29

Jake y Carla estaban sentados en la mesa de la cocina, esperando a que saliera el café. Faltaba poco para las cinco de la mañana del miércoles 22 de febrero, día que indudablemente quedaría como uno de los más tristes y oscuros de la historia del condado. Dos adolescentes (inteligentes, buenos estudiantes, deportistas, habituales de la iglesia, queridos y de buena familia) asesinados por un borracho en una carretera cubierta de hielo. La horrible noticia se había difundido en cuestión de minutos. Los más madrugadores llenarían los cafés en busca de noticias. Las iglesias estarían abiertas para la oración. El instituto de Clanton sería el peor sitio donde estar. Pobres muchachos.

Carla sirvió el café. Hablaron en voz baja para no despertar a Hanna.

—Ni siquiera llegué a abrir un expediente —dijo Jake—. El lunes Ozzie me llamó por teléfono para decirme que el sábado por la mañana habían detenido a Simeon, y que el miércoles tenía que presentarse en el juzgado. Cuando a Simeon se le pasó la cogorza, Ozzie le llevó a su casa en coche y durante el camino le pidió que se quitara de encima a los abogados de Memphis. Yo le di las gracias a Ozzie, y quedamos en que ya hablaríamos. Más tarde Ozzie me llamó para pedirme que me presentase el miércoles en el juzgado para pedir una prórroga del juicio. Le parecía que podría usar la acusación de conducir borracho para presionar a Simeon y que se portara bien. El miércoles fui al juzgado, hice los trámites, pedí la prórroga, me la concedieron y prácticamente me olvidé del tema. Entonces a Simeon aún le representaba Booker Sistrunk. Le dije a Simeon en el juzgado que no le ayudaría con la acusación de ebriedad. No me caía bien. De hecho, me inspiraba desprecio.

—¿Viste alguna incompatibilidad? —preguntó Carla.

—Se me pasó por la cabeza. Es más, se lo comenté a Ozzie, pero la verdad es que no había ninguna. Yo soy el abogado de la sucesión, y Simeon no es parte interesada. Su mujer sí, pero él no.

—No es que esté muy claro, Jake.

—No, tienes razón. Hice mal en dejarme involucrar. Fue una equivocación enorme. No escuché a mi intuición.

—Pero nadie puede echarte la culpa de que Simeon condujera borracho.

—Pues claro que sí. Si el caso se hubiera llevado correctamente, le habrían condenado antes de hoy y le habrían retirado el permiso. Esta noche no habría conducido, al menos en teoría, porque la verdad es que la mitad de los blancos y de los paletos del condado no tienen el carnet vigente.

—Solo han sido cuatro meses, Jake. Estos juicios se alargan más, ¿no?

—A veces.

—¿Cómo se llamaba aquel hombre, el techador? Le llevaste a su hijo un caso de ebriedad al volante y duró un año.

—Chuck Bennett, pero es que no quería que metiesen al hijo en la cárcel antes de que nos hubieran acabado el tejado.

—Lo que quiero decir es que son juicios que pueden alargarse.

—Sí, claro, pero después de una tragedia la gente busca culpables. Es el juego de siempre, y al estar en el bando de los Lang me tocará recibir. Siempre es fácil echarle la culpa al abogado. También se cebarán con Ozzie. Le verán como el sheriff negro que quiso proteger a alguien de su raza, con la consecuencia de que se han muerto dos chavales blancos. Podría ser brutal.

—O no, Jake.

—No soy optimista.

—¿Cómo influirá en el pleito de la herencia?

Jack bebió despacio el café, contemplando la oscuridad del jardín a través de la ventana.

—Es un golpe demoledor —dijo en voz baja—. En los próximos meses Simeon Lang será la persona más vilipendiada del condado. Le juzgarán y le mandarán a la cárcel. La mayoría de la gente, con el tiempo, se olvidará de él, pero solo faltan seis semanas para nuestro juicio, y el apellido Lang es tóxico. Imagínate lo que será con un bagaje así intentar elegir el jurado… —Después de otro sorbo se frotó los ojos—. Lo único que puede hacer Lettie es pedir el divorcio lo antes posible. Tiene que cortar cualquier lazo con Simeon.

—¿Y lo hará?

—¿Por qué no? Simeon se pasará los próximos veinte o treinta años en Parchman, que es donde tiene que estar.

—Seguro que a los Roston les gustará saberlo.

—Pobre gente.

—¿Verás hoy a Lettie?

