36

A juzgar por su aspecto y su acento, Lonny tuvo claro que eran rusos, y más al ver que se pasaban una hora bebiendo vodka a palo seco. Toscos, maleducados y con ganas de pelea, elegían las noches en las que solo había un segurata. El dueño del bar había amenazado con poner un letrero que prohibiera la entrada a los rusos, pero claro, no podía. Lonny supuso que formaban parte de la tripulación de un carguero, probablemente alguno de cereales con destino a Canadá.

Llamó a casa del otro segurata, pero no se puso nadie. El dueño no estaba. En ese momento el responsable era Lonny. Pidieron más vodka. Se le ocurrió aguarlo, pero se habrían dado cuenta a la primera. Cuando uno de ellos puso la mano en el trasero respingón de una de las camareras, todo se descontroló con rapidez. El único segurata, que nunca había tenido reparos en usar la violencia, pegó un grito al ruso culpable, que a su vez le contestó en otro idioma mientras se levantaba con cara de enfado. El ruso falló un puñetazo y recibió otro. Al otro lado de la sala unos moteros patrióticos arrojaron botellas de cerveza a los rusos, que ya estaban todos de pie.

—¡Mierda! —dijo Lonny, pensando en escaparse por la cocina.

Se lo sabía de memoria. El bar tenía mala fama y por eso le pagaban tan bien, y en efectivo.

Rodeó la barra para acudir en ayuda de otra camarera a la que habían arrojado al suelo. A pocos metros, la pelea estaba en su apogeo. Cuando se agachó hacia la camarera algún tipo de objeto no punzante le golpeó la nuca y perdió la conciencia, mientras la hemorragia impregnaba su larga coleta gris. Sesenta y seis años eran demasiados para una pelea así, incluso como espectador.

Estuvo dos días inconsciente en un hospital de Juneau. El dueño del bar tuvo que aparecer a su pesar y admitió que no le tenía contratado. Solo sabía su nombre: Lonny Clark. Había un detective cerca, y al quedar claro que quizá no volviera a despertarse se urdió un plan. El dueño les dijo en qué pensión vivía Lonny, y los polis entraron a la fuerza. Apenas encontraron efectos personales, pero sí treinta kilos de cocaína muy bien envueltos en papel de aluminio y, al parecer, intactos. También localizaron debajo del colchón una pequeña carpeta de plástico con cremallera. Dentro había dos mil dólares en efectivo; un carnet de conducir de Alaska que resultó ser falso, a nombre de Harry Mendoza; un pasaporte (también falso) extendido a Albert Johnson; otro pasaporte falso a nombre de Charles Noland; un carnet de conducir robado y caducado de Wisconsin, a nombre de Wilson Steglitz; y un documento de baja de la marina amarillento, con fecha de mayo de 1955, cuyo titular era un tal Ancil F. Hubbard. Todos los bienes materiales de Lonny estaban en aquella carpeta, a excepción, naturalmente, de la cocaína, cuyo valor de venta en la calle rondaba el millón y medio de dólares.

La policía tardó varios días en cotejar la información con sus bases de datos. Para entonces Lonny ya se había despertado y se encontraba mejor. La policía decidió no preguntarle por la coca hasta que estuviera en situación de recibir el alta. Pusieron a un policía de paisano en la puerta. Como los únicos nombres legítimos de su arsenal parecían ser Ancil F. Hubbard y Wilson Steglitz, los introdujeron en el sistema informatizado nacional de delincuentes para ver si salía algo. El detective empezó a charlar con Lonny y a traerle batidos, pero no sacó el tema de la droga. Después de unas cuantas visitas le dijo que no encontraban datos sobre nadie que se llamara Lonny Clark. ¿Fecha y lugar de nacimiento, número de la seguridad social, estado en el que residía? Cualquier cosa, Lonny.

Lonny, que había sido un prófugo toda su vida, empezó a sospechar y a hablar menos.

—¿Has conocido alguna vez a alguien que se llamara Harry Mendoza? —preguntó el detective.

