En vez de eso, lo que hizo Jake fue no pronunciar una sola palabra que pudiera atentar remotamente al respeto. Se encontraron en el porche, en una tarde ventosa pero cálida de marzo, y durante la primera media hora hablaron sobre los dos hijos del juez Atlee. Ray era profesor de derecho en la Universidad de Virginia, y de momento había conseguido una vida tranquila y productiva, cosa que no podía decirse de Forrest, el pequeño. Ninguno de los dos era muy conocido en Clanton, porque se habían escolarizado en un internado del este. Forrest se estaba desintoxicando, lo que suponía una gran preocupación para su padre, que en veinte minutos se había pulido dos whiskies sours.
Jake fue dosificándose hasta que llegó el momento.
—Creo que la selección del jurado está contaminada, señoría —dijo—. En esta zona el apellido Lang es tóxico, y dudo que Lettie pueda tener un juicio justo.
—De todos modos, Jake, al condenado deberían haberle retirado el carnet. He oído que Ozzie y tú no os disteis mucha prisa con la acusación de conducir borracho, y no me gusta nada.
Jake, dolido, respiró profundamente. Como presidente de la sala, el juez Atlee no tenía ningún tipo de jurisdicción sobre los casos de ebriedad al volante en el condado, pero como siempre daba por supuesto que eran de su incumbencia.
—No es verdad, señoría —dijo—. De todos modos, Simeon Lang habría conducido incluso sin carnet. A esta gente le da igual llevarlo en regla. Hace tres meses, un viernes por la noche, Ozzie puso un control de carretera y el 60 por ciento de los negros y el cuarenta de los blancos conducían sin carnet.
—No veo que tenga nada que ver —contestó el juez Atlee. Jake no pensaba llevarle la contraria—. Le pillaron conduciendo borracho en octubre. Si se hubiera tramitado bien la denuncia, por la vía judicial, no habría tenido carnet, y cabe perfectamente la posibilidad de que el jueves de la semana pasada no hubiera estado conduciendo.
—Yo no soy su abogado. Ni ahora ni entonces.
Ambos movieron los cubitos, dejando pasar el momento. El juez Atlee bebió un sorbo.
—Si quieres cursar la petición de traslado, cúrsala. Yo no te lo puedo impedir.
—Me gustaría que se estudiara en serio. Tengo la impresión de que usted ya tiene tomada la decisión, pero han cambiado las cosas.
—Yo lo estudio todo en serio. Sabremos mucho más cuando empecemos con la selección del jurado. Si resulta que saben demasiado sobre el caso, detendré el proceso y lo resolveremos. Creía que ya lo había explicado.
—Sí, lo había explicado.
—¿Qué ha sido de nuestro buen amigo Stillman Rush? El lunes mandó un fax para informarme de que ya no consta en autos como abogado de Herschel Hubbard.
—Han prescindido de él. Wade Lanier lleva varios meses maniobrando para aglutinar a todos los impugnadores, y parece que se ha llevado el gato al agua.
—No perdemos mucho. Un abogado menos con el que lidiar. A mí Stillman no me parecía gran cosa.
Jake se mordió la lengua y consiguió no decir nada. Si su señoría quería poner verde a otro abogado, no sería él quien se lo impidiese. Sin embargo, tuvo la corazonada de que era un tema zanjado, al menos por parte del anciano juez.
—¿Has conocido a Arthur Welch, el de Clarksdale? —preguntó el juez Atlee.
—No, solo sé que es amigo de Harry Rex.
—Esta mañana hemos hablado por teléfono y me ha dicho que también representará al señor Lang en el divorcio, aunque no podrá hacer mucho. Dice que su cliente accederá a todas las exigencias, para no alargar la situación. Tampoco tiene demasiada importancia. Con la fianza y los cargos que pesan sobre él tardará bastante tiempo en salir.
Jake asintió con la cabeza. Arthur Welch estaba haciendo exactamente lo que le había dicho Harry Rex, quien a su vez tenía puntualmente informado a Jake.
—Gracias por otorgar la orden de alejamiento —dijo—. Quedó de fábula en la prensa.
—Parece un poco tonto decirle a un hombre que está en la cárcel, y que no saldrá en bastante tiempo, que no se acerque a su mujer ni a su familia, pero bueno, no todo lo que hago tiene lógica…
«Es verdad», pensó Jake sin decirlo. Contemplaron el viento doblar la hierba y barrer las hojas. Entre sorbo y sorbo, el juez Atlee pensó en lo que acababa de decir. Después cambió de tema.
—¿Alguna novedad sobre Ancil Hubbard? —preguntó.
