28

El lunes 20 de febrero el juez Atlee convocó a las partes para una puesta al día. Al no tratarse de ningún tipo de vista formal, cerró la sala con llave para que no entrasen reporteros ni espectadores. Acudieron la mayoría de los litigantes: por un lado los Hubbard, y por el otro Lettie y Phedra. De Ancil seguía sin saberse nada, aunque el juez Atlee todavía se resistía a declararle muerto.

Subió con toga al estrado.

—Buenos días —dijo, arisco.

Pasó lista a los abogados. Todos presentes. Pronto quedó de manifiesto que el juez no estaba de muy buen humor. Probablemente se encontrara mal.

—Señores —dijo con voz cansada—, queda fijado el juicio con jurado para dentro de seis semanas a partir de hoy. Estoy haciendo un seguimiento de la fase probatoria y no veo motivos para que no estemos todos listos el 3 de abril, en cumplimiento de las previsiones. ¿Se me ha pasado algo por alto? ¿Alguna razón para que se retrase el juicio?

Negativas enérgicas con la cabeza. ¿Razones? No, ninguna. Tal como había dicho Jake, el caso se salía de lo normal en la medida en que todos los abogados estaban impacientes por llegar a juicio. Si alguien podía querer ganar tiempo era Jake, que a ciento cincuenta dólares por hora tenía motivos para alargarlo, pero también él sentía el aliento del juez en la nuca. La causa, cuyo nombre oficial era Sucesión de Henry Seth Hubbard, iba lanzada como un cohete por la lista de autos.

—Vamos a ver —prosiguió el juez—. El señor Brigance ha traído copias del Primer Inventario para que las consulten. Ya les he indicado por escrito que debe mantenerse en el máximo secreto. —Portia empezó a repartir copias a la parte contraria—. Esta parte del sumario la he sellado porque la divulgación de un material tan delicado no traería nada bueno. Tanto ustedes, en cuanto abogados, como sus clientes tienen derecho a conocer de qué se compone la herencia, así que échenle un vistazo.

Los abogados le arrebataron las copias a Portia y las hojearon. Algunos habían oído el supuesto valor de la herencia, pero querían verlo impreso. Veinticuatro millones y calderilla. Era la justificación de lo que hacían, la razón de su lucha.

Hubo unos momentos de silencio sepulcral, mientras se asimilaba la noticia. Más dinero del que cualquiera de ellos podía aspirar a ganar durante una larga carrera. Después se oyeron cuchicheos, y una risa debida a un comentario chistoso.

—Me dirijo a la parte impugnadora —dijo el juez Atlee—. Al estudiar el material probatorio da la impresión de que podrían tener planes de impugnar la validez de la caligrafía. En su lista figuran dos peritos grafólogos, e imagino que la parte defensora se verá en la necesidad de recurrir a otros. He visto personalmente las muestras de escritura, en concreto el testamento, las instrucciones para el entierro, la carta que dejó el señor Hubbard en la mesa de la cocina y la que escribió con fecha de 1 de octubre al señor Brigance. También he visto las otras muestras de la letra del señor Hubbard que han sido presentadas. Díganme, señores Lanier y Rush, ¿piensan ustedes sostener con seriedad que el testamento fue escrito por otra persona distinta a Seth Hubbard?

Su tono dejaba muy claro qué le habría parecido. Rush y Lanier se levantaron despacio, sin ganas de contestar.

—Señoría —dijo Lanier—, es un punto que aún estamos debatiendo.

—Pues dense prisa —dijo Atlee de malos modos—. No sirve de nada y me hace perder el tiempo. Hasta un ciego vería que es su letra. Cualquier perito que se plante en esta sala y diga lo contrario será objeto de burla por parte del jurado y de desprecio por el tribunal.

Con esas palabras quedó zanjada la cuestión de la letra. Se sentaron.

—A ver qué más tiene decidido —le susurró Lanier a su ayudante, Lester Chilcott.

El juez Atlee miró a Jake.