—Seguramente. Lo primero que haré será llamar a Harry Rex para quedar con él. Algo se le ocurrirá.

—¿Esto saldrá en el Times?

—No, lo sacan dentro de una hora. Seguro que la semana que viene Dumas le dedicará toda la portada, con fotos de los coches destrozados y el máximo de sangre posible. También le encantaría machacarme a mí.

—¿Qué es lo peor que puede decir de ti, Jake?

—Pues mira, para empezar puede colgarme el sambenito de que soy el abogado de Simeon. También puede tergiversar las cosas para que parezca que he frenado el juicio por ebriedad de octubre, y que si no lo hubiera hecho el tribunal habría despojado a Simeon de su carnet, o sea, que no habría conducido ni se habrían muerto los hijos de los Roston.

—No puede. Es demasiado suponer.

—Puede y lo hará.

—Pues habla con él. Política de contención de daños, Jake. Hoy es miércoles. Lo más seguro es que los funerales sean el fin de semana. Espera hasta el lunes y pide el divorcio para Lettie. ¿Cómo se llama la orden esa para que no se puedan acercar?

—Orden de alejamiento temporal.

—Exacto. Haz que el juez firme una para que Simeon no pueda acercarse a Lettie. Ya sé que estará en la cárcel, pero sería beneficioso que Lettie pidiera una orden de esas, como diciendo que no quiere saber nada de él. Mientras tanto habla con Dumas y asegúrate de que los datos que maneja son los correctos. Investiga y demuéstrale que hay casos de ebriedad al volante que se arrastran más de cuatro meses. Tú ni siquiera has abierto un expediente, y está claro que no has cobrado nada. A ver si puedes convencer a Ozzie de que cargue un poco con el muerto. Si mal no recuerdo, en las últimas elecciones sacó sobre el 70 por ciento de los votos. Está blindado. Encima quiere que el pleito lo gane Lettie. Si te cargan marrones, haz que unos cuantos se los coma Ozzie, que no le pasará nada.

Jake escuchaba a Carla asintiendo e incluso sonriendo. «¡Tú sí que sabes!».

—Mira, cariño —dijo ella—, ahora mismo estás en estado de shock y tienes miedo. Pues no lo tengas. No dejes que te culpen, que no has hecho nada malo. Primero a contener los daños, y luego las interpretaciones.

—¿Puedo contratarte? No damos abasto en el bufete.

—No te alcanza el presupuesto. Soy maestra.

Hanna estaba tosiendo. Carla fue a ver si estaba bien.

La verdadera contención de daños comenzó más o menos una hora después, cuando Jake entró en tromba en el Coffee Shop dispuesto a convencer a todo el mundo de que ni era ni había sido nunca el abogado de Simeon Lang. Había tantos rumores que nacían ahí, delante de unos huevos con beicon… Mientras se duchaba decidió acudir directamente al meollo.

Marshall Prather, de uniforme, parecía esperar tras una montaña de tortitas. Después de toda la noche en vela tenía las mismas ojeras que Jake.

—Eh, Jake —dijo en el silencio que siguió a la aparición del abogado—, te he visto hace unas horas en el hospital.

Lo hacía adrede, para darle el primer sesgo a la situación, ya que Ozzie también estaba practicando la política de contención de daños.

—Sí, qué horror —dijo Jake, muy serio—. ¿Ya habéis metido a Lang en la cárcel? —preguntó a todo volumen.

—Sí. Aún no se le ha pasado la cogorza.

—¿Eres su abogado, Jake? —preguntó a tres mesas de distancia Ken Nugent, el que llevaba el camión de la Pepsi y se pasaba la vida llevando cajas de refrescos a las tiendas de carretera.

Una vez, en su ausencia, Dell había dicho que hacía correr más rumores que nadie.

—No lo he sido nunca —dijo Jake—. No los represento, ni a él ni a su mujer.

—Pues entonces ¿qué coño pintas en el pleito? —replicó Nugent.

Dell echó café en la taza de Jake y le dio el golpe de trasero habitual.

—Buenos días, corazón —susurró.

Después de sonreírle, Jake volvió a mirar a Nugent. Se interrumpieron todas las demás conversaciones.

—Jurídicamente hablando —dijo— represento a Seth Hubbard, que claro, ya no está en este mundo, pero que justo antes de morir me eligió para ser el abogado de la sucesión. Mi obligación es cumplir sus deseos, presentar su testamento y proteger sus bienes. Mi contrato de representación es con el administrador de la herencia, y nadie más; ni Lettie Lang ni mucho menos su marido. Al que no aguanto, dicho sea de paso. No os olvidéis de que fue el que contrató a los payasos de Memphis que intentaron robar el caso.

