con la almohada —dijo Lonny—. Últimamente se me va la memoria. Es que me tienen tan dopado…

—Esperaré con mucho gusto —dijo Lucien—. Es muy importante que encontremos a Ancil Hubbard. —Se sacó una tarjeta del bolsillo y se la entregó a Lonny—. Este es mi jefe, Jake Brigance. Si quiere llámele y pregúntele por mí. Es quien lleva el caso.

—¿Y usted también es abogado? —preguntó Lonny.

—Sí, lo que ocurre es que se me han acabado las tarjetas. Me alojo en el Glacier Inn de Third Street.

A última hora de la tarde Herschel Hubbard abrió con llave la puerta de la casa de su padre y entró. Llevaba vacía… ¿cuánto tiempo? Se paró a calcularlo. Su padre se había suicidado el 2 de octubre, un domingo. Hoy era 2 de abril, domingo. Que él supiera, la casa no se había limpiado desde que habían despedido a Lettie, el día después del funeral. El mueble de la tele y las estanterías estaban cubiertos por una densa capa de polvo. Olía a tabaco viejo y a cerrado. Pulsó un interruptor y se encendieron las luces. Le habían dicho que de pagar los consumos se encargaba Quince Lundy, el administrador. Las encimeras de la cocina estaban inmaculadas y la nevera, vacía. En la pila de porcelana había una mancha marrón sobre la que goteaba un grifo. Fue al fondo de la casa. Al llegar a la habitación que había sido la suya, sacudió la colcha para levantar el polvo, se echó en la cama y se quedó mirando el techo.

En seis meses se había gastado varias veces la fortuna. A veces se compraba todo lo que quería; otras duplicaba o triplicaba su dinero mediante acertadas inversiones. En ocasiones se sentía millonario; en otras le corroía el horrible vacío de ver que se le escapaba la riqueza, y se quedaba sin nada. ¿Por qué lo había hecho el viejo? Herschel estaba dispuesto a aceptar y cargar con su parte de culpa por el carácter conflictivo de la relación, pero lo que le resultaba inconcebible era haber sido excluido del todo. Podría haber querido más a Seth, pero es que tampoco Seth le había dado mucho amor. Podría haber pasado más tiempo allí en la casa, pero es que Seth no le quería cerca. ¿En qué se habían equivocado? ¿A qué edad se había dado cuenta Herschel de que tenía un padre frío y distante? Cuando un padre no tiene tiempo para su hijo, el hijo no puede perseguirle.

Ahora bien, nunca se había peleado con su padre, ni le había avergonzado rebelándose abiertamente o con algo peor: adicciones, arrestos, vida delictiva… A los dieciocho años se había despedido de Seth y se había ido de casa para hacerse un hombre. Si en su vida adulta había descuidado a Seth, era porque este le había descuidado de pequeño. Ningún niño nace con tendencia al abandono. Eso se aprende. Y Herschel lo había aprendido de un maestro.

¿El dinero habría cambiado algo? De haber sabido hasta qué punto era rico su padre, ¿habría actuado de otro modo? ¡Por supuesto!, reconocía al fin para sí mismo. Al principio había adoptado aires de superioridad, diciendo (al menos a su madre) que habría actuado igual. Pues claro. Si Seth no quería saber nada de su único hijo varón, este le correspondería del mismo modo. Sin embargo, ahora que había pasado el tiempo y que su mundo de infelicidad no hacía sino oscurecerse, Herschel comprendía que habría estado allí, en aquella casa, cuidando a su querido y anciano padre. Habría dado muestras de un arranque entusiasta de interés por el sector de la madera y el del mueble. Le habría rogado a Seth que le instruyese en el negocio, y posiblemente que le preparara para sucederle. Haciendo de tripas corazón, habría regresado al condado de Ford y habría alquilado una casa en los alrededores. Y con toda seguridad habría tenido vigilada a Lettie Lang.