—Señor Brigance —gruñó—, ¿alguna novedad en la búsqueda de Ancil Hubbard? El 5 por ciento de este inventario es mucho dinero.

«Coño, no me digas», tuvo ganas de contestar Jake, que estaba pensando en otra cosa. Se levantó con gran corrección, a pesar de que se había llevado un susto.

—La verdad es que no, señoría. La búsqueda ha dado muy pocos resultados. Al parecer hace ya mucho tiempo que Ancil empezó a usar otros nombres. No hemos encontrado pruebas de que esté muerto, y menos aún de que esté vivo.

—Muy bien. El punto siguiente de mi lista es que hablemos del jurado y de su selección. Hace más de ocho años que no presido ningún juicio con jurado, y me confieso algo oxidado al respecto. He hablado con los jueces Noose, Handleford y otros, así que buenos consejos no me faltan. Por lo visto consideran que con cien candidatos bastaría. ¿Señores?

Nada.

—Muy bien. Le indicaré al secretario que extraiga ese número de nombres al azar del censo electoral. La lista la haré pública dos semanas antes del juicio, como es práctica común en los tribunales de distrito. Regirán las precauciones y advertencias habituales sobre contactos no autorizados con los candidatos. Tenemos en nuestras manos un caso de gran relieve, señores, y estoy casi convencido de que en este condado todo el mundo se ha formado ya una opinión.

Jake se levantó.

—En tal caso, señoría —dijo—, quizá pudiera contemplarse el traslado del juicio.

—De usted depende solicitarlo, señor Brigance. Aún no he visto nada por escrito.

—Es que no he escrito nada. Era una simple conjetura. Si fuera cierto que la mayoría de los posibles integrantes del jurado están al corriente del caso, parecería lógico pensar en un traslado.

—Señor Lanier —dijo el juez Atlee, mirando a los otros abogados—, señor Rush, señor Zeitler… ¿Alguna observación?

Wade Lanier se irguió, dando muestras de gran contrariedad.

—En Mississippi nunca se ha trasladado ningún pleito de tipo sucesorio. Ni uno solo. Lo hemos investigado. —De pronto Lester Chilcott arañaba el contenido de una gruesa cartera—. Por otra parte, parece algo abusivo declarar que en este condado todo el mundo se ha formado una opinión antes de que hayamos presentado nuestras pruebas. —Chilcott le tendió un grueso informe—. Aquí está. Si el tribunal desea consultarlo… Ni un solo caso.

Jake quedó impresionado por la investigación. El juez Atlee no tanto.

—De momento me fío de su palabra —dijo—. Ya consultaré más tarde los datos.

Lo de trasladar el juicio Jake no lo había dicho en serio, puesto que quería mantenerlo en aquella sala. Sin embargo, un cambio de condado habría tenido sus ventajas, entre ellas (1) la posibilidad de más personas negras en el jurado, (2) evitar los perjuicios causados por Booker Sistrunk, su bocaza, su agitación racial y su Rolls-Royce negro, (3) encontrar para el jurado a personas que no hubieran cotilleado sobre Lettie y su familia, sus problemas y la casa que acababan de alquilar fuera de Lowtown, y por último (4) seleccionar un jurado que no estuviese contaminado por las interminables conjeturas acerca de Lettie y Seth Hubbard, y lo que realmente hacían. Todos esos factores y cuestiones las habían debatido en las últimas semanas Jake, Lucien y, cada vez más, por Portia. Pero que debatiesen todo lo que quisieran, que era una pérdida de tiempo. El juez Atlee no iba a trasladar el juicio. Se lo había dicho bien claro a Jake. Así pues, lo de este último era un farol para regodearse en el espectáculo de que sus adversarios le llevaran la contraria a cualquier precio.

—Con la venia, señoría —dijo—, si cree usted que en el condado de Ford todo el mundo se ha formado una opinión, presentaré una instancia para trasladar el juicio.