—Es lo que intentaba explicarles —intervino Dell, siempre leal.

Le sirvió a Jake tostadas y sémola.

—Pues entonces ¿quién es el abogado? —preguntó Nugent sin hacerle caso.

—No tengo ni idea. Supongo que el de oficio. Dudo que tenga dinero para pagar a otro.

—¿Cuánto le va a caer, Jake? —preguntó Roy Kern, un fontanero que había trabajado en el anterior domicilio de Jake.

—Mucho. Dos acusaciones de homicidio culposo, a veinticinco cada una… No sé cómo acabará, pero en estos casos el juez Noose es duro, y no me extrañaría que le echase veinte o treinta años.

—¿Y por qué no pena de muerte? —preguntó Nugent.

—En este caso no se aplica, porque…

—Y una leche no se aplica. Se han muerto dos críos.

—Pero sin que hubiera intención de matarlos. No fue premeditado. Para que sea aplicable la pena de muerte hace falta algo más aparte del homicidio: agravante de violación, de robo, de secuestro… Esto nunca se podría castigar con la pena de muerte.

Los parroquianos no se lo tomaron bien. Cuando la clientela del Coffee Shop se exaltaba, podía parecerse a una multitud a punto de linchar a alguien, aunque después del desayuno siempre se calmaban los ánimos. Jack echó tabasco a la sémola y empezó a untar mantequilla en la tostada.

—¿Los Roston podrán cobrar alguna parte del dinero? —preguntó Nugent.

¿El dinero? Como si ya se pudiera disponer de la herencia de Seth, y por lo tanto fuera vulnerable…

Jake dejó el tenedor y miró a Nugent, recordándose que aquella gente eran los suyos, sus clientes y amigos, y que solo había que tranquilizarlos. No entendían los entresijos del derecho y la ley de sucesiones, y les preocupaba que pudiera ocurrir una injusticia.

—No —dijo con amabilidad—, imposible. Pasarán meses, por no decir años, hasta que se desembolse el dinero del señor Hubbard. Además, aún no sabemos quién se lo quedará. El juicio ayudará a aclarar las cosas, pero se podrá apelar el veredicto, claro. Y aunque al final el dinero se lo quedara Lettie Lang, o el 90 por ciento, a su marido no le tocaría nada. Encima estará en la cárcel. Los Roston no tendrán derecho a exigirle nada a Lettie.

Mordió la tostada y masticó rápidamente un trozo. Quería seguir encauzando los hechos sin perder tiempo con la boca llena.

—Bajo fianza no saldrá, ¿verdad, Jake? —preguntó Bill West.

—Lo dudo. Se establecerá una fianza, pero lo más seguro es que sea demasiado alta. Yo diría que se quedará en la cárcel hasta que se declare culpable o vaya a juicio.

—¿De qué manera podría defenderse?

Jake sacudió la cabeza, como si no existiera ninguna.

—Estaba borracho, y hay un testigo presencial, ¿verdad, agente?

—Sí, un hombre lo vio todo.

—Yo preveo que pactará —añadió Jake—, y que la condena será larga.

—¿No tiene un hijo en la cárcel? —preguntó Nugent.

—Sí, Marvis.

—Pues igual pueden compartir litera, y pandilla, y pasárselo bomba en Parchman —dijo Nugent.

Jake se sumó a las risas antes de atacar su desayuno. Le alivió que la conversación se hubiera alejado de sus posibles vínculos con Simeon Lang.

Al salir del Coffee Shop se irían a trabajar y en todo el día no hablarían de otra cosa que de la tragedia de los Roston. Al haber desayunado con Jake, que estaba metido en el asunto, tendrían información privilegiada, y les asegurarían a sus compañeros y a su audiencia que su amigo Jake no era el abogado de Simeon Lang, el hombre más odiado del condado de Ford. Suavizarían los temores de los otros, y les prometerían que a Lang le esperaba una larga temporada en la cárcel.

Se lo había dicho Jake.

El sol de la mañana atravesaba con fuerza las persianas de madera, recortando franjas blancas en la larga mesa de la sala de reuniones. Al fondo no dejaba de sonar un teléfono, que nadie tenía interés en descolgar. La puerta estaba cerrada con llave. Aproximadamente cada cuarto de hora llamaba alguien. El tenso debate subió de tono hasta que a partir de un momento declinó y se interrumpió del todo, a pesar de que quedaba mucho por decir.

