Dos semanas antes de la fecha estipulada para el inicio de las hostilidades, los abogados y sus ayudantes se reunieron en la sala principal para una audiencia previa. En los viejos tiempos habría sido algo inaudito, pero las reglas modernas del combate establecían este requisito, y hasta les asignaban un acrónimo, PTC (Pre-Trial Conference). Los abogados que, como Wade Lanier, combatían por lo civil eran duchos en las estrategias y matices de las PTC. Jake, no tanto. En cuanto a Reuben Atlee, aunque fuera incapaz de reconocerlo, nunca había presidido ninguna. Para él, para su tribunal de equidad, los grandes juicios eran divorcios sin mutuo acuerdo y con dinero en juego; y como de esos había pocos, los llevaba como en los últimos treinta años, mandando al traste la normativa moderna.
Los detractores del nuevo ordenamiento procesal y de presentación de pruebas se lamentaban de que las PTC eran un simple ensayo del juicio, con la consiguiente obligación de que los abogados se preparasen por partida doble. Comportaban tiempo y gastos, y además de onerosas eran restrictivas. Si un documento, tema o testigo no había sido debidamente tratado durante la PTC, no podía contemplarse en el juicio. Los abogados de cierta edad que, como Lucien, se regodeaban en el juego sucio y en las emboscadas aborrecían el nuevo reglamento porque estaba pensado para fomentar la equidad y la transparencia. «En los juicios no se trata de equidad, Jake, se trata de ganar», había dicho mil veces Lucien.
Tampoco le gustaban demasiado al juez Atlee, aunque el deber le obligase a acatarlos. El lunes 20 de marzo a las diez de la mañana ahuyentó a unos pocos espectadores y le pidió al ujier que cerrase la puerta con llave. No era una vista pública.
Mientras se situaban los abogados, Lester Chilcott, el coletrado de Lanier, se acercó a la mesa de Jake y dejó unos papeles.
—Actualización de pruebas —dijo como si se tratara de simple rutina.
Mientras Jake los hojeaba, el juez Atlee los llamó al orden y empezó a mirar las caras para asegurarse de que no faltaba ningún abogado.
—Sigue echándose de menos al señor Stillman Rush —farfulló por el micrófono.
La sorpresa de Jake se convirtió rápidamente en rabia. En una parte donde se enumeraba a todos los posibles testigos, Lanier había escrito los nombres de cuarenta y cinco personas, cuyas direcciones estaban dispersas por todo el sudeste, y cuatro en México. Jake solo reconoció a unos cuantos. A algunos les había tomado declaración durante el intercambio de pruebas. Ejemplo habitual de juego sucio, perfeccionado por las grandes empresas y las compañías de seguros, los «vertidos de documentos» consistían en que estas últimas y sus letrados ocultasen hasta el último instante documentos revelables, y acto seguido, justo antes del juicio, inundasen con miles de páginas de documentación al abogado de la parte contraria, a sabiendas de que ni a él ni a su equipo les resultaría posible familiarizarse a tiempo con ellas. A algunos jueces les indignaban aquellos «vertidos», mientras que otros hacían la vista gorda. Pues bien, Wade Lanier acababa de sacarse de la manga un primo hermano de este truco: el «vertido de testigos», consistente en retener hasta el último momento los nombres de muchos de los testigos en potencia y entregarlos por último junto con otros que eran simple hojarasca, para confundir a su rival.
El rival en cuestión estaba que trinaba, pero en aquel momento tuvo cosas más urgentes que atender.
—Señor Brigance —dijo el juez Atlee—, tiene usted dos solicitudes pendientes: una de traslado y la otra de aplazamiento. He leído sus instancias, así como las réplicas de los impugnadores, y doy por supuesto que no tiene usted nada más que añadir a las solicitudes.
Jake se levantó.
—No, señoría —tuvo la sensatez de contestar.
—Permanezcan sentados, señores, que esto es una audiencia previa, no una vista formal. Sigamos. ¿Es lícito presuponer también que no se han producido avances en la búsqueda de Ancil Hubbard?
—Lo es, señoría, aunque con algo más de tiempo tal vez pueda lograrse algún avance.
Wade Lanier se puso en pie.
