Jake entró en el Coffee Shop a las siete y cinco del sábado por la mañana, y como siempre hubo una pausa en la conversación mientras buscaba sitio y lanzaba algunos juramentos. Faltaban dos días para que empezase el juicio, y según Dell el palique de primera hora estaba dominado por rumores y un sinfín de opiniones sobre el caso. Cada mañana, cuando entraba Jake, se cambiaba de tema, pero bastaba que se fuese para que el testamento de Seth recuperara todo el protagonismo, como si alguien accionase un interruptor. Aunque todos los clientes de Dell fueran blancos, parecían dividirse en varios bandos. Pesaba mucho la opinión de que un hombre en su sano juicio tenía que poder dejar sus propiedades a quien quisiera, fuese o no de la familia. Otros aducían que Seth no había estado en su sano juicio. No faltaban detractores de Lettie. Muchos la consideraban una mujer de vida alegre que se había aprovechado del pobre Seth.
Jake pasaba al menos una vez por semana cuando estaba vacío el café, para que Dell le pusiera al tanto de las novedades. Le interesaba especialmente un cliente habitual que se llamaba Tug Whitehurst y era inspector de carne del estado. Su hermano figuraba en la lista del jurado, aunque Dell estaba segura de que Tug no lo había comentado. No era muy hablador. Aun así, durante una conversación se había posicionado del lado de Kerry Hull cuando este último declaró que lo que hiciera alguien con su herencia no incumbía a los demás. Era sabido que Hull estaba arruinado y cargado de deudas. A todo el mundo le constaba que su herencia sería un desastre, pero se abstuvieron de comentarlo. En todo caso, Dell consideraba que Tug Whitehurst podía irle bien a Jake, pero su hermano… A saber.
A aquellas alturas del caso, Jake estaba desesperado por recibir información sobre los noventa y siete elegidos.
Se sentó a la misma mesa que dos granjeros y esperó a que le trajeran su tostada y su sémola. No podía aportar mucho a la conversación, centrada en la pesca de la perca. Hacía como mínimo tres años que en algunos círculos se debatía con ardor sobre si la población de percas del lago Chatulla disminuía o aumentaba. Se opinaba con rotundidad, como si no hubiera margen para las medias tintas. Abundaban los expertos. Justo cuando la balanza se inclinaba hacia la hipótesis de la disminución, alguien pescaba un ejemplar de concurso y se encendía de nuevo el debate. Jake estaba harto del tema, pero en aquella ocasión lo agradeció, porque les distraía del de Hubbard.
—Oye, Jake —le preguntó Andy Furr mientras comía—, ¿el juicio aún empieza el lunes?
—Sí.
—O sea, ¿que no hay ninguna posibilidad de que lo aplacen o algo así?
—No creo. A las nueve se presentarán los candidatos al jurado, y tardaremos poco en empezar. ¿Vendrás?
—No, qué va, tengo trabajo. ¿Esperáis a mucha gente?
—Nunca se sabe. Los juicios civiles tienden a ser bastante sosos. Puede que empecemos con algunos espectadores, pero sospecho que se irán deprisa.
Dell le sirvió café.
—Estará llenísimo, ya lo sabes —dijo—. No pasaba nada tan emocionante desde el juicio de Hailey.
—Ah, sí, no me acordaba —dijo Jake, haciendo reír a unos cuantos.
Bill West dijo haber oído que el FBI acababa de registrar las oficinas de dos supervisores del condado de Polk, famoso por su corrupción. A todo el mundo excepto a Jake y a Dell le pareció fatal. También fue una manera de cambiar de tema, y en ese sentido Jake se alegró. En aquel momento, a punto de pasar un largo fin de semana en el bufete, lo único que quería era desayunar.
Portia llegó hacia las nueve y se tomaron juntos un café en el balcón, mientras la ciudad se despertaba en torno a ellos. Portia explicó que había desayunado temprano con su madre. Lettie estaba nerviosa, incluso se sentía frágil, y tenía mucho miedo del juicio. La tensión de vivir en una casa llena de parientes, y de intentar trabajar a media jornada, y de intentar ignorar que su marido estuviera en la cárcel por haber matado a dos chavales… la agotaba. Si a todo ello le sumaban los trámites del divorcio y un duro pleito por un testamento, era comprensible que estuviera hecha polvo.
