32

Ocho días después de la tragedia de los Roston, justo cuando empezaba a perder fuerza y aparecían nuevos temas de conversación, el tema recuperó de golpe todo su protagonismo gracias a la edición semanal del The Ford County Times. En primera plana, bajo un titular en negrita: LUTO EN EL CONDADO POR LOS HERMANOS ROSTON, salían grandes fotos de clase de Kyle y Bo. En la mitad inferior había otras: del coche destrozado, de los ataúdes al salir de la iglesia y de la vigilia ante la escuela de sus compañeros de clase, que habían encendido velas. A Dumas Lee no se le había olvidado casi nada. Sus artículos eran largos, ricos en detalles.

En la segunda página había una foto de Simeon Lang con un siniestro vendaje en la cara, saliendo el jueves del juzgado con las manos esposadas. Le acompañaba su abogado de oficio, Arthur Welch, de Clarksdale. En el artículo adjunto a la foto no se hacía ninguna referencia a Jake Brigance, más que nada porque había amenazado a Dumas y al periódico con denunciarlos por difamación a la menor insinuación de que representaba a Simeon. Sí se mencionaba la acusación de conducir en estado de ebriedad pendiente desde octubre, pero Dumas no iba más allá, ni daba a entender que se hubiera resuelto en falso. Le daban pánico los pleitos, y solía echarse atrás rápidamente. Las dos necrológicas eran largas y desoladoras. Había un artículo sobre el instituto, con alabanzas de los compañeros y los profesores, y otro sobre el lugar del accidente, en el que Ozzie daba detalles. El testigo, del que salía una foto, tenía mucho que decir. Los padres guardaban silencio. Un tío pedía respeto para su intimidad.

A las siete Jake ya había leído hasta la última palabra y estaba agotado. Esta vez se saltó el Coffee Shop, harto de dimes y diretes sobre la tragedia. A las siete y media se despidió de Carla con un beso y se fue al bufete con la esperanza de volver a la normalidad. Su objetivo era trabajar durante gran parte del día en otros casos distintos al de Hubbard. Tenía varios clientes muy necesitados de atención.

Justo después de las ocho llamó Stillman Rush con la noticia de que Herschel Hubbard acababa de prescindir de sus servicios. Jake se quedó pensativo al escucharle. Por un lado, le encantaba que le hubieran dado puerta a Stillman, porque no le caía nada bien; pero, por el otro, le preocupaba la capacidad de manipulación de Wade Lanier. El único juicio importante de Jake, el de Carl Lee Hailey, se había caracterizado por el cuerpo a cuerpo con Rufus Buckley, que por aquel entonces era un fiscal de distrito consumado; pero aunque Buckley se mostrase bastante hábil en la sala y exhibiera un gran aplomo, no destacaba por su inteligencia, ni como intrigante o manipulador. En eso no era rival para Wade Lanier, que siempre parecía estar un paso por delante. Jake tenía la convicción de que Lanier estaba dispuesto a todo con tal de ganar un juicio: mentiras, engaños, robo, encubrimiento… Experiencia no le faltaba para ello, ni rapidez mental, ni un vasto arsenal de trucos. Mejor tener a Stillman en la sala, con sus meteduras de pata y sus aires de grandeza ante el jurado.

Adoptó el debido tono de tristeza en el momento de la despedida, pero una hora después ya se había olvidado de la llamada.

Había que tranquilizar a Portia. Ahora tenían la costumbre de tomar café a las ocho y media, siempre en el despacho de Jake. Después del accidente la familia había recibido cuatro amenazas telefónicas, pero no parecía que fueran a tener continuidad. Aun así seguía habiendo un policía cerca de la casa, montando guardia en el camino de entrada y vigilando la puerta trasera todas las noches. Así la familia se sentía más segura. Los Roston se habían comportado con tal elegancia y valentía que, de momento, al menos, no se habían desbordado las emociones.

Si Simeon, con todo, decidía ir a juicio, la pesadilla se repetiría de principio a fin. A Portia, Lettie y el resto de la familia les daba miedo el espectáculo de un juicio, y tener que verse las caras con la familia Roston en los tribunales. Jake no creía que se diera el caso, y si se daba sería como mínimo en un año.

Hacía tres meses que incitaba a Lettie a trabajar en lo que fuera. Sería importante que durante el juicio el jurado supiera que tenía un empleo, y que lejos de haberse jubilado a los cuarenta y siete años, a la espera de una lluvia de dinero, pensaba en mantener a su familia. Sin embargo, con su bagaje y las polémicas, era imposible que ningún ama de casa blanca la contratase como asistenta. Era demasiado mayor para un fast food, y demasiado negra para un despacho.