Harry Rex había expuesto las estrategias de una demanda de divorcio: presentarla cuanto antes, armar un buen escándalo y alegar todas las sordideces posibles para que el señor Lang quedara como el impresentable que de hecho era. Aducir adulterio, trato cruel e inhumano con reincidencia, abandono, ebriedad, insultos, falta de manutención y lo que hiciera falta, porque el matrimonio, lo reconociese Lettie o no, se había acabado. Machacarle, porque en la cárcel no podía replicar. (¿Y por qué iba a tomarse la molestia?). Hacerlo el lunes, asegurándose de que Dumas Lee y cualquier reportero a quien pudiera interesar un poco la noticia recibieran una copia de la demanda. Incluir una petición de orden de alejamiento, para que el muy patán no volviera a poner los pies en la casa ni se acercara a Lettie, sus hijos y sus nietos en lo que le quedaba de vida. Se trataba de poner fin a un matrimonio infeliz, pero también de quedar bien ante la opinión pública. Harry Rex accedió a llevar la demanda.

Las primeras amenazas telefónicas, según les había dicho Portia, se habían producido justo después de las cinco de la mañana. Se había puesto ella, y después de unos segundos había colgado sin perder la calma.

—Me ha llamado «negrata» —dijo, estupefacta—. Ha dicho que pagaremos por haber matado a los chicos.

El pánico les había hecho encerrarse con llave. Portia había encontrado una pistola en un armario y la había cargado. Después habían apagado las luces y se habían reunido todos en la sala de estar para vigilar la calle. Luego había vuelto a sonar el teléfono. Una vez. Dos veces. Habían rezado para que amaneciese. Portia dijo que su madre firmaría los papeles del divorcio, pero que a partir de entonces habría que tener cuidado con los Lang. Ya se sabía que los hermanos y primos de Simeon eran unos delincuentes (compartían sus genes), y seguro que darían problemas. De hecho, ya habían estado molestando a Lettie para que les diera dinero. Si creían que iban a excluirlos, cometerían alguna estupidez.

Pese a haber pasado una noche difícil, Lucien acudió a la reunión y estuvo más lúcido que nunca. Adoptó rápidamente la postura de que el juicio por el testamento no debía celebrarse en el condado de Ford. Jake no tenía más remedio que pedir un traslado; probablemente Atlee se lo denegase, pero al menos tendrían un argumento sólido para apelar. Lucien nunca había estado muy convencido de las posibilidades de Jake de ganar ante un jurado. Por otra parte, llevaba tiempo convencido de que el colectivo de posibles candidatos estaba contaminado por culpa de Booker Sistrunk. La poco acertada decisión de Lettie de instalarse en la ciudad, en una casa que había pertenecido a una familia blanca de cierto relieve, no beneficiaba en nada su prestigio entre sus convecinos. Ya habían surgido rencores, y mucho recelo. Lettie no trabajaba, ni lo había hecho desde la muerte de Hubbard. Y ahora lo de Simeon. El apellido de Lettie se había convertido en el más odiado del condado. La demanda de divorcio no era una opción, sino una necesidad. Lo malo era que el proceso no podría concluir antes del 3 de abril, fecha del primer día de juicio. En el testamento aparecía como Lettie Lang. Así seguía llamándose, y así se llamaría al empezar el juicio. Si Lucien estuviera en el lugar de Wade Lanier, haría que el jurado odiase a todos los Lang sin excepción.

—Perdona, Portia —dijo Lucien—, no te ofendas, pero es que las cosas son así.

Portia lo entendía, o trataba de entenderlo. Estaba demasiado cansada para hablar. A su madre y sus hermanas las había dejado al lado de la chimenea, en albornoz, con la pistola en la repisa, sin saber si enviar a los niños al colegio o qué decirles. Kirk, que iba a segundo curso en el instituto de Clanton, conocía a los hermanos Roston, y había jurado no volver a pisar las aulas. Eran tan simpáticos… Kirk odiaba a su padre. Le habían fastidiado la vida. Tenía ganas de irse, como Portia, alistarse en el ejército y no volver.