Portia reconoció que también ella estaba exhausta. Trabajaba muchas horas en el bufete y dormía poco. Jake se mostró comprensivo, pero solo hasta cierto punto. Durante los pleitos a menudo había que hacer jornadas de dieciocho horas y trabajar los fines de semana. Si Portia pretendía ser abogada de verdad necesitaba una buena dosis de presión. Durante las dos semanas anteriores se habían ayudado mutuamente a memorizar los noventa y siete nombres de la lista del jurado. Si Jake decía «erre», Portia contestaba: «Seis. Rady, Rakestraw, Reece, Riley, Robbins y Robard». Si Portia decía «uve doble», Jake contestaba: «Tres. Wampler, Whitehurst, Whitten». Y así todo el día, en un toma y daca mental interminable.
En Mississippi la selección del jurado no solía durar más de un día. A Jake nunca dejaban de fascinarle los juicios de otros estados donde se tardaban dos semanas o un mes en elegir al jurado. Le resultaba incomprensible aquel sistema, como se lo resultaba a los jueces de Mississippi. No es que estos últimos no se tomaran en serio la elección de jurados equitativos e imparciales, sino que no perdían el tiempo, simplemente.
La rapidez sería crucial. Habría que tomar decisiones al vuelo. Los abogados de ambas partes no tendrían mucho tiempo para pensar en nombres o consultarlos en las notas de sus investigaciones. Era imprescindible saberse los nombres y asignarles de inmediato un rostro. Jake estaba decidido a conocer a todos los candidatos, con su edad, su dirección, su profesión, su educación, la iglesia a la que iban… Toda la información que fueran capaces de reunir.
Después de acabar con los noventa y siete nombres, Portia recibió el encargo de consultar los archivos del juzgado. Pasó horas buscando transacciones de los últimos diez años en libros de escrituras y compilaciones catastrales. Leyó de arriba abajo las listas de autos en busca de demandantes y demandados, vencedores y vencidos. Dieciséis de los noventa y siete se habían divorciado en los últimos diez años. Portia no estaba muy segura de las repercusiones de este dato en un pleito sucesorio, pero bueno, al menos era información. Un tal Eli Rady había presentado cuatro demandas y las había perdido todas. Al consultar los registros tributarios encontró decenas de denuncias por impago de impuestos, de remesas, de subcontratados… Unos cuantos candidatos tenían pendiente de pago el impuesto de patrimonio. Portia fue a la oficina del asesor fiscal, buscó en las liquidaciones y dejó constancia de las marcas y modelos de coches que tenía tal o cual posible miembro del jurado.
Era una labor tediosa, a veces soporífera, pero Portia no bajaba el ritmo, ni se le ocurrió dejarla a medias. Después de dos semanas de convivencia con aquellas personas tenía la certeza de conocerlas.
Después del café volvieron de mala gana al trabajo. Jake empezó a redactar un esbozo de su primer discurso. Portia regresó a la sala de reuniones, y a sus noventa y siete nuevos amigos. A las diez apareció por fin Harry Rex, con toda una bolsa de aceitosos bollos de salchicha recién traídos de Claude’s. Le ofreció uno a Jake, e insistió en que lo aceptara. Después le acercó un sobre.
—Es un cheque de tu compañía de seguros, Land, Fire and Casualty, que además de ser una pandilla de timadores no son más burros porque no se entrenan, o sea, que no vuelvas a contratar una póliza con ellos en tu vida, ¿vale? Ciento treinta y cinco mil. Todo el acuerdo en un solo pago. Y sin que se te haya escapado un céntimo en honorarios de representación, es decir, que me debes una de las gordas, chaval.
—Gracias. Ya que cobras tan poco ponte a trabajar.
—Estoy muy harto de este caso, Jake. El lunes te ayudo a elegir el jurado y a partir de ese momento no cuentes conmigo. Tengo mis propios casos que perder.
—Lo entiendo, pero no faltes a la selección.