—Mamá tiene trabajo —dijo Portia, orgullosa.

—Estupendo. ¿Dónde?

—En la iglesia metodista. Limpiará el parvulario tres veces por semana. Le pagan el salario mínimo, pero ahora mismo es lo único que encuentra.

—¿Está contenta?

—Jake, hace dos días que ha pedido el divorcio y en esta zona su apellido es más bien tóxico. Tiene a un hijo en la cárcel, la casa llena de parientes gorrones y una hija de veintiún años con dos hijos no deseados. La vida de mi madre es bastante dura. Me extrañaría que un trabajo de tres dólares y medio la hora la hiciese muy feliz.

—Perdón por la pregunta.

Estaban fuera, en el balcón de Jake, donde hacía fresco pero no demasiado frío. Jake tenía un millón de cosas en la cabeza, y ya se había tomado varios litros de café.

—¿Te acuerdas de Charley Pardue, mi supuesto primo de Chicago? —preguntó Portia—. Le conociste en Claude’s hace dos meses.

—Sí, ese que dijiste que era un sinvergüenza que buscaba dinero para una funeraria.

—Pues hemos hablado por teléfono y ha encontrado a un pariente por la zona de Birmingham; un viejo que está en una residencia y se apellida Rinds. Según Charley podría ser el eslabón.

—Pero lo que busca Pardue es dinero, ¿no?

—Como todos. El caso es que se me ha ocurrido acercarme este sábado y hacerle unas preguntas al viejo.

—¿Es un Rinds?

—Sí, Boaz Rinds.

—Muy bien. ¿A Lucien se lo has dicho?

—Sí, y le parece que vale la pena intentarlo.

—El sábado es tu día libre. No dependes de mí.

—Solo quería informarte. Ah, Jake, otra cosa. Lucien me ha dicho que el condado guarda una parte de la documentación antigua del juzgado en Burley, donde estaba el colegio de los negros.

—Sí, es verdad, fui una vez a buscar un antiguo expediente, aunque no lo encontré. Hay mucho papelajo inútil.

—¿Hasta qué fecha llegan los archivos?

Jake pensó un momento. Sonó su teléfono a lo lejos.

—La documentación catastral —dijo finalmente— aún está en el juzgado, porque se usa, pero hay un montón de cosas que básicamente carecen de valor: certificados de matrimonio y de divorcio, actas de nacimiento y defunción, demandas, juicios… Todo eso. La mayoría habría que tirarlo, pero nadie quiere destruir documentos jurídicos, ni siquiera si son de hace cien años. Una vez oí que hay transcripciones judiciales de antes de la Guerra Civil, hechas a mano. Interesante, pero actualmente de poco valor. Es una lástima que el incendio no lo quemara todo.

—¿Cuándo fue el incendio?

—Todos los juzgados se queman en algún momento. El nuestro sufrió graves destrozos en 1948, y se perdieron muchos documentos.

—¿Puedo buscar en los archivos antiguos?

—¿Para qué? Es perder el tiempo.

—Porque me encanta la historia jurídica, Jake. Me he pasado horas en el juzgado leyendo antiguos documentos procesales y escrituras. Se aprende mucho de los sitios y sus habitantes. ¿Sabías que en 1915 ahorcaron a un hombre delante del juzgado un mes después del juicio? Había robado el Security Bank y le había pegado un tiro a alguien, pero sin hacerle mucho daño. Se había ido con doscientos dólares. Luego le pillaron, le juzgaron in situ y le colgaron.

—Eso es eficacia. Me imagino que no tendrían problemas de hacinamiento en las cárceles.

—Ni se les acumularían los autos. Total, que a mí todo eso me fascina. He leído un testamento antiguo, de 1847, por el que un blanco legaba a sus esclavos. Primero explica lo mucho que los quiere, el gran valor que tienen para él… y luego los da como si fueran caballos o vacas.

—Suena deprimente. Nunca encontrarás a ningún Brigance que tuviera esclavos. A duras penas teníamos una vaca.

—Bueno, el caso es que para consultar los archivos antiguos necesito la autorización escrita de un abogado colegiado. Es una norma del condado.

—Eso está hecho, pero que no sea en horas de trabajo. ¿Aún investigas tus raíces?

—Pues claro. Busco en todas partes. Los Rinds se fueron del condado en 1930 sin dejar rastro, y quiero saber por qué.