—Tengo una idea mucho mejor, señor Brigance —dijo el juez Atlee—. Convoquemos a los candidatos e iniciemos el proceso de selección. Así averiguaremos enseguida si hacerlo aquí es una pérdida de tiempo. Si parece imposible seleccionar un jurado imparcial, trasladaremos el juicio y santas pascuas. En este estado hay muchas salas, como mínimo una por condado.

Jake se sentó, al igual que Lanier y que Stillman Rush. El juez Atlee cambió algunos papeles de sitio antes de embarcarse en un análisis de las declaraciones restantes. Al existir una notable sintonía entre los abogados, apenas hubo problemas para fijar el calendario. Se estableció una consulta previa al juicio para el 20 de marzo, dos semanas antes de su inicio.

Se levantó la sesión.

La sesión se retomó un cuarto de hora más tarde en el despacho del juez Atlee. Solo abogados; sin clientes, asistentes jurídicos, secretarios ni ninguna otra persona que no fuera de absoluta confianza. Únicamente los abogados y el juez, que se había quitado la toga y fumaba de su pipa.

—Señores —dijo cuando estuvieron todos sentados—, vamos a dedicar al menos unos minutos a la posibilidad de un acuerdo. Personalmente no tengo reparos en llegar a juicio. Es más, en muchos sentidos me apetece. Presido pocos juicios con jurado, y pocas veces se me presentan hechos tan intrigantes como los de esta causa. Aun así, faltaría a mis obligaciones como árbitro imparcial si no analizara las posibles vías para llegar a un desenlace que aporte algo a todos los interesados, aunque sea menos de lo que querrían. Aquí hay mucho dinero en juego, señores. Alguna manera existirá de cortar el pastel y contentar a todo el mundo. —Una pausa elocuente para chupar con fuerza la caña de la pipa—. ¿Me permiten formular la primera propuesta?

Como si necesitase permiso de alguien… Todos los abogados asintieron, pero con cautela.

—Muy bien. Primero los dos legados de menor cuantía, del 5 por ciento cada uno; uno de ellos se entrega íntegramente a la iglesia, y el de Ancil se pone en fideicomiso a la espera de que tomemos una decisión definitiva. El 90 por ciento restante lo dividimos en tres: una tercera parte para Lettie Lang, otra para Herschel Hubbard y otra para Ramona Hubbard Dafoe. Suponiendo que los impuestos se lleven el 50 por ciento, cada uno de los tres se queda aproximadamente tres millones seiscientos mil; mucho menos de lo que desean, pero mucho más de lo que obtendrán si gana la otra parte. ¿Qué les parece?

—Estoy seguro de que la iglesia aceptará —dijo Jake.

—A nosotros nos deja un poco en la estacada, señoría —dijo Zack Zeitler, el abogado de los hijos de Herschel.

—Lo mismo digo —observó Joe Bradley Hunt, el de los de Ramona.

—Claro —dijo el juez Atlee—, pero no es ningún desatino suponer que los niños obtendrían bastantes beneficios de un acuerdo así. A sus padres les caerá una fortuna del cielo, y seguro que la lluvia seguirá filtrándose hacia abajo. Quizá se pudiera estipular una parte en fideicomiso para los niños. Solo es una idea.

—Quizá —dijo Zeitler con miradas de soslayo a los otros abogados, como si su cuello estuviera en peligro.

—Interesante —masculló Wade Lanier—. Yo creo que mis representados se lo pensarían.

—Lo mismo digo —añadió Stillman Rush.

Su señoría mordisqueó la caña maltrecha de su pipa mientras miraba a Jake, que rabiaba por dentro a causa de la emboscada. No le habían avisado de aquella negociación improvisada. Tampoco tenía la menor sospecha de que su viejo amigo planease poner números sobre la mesa.

—¿Jake? —dijo el juez Atlee.