Jake sabía que en realidad Harry Rex no se perdería casi nada de las declaraciones del juicio. Después se aposentaría cada tarde en la sala de reuniones de la planta baja y, entre pizzas y bocadillos, comentaría con los demás qué había ido mal y qué podría suceder al día siguiente. Cuestionaría todos los pasos que diera Jake, lanzaría las más feroces críticas sobre Wade Lanier, despotricaría contra las decisiones tomadas en su contra por el juez Atlee, daría consejos cada dos por tres sin que nadie se los pidiera, mantendría el clima lúgubre de estar perdiendo un caso imposible de ganar y, a veces, se volvería tan insoportable que Jake tendría ganas de tirarle algo. Pero rara vez se equivocaba. Gran conocedor de las leyes y de sus entresijos, leía a las personas como quien lee una revista. Observaría al jurado sin hacerse notar mientras el jurado observase a Jake. Y sus sugerencias tendrían un valor incalculable.
Pese a la disposición bastante explícita de Seth Hubbard de que ningún otro abogado del condado de Ford sacase provecho de su sucesión, Jake estaba resuelto a buscar la manera de que una parte de los honorarios llegara a manos de Harry Rex. Seth quería que su testamento manuscrito de última hora superara todos los obstáculos, y le gustara o no para eso era crucial Harry Rex Vonner.
El teléfono del escritorio de Jake empezó a sonar bajito. Jake siguió como si nada.
—¿Por qué ya nadie coge aquí el teléfono? —dijo Harry Rex—. Esta semana he llamado diez veces y no se ha puesto nadie.
—Es que Portia estaba en el juzgado, yo tenía trabajo y Lucien nunca lo coge.
—Imagínate la cantidad de accidentes de tráfico, divorcios y hurtos que te estás perdiendo. Todo ese sufrimiento humano desviviéndose por cruzar estas paredes…
—Me parece que ahora mismo no damos abasto.
—¿De Lucien sabes algo?
—Esta mañana no, pero bueno, en Alaska solo son las seis. Dudo que se haya levantado.
—Lo más probable es que acabe de acostarse. Jake, ha sido una idiotez mandar de viaje a Lucien. Coño, si ya se emborracha cuando va de aquí a su casa… Si le dejas suelto por la carretera, por las salas de espera de los aeropuertos, por los bares de los hoteles, o qué sé yo, seguro que se mata.
—Se está controlando. Piensa estudiar para el examen de reingreso al colegio de abogados y volver a ejercer.
—Para el viejo chivo ese, controlar quiere decir parar a medianoche.
—Y tú ¿desde cuándo eres tan abstemio, Harry Rex? Si has desayunado con una Bud Light.
—Sé no pasarme de la raya. Soy un profesional y Lucien, un simple borracho.
—¿Piensas perfeccionar las instrucciones del jurado o pasarte la mañana aquí sentado criticando a Lucien?
Harry Rex se levantó y se alejó con pesadez.
—Hasta luego. ¿Tienes una Bud Light fría?
—No.
Cuando se fue, Jake abrió el sobre y examinó el cheque de la compañía de seguros. Por un lado le daba pena, porque representaba el final de su primera casa. Hacía más de tres años que la habían devorado las llamas, pero la demanda contra la compañía de seguros les daba a Carla y él la esperanza de reconstruirla. Seguía siendo posible, aunque improbable. Por otro lado, el cheque equivalía a tener dinero en el banco; no mucho, no, pero después de cancelar las dos hipotecas se acercaría a los cuarenta mil netos. Distaba mucho de ser una fortuna, pero les quitaba algo de presión.
Llamó a Carla y le dijo que tenían que celebrarlo un poco. Que buscase a una canguro.
Por teléfono Lucien sonaba normal, aunque en su caso la normalidad consistía en la voz cazallosa y las dificultades de pronunciación de un borracho intentando sacudirse las telarañas. Dijo que Lonny Clark había pasado mala noche, que no le remitía la infección, que los médicos estaban más preocupados que el día anterior y, lo más importante de todo, que no se le podía visitar.
—¿Qué planes tienes? —preguntó Jake.
—Quedarme un poco más por aquí. Quizá haga una excursión. ¿Conoces esta zona, Jake? La verdad es que es espectacular, con montañas en tres lados y el Pacífico delante mismo. La ciudad no es que sea muy grande ni muy bonita, pero qué paisaje, oye… Me gusta. Creo que saldré a explorar.
—¿Crees que es él, Lucien?
—Ahora sé menos que al salir de Clanton. Sigue siendo un misterio. A los polis les da igual quién sea, o qué esté pasando en Clanton. Ellos a lo que van es a desarticular una banda de narcotraficantes. Esto me gusta, Jake. Quizá me quede unos días. No tengo prisa en volver. Tampoco es que me necesites en el juicio.