—La verdad es que no. Ya llevamos gastados treinta mil, y seguimos sin saber si está vivo o muerto. Los profesionales sospechan que está vivo, más que nada por falta de pruebas de su muerte. De todos modos siguen investigando.
—Pues que continúen, que me sigue dando reparo ir a juicio sin saberlo con certeza.
—La verdad, señoría, es que deberíamos aplazarlo unos meses hasta haber acabado la investigación.
—Y hasta que se haya superado la tragedia de los Roston.
—También.
—El 20 de marzo, cuando nos veamos, plantéalo y decidiré.
Jake respiró hondo.
—Señoría —dijo—, necesito a un experto en selección de jurados para el juicio.
—¿Qué es un experto en selección de jurados?
No le sorprendió la pregunta. En los días de gloria de Atlee como abogado no existía esa figura, y su señoría no se mantenía al corriente de las novedades.
—Hacen varias cosas —dijo Jake—. Lo primero es un estudio demográfico del condado, que analizan a la luz del caso para crear un modelo de jurado. Después realizan una encuesta telefónica con nombres genéricos pero con hechos parecidos para evaluar la reacción de la gente. Una vez que tengamos los nombres de los candidatos, el experto investigará sus antecedentes, siempre a una distancia prudencial, claro, y cuando empiece el proceso de selección estará presente en la sala como observador. Saben mucho de lenguaje corporal y todas esas cosas. Después, durante el juicio, estará todos los días en la sala, observando al jurado. Sabrá si cree a un testigo o no, y hacia dónde se inclina.
—Son muchas cosas. ¿Cuánto cuesta?
Jake apretó los dientes.
—Cincuenta mil dólares.
—Pues te digo ya que no.
—¿Cómo?
—Que no. No pienso autorizar que se costee un gasto de esa magnitud con la herencia. Me parece un derroche.
—Hoy en día es algo casi estándar en los juicios importantes con jurado, señoría.
—Me parecen unos honorarios desorbitados. La selección tiene que hacerla el abogado, Jake, no un experto de altos vuelos. En mis tiempos me encantaba el desafío de leer el pensamiento y el lenguaje corporal de los posibles miembros del jurado, y elegir solo a los más adecuados. Aunque me esté mal decirlo, Jake, tenía ese don.
«Sí, señoría. Como en el caso del predicador tuerto».
En sus tiempos, hacía unos treinta años, el joven Reuben Atlee había sido contratado por la Primera Iglesia Metodista Unida de Clanton para defenderla en una demanda interpuesta por un evangelista pentecostal que había venido a la ciudad para exaltar a los devotos en el «renacer» del otoño. Aquel predicador tenía por costumbre ir a otras iglesias de la ciudad, las más consolidadas, y exorcizar espíritus malignos delante de su puerta. Según él, y algunos de sus más furibundos seguidores, aquellas congregaciones más antiguas y reposadas estaban corrompiendo la palabra de Dios, tranquilizando a los remisos y sirviendo, por lo general, como refugio para supuestos cristianos que en el mejor de los casos merecían el calificativo de tibios. Dios le había ordenado retar a esos herejes en su propio campo, así que se reunía cada tarde frente a alguna iglesia con su panda de acólitos y desgranaba oraciones e invectivas. La mayoría de los metodistas, presbiterianos, baptistas y episcopalianos no le hacían el menor caso. Un día en que estaba frente al templo metodista, predicando a pleno pulmón con los ojos cerrados, perdió el equilibrio y se cayó por ocho escalones de mármol. Sufrió lesiones de gravedad, con afectación en el cerebro, y perdió el ojo derecho. Un año después (1957) presentó una denuncia de negligencia contra la iglesia metodista. Pedía cincuenta mil dólares.
Reuben Atlee estaba tan indignado por la denuncia que no solo aceptó defender a la iglesia, sino que optó por no cobrar. Hombre de fe, consideraba su deber como cristiano defender un templo legítimo contra tan infundadas pretensiones. Sus palabras al juez durante la selección del jurado tuvieron mucho eco: «Deme a los doce primeros», dijo con arrogancia.
El abogado del predicador tuvo la sensatez de aceptar. Tras prestar juramento, los doce primeros ocuparon la tribuna. El abogado demostró que la escalinata de la iglesia se encontraba en mal estado y no se reparaba desde hacía años. De hecho, ya se habían quejado varias personas, y bla-bla-bla. Reuben Atlee iba pisando fuerte por la sala, todo altivez y bravuconería, indignado por la mera existencia de la denuncia. Al cabo de dos días el jurado concedió cuarenta mil dólares al predicador, cifra récord en el condado de Ford. Fue un duro golpe para el Atlee abogado, y motivo de burla durante años, hasta su elección como presidente de sala.