—Todos ustedes —dijo Jake— tienen una copia de la carta que me escribió Seth Hubbard al enviarme su testamento. Las instrucciones que me dio eran bastante explícitas. Sus deseos en lo referente a sus dos hijos adultos no pueden ser más claros. Les propongo que relean la carta, así como el testamento. Yo represento a la sucesión, y tengo órdenes estrictas. Mi cometido es velar por que se cumpla la voluntad del señor Hubbard, y por que sus hijos no reciban nada. No tengo elección. No estoy dispuesto a participar en ningún acuerdo o solución de compromiso.

—¿No debería comentárselo a su cliente? —dijo Stillman.

—Mi cliente es la sucesión, representada por el señor Quince Lundy, el administrador.

—Me refería a Lettie Lang.

—Tampoco represento a Lettie Lang. Coincidimos en nuestros intereses (la legalización del testamento manuscrito), pero no soy su abogado. Eso se lo he dejado claro a todo el mundo, y especialmente a ella. Como parte interesada tiene derecho a contratar a un abogado. Ya lo intentó una vez, pero el abogado en cuestión terminó en la cárcel.

—La verdad es que echo de menos al bueno de Booker —dijo Wade, logrando hacer reír de nuevo a los demás.

Jake insistió.

—Lo que quiero decir es que no soy el abogado de Lettie Lang.

—Vale, Jake, técnicamente no —dijo Stillman—, pero ahora mismo te escucha más que a nadie. ¡Coño, si su hija es tu pasante, o tu secretaria, o lo que sea!

—Tengo una plantilla bastante amplia.

—Jake —dijo Wade Lanier—, no nos digas que si fueras a ver a Lettie y le explicaras que podría quedarse más de tres millones de dólares en dos meses… ¿Qué digo dos meses? ¡Dos semanas! Seguro que pillaría la ocasión al vuelo.

—No sé qué haría. Tiene su orgullo, y se siente despreciada por sus vecinos. Quiere el juicio que le corresponde.

—Tres millones podrían aliviar un poco ese desprecio —dijo Lanier.

—Es posible, pero no pienso participar en ninguna solución de compromiso. Si lo desea el tribunal renunciaré a seguir siendo el abogado de la sucesión, pero mientras lo sea no estoy autorizado a pactar.

El juez Atlee volvió a encender su pipa con una cerilla, y arrojó un poco más de humo. Después se apoyó en los codos.

—Señores, creo que Jake tiene razón. Si se demuestra que este testamento es válido, es decir, si el jurado considera que el señor Hubbard estaba en su sano juicio y no estuvo expuesto a influencias indebidas, no tendremos más remedio que cumplir lo estipulado por el testamento: nada para los hijos adultos.

«Puede ser —pensó Wade Lanier—, pero tú no sabes lo que sé yo. No has visto el testamento de Irene Pickering. Desconoces que no es la primera vez que la señora Lettie Lang se inmiscuye en los asuntos privados de sus jefes. Cuando lo oiga y lo vea el jurado, los hijos adultos de Seth Hubbard saldrán bastante bien parados».

La defensa por principios que hacía Jake del testamento de su difunto cliente, y su fe, teñida de cierta chulería, en que era preferible que el juicio fuera en Clanton, en «su» sala, sufrieron un duro golpe a causa de una tragedia que se produjo aquella misma noche, durante una tormenta de hielo, cerca de la localidad de Lake Village, al sur del condado de Ford. Dos hermanos, Kyle y Bo Roston, volvían en coche a su casa después de un partido de baloncesto. Kyle era el base titular del instituto de Clanton y Bo, un suplente de segundo curso. Según un testigo que iba en el coche de detrás, Kyle conducía con cuidado y sin prisas, sabiendo adaptarse al estado de la carretera. Otro vehículo coronó una colina a gran velocidad y empezó a derrapar cuesta abajo. El testigo calculaba que Kyle iba a algo más de sesenta por hora, y el otro vehículo, una camioneta vieja, bastante más deprisa. El choque frontal hizo salir volando el pequeño Toyota de los Roston, que acabó en una zanja. La camioneta se metió a toda pastilla por un campo, dejando sembrada de escombros la carretera. El testigo tuvo tiempo de frenar y prestar ayuda.