Jake estaba más que de acuerdo, aunque no dijo nada.
—Se está fresco —añadió Lucien—, y no hay humedad. Imagínatelo, Jake: un sitio sin humedad. Esto me gusta. Tendré vigilado a Lonny y, cuando me dejen, hablaré con él.
—¿Estás sobrio, Lucien?
—Por las mañanas siempre estoy sobrio. Los problemas empiezan a las diez de la noche.
—Llámame de vez en cuando.
—Descuida, Jake, no te preocupes.
Dejaron a Hanna en Karaway, en casa de los padres de Jake, y en una hora llegaron a Oxford. Dieron un paseo en coche por el campus de Ole Miss, impregnándose de los paisajes y recuerdos de otros tiempos. Era un día despejado y cálido de primavera. Los estudiantes iban descalzos, en pantalón corto, jugando al frisbee en el Grove, con cerveza de contrabando en neveras portátiles y aprovechando los últimos rayos de sol. Jake tenía treinta y cinco años, y Carla treinta y uno. La época de la universidad parecía próxima y lejana al mismo tiempo.
Un paseo por el campus siempre desencadenaba un arranque de nostalgia. Pero ¿de verdad habían pasado de los treinta? Parecía que el mes pasado aún estuvieran estudiando. Jake evitaba acercarse a la facultad de derecho. Aquella pesadilla aún no quedaba lo suficientemente lejos. Al anochecer fueron a la plaza de Oxford y aparcaron al lado del juzgado. Después de una hora en la librería, se tomaron un café en la terraza y fueron a cenar al Downtown Grill, el restaurante más caro en más de cien kilómetros a la redonda. Como podía gastar, Jake pidió una botella de burdeos de sesenta pavos.
Volvieron casi a medianoche, dando los rodeos de costumbre. Pasaron despacio junto a Hocutt House. Había algunas luces encendidas, y era como si la espléndida mansión los llamase. En el camino de entrada estaba aparcado el Spitfire con matrícula de Tennessee de Willie Traynor.
—Vamos a saludar a Willie —dijo Jake, algo contento todavía por el vino.
—¡No, Jake! Es demasiado tarde —protestó Carla.
—Venga, que no le importará.
Jake frenó el Saab y metió marcha atrás.
—Jake, que es de muy mala educación.
—Lo sería para cualquier otro, pero no para Willie. Además, quiere que la casa la compremos nosotros.
Aparcó detrás del Spitfire.
—¿Y si está con alguien?
—Pues ahora seremos más. Vamos.
Carla salió de mala gana. Se quedaron un segundo en la acera, contemplando el porche en toda su amplitud. En el aire flotaba un denso aroma de peonías y lirios. De los arriates brotaban con vigor azaleas rosadas y blancas.
—Yo voto por comprarla —dijo Jake.
—No nos la podemos permitir —contestó ella.
—Nosotros no, pero el banco sí.
Subieron al porche, llamaron al timbre y oyeron música de Billie Holiday de fondo. Después de un rato apareció Willie con tejanos y camiseta, y abrió la puerta muy sonriente.
—Vaya, vaya —dijo—, pero si son los nuevos dueños.
—Es que pasábamos por el barrio y teníamos ganas de tomar algo —dijo Jake.
—Esperamos no molestarte —dijo Carla, algo violenta.
—En absoluto. Pasad, pasad —insistió Willie, invitándoles por señas.
Fueron al salón de delante, donde había una cubitera con una botella de vino blanco casi vacía. Willie sacó otra rápidamente y, mientras la descorchaba, explicó que estaba en la ciudad para informar del juicio. Su última aventura consistía en el lanzamiento de una revista mensual dedicada a la cultura sureña, cuyo número inaugural contendría un largo artículo sobre Seth Hubbard y la fortuna que le había dejado a su asistenta negra. Hasta entonces no lo había mencionado.
A Jake le entusiasmó la idea de tener publicidad más allá del condado de Ford. El juicio de Hailey le había procurado cierta fama y había sido una experiencia embriagadora.
—¿Quién sale en la portada? —preguntó en broma.
—Lo más probable es que tú no —dijo Willie al pasarles dos copas llenas hasta el borde—. ¡Salud!
Hablaron un momento sobre el juicio, pero los tres tenían la cabeza en otra cosa. Al final fue Willie quien rompió el hielo.
