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Los esfuerzos por certificar el testamento manuscrito de Seth Hubbard se vieron aún más trastocados el domingo poco antes de mediodía, aunque Jake y el resto de los defensores no pudieran saberlo. Husmeando por Dillwyn, un pueblo del extremo sur de Georgia, a unos diez kilómetros de la frontera con Florida, Randall Clapp encontró por fin a una mujer negra a quien buscaba desde hacía una semana. Se llamaba Julina Kidd, tenía treinta y nueve años, estaba divorciada y tenía dos hijos.

Cinco años antes había trabajado en una gran fábrica de muebles cerca de Thomasville, Georgia. Era administrativa en plantilla, ganaba quince mil dólares al año y se llevó una sorpresa el día en que supo que una compañía anónima con sede en Alabama había comprado la fábrica. Poco después se presentó el nuevo dueño, un tal señor Hubbard, para saludar.

Un mes más tarde despedían a Julina. Al cabo de otra semana presentó una denuncia por acoso sexual ante la Comisión de Igualdad de Oportunidades, que fue desestimada tres semanas después de su admisión a trámite. El abogado de Julina, que estaba en Valdosta, no había querido hablar con Clapp de la denuncia. Dijo que había perdido el contacto con Julina y no sabía dónde estaba.

Cuando Clapp la encontró vivía en una casa de protección oficial con sus dos hijos adolescentes y una hermana menor, y trabajaba a media jornada en una gasolinera. Al principio no mostró un gran interés por hablar con un desconocido blanco, pero Clapp, que se ganaba así la vida, era un experto en conseguir información, así que le ofreció doscientos dólares contantes y sonantes y una invitación a comer a cambio de una hora de su tiempo y respuestas directas a sus preguntas. Quedaron en un área de servicio y pidieron el pollo especial al horno. Clapp, racista solapado e impermeable a cualquier tentación de ligar con una mujer negra, tuvo que hacer un esfuerzo para controlar sus pensamientos. Aquella era de bandera: piel oscura con toques café, ojos avellanados que llegaban al alma, pómulos marcados, africanos, y unos dientes perfectos que dibujaban una sonrisa espontánea y seductora. Reservada, tenía siempre las cejas en alto, como si recelase hasta de la última palabra pronunciada por Randall.

Él no dijo gran cosa, al menos al principio. Le explicó que estaba metido en un pleito de alto nivel contra Seth Hubbard, y que sabía que había habido algo entre los dos. Buscaba trapos sucios, en efecto.

Y ella los tenía. Seth se le había echado encima como un marinero de dieciocho años de permiso en el puerto. Por aquel entonces ella tenía treinta y cuatro años, y estaba en la última fase de un duro divorcio. Era frágil, y tenía miedo al futuro. No le interesaba un blanco de sesenta y seis años que olía a cenicero, por muchas empresas que pudiera tener. Hubbard, sin embargo, era insistente y pasaba mucho tiempo en la fábrica de Thomasville. Le aumentó mucho el suelo, y la trasladó cerca de su despacho. Después despidió a la secretaria y nombró a Julina «ayudante de dirección», cuando no sabía ni escribir a máquina.

Hubbard era dueño de dos fábricas de muebles en México y tenía que ir a visitarlas, así que organizó la tramitación de un pasaporte para Julina y le preguntó si quería acompañarle. Ella se lo tomó más como una orden que como una invitación, pero nunca había salido del país y la intrigaba un poco la idea de ver mundo, pese a ser consciente de que habría que transigir.

—Dudo que Seth fuera el primer blanco que te echaba los tejos —dijo Clapp.

Julina esbozó una sonrisa y asintió.

—No, es verdad que de vez en cuando pasa.

Clapp tuvo que hacer otro esfuerzo por controlar sus pensamientos. ¿Por qué seguía soltera? Y ¿por qué vivía en una casa de protección oficial? Cualquier mujer con su belleza y su cuerpo, blanca o negra, podía usarlos para vivir mucho mejor.

Su primer viaje en avión fue a Ciudad de México. Se alojaron en habitaciones contiguas de un hotel de lujo. Por la noche llegaron los temidos golpes en la puerta. Julina abrió. Más tarde, en la cama con él, le asqueó lo que había hecho. Sexo a cambio de dinero. En ese momento era una simple prostituta. A pesar de todo se mordió la lengua, y el día siguiente esperó a que se marchara Seth para ir en taxi al aeropuerto. Una semana más tarde, al volver Seth, Julina fue despedida de inmediato. La acompañó a la calle un vigilante armado. Julina contrató los servicios de un abogado que le puso a Seth una denuncia por acoso sexual. El abogado de Seth quedó horrorizado por lo sucedido. Se rindieron enseguida y propusieron un acuerdo. Después de regatear un poco, Seth aceptó un pago confidencial de ciento veinticinco mil dólares. El abogado de Julina se quedó veinticinco mil. El resto se lo había ido gastando ella. En principio no tenía que contárselo a nadie, pero bueno, total… Ya habían pasado cinco años.