Jake y Harry Rex habían hablado de cómo aplazar el juicio. Dar largas, ganar tiempo, concederle a Harry Rex el tiempo necesario para que el divorcio fuera definitivo, concederle al sistema el tiempo necesario para mandar lejos a Simeon y darle al condado un poco de distancia entre el horror de aquel momento, los dos entierros y la pelea por la herencia de Seth Hubbard. ¿Dónde estarían todos dentro de seis meses? Lettie se habría divorciado. Hasta podría recuperar su antiguo apellido, Tayber. Sonaba mucho mejor, aunque Portia recordó que a ella no había quien le despegase el Lang. Simeon se habría ido. Sistrunk sería apenas un recuerdo. Sí, decididamente la situación sería más proclive a un juicio justo dentro de seis meses. Sus adversarios pondrían el grito en el cielo. ¿Por qué no iban a hacerlo, cuando todo remaba a su favor?

Jake contemplaba con cierto optimismo la posibilidad de hablar con el juez Atlee. ¿Otra charla de viernes por la tarde en el porche, con whisky sour? Una vez roto el hielo podría dejar caer la idea de un aplazamiento o de un traslado. Valía la pena intentarlo. El único inconveniente era el riesgo de enfadar al juez con una tentativa tan evidente de influenciarle, pero ¿qué podía hacer Atlee más allá de decirle que se callara? Y seguro que después de un par de copas no lo hacía… Tal vez no le gustara la conversación, pero a Jake no le castigaría. Un pequeño reproche, a lo sumo, lejos de provocar estragos permanentes.

«Que pase un tiempo —se dijo Jake—. Que la rabia, el horror, la tristeza, se vuelvan menos hirientes y se apaguen por sí solos». Presentarían la demanda de divorcio el lunes, y una semana después, aproximadamente, abordaría al juez Atlee.

Llegó Quince Lundy para una de sus dos visitas semanales y se los encontró muy serios en la sala de reuniones, callados, apagados, casi acongojados en torno a la mesa, con la vista en las paredes y en un futuro negro. Había oído la noticia por la radio, viniendo en coche desde Smithfield, y quiso preguntarles qué implicaba la tragedia para la causa, pero después de unos momentos en la sala sospechó que el juicio estaba gravemente amenazado.

Willie Hastings era uno de los cuatro policías negros a las órdenes de Ozzie. Era primo de Gwen Hailey, la mujer de Carl Lee y madre de Tonya, que ahora tenía trece años y se había recuperado. Llamó a la puerta de la casa de los Sappington, y mientras esperaba oyó un ruido apresurado de pies al otro lado. Finalmente se abrió un poco la puerta y se asomó Lettie.

—Buenos días, señora Lang —dijo Willie—. Me envía el sheriff Walls.

Se abrió algo más la puerta. Lettie logró sonreír.

—¿Eres tú, Willie? —dijo—. ¿Quieres pasar?

Al entrar, Hastings se encontró a los niños viendo la tele en la sala de estar. Evidentemente faltaban a clase. Siguió a Lettie a la cocina, donde Phedra le sirvió una taza de café. Charló con las mujeres, tomó algunas notas sobre las amenazas telefónicas, se fijó en que el teléfono estaba descolgado y dijo que se quedaría un rato por la zona. Tenía el coche aparcado en el camino de entrada. Si le necesitaban, ya sabían dónde encontrarle. Así además se hacía ver. El sheriff Walls les mandaba todo su apoyo. Simeon estaba en una celda, bastante magullado y durmiendo la mona. Hastings no conocía a los Roston, ni había hablado con ellos, pero tenía entendido que habían vuelto a su casa y estaban rodeados de parientes y amistades. Lettie le dio una carta que había escrito durante la mañana, y le preguntó si podía encargarse de que llegara a manos de los Roston.

—Es una manera de decirles que nos sabe fatal —dijo.

Willie prometió que la recibirían antes de mediodía.

Le sirvieron más café y se lo llevó fuera. La temperatura seguía estando bajo cero, pero la calefacción del coche patrulla funcionaba perfectamente. Se pasó la mañana tomando café, vigilando la calle, donde no vio nada, y procurando no dormirse.

A las siete de la mañana dieron la noticia en el canal de Tupelo. Stillman Rush, que estaba en la ducha, se la perdió, pero uno de sus ayudantes no. Hubo llamadas y confirmación de datos. Una hora después Stillman llamó a Wade Lanier a Jackson y le dio la noticia, trágica pero prometedora. Era maná caído del cielo. Ningún jurado del condado de Ford tendría la oportunidad de poner a Simeon Lang en el punto de mira, pero su mujer acababa de convertirse en blanco fácil.