30

El jueves a primera hora despertaron a Simeon Lang, le dieron de comer, le esposaron y le sacaron de su celda para llevarle a través de un pasillo a una pequeña sala de reuniones donde le esperaba un desconocido. Sentado en una silla plegable y esposado, escuchó lo que decía.

—Me llamo Arthur Welch y soy abogado en Clarksdale, en el Delta.

—Sí, ya sé dónde está Clarksdale —dijo Simeon.

Tenía un gran vendaje sobre la nariz, y varios puntos en el borde del ojo izquierdo.

—Me alegro por usted —dijo Welch—. Estoy aquí para representarle porque no hay nadie más que acepte el caso. Esta mañana a las nueve es la primera comparecencia y la vista para la fianza, y necesitará usted a un abogado.

—¿Por qué ha venido?

—Porque me lo ha pedido un amigo. No le hace falta saber más, ¿vale? Ahora mismo usted necesita a un abogado, y yo soy el único hijo de puta dispuesto a ponerme de su lado.

Simeon asintió ligeramente.

A las ocho y media le llevaron al juzgado y le subieron a empujones por la escalera trasera, por donde accedió a la sala principal, dominio temporal del juez de condado Percy Bullard. La sala de la que Bullard era titular se encontraba en el mismo pasillo, pero al ser más bien pequeña él prefería usar la principal cuando no la utilizaba nadie más, es decir, al menos durante la mitad del tiempo. La mayor parte de los dieciséis años que llevaba como juez los había dedicado a dirimir litigios civiles de escasa importancia y delitos de poca gravedad, aunque de vez en cuando le asignaban una causa más seria para que la despachase. Con el condado de luto y el ambiente cargado de tensión, decidió darle un pequeño vapuleo a Lang para que la gente viera que los engranajes de la justicia funcionaban.

Había corrido la voz, y había público dentro de la sala. A las nueve en punto hicieron entrar a Simeon. Jamás se había visto a un acusado tan culpable. Tenía la cara como un mapa. El mono naranja de la cárcel del condado le iba grande y estaba manchado de sangre. Simeon tenía las manos esposadas en la espalda, y los alguaciles no se dieron prisa alguna en soltarle.

El juez Bullard le miró.

El estado contra Simeon Lang. Acérquese.

Señaló un punto ante el estrado. Simeon arrastró los pies y echó a su alrededor una mirada nerviosa, como si pudieran pegarle un tiro por la espalda. Arthur Welch estaba detrás de él, intentando guardar las distancias al mismo tiempo.

—¿Es usted Simeon Lang? —preguntó el juez Bullard.

Simeon asintió con la cabeza.

—¡En voz alta!

—Sí.

—Gracias. ¿Y usted?

—Señoría, me llamo Arthur Welch y ejerzo la abogacía en Clarksdale. Estoy aquí para representar al señor Lang.

Bullard le miró como diciendo: «¿Y para qué narices?». En vez de eso le hizo una pregunta a Simeon.

—Señor Lang, ¿el señor Welch es su abogado?

—Sí.

—Bueno, vamos a ver. Señor Lang, se le acusa de dos homicidios culposos y de conducir en estado de ebriedad. ¿Cómo se declara usted?

—Inocente.

—Era de esperar. Fijaré la vista preliminar para dentro de treinta días. Señor Welch, mi secretario se lo notificará. Supongo que querrá que hablemos de la fianza.

—Sí, señoría —dijo Welch, como si leyera un guión—. En esta ocasión desearíamos solicitar una fianza razonable. El señor Lang tiene esposa y familia en este condado, donde ha pasado toda su vida. No existe riesgo de fuga. Él me ha asegurado, y se lo asegurará a usted, que se presenta en el juzgado siempre que así se le requiere.

—Gracias. Se fija la fianza en dos millones de dólares, un millón por cada cargo de homicidio culposo. ¿Algo más, señor Welch?

—No, señoría.

—Muy bien. Señor Lang, queda usted en custodia del sheriff del condado de Ford hasta que quede satisfecha la fianza o sea usted convocado por este tribunal.

Bullard dio un golpecito con el mazo y le hizo un guiño a Welch. Esposaron otra vez a Simeon y se lo llevaron de la sala. Welch salió tras él. Fuera, bajo la galería trasera donde siempre se fotografiaba a los imputados por algún delito con interés de noticia, Dumas Lee hizo abundantes fotos de Lang y su abogado. Después charló con Welch, que pese a no tener gran cosa de la que informar mostró una gran locuacidad. Comentó vaguedades sobre su disposición por un caso que le quedaba a dos horas de camino.