—Con la venia, señoría, quisiera responder. La presencia o ausencia de Ancil Hubbard carece de importancia para lo que nos ocupa. Todo ha quedado reducido a lo que esperábamos, a lo que siempre se dirime en los pleitos de índole testamentaria, esto es, a la capacidad para testar y la influencia indebida. En caso de estar vivo, Ancil no habrá visto a su hermano Seth en varias décadas antes del suicidio, y es del todo imposible que declare acerca de cómo o qué pensaba su hermano. Procedamos pues según lo previsto. Si el jurado alcanza un veredicto favorable al testamento manuscrito, el señor Brigance y la sucesión tendrán tiempo de sobra para seguir buscando a Ancil, y si todo va bien hacerle entrega de sus 5 por ciento. Si, por el contrario, el jurado rechaza el testamento manuscrito, la figura de Ancil perderá toda importancia, ya que no se le menciona en el testamento anterior. Procedamos, señoría. Hace muchos meses que fijó usted el juicio para el 3 de abril, y no hay motivos de peso para no cumplir lo estipulado.
Lanier no se comportaba de forma llamativa, pero daba una imagen de realismo y hasta de campechanía, y resultaba persuasivo. Jake ya conocía su capacidad para argumentar de manera improvisada sin ningún esfuerzo y convencer a cualquiera poco menos que de cualquier cosa.
—Estoy de acuerdo —dijo con aspereza el juez Atlee—. El 3 de abril procederemos según las previsiones, en esta misma sala. Siéntese, por favor, señor Lanier.
Jake tomó notas y esperó el siguiente argumento. El juez Atlee miró las suyas y deslizó sus gafas de lectura por la nariz.
—En el lado de la sala que corresponde a los impugnadores cuento a seis abogados. El señor Lanier representa a los hijos de Seth Hubbard, Ramona Dafoe y Herschel Hubbard. El señor Zeitler representa a los dos hijos de Herschel Hubbard. El señor Hunt, a los dos hijos de Ramona Dafoe. Los demás son ustedes asociados. —Se quitó las gafas y se metió una patilla en la boca. Era la hora del sermón—. Bueno, señores, vamos a ver. Una vez que empiece el juicio, no tengo la menor intención de tolerar ningún tipo de cháchara innecesaria por parte de seis abogados. De hecho, los únicos con autorización para pronunciarse en nombre de los impugnadores serán los señores Lanier, Zeitler y Hunt. Me parece bastante. Tampoco expondré al jurado a tres alegatos iniciales, tres conclusiones finales y tres turnos de preguntas distintos a los testigos. Si hay alguna objeción, no quiero que salten tres o cuatro de ustedes a la vez y griten agitando los brazos: «¡Protesto, protesto!». ¿Me explico?
Por supuesto que sí. El juez hablaba despacio y con claridad, haciendo valer su férrea autoridad de siempre.
—Propongo —continuó— que el señor Lanier lleve la voz cantante por parte de los impugnadores y gestione el grueso del juicio. No cabe duda de que posee más experiencia procesal, y de que representa a los clientes con mayores intereses. Repártanse el trabajo como prefieran. En eso no me atrevo a darles ningún consejo —aconsejó de hecho, gravemente—. No estoy intentando ponerle un bozal a nadie. Están en su derecho de abogar por su cliente o clientes. Todos pueden llamar a sus propios testigos y proceder al contrainterrogatorio de los que sean llamados por la parte defensora. Ahora bien, en cuanto empiecen a repetir lo que ya se haya dicho, como son propensos a hacer los abogados, no se sorprendan de que me apresure a intervenir. No pienso tolerarlo. ¿Estamos de acuerdo?
Sin duda, al menos de momento.
Atlee volvió a calarse las gafas de lectura en la nariz y miró sus anotaciones.
—Pasemos a hablar de las pruebas —dijo.
Dedicaron una hora a debatir sobre los documentos que se admitirían a juicio y serían mostrados al jurado. Por marcada insistencia del juez Atlee se estipuló que la letra era la de Henry Seth Hubbard. Aducir lo contrario habría sido una pérdida de tiempo. También se estipuló la causa de la muerte y se aprobaron cuatro grandes fotos en color en las que aparecía Seth colgado de un árbol, lo que despejaba cualquier duda sobre las circunstancias de su defunción.
—Ahora pasaremos a los testigos —dijo el juez Atlee—. Veo que el señor Lanier ha añadido a unos cuantos.