—Puede ser —contestó Lonny.

¿Ah, sí? ¿Dónde, y cuándo? ¿Cómo? ¿En qué circunstancias? Nada.

¿Y Albert Johnson, o Charles Noland? Lonny dijo que quizá los hubiera conocido hacía mucho tiempo, pero que no estaba seguro. A fin de cuentas tenía el cráneo fracturado, y una conmoción cerebral y… pues que de antes de la pelea no tenía muchos recuerdos. ¿A qué venían tantas preguntas?

A esas alturas ya sabía que habían entrado en su habitación, pero no estaba seguro de que hubieran encontrado la cocaína. Era perfectamente posible que su dueño hubiera ido a la pensión poco después de la pelea y se la hubiera llevado. Lonny no era un camello. Solo le hacía un favor a un amigo, que a cambio le tenía prometido un buen pellizco. Por lo tanto, la pregunta era si los polis habían encontrado la coca. En caso afirmativo Lonny lo tenía muy mal. Cuanto menos hablara, mejor. Ya hacía décadas que había aprendido que, cuando la pasma empieza a hacer preguntas serias, hay que negar, negar y negar.

Portia le pasó una llamada a Jake, que estaba en su despacho.

—Es Albert Murray.

Jake descolgó y saludó a Murray, dueño de una empresa de Washington especializada en buscar a personas desaparecidas tanto a nivel nacional como internacional. De momento habían cobrado cuarenta y dos mil dólares de la herencia de Seth Hubbard para localizar a un hermano desaparecido hacía mucho tiempo y casi no tenían nada que ofrecer a cambio. Los resultados de la investigación habían sido muy flojos, a pesar de que la tarifa podía competir con la de cualquier bufete de una gran ciudad.

Murray empezó con su escepticismo de siempre.

—Puede ser que haya salido algo sobre Ancil Hubbard, pero no te emociones.

Expuso los datos tal como le constaban: el falso nombre de Lonny, una pelea en un bar de Juneau, una fractura de cráneo, mucha cocaína y documentos falsos.

—¿Tiene sesenta y seis años y trafica con droga? —preguntó Jake.

—Los camellos no tienen edad oficial de jubilación.

—Gracias.

—Bueno —siguió diciendo Murray—, la cuestión es que es un tío muy hábil, y que no admite nada.

—¿Cómo está de grave?

—Lleva una semana en el hospital. Los médicos no tienen prisa, porque de ahí pasará a la cárcel. Una fractura de cráneo es una fractura de cráneo.

—Si tú lo dices…

—En Juneau tienen curiosidad por el documento de baja de la marina. Parece auténtico y no acaba de encajar. Con un carnet de conducir y un pasaporte falsos puedes ir a algún sitio, pero ¿con un documento de baja militar de hace treinta años? ¿Para qué los necesita un timador? Claro que podría ser robado…

—Total, que volvemos a la pregunta de siempre —dijo Jake—: si le encontramos, ¿cómo comprobamos que es él?

—Tú lo has dicho.

No había fotos de Ancil Hubbard que pudieran ayudarlos. Habían encontrado varias decenas de instantáneas familiares en una caja del armario de Seth, sobre todo de Ramona, Herschel y la primera esposa de Seth, pero ninguna de la infancia de este último. Ni una sola fotografía de sus padres o de su hermano pequeño. Algunos documentos escolares permitían seguir a Ancil hasta noveno curso, y en una foto de grupo de 1934 con poca definición en la escuela media de Palmyra salía sonriendo, . La habían ampliado junto con varias de Seth adulto. Dado que hacía cincuenta años que Ancil no se dejaba ver por el condado de Ford, no había nadie capaz de opinar sobre si de niño se parecía mucho o poco a su hermano mayor.

—¿Tenéis a alguien en Juneau? —preguntó Jake.

—No, aún no. He hablado dos veces con la policía. Puedo mandar a alguien en veinticuatro horas.

—Y ¿qué haría? Si Lonny Clark no habla con los de allí, ¿por qué iba a hablar con un desconocido?