Era tan humillante verse excluido de una herencia tan grande… Sus amistades habían susurrado a sus espaldas. Sus enemigos se habían regodeado en su desgracia. Su exmujer, que le odiaba casi tanto como despreciaba a Seth, había estado encantada de hacer correr por Memphis el rumor, horrible pero verídico; y aunque sus propios hijos hubieran recibido el mismo trato que Herschel, ella seguía cebándose en su pobre exmarido, sin poder evitarlo. Hacía seis meses que a él le costaba llevar su empresa y concentrarse en sus negocios. Se le acumulaban las facturas y las deudas, y su madre se mostraba cada vez menos compasiva y menos deseosa de ayudarle. Ya le había pedido dos veces que se fuera de su casa y se buscara otro sitio donde vivir. Él quería hacerlo, pero no se lo podía permitir.

Ahora su suerte estaba en manos de un astuto abogado llamado Wade Lanier, un juez viejo y cascarrabias de nombre Reuben Atlee, y un jurado heterogéneo amasado al puro azar en una zona rural de Mississippi. Tenía momentos de optimismo. Triunfaría la justicia, el bien sobre el mal, etc. No había justificación posible para que una asistenta, fuera cual fuese el color de su piel, apareciera en los últimos años de una larga vida y lo manipulase todo con tal malevolencia. La justicia estaba de parte de ellos. Sin embargo, también había momentos en los que seguía sintiendo el dolor indecible de que se le escapase. Si podía ocurrir una vez, seguro que podía repetirse.

Se le caían las paredes encima. El aire cada vez olía más a moho. Había sido un hogar infeliz, pues sus padres se despreciaban. Tras insultarles un rato en silencio, a los dos por igual, se concentró más en Seth. ¿Para qué se tienen hijos si no se quieren? Claro que llevaba años lidiando con aquellas preguntas, y no había respuesta. Mejor no obsesionarse.

Basta. Cerró la casa con llave y se fue a Clanton, donde le esperaban hacia las seis de la tarde. Ian y Ramona ya habían llegado. Estaban en la sala de reuniones de la primera planta del bufete Sullivan. Herschel llegó justo cuando el gran asesor de jurados, Myron Pankey, exponía su meticulosa investigación. Procedieron a saludarse y presentarse de forma somera. Pankey estaba acompañado por una parte de su personal, dos jóvenes atractivas que tomaban notas.

En el centro de uno de los lados de la mesa estaban Wade Lanier y Lester Chilcott, flanqueados por sus asistentes.

—Nuestra encuesta telefónica —decía Pankey— también muestra que cuando se dan los datos adicionales de que el testamento lo escribió un hombre rico de setenta años y la asistenta era una mujer atractiva y mucho más joven, más de la mitad de los encuestados preguntan si hubo relaciones sexuales. El sexo nunca lo hemos mencionado, pero a menudo es la respuesta automática. ¿Qué pasaba de verdad? Tampoco se ha hecho referencia a la raza, pero casi el 80 por ciento de los encuestados negros sospecha algún tipo de actividad sexual. De los blancos, el cincuenta y 5 por ciento.

—O sea, que aunque no se hable del tema está en el aire —dijo Lanier.

«¿Y eso no lo sabíamos hace seis meses?», se preguntó Herschel, haciendo garabatos en una libreta. De momento le habían pagado a Pankey dos tercios de sus honorarios, que ascendían a setenta y cinco mil dólares. El dinero lo ponía el bufete de Wade Lanier, que estaba corriendo con todos los gastos procesales. Ian había aportado veinte mil, pero Herschel no había puesto nada. Si recuperaban el dinero, repartirlo provocaría una guerra.

Pankey hizo circular gruesos folletos para que disfrutasen con su lectura, aunque los abogados ya habían dedicado varias horas a su contenido. Había un perfil de una o dos páginas de cada posible jurado, empezando por Ambrose y acabando por Young. En muchos había fotos de sus casas y coches, aunque pocas de la persona en sí, y esas pocas procedían de directorios de iglesias, clubes y anuarios de instituto, salvo algunas instantáneas indiscretas cedidas por amigos sin conocimiento del interesado.

—Nuestro candidato perfecto —siguió diciendo Pankey— es de raza caucásica y tiene más de cincuenta años. Los más jóvenes han ido a colegios integrados y tienden a ser más tolerantes en cuestión de raza. Nosotros, obviamente, no buscamos tolerancia. Aunque sea triste decirlo, cuanto más racistas sean, mejor. Las mujeres blancas son ligeramente preferibles a los hombres blancos. La razón es que tienden a mostrarse más celosas respecto a otra mujer que ha conseguido manipular un testamento. Un hombre puede disculpar a otro por tontear con su asistenta, pero las mujeres no son tan comprensivas.