A Welch le había sacado de la cama a las cinco de la mañana una llamada plagada de tacos de Harry Rex Vonner, antiguo compañero de residencia en la facultad de derecho. Welch había llevado dos de los divorcios de Harry Rex, y este dos de los de Welch. Eran tantos los favores, deudas y pagarés entre los dos que no se podía llevar la cuenta. Harry Rex necesitaba que fuera de inmediato a Clanton. Allí se dirigió Welch en coche, diciendo palabrotas durante las dos horas de camino. No pensaba representar a Simeon Lang después de que le leyeran los cargos. En cuestión de un mes despacharía el caso.

Según le explicó Harry Rex (en términos de una jugosidad y grosería a duras penas concebibles) era importante que las gentes del lugar vieran y comprendieran que a Simeon Lang no le representaba Jake Brigance, sino alguna sabandija que no les sonase de nada.

Welch lo entendió perfectamente. Era otro claro ejemplo de lo que nunca se enseñaba en la facultad de derecho.

Era primera hora de la tarde del viernes, hacía frío y llovía, y Jake estaba padeciendo el rito semanal de intentar atar algunos de los cabos sueltos de la semana para que no crecieran, se enconasen y le estropeasen el lunes. Una de sus muchas reglas no escritas, pero serias, era la de haber devuelto todas las llamadas telefónicas para el viernes a mediodía. En la mayoría de los casos habría preferido ahorrárselas, pero no era posible. Era fácil aplazar su devolución. A menudo resbalaban de un laborable al siguiente. Sin embargo, estaba resuelto a no arrastrarlas el fin de semana. Otra regla le prohibía aceptar casos sin ningún valor por los que cobraría poco o nada, y que convertirían a sus odiosos clientes en personas a quienes tuviera ganas de estrangular. Como todos los abogados, sin embargo, decía por rutina que sí a algún aprovechado cuya madre le había dado clase en cuarto curso, o cuyo tío conocía a su padre, o a la viuda sin blanca de la iglesia que no tenía dinero para abogados pero tampoco podía pasar de ellos. Eran temas que invariablemente acababan convertidos en «expedientes pescado», los que apestaban más cuanto más tiempo pasaban sin tocarse en un rincón. Los tenían todos los abogados. Los odiaban todos los abogados. No aceptar ninguno más era algo que juraban todos los abogados. Casi se reconocía su olor en el momento mismo en que el cliente cruzaba la puerta por primera vez.

Para Jake la libertad habría sido un bufete sin expedientes pescado. Aún empezaba cada nuevo año con la decisión de decir no a los aprovechados. Años antes Lucien le había repetido muchas veces: «No te construyen los casos que aceptas, sino los que no aceptas». Di no y punto. Aun así, su cajón especial para casos pescado estaba lleno, para su desesperación y todos los viernes por la tarde se los quedaba mirando entre reproches a sí mismo.

Portia entró en su despacho sin llamar. Se notaba que estaba disgustada. Se daba golpecitos en el pecho como si no pudiera respirar.

—Ha venido un hombre —susurró, por no poder hablar más fuerte.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Jake, apartando otro expediente pescado.

Ella sacudió rápidamente la cabeza.

—No. Es el señor Roston, el padre de los chicos.

—¿Qué? —dijo Jake, levantándose de un salto.

Portia seguía dándose palmadas en el pecho.

—Quiere verte.

—¿Por qué?

—Por favor, Jake, no le digas quién soy.

Se miraron un segundo fijamente, sin entender nada.

—Vale, vale, hazle pasar a la sala de reuniones, que en un minuto bajo.

Jeff Roston no era mucho mayor que Jake, pero se le veía viejo en esas circunstancias. Se había sentado con las manos juntas, hombros caídos, como si cargara con un peso enorme. Llevaba unos chinos muy almidonados y un blazer azul marino, y tenía un aspecto más cercano al de un niño bien con ropa informal, que de cultivador de soja. También tenía cara de padre sometido a una inenarrable pesadilla. Se levantó. Se dieron la mano.

—Lo siento muchísimo, señor Roston —dijo Jake.

—Gracias. Tratémonos de Jeff y Jake, ¿vale?

—Claro, claro.

Jake se sentó en el mismo lado de la mesa que él. Estaban frente a frente.

—No me puedo imaginar lo que estarás pasando —dijo Jake tras una pausa incómoda.

—No —dijo Roston en voz baja, muy despacio, con palabras preñadas de dolor—. Ni yo tampoco. Creo que es un poco como si estuviéramos sonámbulos, ¿sabes? Nos movemos como autómatas y procuramos sobrevivir una hora más para enfrentarnos a la siguiente. Rezamos para pedir tiempo. Rezamos por que los días se conviertan en semanas, y las semanas en meses. Quizá dentro de varios años se acabe la pesadilla y podamos gestionar la pena, pero al mismo tiempo sabemos que nunca será así. No estamos hechos para enterrar a nuestros hijos, Jake. No es lo natural.