—No creo que hable, no.

—Deja que piense.

Jake colgó y durante una hora no tuvo otra cosa en la cabeza. Era la primera pista en meses, pero débil. Faltaban cuatro días para que empezase el juicio, y le era imposible viajar de sopetón a Alaska para comprobar la identidad de un hombre que no solo no deseaba ser identificado, sino que al parecer se había pasado los últimos treinta años cambiando de identidad.

Bajó y se encontró a Lucien en la sala de reuniones, examinando fichas donde figuraban en negrita los nombres del jurado. Las había puesto en orden alfabético sobre la mesa, todas, las noventa y siete.

Estaban puntuadas del uno al diez, en orden ascendente de atractivo. Muchas aún no tenían puntuación porque no se sabía nada del posible jurado.

Jake reprodujo su conversación con Albert Murray.

—No se lo diremos al juez Atlee —fue la primera reacción de Lucien—, al menos de momento. Ya sé qué piensas: que si Ancil está vivo, y pudiéramos saber dónde se encuentra, pediríamos a gritos un aplazamiento y ganaríamos un poco más de tiempo, pero no es buena idea, Jake.

—No es lo que pensaba.

—Es muy posible que se pase el resto de su vida encerrado. Aunque quisiera estar en el juicio no podría venir.

—No, Lucien, me preocupa más la verificación. La única manera es hablar con él. Ten en cuenta que se juega un buen pellizco. Quizá colabore más de lo que nos pensamos.

Lucien respiró profundamente y empezó a dar vueltas a la mesa. Portia era demasiado inexperta, sin olvidar su condición de mujer joven de raza negra; resumiendo, que no daba el tipo para sonsacar secretos a un viejo blanco que huía de algo o de todo. El único integrante disponible del bufete, por lo tanto, era él. Se acercó a la puerta.

—Ya voy yo. Consígueme toda la información que puedas.

—¿Estás seguro, Lucien?

Salió y cerró la puerta, sin contestar. Lo único que pensó Jake fue que esperaba que lograra no emborracharse.

El jueves a última hora de la tarde Ozzie les hizo una visita rápida. Harry Rex y Portia estaban en el centro de mando, analizando nombres y direcciones del jurado, y Jake en el piso de arriba, en su despacho, hablando por teléfono y perdiendo el tiempo en inútiles indagaciones sobre unos cuantos más de los cuarenta y cinco testigos de Wade Lanier. De momento la labor había resultado frustrante.

—¿Quieres una cerveza? —le preguntó Harry Rex al sheriff.

Cerca había una Bud Light bien fría.

—Estoy de servicio y no bebo —contestó Ozzie—. Espero que tú no conduzcas. No me gustaría nada ver que te trincan por conducción en estado de ebriedad.

—Solo tendría que contratar a Jake para que lo aplazara indefinidamente. ¿Tienes algún nombre?

Ozzie le dio un papel.

—Alguno —dijo—. ¿Te acuerdas de Oscar Peltz, aquel de cerca de Lake Village que decíamos ayer? Pues va a la misma iglesia que la familia Roston.

Portia cogió la tarjeta con el nombre de OSCAR PELTZ escrito en la parte superior con rotulador.

—Yo le evitaría —dijo Ozzie.

Harry Rex miró sus apuntes.

—De todos modos le habíamos puesto un cinco, no muy atractivo.

—Raymond Griffis, que vive pasando la tienda de Parker, hacia el sur. ¿Qué tenéis sobre él?

Portia cogió otra tarjeta.

—Varón, raza blanca, cuarenta y un años, trabaja para uno que hace vallas —dijo.

—Divorciado, casado otra vez —añadió Harry Rex—, y hace unos cinco años su padre murió en un accidente de tráfico.

—Evitadle —dijo Ozzie—. Según una de mis fuentes, su hermano estuvo liado hace tres años con el Ku Klux Klan, durante el juicio de Hailey. No creo que él llegara a meterse, pero estaba un poco demasiado cerca. A primera vista podrían ser presentables, pero igual dan problemas.