—Tranquila, que Seth ya está muerto —dijo Clapp antes de contarle el resto de la historia.

Julina le escuchó mientras masticaba el pollo gomoso y lo acompañaba de té helado con azúcar. Ni estaba triste por Seth ni fingió estarlo. Prácticamente se había olvidado del viejo.

—¿Alguna vez te dijo algo de que prefiriese a las mujeres negras?

—Decía que no hacía distinciones —contestó ella más despacio que antes—. Dijo que yo no era la primera negra.

—¿Y todo eso cuándo te lo dijo?

—Bueno, lo típico, en la cama. No pienso meterme en ningún pleito.

—Ni yo he dicho lo contrario —dijo Clapp para tranquilizarla. Aun así, Julina extremó su cautela. Clapp sabía que había vuelto a encontrar algo muy gordo, pero se lo tomó con calma—. Ahora bien, de lo que estoy seguro es de que los abogados para los que trabajo estarían dispuestos a pagarte a cambio de que declarases.

—¿Eso es legal?

—Pues claro que es legal. Los abogados se pasan la vida pagando a los testigos. Todos los peritos cobran una fortuna. Encima te pagan el avión y los gastos.

—¿Cuánto?

—No lo sé, pero habrá tiempo de hablarlo. ¿Te puedo hacer una pregunta un poco… delicada?

—Claro, ¿por qué no? ¿De qué no hemos hablado?

—Cuando estuviste con Seth… ¿cómo fue? Ya me entiendes. Entonces tenía sesenta y seis años, y a esta asistenta negra la contrató un par de años después, mucho antes de ponerse enfermo. Empezaba a estar granadillo, pero por lo que dices era bastante… retozón, vaya.

—Estuvo bien. Vaya, que para su edad lo hacía bastante bien. —Lo dijo como si se hubiera acostado con muchos y de todas las edades—. Me dio la impresión de que le apetecía quedarse toda una semana follando en la habitación. Para un viejo, blanco o negro, es bastante impresionante.

Cuando Clapp le encontró, Wade Lanier se estaba tomando una cerveza en el bar del club de campo. Todos los domingos por la mañana se iba a jugar al golf exactamente a las ocho menos cuarto, con los mismos tres amigos. Hacía dieciocho hoyos, solía ganar más de lo que perdía y luego se pasaba dos horas tomando cerveza y jugando al póquer. Olvidando enseguida cartas y cerveza, pidió a Clapp que repitiera hasta la última palabra de su charla con Julina Kidd.

Casi nada de lo que había dicho sería admisible en el juicio, pero el hecho de que pudiera subir al estrado, mostrar al jurado su raza y hablar de su denuncia por acoso sexual contra Seth Hubbard induciría a cualquier miembro blanco del jurado a creer que el viejo y Lettie probablemente no hubieran perdido el tiempo. Creerían que Lettie había intimado todo lo humanamente posible con su jefe y había influido en él, usando su cuerpo para hacerse un sitio en el testamento. Por supuesto, Lanier no podía demostrarlo con pruebas irrefutables, pero sí insinuarlo, qué duda cabía, y lo haría con gran fuerza.

Se fue del club de campo a su bufete.

El lunes Ian y Ramona Dafoe salieron temprano de Jackson hacia Memphis, y después de tres horas en coche desayunaron tarde con Herschel. Su relación se había deteriorado. Iba siendo hora de arreglar las cosas. Al menos era lo que decía Ramona. Estaban todos en el mismo barco. Era una tontería discutir y desconfiar. Quedaron en una crepería, y tras los esfuerzos habituales de reconciliación Ian se embarcó en un enérgico alegato para que Herschel prescindiera de Stillman Rush y su bufete. El abogado de ellos dos, Wade Lanier, tenía mucha más experiencia y, para ser sinceros, temía que Rush fuera un estorbo en el juicio. Era un niñato demasiado fanfarrón y jactancioso, que corría el riesgo de ponerse en contra al jurado. Lanier llevaba cuatro meses observándole de cerca y no le gustaba lo que había visto: mucho ego y poco talento. La arrogancia de un solo abogado puede hacer que se ganen o se pierdan los juicios. Wade Lanier estaba muy preocupado. Hasta había amenazado con no continuar.