Jake asentía sin poder añadir nada juicioso, inteligente o útil. ¿Qué le dices a un padre que tiene a sus dos hijos esperando en ataúdes a que los entierren?

—No me hago ni remotamente a la idea —dijo Jake.

Su reacción inicial había sido pensar: «¿Qué quiere?». Ahora, transcurridos varios minutos, seguía preguntándose lo mismo.

—Mañana es la ceremonia —dijo tras una pausa larga y embarazosa.

—Exacto. Otra pesadilla. —Jeff tenía los ojos rojos y cansados, señal de que llevaba varios días sin dormir. Incapaz de mirar a los ojos, prefería fijarse en sus rodillas. Hizo chocar suavemente los diez dedos, como si meditara profundamente—. Hemos recibido una nota muy amable de Lettie Lang —dijo finalmente—. Nos la ha entregado a mano el sheriff Walls, que ha estado estupendo, dicho sea de paso. Nos ha comentado que sois amigos. —Jake asentía, atento pero sin decir nada. Jeff continuó—. Era una nota muy sentida, que transmitía la pena y el sentimiento de culpa de la familia. Para Evelyn y para mí ha sido muy importante. Nos hemos dado cuenta de que Lettie es una muy buena cristiana a la que le horroriza lo que ha hecho su marido. ¿Puedes darle las gracias de nuestra parte, por favor?

—Por supuesto.

Jeff volvió a mirarse las rodillas y a hacer chocar los dedos. Respiró hondo, como si incluso eso le doliera.

—Si no te importa, Jake —dijo—, también me gustaría que les dijeras otra cosa. Es algo que quiero que le transmitas a Lettie y su familia, y hasta a su marido.

Pues claro, lo que fuera. ¿Qué no haría Jake por un padre así, tan destrozado?

—¿Tú eres cristiano, Jake?

—Sí. Unos días más que otros, pero lo intento.

—Ya me lo parecía. En el sexto capítulo del evangelio según san Lucas, Jesús habla de la importancia del perdón. Sabe que somos humanos, y que nuestra tendencia natural es buscar la venganza, devolver los ataques y condenar a quienes nos hacen daño, pero eso está mal. Siempre hay que perdonar. Por eso quiero que les digas a Lettie y su familia, sobre todo a su marido, que Evelyn y yo perdonamos a Simeon por lo que ha hecho. Hemos rezado, hemos estado con nuestro ministro… y no podemos permitirnos pasar el resto de nuestras vidas llenos de odio y mala voluntad. Le perdonamos, Jake. ¿Puedes decírselo?

Jake estaba demasiado atónito para contestar. Era consciente de tener la boca un poco abierta, y de estar mirando a Jeff con incredulidad, pero tardó unos segundos en poder asimilarlo. ¿Cómo era humanamente posible perdonar a un borracho que ha matado a tus dos hijos menos de setenta y dos horas antes? Pensó en Hanna, y en la imagen casi incomprensible de ella dentro de un ataúd. Habría pedido a gritos la venganza más cruel.

Finalmente consiguió asentir.

—Sí, se lo diré.

—Mañana —dijo Roston—, cuando enterremos a Kyle y Bo y nos despidamos de ellos, lo haremos con todo el amor y el perdón. No hay sitio para el odio, Jake.

Jake tragó saliva con dificultad.

—La chica negra de aquí fuera es hija de Lettie. Y de Simeon. Trabaja para mí. ¿Por qué no se lo dices?

Jeff Roston se levantó sin decir nada y se acercó a la puerta. Después la abrió y, seguido por Jake, salió a la recepción y miró a Portia.

—Así que eres hija de Simeon Lang —dijo.

Ella casi perdió el equilibrio. Se levantó despacio y dio la cara.

—Sí.

—Tu madre me ha enviado una nota muy amable. Dale las gracias, por favor.

—Se las daré, gracias —dijo ella, nerviosa.

—¿Podrías decirle a tu padre que mi mujer Evelyn y yo le perdonamos por lo que pasó?

Portia se tapó la boca con la mano derecha, a la vez que se le empañaban los ojos de repente. Roston dio otro paso y la abrazó con suavidad. Después retrocedió de golpe.

—Le perdonamos —repitió.

Salió a la calle sin decir nada más.

Jake y Portia se quedaron contemplando la puerta hasta mucho después de que se fuera. Se habían quedado mudos, abrumados.

—Venga, a cerrar y a casa —dijo finalmente Jake.