34

Inmerso en una mañana bastante productiva, Jake oyó el inconfundible ruido de los zapatos del cuarenta y ocho de Harry Rex aporreando la escalera de madera, ya maltrecha de por sí. Respiró hondo y esperó, hasta ver que se abría la puerta sin ningún atisbo de educados golpes de nudillos.

—Buenos días, Harry Rex —dijo.

—¿Te suena de algo el clan Whiteside, de allá por el lago? —preguntó Harry Rex al aposentarse jadeando en una silla.

—Vagamente. ¿Por qué lo…?

—Nunca he visto a unos tíos que estén peor de la cabeza. El fin de semana pasado el señor Whiteside pilló a su mujer en la cama con uno de sus yernos. Ya me ves, con dos divorcios simultáneos. Antes de eso lo había pedido una de las hijas, y me cayó a mí. Total, que ahora tengo…

—Por favor, Harry Rex, que no me interesa.

Jake sabía que aquellas historias podían eternizarse.

—Vale, vale, perdona. Vengo porque ahora están todos en mi bufete tirándose de los pelos, y hemos tenido que llamar a la policía. Estoy tan harto de mis clientes… De todos. —Harry Rex se secó la frente con una manga—. ¿Tienes una Bud Light?

—No, lo que tengo es café.

—Es lo que menos falta me hace. Esta mañana he hablado con la compañía de seguros y ofrecen ciento treinta y cinco. Acepta, ¿vale? Ahora mismo.

Jake creyó que lo decía en broma y estuvo a punto de reírse. Hacía dos años que la compañía de seguros no se movía de los cien mil.

—¿Lo has dicho en serio?

—Pues sí, mi querido cliente. Acepta el dinero. Mi secretaria está redactando el acuerdo. Lo traerá a mediodía. Llévatelo, haz que lo firme Carla y tráemelo volando a mi bufete, ¿vale?

—Vale. ¿Cómo lo has conseguido?

—Jake, hijo mío, es que habías hecho una cagada. Habías presentado la denuncia en un tribunal de distrito, exigiendo un jurado, porque desde lo de Hailey te dejaste dominar por el ego y te creíste que a las compañías de seguros les daría pánico enfrentarse con el gran Jake Brigance delante de un jurado del condado de Ford. Lo vi yo y lo vieron otros. Pediste daños y perjuicios y te pensaste que conseguirías un señor veredicto que además de darte un pastón te daría puntos por el lado civil. Te conozco, y sé lo que pensabas, aunque no lo quieras admitir. Como la compañía de seguros no se inmutó, se atrincheraron las dos partes, se convirtió en un tema personal y pasaron los años. Hacían falta ojos nuevos, y alguien como yo, que supiera cómo piensan las compañías de seguros. Además, les he dicho que retiraría la denuncia en el tribunal de distrito y la volvería a presentar en el de equidad, donde tengo bastante controlada la lista de autos y todo lo demás. La idea de enfrentarse allí conmigo, en este condado, en sala de equidad, no es muy del gusto de los otros abogados. Total, que después de un poco de tira y afloja he conseguido que llegaran a los ciento treinta y cinco. Te quedan limpios cuarenta, a mí no me pagas honorarios, que es como habíamos quedado, y así te recuperas. Voy a llamar a Willie para decirle que Carla y tú pagaréis doscientos veinticinco por la casa de los Hocutt.

—No corras tanto, Harry Rex. Con cuarenta mil en el bolsillo tampoco es que sea rico.

—No me vengas con chorradas, Jake, que te estás llevando cada mes treinta mil de la herencia.

—No del todo. Además, mientras tanto me estoy quedando sin ningún otro ingreso. Tardaré un año en darle carpetazo a esto. Como a lo de Hailey.

—Pero al menos en este caso te pagan.

—Eso es verdad. Te agradezco que hayas usado tu pasmosa habilidad para solucionar mi denuncia por lo del incendio. Gracias, Harry Rex. Esta tarde tendré firmados los papeles. Ah, y estaría más contento si te pagara honorarios. Modestos.

—No, Jake, entre amigos no, y si son modestos aún menos. Si fueran generosos te diría que a la mierda la amistad. Además, este trimestre no estoy para más ingresos. Se me acumula tan rápido el dinero que ya no me cabe debajo del colchón. No quiero que se inquiete hacienda y vuelva a mandarme a sus matones. Invito yo. ¿Qué le digo a Willie?

—Que siga rebajando el precio.

—Este fin de semana estará en la ciudad. El sábado por la tarde da otra fiesta de gin-tonics y me ha dicho que os invite a ti y a Carla. ¿Os apuntáis?

—Tendré que preguntárselo a la jefa.

Harry Rex se puso en pie y empezó a alejarse con gran estrépito.

—El sábado nos vemos.

—Vale. Y otra vez gracias, Harry Rex.

—No hay de qué.