—Yo os propongo lo siguiente: que cerremos esta noche el pacto de la casa. Un contrato verbal entre los tres.
—En el ámbito inmobiliario no son de aplicación los contratos verbales —dijo Jake.
—¿No odias a los abogados? —le dijo Willie a Carla.
—A casi todos, sí.
—Si nosotros decimos que es de aplicación será de aplicación —dijo Willie—. Venga, vamos a hacer esta noche un pacto secreto, y después del juicio ya nos buscaremos a un abogado de verdad que pueda redactar un contrato como Dios manda. Vosotros id al banco y contratad una hipoteca, que en noventa días lo cerramos todo.
Jake y Carla se miraron mutuamente. Se quedaron un momento inmóviles, como si fuera una idea totalmente novedosa, cuando en realidad habían hablado de Hocutt House hasta el hartazgo.
—¿Y si no nos conceden la hipoteca? —preguntó Carla.
—No digas tonterías. Os prestará el dinero cualquier banco de la ciudad.
—Lo dudo —dijo Jake—. Hay cinco, y he demandado a tres.
—Mira, esto por doscientos cincuenta es una ganga, y los bancos lo saben.
—Creía que eran doscientos veinticinco —dijo Jake, lanzando una mirada a Carla.
Willie tomó un poco de vino e hizo un ruido de satisfacción con los labios.
—Bueno, sí, lo fueron fugazmente, pero a ese precio no mordiste el anzuelo. Francamente, esta casa vale al menos cuatrocientos mil. En Memphis…
—De eso ya habíamos hablado, Willie. No estamos en el centro de Memphis.
—Ya, pero doscientos cincuenta es un precio más razonable. O sea, que doscientos cincuenta.
—Qué manera más rara de vender, Willie —dijo Jake—. ¿Si no te dan lo que pides vas subiendo el precio?
—No, Jake, no volveré a subirlo a no ser que venga un médico. Son doscientos cincuenta. Es un precio justo, y lo sabéis. Venga, démonos la mano.
Jake y Carla se miraron un momento. Después ella tendió lentamente la mano y estrechó la de Willie.
—Así me gusta —dijo Jake.
Habían cerrado el trato.
No se oía nada más que el suave zumbido de un monitor, detrás y por encima de su cabeza. Tampoco había luz aparte del resplandor rojo de los dígitos que recogían sus constantes vitales. Se le estaba quedando rígida la base de la espalda. Lonny intentó cambiar un poco de postura. Gracias a un gotero, su sangre siempre disponía de medicamentos acuosos pero potentes que le evitaban casi todos los dolores. Ahora estaba consciente, luego no, luego sí, luego no… Se quedaba dormido casi sin haberse despertado. Le habían apagado el televisor y se habían llevado el mando a distancia. La medicación era tan fuerte que ni siquiera las ansiosas enfermeras podían despertarle a todas horas de la noche, por mucho que lo intentaran.
Cuando estaba despierto percibía movimientos en la habitación: camilleros, mujeres de la limpieza, médicos… Muchos médicos. De vez en cuando los oía hablar en voz baja, y ya había llegado a la conclusión de que se estaba muriendo. Se había apoderado de su cuerpo una infección que él no era capaz de pronunciar ni recordar, y que a los médicos se les iba de las manos. Ahora consciente, luego no…
Apareció sigilosamente un desconocido que tocó la baranda.
—Ancil —dijo en voz baja pero enérgica—. ¿Estás aquí, Ancil?
Al oír su nombre, Lonny abrió mucho los ojos. Era un hombre mayor, con el pelo largo y gris y una camiseta negra. Otra vez la misma cara.
—¿Me oyes, Ancil?
No movió ni un músculo.
—No te llamas Lonny. Lo sabemos. Eres Ancil, Ancil Hubbard, el hermano de Seth. Ancil, ¿qué le pasó a Sylvester Rinds?
A pesar del miedo siguió sin moverse. Un olor a whisky le recordó la noche anterior.
—¿Qué le pasó a Sylvester Rinds? Tenías ocho años, Ancil. ¿Qué le pasó a Sylvester Rinds?
Cerró los ojos y respiró profundamente. Perdió la conciencia durante un segundo. Después le temblaron las manos y abrió los ojos. Ya no estaba el desconocido.
Llamó a la enfermera.