Jake llevaba más de una hora de impaciente espera. Intentaba no perder la calma, pero era difícil.
—Señoría —dijo—, mi intención es protestar contra la admisión a juicio de muchos de estos testimonios. Si consulta usted la sexta página verá que a partir de ella aparecen los nombres de cuarenta y cinco testigos potenciales. En vista de sus direcciones, me imagino que serán trabajadores de las diversas fábricas y plantas del señor Hubbard. No lo sé con certeza, ya que es la primera vez que los veo. He consultado las últimas respuestas actualizadas a los interrogatorios, y solo quince o dieciséis de los cuarenta y cinco han sido mencionados antes de hoy por los impugnadores. Según las reglas, yo tenía derecho a conocer sus nombres desde hace meses. Es lo que se llama un vertido de testigos, señoría, descargando en la mesa un montón de testigos dos semanas antes del juicio, se me imposibilita hablar con todos ellos y averiguar cuál es el rumbo que pueden tomar sus testimonios. De la toma de declaración ya no hablo, puesto que consumiría otros seis meses. Se trata de una clara infracción de las reglas, solapada, para colmo.
El juez Atlee fulminó con la mirada a los de la otra mesa.
—¿Señor Lanier? —dijo.
Lanier se levantó.
—¿Me permite estirar las piernas, señoría? —dijo—. Es que tengo problemas de rodilla.
—Bueno, bueno.
Empezó a pasearse por delante de su mesa, con una leve cojera. Jake pensó que debía de ser algún tipo de truco procesal.
—Señoría, no se trata de nada solapado. Me ofende la acusación. El intercambio de pruebas no es nunca algo definitivo. Constantemente surgen nuevos nombres. A veces se presentan en el último momento testigos reticentes. Un testigo se acuerda de otro, o de algo que ocurrió. Tenemos investigadores que llevan cinco meses buscando sin parar, y con franqueza le diré que hemos trabajado más que la otra parte. Hemos encontrado a más testigos, y seguimos buscándolos. El señor Brigance tiene dos semanas para llamar por teléfono o hablar personalmente con cualquiera de los testigos de mi lista. Dos semanas. No, no es mucho tiempo, pero ¿acaso hay tiempo suficiente alguna vez? Ya sabemos que no. Así funcionan los pleitos de alto perfil, señoría; las dos partes apuran su tiempo al límite.
Con su paseo, su cojera y la eficacia de su argumentación, Lanier se hacía admirar incluso por el más reacio. Al mismo tiempo, sin embargo, Jake tuvo ganas de tirarle un hacha. Lanier no seguía las reglas. Era hábil, eso sí, en dar legitimidad a sus trampas.
Para Wade Lanier el momento era crucial. En la lista de los cuarenta y cinco se ocultaba el nombre de Julina Kidd, la única mujer negra que había encontrado Randall Clapp por el momento dispuesta a declarar y reconocer que se había acostado con Seth. A cambio de cinco mil dólares más gastos, había accedido a desplazarse a Clanton y prestar testimonio. También había aceptado no ponerse al teléfono ni tener ningún tipo de contacto con otros abogados, específicamente con un tal Jake Brigance que tal vez se presentase buscando pistas a la desesperada.
Quien no estaba oculto en la lista era Fritz Pickering, cuyo nombre no había salido a relucir, ni saldría hasta un momento decisivo del juicio.
—¿Cuántas declaraciones han tomado? —le preguntó el juez Atlee a Jake.
—Entre todos, treinta.
—Me parecen muchas. Y no son baratas. Señor Lanier, supongo que no pretenderá llamar a cuarenta y cinco testigos.
—Por supuesto que no, señoría, pero el reglamento nos obliga a dejar constancia de todos los testigos potenciales. Es posible que no sepa a cuáles de ellos necesitaré en el banquillo hasta que haya empezado el juicio. Es la flexibilidad que se contempla en el reglamento.
—Lo entiendo. Señor Brigance, ¿a cuántos testigos pensaba usted llamar?
—A unos quince, señoría.
—Pues desde ya les digo que no pienso exponernos ni al juzgado ni a mí mismo a sesenta testimonios. Por otra parte, no soy partidario de delimitar a quién pueden llamar y a quién no. Asegúrense de que la otra parte tenga conocimiento de todos los testigos. Señor Brigance, dispone usted de todos los nombres, y de dos semanas para investigar.