Con el tiempo se supo que cinco de los primeros doce miembros del jurado también eran pentecostales, confesión, como era sabido, cerrada y suspicaz. Hasta el menor sondeo previo por cualquier abogado lo habría sacado a relucir. Treinta años después los abogados aún murmuraban en broma «Deme a los doce primeros» al observar a los posibles miembros del jurado que esperaban nerviosos en la sala.
Más tarde el predicador tuerto fue elegido senador del estado, pese a las lesiones cerebrales.
—Estoy seguro de que Wade Lanier tendrá a un experto en selección de jurados —dijo Jake—. Siempre los usa. Lo único que intento es que el partido esté igualado.
—¿En el juicio de Hailey usaste a alguno? —preguntó el juez Atlee.
—No. Por aquel juicio me pagaron novecientos dólares. Cuando se acabó no tenía ni para la factura del teléfono.
—Y aun así ganaste. Empiezo a estar preocupado por los costes de la certificación y el pleito.
—La herencia es de veinticuatro millones, señoría. No nos hemos gastado ni el 1 por ciento.
—Ya, pero a este ritmo pronto llegarás.
—No estoy inflando nada.
—No cuestiono tus honorarios, Jake, pero hemos pagado a contables, tasadores, a Quince Lundy, a ti, a investigadores, a taquígrafos, y ahora a peritos para el juicio. Comprendo que es porque Seth Hubbard tuvo la insensatez de redactar un testamento así a sabiendas de que el pleito sería duro, pero seguimos teniendo la obligación de proteger su herencia.
Tal como lo dijo parecía que el dinero saliera de su propio bolsillo. El tono de su comentario fue claramente adverso. Jake se acordó de las advertencias de Harry Rex.
Respiró profundamente y lo pasó por alto. Después de dos mazazos (ni traslado ni experto en selección de jurados) decidió no insistir. Ya lo intentaría en otra ocasión. De hecho daba igual. El juez Atlee se había puesto a roncar de repente.
Boaz Rinds vivía en una residencia triste y sórdida junto a la carretera norte-sur por la que se accedía o salía de Pell City, Alabama. Después de cuatro horas en coche, tras perderse y desviarse algunas veces, Portia y Lettie lo encontraron. Era sábado, a la hora de la sobremesa. Charley había conseguido localizar a Boaz a través de unos parientes lejanos de Chicago. Se esforzaba mucho por no perder el contacto con su nueva prima favorita. Todas las semanas aportaba mejores perspectivas de rentabilidad para la funeraria. Pronto llegaría el momento de pasar al ataque.
Boaz estaba mal de salud y casi sordo. Iba en silla de ruedas, pero no podía moverla por sí solo, así que le sacaron a un porche de cemento y le dejaron a merced del interrogatorio de las dos mujeres. Él estaba contento de tener visita. Por lo visto aquel sábado eran las únicas. Dijo haber nacido «más o menos» en 1920, hijo de Rebecca y Monroe Rinds, cerca de Tupelo. Rondaría por lo tanto los sesenta y ocho, cosa que a las dos mujeres les chocó. Parecía mucho mayor, con todo el pelo blanco y numerosas arrugas en torno a unos ojos vidriosos. Les explicó que padecía del corazón, y que en otros tiempos había fumado como un carretero.
Portia le explicó que su madre y ella estaban intentando reconstruir el árbol genealógico de la familia, y que existía la posibilidad de que estuvieran emparentadas con él. Al oírlo Boaz sonrió, mostrando varios huecos en su dentadura. Portia sabía que en el condado de Ford no había ningún acta de nacimiento de Boaz Rinds, pero ya había aprendido que ese tipo de documentación despertaba dudas por sus múltiples lagunas. Boaz dijo haber tenido dos hijos, ambos muertos, y que también su mujer había fallecido años atrás. Ignoraba si tenía nietos. Nunca venía nadie a visitarle. A juzgar por lo que se veía, no era el único residente a quien habían abandonado.
Hablaba despacio, con algunas pausas para rascarse la frente mientras hacía un esfuerzo de memoria. Después de diez minutos quedó claro que sufría algún tipo de demencia. Su vida había sido dura, poco menos que brutal. Hijo de jornaleros que iban de campo en campo de algodón por todo Mississippi y Alabama, arrastrando consigo a una familia numerosa de siete hijos, recordaba haber recogido algodón a los cinco años. No había ido al colegio. Su familia nunca había tenido domicilio fijo. Vivían en barracas y tiendas, siempre con el hambre en el horizonte. El padre de Boaz había muerto joven. Estaba enterrado cerca de Selma, detrás de una iglesia negra. Su madre se había vuelto a emparejar con un hombre que pegaba a los niños. Boaz y uno de sus hermanos se habían escapado para no volver.