Dio un portazo. Jake se rio entre dientes. Qué alivio que se hubiera resuelto la demanda… Ahora ya podía cerrar un expediente pescado tan grueso como deprimente, cancelar las dos hipotecas, quitarse a los bancos de encima y meterse algo de dinero en el bolsillo. La casa no podrían sustituirla nunca, pero ¿no podía decirse lo mismo de cualquier demanda por incendio grave? No eran los únicos que lo habían perdido todo en un desastre. Por fin podrían superarlo y dejar el pasado a sus espaldas.

Cinco minutos después llamó Portia a la puerta. Tenía que enseñarle algo, pero era necesario un corto viaje en coche.

A mediodía salieron del bufete, cruzaron las vías y atravesaron Lowtown, la parte negra de la ciudad. Más allá, donde acababa Clanton por el este, se encontraba Burley, la antigua escuela elemental y primaria donde ya no se impartían clases desde 1969, cuando se abolió la segregación racial. Poco después la había reformado el condado, que ahora la usaba para almacenaje y mantenimiento. Era un complejo de cuatro grandes pabellones con aspecto de graneros, de madera blanca y tejados de chapa. El aparcamiento estaba ocupado por los coches de los funcionarios. Detrás de la escuela había un gran cobertizo con camiones de grava y maquinaria alrededor. East, el instituto para negros, quedaba al otro lado de la calle.

Jake conocía a muchos negros que se habían escolarizado en Burley y, aunque todos agradecieran la existencia de un sistema integrado, solían delatar cierta nostalgia por la vieja escuela y el antiguo sistema. Siempre les tocaban las sobras: pupitres, libros, pizarras, máquinas de escribir, archivadores, material deportivo, instrumentos… todo gastado, de segunda mano. No había nada nuevo. Les llegaba de las escuelas blancas del condado de Ford. Los profesores blancos estaban peor pagados que en cualquier otro estado, y los negros aún cobraban menos. Entre una cosa y otra, no había bastante ni para un solo sistema escolar de calidad. Aun así, Ford intentó mantener dos durante décadas, como el resto de los condados. Lo de separados pero iguales era una farsa cruel. No obstante, pese a estar notablemente desfavorecida, Burley era motivo de orgullo para quienes tenían la suerte de estudiar en ella. Los profesores eran severos y entregados. Al tenerlo todo en contra, los éxitos aún sabían mejor. De vez en cuando algún alumno llegaba a la universidad y se convertía en un modelo para las siguientes generaciones.

—¿Dices que ya habías estado? —preguntó Portia al subir con Jake por la escalera de lo que había sido el pabellón administrativo.

—Sí, una vez, durante mi primer año con Lucien. Me mandó a buscar unos documentos judiciales. Era misión imposible. No los encontré.

Subieron a la primera planta. Portia sabía exactamente adónde ir. Jake la seguía. Las antiguas aulas estaban llenas de archivadores reciclados del ejército, con expedientes fiscales y tasaciones inmobiliarias de otras épocas. Todo basura, se dijo Jake al leer los índices de los carteles de las puertas. En una sala se guardaban las matriculaciones de coches, en otra viejos números de la prensa local, etc. Qué desperdicio de espacio y mano de obra.

Portia encendió la luz de una sala oscura y sin ventanas, donde también se alineaban varios archivadores. Levantó con cuidado un pesado tomo de un estante y lo depositó suavemente en una mesa. La encuadernación era de piel verde oscura, con grietas debidas al paso de los años y al descuido. En el centro ponía «Lista de autos».

—Esto es una lista de autos de los años veinte —dijo—, más en concreto del período entre agosto de 1927 y junio de 1928.

La abrió despacio y empezó a girar con mucha precaución las hojas amarillas y frágiles, casi quebradizas.

—Tribunal de equidad —dijo, como la conservadora de un museo.

—¿Cuánto tiempo has pasado aquí? —preguntó Jake.

—No lo sé. Horas. Es que a mí todo esto me fascina, Jake. Aquí está la historia del condado, en la de su sistema jurídico. —Siguió pasando páginas hasta que se detuvo—. Aquí está: junio de 1928, hace sesenta años.

Jake se inclinó para verlo mejor. Todo eran entradas manuscritas, con la tinta bastante desvaída. Portia deslizó el índice por una columna.

—Cuatro de junio de 1928 —dijo. Lo desplazó a la de la derecha—. El demandante, que se llamaba Cleon Hubbard, presentó una denuncia contra el demandado. —Pasó a la columna de al lado—. Cuyo nombre era Sylvester Rinds. —Una columna más—. Aquí solo figura como un pleito de propiedad. En la siguiente columna consta el abogado. A Cleon Hubbard le representó Robert E. Lee Wilbanks.

—El abuelo de Lucien —dijo Jake.

Estaban inclinados sobre la lista de autos, hombro con hombro.

—Y al demandado le representó Lamar Thisdale —añadió Portia.