Jake sacudió la cabeza, disgustado. Al viejo juez le podían sus viejas costumbres.
—En tal caso —preguntó—, ¿sería posible solicitar a los señores letrados un breve resumen de lo que puedan declarar en el banquillo los testigos? Me parece de justicia, señoría.
—¿Señor Lanier?
—Con la venia, señoría, no sé hasta qué punto es de justicia. No porque nos hayamos puesto las pilas y hayamos encontrado a un montón de testigos que al señor Brigance ni siquiera le suenan se nos tiene por qué exigir que le expliquemos las grandes líneas de sus declaraciones.
El tono era condescendiente, casi insultante. Por unas décimas de segundo Jake se sintió como un vago.
—Estoy de acuerdo —dijo el juez Atlee.
Lanier lanzó a Jake una mirada despectiva de victoria al pasar a su lado y volver a sentarse.
La PTC se alargó con el debate sobre los peritos y lo que podrían declarar. Jake estaba irritado con el juez Atlee, y no hizo esfuerzos por disimularlo. El momento más importante de la reunión sería cuando distribuyesen la lista del jurado. El juez lo dejó para el final. Cuando un ujier repartió las listas casi era mediodía.
—Hay noventa y siete nombres —dijo Atlee—, con todos los filtros posibles salvo el de la edad. Ya saben ustedes que hay personas de más de sesenta y cinco años que no quieren que se les exima del servicio, así que dejaré que lo resuelvan ustedes durante la selección.
Los abogados leyeron los nombres en busca de los más simpáticos y compasivos, esas personas perspicaces que se pondrían enseguida de su parte y harían que el veredicto fuera el correcto.
—Mucha atención a lo que voy a decir —continuó el juez Atlee—: no consentiré ningún contacto con estas personas. Hoy en día, si no me equivoco, es normal que en los pleitos importantes los abogados investiguen hasta donde puedan a los candidatos. Adelante, pero no se pongan en contacto con ellos, ni los sigan, ni los intimiden, ni los sometan a ningún tipo de acoso. Seré severo con quien lo haga. Y guarden bien las listas, que no quiero que todo el condado se entere de si Fulanito o Menganito puede estar en el jurado.
—¿En qué orden se sentarán para la selección, señoría? —preguntó Wade Lanier.
—Totalmente al azar.
Los abogados leyeron los nombres deprisa y en silencio. Jake estaba en clara ventaja, porque era su terreno, pero cada vez que miraba una de aquellas listas le sorprendía reconocer tan pocos nombres. Un antiguo cliente por aquí, alguien de su misma iglesia por allá… Un compañero de instituto de Karaway. Una prima hermana de su madre. A simple vista reconoció a veinte de noventa y siete. Harry Rex conocería a más. Ozzie a todos los negros, y a muchos de los blancos. Lucien se jactaría de conocer a un montón, pero en realidad había estado demasiado tiempo sentado en el porche.
Wade Lanier y Lester Chilcott, que eran de Jackson, no reconocieron a nadie, pero tendrían ayuda de sobra. Estaban haciendo amistad con el bufete Sullivan, que con sus nueve abogados todavía era el más grande del condado, y si algo no faltaría serían consejos.
A las doce y media el juez Atlee estaba cansado y levantó la sesión. Jake salió rápidamente de la sala, con la duda de si el viejo se encontraba en condiciones físicas para un juicio extenuante. También le preocupaban las normas por las que se regiría el juicio, ya que evidentemente no se cumplirían de manera estricta las oficiales, las que salían en los nuevos libros.
Reglamento al margen, Jake, como todos los abogados del estado, conocía la fama del Tribunal Supremo de Mississippi de confiar en el criterio de los presidentes de sala locales, que eran quienes estaban en medio de la brega, veían las caras, oían los testimonios y palpaban la tensión. ¿Quiénes somos nosotros (se preguntaba desde hacía décadas el Tribunal Supremo) para estar aquí sentados, tan lejos de todo, y anteponer nuestros fríos dictámenes a los del juez tal o cual?
Como siempre, el juicio se regiría por las normas de Reuben.
Fueran las que fueran en aquel momento dado.