Quien fuera a comer a la trastienda de los Bates podía elegir entre cuatro verduras de un surtido de diez cazuelas y sartenes puestas a hervir a fuego lento sobre grandes fogones de gas. La señora Bates aconsejaba, servía y daba explicaciones en persona al distribuir los platos, mientras que el señor Bates se ocupaba de la caja registradora y cobraba tres dólares con cincuenta, té helado y pan de maíz incluidos. Jake y Harry Rex se acercaban una vez al mes en coche, cuando tenían que comer y hablar sin que nadie los oyera. La clientela, rural, se componía de granjeros, peones y, de vez en cuando, un leñador. Todos blancos. A los negros les habrían servido sin incidentes, pero aún no había entrado ninguno. Ellos compraban delante, en la tienda. De hecho, era donde había hecho la compra Tonya Hailey tres años atrás, antes de ser raptada en el camino de vuelta, en los menos de dos kilómetros que separaban la tienda de su casa.

Los dos abogados se apretujaron en una mesa pequeña, lo más lejos posible del resto de la clientela. La mesa se movía, y las viejas maderas del suelo chirriaban. Justo encima giraba de forma irregular un ventilador destartalado, a pesar de que aún estaban en invierno y había corriente en todo el edificio. En otro rincón, una estufa panzuda irradiaba un calor espeso y acre que permitía estar a gusto en la salita.

—Dumas lo ha hecho bien, dentro de lo que cabe —dijo Harry Rex después de unos bocados—. Le gustan tanto los accidentes de tráfico como a los abogados.

—Tuve que amenazarle, pero es verdad que no nos ha perjudicado. Más de lo que ya estábamos, al menos. Gracias por el cameo de Arthur Welch.

—Es un idiota, pero de los que me gustan. La de cosas que podríamos contar… Una vez estuvimos dos noches en una cárcel de condado en vez de en la facultad de derecho, y casi nos expulsan.

El sentido común le dijo a Jake que no picase, pero no pudo evitarlo.

—¿Y por qué os metieron en la cárcel?

Harry Rex se llenó la boca de berza.

—Bueno —empezó a explicar—, es que habíamos pasado un fin de semana largo en Nueva Orleans e intentábamos volver a Ole Miss. Yo conducía y bebía al mismo tiempo. Nos perdimos por algún vericueto del condado de Pike. Al ver luces azules dije: «Coño, Welch, ponte tú al volante, que viene la pasma y estoy borracho». Él contestó: «Apáñatelas, gordinflón, que yo también estoy borracho». Pero el coche era suyo, y yo estaba seguro de que no iba tan borracho como yo. «Oye, Welch —le dije—, que solo te has tomado unas cervezas. Ahora mismo freno y te vienes para aquí». Las luces azules se acercaban. «Ni hablar, tío —dijo él—. Llevo borracho desde el viernes. Encima ya me han trincado una vez por conducir borracho, y a la próxima mi padre me mata». Pisé el freno y me quedé parado en el arcén. Teníamos justo detrás las luces azules. Cogí a Welch, que entonces era bastante más menudo, e intenté ponerle delante del volante. Él se cabreó y se resistió: se aferró al tirador de la puerta y clavó los pies en el suelo. No había manera de moverle. Para entonces me había enfadado tanto que le arreé una bofetada. Le di una hostia de padre y señor mío justo en la nariz, y se quedó tan sorprendido que abrió un momento las manos. Entonces le cogí por el pelo y tiré, pero el coche tenía un cambio de marchas de los de palanca y Welch se quedó atascado. No podíamos movernos ninguno de los dos. Decíamos palabrotas y nos arañábamos como dos gatos. Justo cuando le hice la llave de la muerte dijo un poli por la ventanilla: «Si me perdonáis…».

»Nos quedamos de piedra. Al llegar a la comisaría el poli habló con nosotros y llegó a la conclusión de que estábamos igual de borrachos. Entonces no había alcoholímetros ni nada. Era la época buena.

Harry Rex se tomó un buen trago de té y atacó un montoncito de okra frita.

—Y ¿qué pasó? —preguntó finalmente Jake.

—Yo no quería llamar a mi padre, y Welch tampoco al suyo. Resultó que un abogado había ido a ver a un cliente a la cárcel y se enteró de que había dos alumnos de derecho de Ole Miss en una celda, durmiendo la mona y perdiéndose las clases. Fue a ver al juez, tocó algunas teclas y nos sacó. Al llegar a la facultad nos esperaba el decano, que amenazó con matarnos, o como mínimo con expulsarnos del colegio de abogados antes de que nos hubiéramos sacado el título. Al final quedó en nada. El decano sabía que mi aportación al colegio de abogados del estado sería demasiado valiosa para renunciar a ella.