Mientras Portia tomaba notas, Lettie azuzaba suavemente a Boaz con sus preguntas. A él le encantaba que le hicieran caso. Un celador les trajo té helado. Boaz no recordaba nada de sus abuelos, ni siquiera sus nombres. Le parecía que habían vivido en Mississippi. Lettie le preguntó por varios nombres, todos de la familia Rinds. Boaz siempre asentía con una sonrisa, y admitía no conocerlos. Sin embargo, cuando Lettie dijo «Sylvester Rinds» el anciano empezó a asentir sin parar.
—Era mi tío —dijo finalmente—. Sylvester Rinds. Primo de mi padre.
Sylvester, nacido en 1898, había muerto en 1930. Era el dueño de las treinta hectáreas legadas por su esposa a Cleon Hubbard, el padre de Seth. A esas alturas, Lettie ya estaba convencida de ser hija de Lois Rinds, la hija de Sylvester, y tenía muchas ganas de demostrarlo.
—¿Verdad que Sylvester tenía tierras? —preguntó.
Boaz, como siempre, asintió y sonrió.
—Eso parece. Yo diría que sí.
—¿Y usted y su familia vivieron alguna vez en sus tierras?
Se rascó la frente.
—Yo diría que sí. Sí, cuando era pequeño. Ahora me acuerdo. Recogía algodón en la finca de mi tío. Ahora me acuerdo. Se pelearon sobre si tenían que pagarnos el algodón.
—O sea, que no estaban de acuerdo. ¿Qué pasó? —preguntó amablemente Lettie.
—Que nos fuimos a otra granja, no sé dónde. Trabajamos en tantas…
—¿Se acuerda de si Sylvester tenía hijos?
—Todo el mundo tenía hijos.
—¿Se acuerda de alguno de los de Sylvester?
Boaz se rascó, y tanto pensó que al final se quedó dormido. Cuando se dieron cuenta de que estaba echando la siesta, Lettie le sacudió suavemente por el brazo.
—Boaz, ¿se acuerda de algún hijo de Sylvester?
—Ponedme al sol —dijo, señalando un punto del porche donde no llegaba la sombra.
Empujaron la silla y redistribuyeron las sillas de jardín. Boaz se irguió todo lo que pudo, levantó la vista hacia el sol y cerró los ojos. Lettie y Portia esperaron.
—Eso no lo sé. Benson —dijo él finalmente.
—¿Quién era Benson?
—El que nos pegaba.
—¿Se acuerda de una niña que se llamaba Lois, Lois Rinds?
Boaz inclinó la cabeza hacia Lettie.
—Sí —dijo con rapidez y claridad—. Ahora me acuerdo. Era la hija de Sylvester. La finca era de ellos. Lois. La pequeña Lois. Muy normal no era que unos negros tuvieran tierras, no, pero ahora me acuerdo. Al principio iba todo bien, hasta que se pelearon.
—Creo que Lois era mi madre —dijo Lettie.
—¿No lo sabe?
—No, no lo sé. Murió cuando yo tenía tres años, y me adoptaron otros. Pero soy una Rinds.
—Yo también. Siempre lo he sido —dijo Boaz. Se rieron. Después puso cara de pena—. Ya no queda mucho de la familia. Se han dispersado tanto…
—¿Qué le pasó a Sylvester? —preguntó Lettie.
Boaz hizo una mueca y cambió de postura con cara de dolor. Durante unos minutos respiró con dificultad, y pareció que se le hubiera olvidado la pregunta. Miró a las dos mujeres como si nunca las hubiera visto. Se limpió la nariz con una manga. Después volvió al presente.
—Nos fuimos —dijo—. No sé. Más tarde oí que había pasado algo malo.
—¿Tiene idea de qué fue?
El bolígrafo de Portia no se movía.
—Le mataron.
—¿Quiénes le mataron?
—Unos blancos.
—Y ¿por qué le mataron?
Se quedó otra vez ausente, como si no hubiera oído la pregunta.
—No lo sé. Nosotros nos habíamos ido. Ahora me acuerdo de Lois. Era muy mona. Benson era el que nos pegaba.
A esas alturas Portia ya no estaba muy segura de poder creerle. Boaz tenía los ojos cerrados. Le temblaban las orejas, como si estuviera sufriendo un ataque.
—Benson, Benson —repetía.
—¿Y Benson se casó con su madre? —preguntó Lettie con suavidad.
—Lo único que oímos fue que le pillaron unos blancos.