Wade Lanier y Lester Chilcott fueron directamente a las oficinas del bufete Sullivan, a una sala de reuniones de la primera planta. Los esperaba una bandeja de bocadillos, así como un hombre menudo y peleón con acento del Upper Midwest. Se trataba de Myron Pankey, un antiguo abogado que había encontrado su sitio en el campo relativamente nuevo de la asesoría de jurados, actividad que se estaba abriendo camino en muchos juicios importantes. A cambio de unos sustanciosos honorarios, Pankey y su equipo hacían todo tipo de milagros y reunían al jurado perfecto, o en todo caso al mejor disponible. Ya habían realizado una encuesta telefónica, en la que habían entrevistado a doscientos votantes censados en los condados adyacentes al de Ford. El 50 por ciento había dicho que cualquier persona tenía que poder dejar sus bienes a quien quisiese, aunque fuera a expensas de su propia familia, pero el 90 por ciento habría recelado de un testamento manuscrito que se lo dejaba todo a la última cuidadora. Los datos resultantes aún estaban siendo analizados en las oficinas centrales de Pankey, en Cleveland. Ninguna parte de la encuesta contemplaba el factor racial.
Basándose en los números preliminares, Wade Lanier era optimista. Mientras hablaba se tomó de pie un bocadillo y una Coca-Cola Light. Hicieron copias de las listas y las repartieron por la mesa de juntas. Cada uno de los nueve miembros del bufete Sullivan recibió una, junto con la petición de leer los nombres cuanto antes, aunque anduvieran todos tan atareados como de costumbre y les pareciera imposible añadir cinco minutos de trabajo a unas agendas ya sobrecargadas.
Habían enganchado en una pared un mapa de carreteras muy ampliado del condado de Ford. Un expolicía de Clanton, Sonny Nance, ya había empezado a clavar chinchetas numeradas en las calles y carreteras donde vivían los posibles jurados. Él era de Clanton, estaba casado con una mujer de Karaway y presumía de conocer a todo el mundo. Myron Pankey le había contratado para que lo demostrara. A la una y media llegaron cuatro nuevos empleados más, que recibieron sus instrucciones. Lanier habló con precisión, sin pelos en la lengua. Quería fotos en color de todas las casas, barrios y, si se podía, incluso coches. Si había pegatinas en los parachoques, que las fotografiaran. Pero sin arriesgarse en ningún caso a que los vieran. Hacerse pasar por encuestadores, cobradores, agentes de seguros que entregaban talones, proselitistas de los que van de puerta en puerta y cualquier otra excusa verosímil. En cualquier caso, hablar con los vecinos y enterarse de todo lo posible sin levantar sospechas. Evitar rigurosamente el contacto directo con posibles miembros del jurado. Averiguar dónde trabajaban, a qué iglesia iban y en qué colegio estudiaban sus hijos. De momento solo tenían lo más básico: nombre, edad, sexo, raza, dirección y circunscripción electoral, es decir, que quedaban muchas lagunas que llenar.
—No pueden pillaros —dijo Lanier—. Si vuestra actividad levanta sospechas, desapareced enseguida. Si alguien os planta cara, dad un nombre falso y volved aquí a informar. A la menor sospecha de que puedan veros, marchaos, desapareced y al cabo de un tiempo venid a dar el parte. ¿Alguna pregunta?
Al no ser ninguno de los cuatro del condado de Ford, las posibilidades de que los reconociesen eran nulas. Dos habían sido policías, y los otros dos trabajaban a tiempo parcial como investigadores. Conocían muy bien la calle.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó uno.
—El juicio empezará dentro de dos semanas. Pasad cada día con los datos que hayáis recogido. El plazo acaba el viernes de la semana que viene.
—Vámonos —dijo uno.
—Y que no os pillen.
La asesora de jurados de Jake era a la vez su secretaria y su técnica jurídica. Ahora que el juez Atlee administraba la herencia como si todo el dinero saliera directamente de su propio y rácano bolsillo, quedaba totalmente descartado el recurso de un asesor profesional. Sería Portia quien se ocupase de reunir los datos, o mejor dicho de asimilarlos. El lunes a las cuatro y media de la tarde se reunió con Jake, Lucien y Harry Rex en una sala de la primera planta, al lado del antiguo despacho de Portia. También estaba Nick Norton, un abogado del otro lado de la plaza que había representado dos años antes a Marvis Lang.
Repasaron los noventa y siete nombres sin saltarse ni uno.