—Por supuesto.

—No hace falta que te diga que conozco a Welch desde hace mucho tiempo. Tenemos muchos trapos sucios en común. Se va a encargar de Simeon hasta el final del pleito sucesorio, y luego se lo quitará de encima. De todos modos Simeon lo tiene crudo. A él no hay quien le ayude.

—¿A nosotros cuánto nos perjudica?

Lucien, siempre pesimista, estaba convencido de que los daños eran irreparables, pero Jake no estaba tan seguro. Harry Rex se limpió la cara con una servilleta de papel barata.

—Ya sabes cómo son los juicios, Jake —dijo—. Desde el momento en que empiezan todo el mundo está encerrado en una sala, muy cerca los unos de los otros: el juez, los abogados, los testigos, el jurado… Lo oyen todo, lo ven todo y hasta lo sienten todo. Tienden a olvidarse de todo lo de fuera, de lo que pasó hace una semana o hace un año. Están obsesionados con lo que ocurre ante sus ojos y con las decisiones que tienen que tomar. Tengo la corazonada de que no se acordarán de Simeon Lang ni de los hermanos Roston. Es evidente que Lettie no ha tenido nada que ver con la tragedia. Está haciendo todo lo posible por librarse de Simeon, que está a punto de irse del condado para no volver en mucho tiempo. —Un trago de té y un bocado de pan de maíz—. Ahora mismo parece preocupante, pero dentro de un mes lo será menos. Yo creo que el jurado estará tan concentrado en el testamento de Seth Hubbard que no dedicará mucho tiempo a pensar en un accidente de tráfico.

—Dudo que se les olvide tan fácilmente. Estará Wade Lanier para recordárselo.

—¿Todavía quieres presionar a Atlee para que traslade el juicio?

—Es el plan. Hemos quedado este viernes en el porche de su casa, se lo he pedido yo.

—Mala señal. Si te pide el juez que vayas, perfecto; pero si tienes que pedírselo tú es que probablemente no salga tan bien.

—No sé. Le vi el domingo en la iglesia y me preguntó cómo lo llevaba. Parecía sinceramente interesado, y hasta dispuesto a hablar del caso después del sermón, cosa muy rara en él.

—Jake, voy a decirte algo sobre Atlee: sé que eres muy amigo suyo, o todo lo amigo que puede llegar a ser un abogado, pero hay un lado más turbio. Atlee es de la vieja escuela, del viejo sur, con viejos lazos familiares y viejas tradiciones. Me apuesto a que en el fondo le escandaliza la idea de que un hombre blanco le deje todo el dinero de la familia a una mujer negra. Quizá entendamos algún día por qué lo decidió Seth Hubbard, o no, pero independientemente del motivo a Reuben Atlee no le gusta nada. Lo que tiene lo tiene por haberlo heredado de sus antepasados. Su familia tenía esclavos, Jake.

—Hace mil años. La de Lucien también.

—Sí, pero Lucien está loco. Hace tiempo que salió de la reserva. Él no cuenta. Atlee sí, y no esperes que te haga ningún favor. Velará por que el juicio sea justo, pero su corazón está con la otra parte, te lo digo yo.

—Lo único que podemos pedir es un juicio justo.

—Sí, claro, pero ahora mismo suena mejor un juicio justo en otro condado que un juicio justo aquí.

Jake bebió un poco y cruzó unas palabras con un señor que pasó por su lado. Después se inclinó hacia Harry Rex.

—Aún tengo que cursar la petición de traslado —dijo—. Así tendremos argumentos para recurrir.

—Claro, claro, cúrsala, pero Atlee no trasladará el juicio.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque es viejo, tiene mala salud y no quiere conducir ciento cincuenta kilómetros al día. Al margen de dónde se celebre el juicio, el presidente de la sala sigue siendo Atlee, Jake. Es perezoso, como la mayoría de los jueces, y este caso tan espectacular lo quiere aquí, en su sala.

—Yo también, si quieres que te diga la verdad.

—Se pasa el día entre divorcios de mutuo acuerdo, decidiendo quién se queda la batería de cocina. Como todos los jueces, quiere el caso y lo quiere aquí, en casa. Aquí podremos elegir jurado, Jake. Yo confío en que sí.

—¿Podremos?