—Un viejo que murió hace treinta años. Aún te encuentras su nombre en testamentos y escrituras. ¿Dónde está el expediente? —preguntó Jake, dando un paso hacia atrás.

Portia se incorporó.

—No lo encuentro —dijo. Señaló el resto de la sala con un gesto del brazo—. Si existe debería estar aquí, pero he buscado en todas partes. Hay muchas lagunas. Supongo que es por el incendio del juzgado.

Jake se apoyó en un archivador y se quedó pensando.

—O sea, que en 1928 pleiteaban por unas tierras.

—Sí, y es de suponer que fueran las treinta hectáreas que tenía Seth al morir. Sabemos por las investigaciones de Lucien que en esa época Sylvester no tenía ninguna otra finca. Cleon Hubbard obtuvo esta en propiedad en 1930, y desde entonces ha seguido en la familia Hubbard.

—El hecho de que en 1930 aún fueran de Sylvester es una prueba bastante clara de que la demanda de 1928 la ganó él. Si no habrían sido de Cleon Hubbard.

—Es lo que iba a preguntarte. El abogado eres tú. Yo soy una humilde secretaria.

—Te estás convirtiendo en abogada, Portia. Ni siquiera estoy muy seguro de que te haga falta pasar por la facultad. ¿Estás suponiendo que Sylvester era tu bisabuelo?

—Bueno, ahora mismo mi madre está casi segura de que era su abuelo, de que solo tenía una hija, Lois, y de que Lois era su madre. Según eso, el viejo sería mi bisabuelo. Aunque no es que le conozca de mucho, ¿eh?

—¿Le has contado a Lucien lo que hacían sus antepasados?

—No. ¿Debería? Total, para lo que sirve… No es culpa suya. Él aún no vivía.

—Yo lo haría solo para torturarle. Como se entere de que su familia representó a Hubbard padre y perdió, le sentará fatal.

—Qué va, Jake, si ya sabes que odia a su familia y su historia.

—Sí, pero le encanta el patrimonio familiar. Yo se lo contaría.

—¿Crees que el bufete Wilbanks conserva documentación antigua?

Jake gruñó y sonrió.

—De hace sesenta años lo dudo —dijo—. En el desván hay mucha porquería, pero no tan vieja. En general los abogados no tiran nada, pero con el tiempo desaparecen las cosas.

—¿Puedo buscar en el desván?

—A mí no me molesta. ¿Qué quieres encontrar?

—El expediente. Algo donde haya pistas. Está bastante claro que hubo un pleito por las treinta hectáreas, pero ¿en qué se basaba? ¿Y qué ocurrió en el caso? ¿Cómo puede ser que en Mississippi, en los años veinte, un negro ganara un pleito por unas tierras? Piénsalo, Jake. Un terrateniente blanco contrató al bufete más importante de la ciudad, el que tenía todo el poder y todas las relaciones, para ponerle una demanda a un negro pobre por la propiedad de unas tierras. Y ganó el negro. Al menos es lo que parece.

—Quizá no ganase. Quizá se alargara el pleito hasta la muerte de Sylvester.

—Exacto. Ahí está, Jake. Es lo que tengo que averiguar.

—Pues que tengas suerte. Yo se lo contaría todo a Lucien y haría que me ayudase. Despotricará contra sus antepasados, pero de todos modos ya lo hace casi cada día antes de desayunar. Se le pasará. Peores cosas hicieron, te lo aseguro.

—Genial. Se lo contaré y empezaré a buscar esta tarde en el desván.

—Ten cuidado. Yo subo una vez al año, y solo si no hay más remedio. Dudo mucho que encuentres algo.

—Ya veremos.

Lucien se lo tomó bien. Más allá de los duros reproches de siempre a su linaje, pareció apaciguarle el hecho de que su abuelo hubiera perdido la demanda contra Sylvester Rinds. Se puso a hablar de historia sin que se lo pidieran, y le explicó a Portia (y por momentos durante la tarde, también a Jake) que Robert E. Lee Wilbanks había nacido durante la Reconstrucción y se había engañado casi toda la vida pensando que algún día volvería a instaurarse el esclavismo. La familia logró mantener lejos de sus tierras a los inmigrantes del norte, y había que reconocer que Robert había sabido fundar toda una dinastía dueña de bancos y líneas de ferrocarril, presente en la política y el mundo del derecho. Era un hombre severo y antipático, a quien Lucien, de niño, temía, pero al César lo que era del César: la bonita mansión que ahora le pertenecía la había construido el bueno del abuelo, y su titularidad se había transmitido de generación en generación.

Subieron al desván fuera de horas de trabajo y se internaron más lejos aún en la historia. Jake se quedó un rato, pero no tardó en darse cuenta de que era una pérdida de tiempo. La documentación se remontaba a 1965, el año en que Lucien había heredado el bufete después de la muerte en accidente de avión de su padre y su tío. Alguien, probablemente Ethel Twitty, la mítica secretaria, había puesto orden y expurgado el archivo.