—Yo le había puesto un cuatro —dijo Harry Rex—. Creía que ibas a centrarte en los negros.

—Eso es perder el tiempo. En este juicio todos los negros reciben automáticamente un diez.

—¿Cuántos hay en la lista, Portia?

—Veintiuno de noventa y siete.

—Nos los quedamos.

—¿Dónde está Lucien? —preguntó Ozzie.

—Le ha mandado Jake a hacer algo. ¿Has tenido suerte con Pernell Phillips? Pensabas que podía conocerle Moss Junior.

—Es primo en tercer grado de la mujer de Moss Junior, pero procuran evitar las reuniones familiares. Baptistas del quinto pino. Yo no le pondría muchos puntos.

—¿Portia?

—Vamos a ponerle un tres —dijo ella con la autoridad de una veterana en asesoría de jurados.

—Es el problema de esta selección de las narices —dijo Harry Rex—: demasiados treses y cuatros, y demasiado pocos ochos y nueves. Nos van a machacar.

—¿Dónde está Jake? —preguntó Ozzie.

—Arriba, peleándose con el teléfono.

Lucien fue en coche a Memphis, tomó un vuelo a Chicago y luego otro nocturno a Seattle. Durante el vuelo bebió alcohol, pero se durmió antes de haberse excedido. Después de seis horas en el aeropuerto de Seattle sin nada que hacer, se embarcó en un vuelo de dos horas a Juneau con Alaska Airlines. Encontró habitación en un hotel del centro, llamó a Jake, durmió tres horas, se duchó y hasta afeitó, y se puso un viejo traje negro que no había llevado en una década. Con la camisa blanca y la corbata de estampado de cachemira podía pasar por abogado, que era exactamente su intención. Caminó hasta el hospital con un maletín gastado y, a las veintidós horas de haber salido de Clanton, saludó al detective y oyó las últimas noticias tomándose un café.

No le dijeron nada muy novedoso. Lonny tenía una infección que le estaba inflamando el cerebro, y no estaba de humor para hablar. Sus médicos querían que estuviera tranquilo. El detective no había hablado con él en todo el día. Le enseñó a Lucien la documentación falsa que habían encontrado en la pensión, y la baja de la marina. Lucien, a su vez, le mostró dos fotos ampliadas de Seth Hubbard. Podía haber cierto parecido, o no… Era mucho suponer. El detective llamó al dueño del bar e insistió en que acudiera al hospital. No estaba de más que mirase las fotos, porque conocía bien a Lonny. Lo hizo y no vio nada.

Después de que se fuera el dueño, Lucien, que no tenía nada más que hacer, le explicó al detective el objeto de su visita. Hacía seis meses que buscaban a Ancil pero sin encontrar su pista. Su hermano, el de las fotos, le había dejado dinero en su testamento. No era una fortuna, pero sí bastante para que Lucien hubiera hecho el viaje desde Mississippi a Alaska de un tirón.

Al detective no le interesaba un pleito a tanta distancia geográfica. Le preocupaba más la cocaína. No, él no creía que Lonny Clark fuera un camello. Estaban a punto de cargarse un cártel de Vancouver, y tenían a un par de informadores. El rumor era que Lonny se limitaba a esconder la droga a cambio de dinero. Algo de tiempo pasaría en la cárcel, seguro, pero meses, no años. Y no, no le permitirían volver a Mississippi por ningún motivo, suponiendo que realmente se llamara Ancil Hubbard.

Después de que se fuera el detective, Lucien dio un paseo por el hospital para familiarizarse con el laberinto de pasillos, anexos y medias plantas. Encontró la habitación de Lonny en el segundo piso, y vio que cerca había un hombre que hojeaba una revista para no dormirse. Supuso que era policía.

Al anochecer volvió a su hotel, llamó a Jake para ponerle al día y se fue al bar.