Y no acababa ahí la cosa. Como prueba de la disparidad entre sus abogados, Ian reveló la historia del otro testamento y la frustrada asignación de cincuenta mil dólares a Lettie. Se abstuvo de dar nombres, para evitar una metedura de pata por parte de Stillman Rush. Herschel reaccionó con estupefacción, pero también con entusiasmo. «Espera, espera, que aún falta lo mejor». Wade Lanier acababa de encontrar a una mujer negra que había denunciado a Seth por acoso sexual.

«Mira lo que ha hecho mi abogado, y compáralo con lo que ha hecho el tuyo. Ese chaval no se entera de nada, Herschel. Lanier sabe de guerrillas, y tu abogado es un boy scout. Vamos a unir fuerzas. De hecho Lanier tiene un pacto que ofrecerte: si nos unimos, nos quitamos de encima a Rush y dejamos que Lanier nos represente a los dos, bajará hasta el 25 por ciento la parte que se quede de cualquier acuerdo. Tiene una estrategia para forzar uno, sobre todo en vista de lo que está sacando a relucir su principal investigador. Elegirá el mejor momento y se lo soltará todo de golpe a Jake Brigance, que no podrá aguantar la presión. ¡Podemos tener el dinero en pocos meses!».

Herschel se resistió un poco, pero al final accedió a ir a Jackson y reunirse en secreto con Lanier.

Simeon Lang estaba acabando de cenar (judías con tocino, de lata, y cuatro rebanadas de pan seco) cuando apareció el celador y le pasó un paquete a través de los barrotes.

—Que disfrutes de la lectura —dijo antes de irse.

Era del bufete de Harry Rex Vonner.

Dentro había una carta de Vonner para Simeon, a cargo de la cárcel del condado de Ford, en la que se anunciaba sin rodeos que los otros papeles eran una petición de divorcio. Disponía de treinta días para responder.

La leyó despacio. ¿A qué venía tanta prisa? Trato cruel e inhumano con reincidencia, adulterio, abandono, malos tratos físicos… Páginas y páginas de acusaciones, algunas absurdas y otras ciertas. ¿Qué más daba? Había matado a dos chavales, y le esperaba una larga temporada en Parchman. Su vida había terminado. Lettie necesitaba a otro. No había venido a verle desde que le habían encerrado, y Simeon dudaba de que le visitase alguna vez, ni ahí ni en Parchman. Quien había pasado a saludarle había sido Portia, pero no se había quedado mucho tiempo.

—¿Qué lees? —preguntó Denny desde la litera de arriba.

Era su nuevo compañero de celda. Le habían pillado conduciendo un coche robado y ya tenía harto a Simeon, que prefería vivir solo, aunque a veces casi daba gusto poder hablar con alguien.

—Mi mujer acaba de pedirme el divorcio —dijo.

—Mejor para ti. Yo ya he tenido dos. Cuando te meten en la cárcel se ponen como locas.

—Si tú lo dices… ¿A ti te han puesto alguna vez una orden de alejamiento?

—No, pero a mi hermano sí. La muy zorra convenció a un juez de que era peligroso, con razón, y un juez le mandó no acercarse a la casa y mantener las distancias en público. A él le dio lo mismo. La mató igualmente.

—¿Que tu hermano mató a su mujer?

—Sí, pero es que ella se lo había ganado. Fue un homicidio justificado, aunque el jurado no lo vio exactamente así y le condenó por homicidio impremeditado.

—¿Ahora dónde está?

—En Angola, Luisiana. Veinte años. Según mi abogado será más o menos lo que te echen a ti.

—¿Tu abogado?

—Sí, es que nos hemos visto esta tarde y se lo he preguntado. Está al tanto de tu caso. Me ha dicho que es de lo que más se habla en toda la ciudad, y que la gente está muy disgustada. Me ha dicho que tu mujer está a punto de hacerse rica por el pleito aquel del testamento, pero que a ti te esperan veinte años en la trena. Para cuando salgas, con todas las nuevas amistades que está haciendo, no quedará ni un céntimo. ¿Es verdad?

—Pregúntaselo a tu abogado.

—¿Qué ha hecho tu mujer para aparecer así en el testamento de aquel viejo? Dicen que ha dejado unos veinte millones. ¿Es eso verdad?

—Pregúntaselo a tu abogado.

—Ya se lo preguntaré. Oye, que no te lo he dicho para cabrearte.

—No estoy cabreado. Lo que pasa es que no quiero hablar del tema, ¿vale?

—Vale, tío.

Denny cogió su periódico y se puso a leer.

Simeon se estiró en la litera de abajo y volvió a la primera página. Dentro de veinte años tendría sesenta y seis. Lettie se habría vuelto a casar y viviría mucho mejor. Tendría a los niños, y a los nietos, y probablemente a algún bisnieto. En cambio él no tendría nada.

No pensaba oponerse al divorcio. Que se lo quedara todo Lettie.

Tal vez en la cárcel pudiera ver a Marvis.