—Pues claro. No puedes hacerlo solo. Ya quedó demostrado en el juicio de Hailey. En las vistas te defiendes bien, pero el caso lo ganó mi inteligencia.

—Anda, pues yo no lo recuerdo así.

—Hazme caso, Jake. ¿Te apetece un poco de pudin de plátano?

—¿Por qué no?

Harry Rex se bamboleó hasta el mostrador y pagó dos generosas raciones de postre en vasos de cartón. Después volvió con sus andares de pato, haciendo temblar el suelo, y se sentó en la silla bruscamente.

—Ayer por la noche me llamó Willie Traynor —dijo con la boca llena—. Quiere saber cómo va lo de la casa.

—El juez Atlee me dijo que no la compre, al menos por ahora.

—¿Cómo dices?

—Ya me has oído.

—No sabía que su señoría se dedicase a la compraventa de inmuebles.

—Considera que podría dar mala imagen. Teme que se rumoree que, al quedarme una parte de la herencia, de repente me busco una casa de lujo.

—Dile a Atlee que se vaya a tomar viento. ¿Desde cuándo se encarga de tus asuntos personales?

—¡Pues claro que se encarga! Ahora mismo es el que da luz verde a mis honorarios.

—Eso son chorradas. Mira, Jake, dile al carcamal ese que se vaya a paseo y se ocupe de sus cosas. Al final te quedarás sin la casa, y luego la buena de Carla y tú os flagelaréis el resto de la vida por no haberla comprado.

—No nos la podemos permitir.

—Lo que no os podéis permitir es no comprarla. Ahora ya no se hacen casas así, Jake. Además, Willie quiere que os la quedéis vosotros.

—Pues dile que rebaje el precio.

—Ya está por debajo del precio de mercado.

—No es suficiente.

—Mira, Jake, te voy a hacer una propuesta. Willie necesita el dinero. No sé a qué se dedica, pero es evidente que está un poco apurado. Os lo bajará de doscientos cincuenta a doscientos veinticinco. Es una ganga, Jake. Joder, si hasta yo me la compraría si mi mujer aceptara mudarse…

—Pues búscate a otra.

—Me lo estoy planteando. Escucha, tontorrón: ¿sabes qué voy a hacer? Lo del incendio lo tienes tan crudo que nunca llegarás a un acuerdo. ¿Por qué? Porque eres tu propio cliente, y en la facultad de derecho nos enseñaron que el abogado que se representa a sí mismo tiene como cliente a un tonto. ¿Sí o no?

—Más o menos.

—Pues te llevo el caso gratis y consigo un acuerdo. ¿Qué compañía de seguros es?

—Land Fire and Casualty.

—¡Menudos timadores! ¿Cómo se te ocurrió contratar una póliza con esos hijos de puta?

—¿Sirve de algo saberlo, a estas alturas?

—No. ¿Cuál ha sido su última oferta?

—Es una póliza de valor de reposición por ciento cincuenta mil. Como nosotros solo pagamos cuarenta mil por la casa, la compañía dice que al quemarse valía cien mil. He guardado las facturas de los constructores, y todo lo demás, y puedo demostrar que invertimos otros cincuenta mil en la casa. Durante un período de tres años. Contando la revalorización del mercado, les digo que, en el momento de incendiarse, la casa valía ciento cincuenta mil, pero ellos nada, ni caso. Encima no cuentan en absoluto todo el esfuerzo que invertimos Carla y yo.

—¿Y eso te cabrea?

—Joder si me cabrea.

—¿Lo ves? Tienes demasiados vínculos emocionales con la casa para tu bien. Tu cliente es un tonto.

—Gracias.

—No hay de qué. ¿De cuánto es la hipoteca?

—Las hipotecas, en plural. Refinanciamos al final de las reformas. La primera hipoteca es de ochenta mil, y la segunda de un poco menos de quince mil.

—O sea, que Land solo te ofrece lo justo para cancelar las dos hipotecas.

—Básicamente sí. Nos quedaríamos sin nada.

—Vale, pues haré unas llamadas.

—¿De qué tipo?

—Para llegar a un acuerdo, Jake. Es el arte de la negociación. Tienes mucho que aprender. Esta tarde a las cinco habré puesto en su sitio a los timadores esos. Conseguiremos un acuerdo, nos llevaremos un poco de dinero, todo para ti, que no para mí, y luego pactaremos con Willie por Hocutt House. Mientras tanto, tú le dirás al honorable Reuben Atlee que se vaya a tomar viento.

—¡No me digas!

—Pues te lo digo.