Era su quinta o sexta noche en aquella habitación oscura y húmeda, con ventanas que no se abrían nunca y que, de alguna manera, tapaban por completo la luz diurna. Las enfermeras iban y venían. A veces llamaban con suavidad al empujar la puerta, y otras aparecían al lado de su cama sin ningún ruido de advertencia. Tenía tubos en los brazos y monitores sobre la cabeza. Le habían dicho que no se moriría, pero después de cinco o seis días y noches sin comer casi nada, pero con muchos medicamentos y demasiados médicos y enfermeras, no le habría importado prolongar la inconsciencia. Le dolía mucho la cabeza, y tenía la base de la espalda entumecida por la inactividad. A veces le entraban ganas de arrancar los tubos y los cables e irse corriendo. En un reloj digital ponía que eran las once y diez.

¿Podía marcharse? ¿Tenía libertad para salir del hospital? ¿O le esperaban los maderos justo al otro lado de la puerta, para llevárselo? Nadie se lo decía. Había preguntado a varias de las enfermeras más simpáticas si había alguien esperando, pero todas las respuestas habían sido vagas. Como tantas cosas. A veces la pantalla del televisor estaba nítida, y otras borrosa. Un pitido constante en los oídos le hacía murmurar. Los médicos lo negaban. Las enfermeras no hacían más que darle otra pastilla. A todas horas de la noche había sombras, observadores que entraban con sigilo. Tal vez fueran estudiantes que venían a ver pacientes de verdad, o solo sombras sin existencia real. Le cambiaban a menudo la medicación para ver cómo reaccionaba. Tómese esto para el dolor. Esto para la vista borrosa. Esto para las sombras. Esto es un anticoagulante. Esto un antibiótico. Decenas y decenas de pastillas, a todas horas del día y de la noche.

Volvió a quedarse dormido. Cuando se despertó eran las once y diecisiete. La habitación estaba completamente a oscuras, aparte del resplandor rojo que proyectaba sobre su cabeza un monitor que no veía.

Se abrió la puerta en silencio, pero no entró luz desde el pasillo oscuro. No era una enfermera. Un hombre a quien no conocía se acercó a la cama: pelo gris y largo, camisa negra… Era un viejo a quien nunca había visto. Miraba con dureza. Cuando se inclinó, un olor a whisky golpeó como una bofetada el rostro de Lonny.

—Ancil —dijo—, ¿qué le pasó a Sylvester Rinds?

Lonny se lo quedó mirando horrorizado, con el corazón en vilo. El desconocido le puso suavemente una mano en el hombro. Cada vez olía más a whisky.

—Ancil —repitió—, ¿qué le pasó a Sylvester Rinds?

Lonny intentó hablar, pero no le salían las palabras. Parpadeó para enfocar la vista, pero ya veía con bastante claridad. También estaban claras las palabras, y el acento era inconfundible. Era un hombre del sur profundo.

—¿Qué? —logró susurrar Lonny, casi sin aliento.

—¿Qué le pasó a Sylvester Rinds? —repitió el desconocido, clavando en Lonny unos ojos como láseres.

En el cabezal de la cama había un botón para llamar a la enfermera. Lonny lo pulsó rápidamente. El desconocido se apartó y se convirtió de nuevo en una sombra, antes de salir de la habitación.

Finalmente llegó una enfermera. Era una de las que menos le gustaban. Le daba rabia que la molestasen. Lonny tenía ganas de hablar sobre el desconocido, pero no era de las que escuchaban. Ella le preguntó qué quería. Contestó que no podía dormir. Ella le prometió pasar más tarde. Siempre prometían lo mismo.

Se quedó a oscuras, asustado. ¿Le daba miedo que le hubieran llamado por su verdadero nombre? ¿Que le hubiera atrapado su pasado? ¿O no estar seguro de haber visto y oído de verdad al desconocido? A ver si al final se estaba volviendo loco… ¿Se estaban haciendo permanentes las lesiones cerebrales?

Desfallecido, entraba y salía de las tinieblas sin dormir más que a ratos, y pensando en Sylvester.