«¿Setenta y cinco mil por esto? —se dijo Herschel entre garabatos—. ¿No es bastante obvio?». Lanzó una mirada de aburrimiento a su hermana y la vio mayor y cansada. Tenía problemas con Ian. Los hermanos Hubbard habían hablado más por teléfono en los últimos tres meses que en los últimos diez años. Los negocios de Ian no estaban fructificando. Mientras tanto, las tensiones conyugales seguían agravándose. Ian pasaba la mayor parte del tiempo en la costa del Golfo, donde estaba renovando un centro comercial junto con unos socios. A Ramona le daba igual. No quería a su marido en casa. Hablaba abiertamente de divorcio, al menos con Herschel. Ahora bien, si perdían el caso, quizá no tuviera más remedio que aguantarle. «No perderemos», le aseguraba constantemente Herschel.

La investigación se eternizó hasta las siete y media, hora en que Wade Lanier dijo que ya estaba harto. Entonces fueron a una barraca de pescadores con vistas al lago Chatulla y disfrutaron de una larga comida, abogados y clientes a solas. Se tomaron unas copas para que se les pasaran los nervios y lograran relajarse. Como la mayoría de los abogados procesalistas, Wade Lanier era un consumado narrador de anécdotas, hizo las delicias de los demás con episodios hilarantes de sus reyertas judiciales.

—Vamos a ganar —dijo más de una vez—. Hacedme caso.

Cuando sonó el teléfono, Lucien estaba en su habitación de hotel con un Jack Daniel’s con hielo en la mesilla de noche, enfrascado en la lectura de otra novela incomprensible de Faulkner.

—¿El señor Wilbanks? —dijo un hilo de voz por el auricular.

—Sí —contestó Lucien, mientras cerraba suavemente el libro y bajaba los pies al suelo.

—Soy Lonny Clark, señor Wilbanks.

—Llámeme Lucien, por favor. Y yo a usted Lonny, ¿vale?

—Vale.

—¿Cómo se encuentra esta noche, Lonny?

—Mejor, mucho mejor. ¿Verdad que la noche pasada vino a mi habitación, Lucien? Sé que sí. Creía que estaba soñando. Apareció un desconocido y me dijo algo, pero hoy, al verle, le he reconocido y me he acordado de su voz.

—Me temo que soñaba, Lonny.

—No, no soñaba, porque también vino la noche anterior. El viernes y el sábado por la noche era usted. Lo sé.

—En su habitación no puede entrar nadie, Lonny. Hay un policía en la puerta, y me han dicho que está las veinticuatro horas.

Lonny se quedó callado, como si no lo supiera. O, si lo sabía, ¿cómo podía meterse un desconocido en su habitación?

—El desconocido dijo algo de Sylvester Rinds. ¿Usted conoce a Sylvester Rinds, Lucien?

—¿De dónde es? —preguntó Lucien, bebiendo sin inmutarse.

—Se lo pregunto yo, Lucien. ¿Conoce a Sylvester Rinds?

—He vivido toda la vida en el condado de Ford, Lonny. Conozco a todo el mundo, negros y blancos, pero algo me dice que Sylvester Rinds murió antes de mi nacimiento. ¿Usted le conocía?

—No lo sé. Ahora está todo tan confuso… Y ha pasado tanto tiempo…

Su voz se debilitó, como si hubiera apartado el teléfono.

«Haz que siga hablando», se dijo Lucien.

—Me interesa mucho más Ancil Hubbard —dijo—. ¿Ha habido suerte con el nombre, Lonny?

—Es posible que haya descubierto algo. ¿Puede venir mañana? —contestó Lonny sin fuerzas.

—Claro que sí. ¿A qué hora?

—Venga temprano. Por las mañanas no estoy tan cansado.

—¿A qué hora acabarán los médicos su ronda?

—No sé, hacia las nueve.

—Pues estaré allí a las nueve y media, Lonny.