Kyle murió en el acto. Bo fue extraído del coche por el personal de rescate, que le trasladó al hospital de Clanton para una intervención urgente. Había sufrido traumatismos graves en la cabeza. Vivía de milagro. El otro conductor también fue hospitalizado, pero sin heridas graves. Su nivel de alcohol en sangre doblaba el límite legal. Apostaron a un policía en la puerta de su habitación.

El otro conductor era Simeon Lang.

Justo después de medianoche, Ozzie llamó a Jake, que dormía profundamente. Un cuarto de hora más tarde el sheriff paró delante de la casa y Jake se apresuró a subir a su coche. Había más hielo que antes. Las calles estaban resbaladizas. Ozzie puso al día a Jake mientras cruzaban la ciudad muy despacio. Al segundo muchacho aún le estaban operando, pero la cosa tenía muy mala pinta. Por lo que sabía Ozzie en aquel momento, Simeon no había bebido en ningún garito de la zona. Según Lettie, que ya estaba en el hospital, llevaba más de una semana sin pasar por su casa. A ella le parecía que volvía de un servicio largo, aunque no llevaba dinero, ni en efectivo ni en cheque. Aparte de tener la nariz rota, no había sufrido lesiones.

—Los borrachos siempre se salvan de los accidentes que provocan —dijo Ozzie.

Encontraron a Lettie y a Portia escondidas al final de un largo pasillo, cerca de la habitación de Simeon. Lloraban, angustiadas y casi inconsolables. Jake se quedó con ellas mientras Ozzie iba a ocuparse de otros temas. Después de unos minutos de conversación intrascendente, Lettie salió a buscar un cuarto de baño.

—Hace diez años —dijo Portia en cuanto se marchó su madre—, cuando yo tenía catorce e iba a noveno, le supliqué que le dejase. Entonces él le pegaba. Yo lo vi. Le dije: «Mamá, por favor, vámonos a algún otro sitio donde no esté». No te digo que ella no lo intentara, pero siempre le ha tenido miedo. Y ahora esto. ¿Qué le pasará, Jake?

—Nada bueno —contestó Jake, casi susurrando—. Suponiendo que toda la culpa haya sido suya, y que estuviera borracho, le acusarán de homicidio culposo. Un solo cargo, de momento.

—¿Cuánto le caería?

—Entre cinco y veinticinco. El juez goza de mucha discrecionalidad.

—¿Y no se puede escapar?

—No, no se me ocurre cómo.

—Aleluya. Por fin estará fuera mucho tiempo. —Portia se tapó la boca y la nariz con las dos manos ahuecadas y lloró con más fuerza—. Pobres chicos —repetía.

En la sala de espera del ala principal había cada vez más gente. Ozzie habló con Jeff y Evelyn Roston, los padres, tan conmocionados que a duras penas podían contestar. También habló con un tío de los jóvenes, al que le explicó que Simeon Lang estaba bajo arresto y en unas horas le trasladarían a la cárcel. Borracho, sí, y seguía estándolo. Mi más sincero pésame.

—Pues más vale que os lo llevéis —dijo el tío, señalando con la cabeza a un grupo de hombres, tipos rurales, llenos de congoja y rabia, que habían crecido entre pistolas y rifles y estaban bastante furiosos y dispuestos a tomar medidas drásticas.

Seguía llegando gente. Los Roston cultivaban soja, criaban gallinas y eran feligreses activos de su iglesia. Tenían muchos parientes y amigos, y nunca habían votado a Ozzie.

A las dos de la madrugada ya estaban en el hospital todos los policías a sueldo de Clanton. A las tres sacaron disimuladamente a Simeon para llevárselo a la cárcel. Ozzie informó de esto al tío.

Por la misma puerta lateral salieron Lettie y Portia, a quienes Jake acompañó a su coche. Después volvió al ala principal, evitando la sala de espera, y encontró a Ozzie hablando con dos de sus hombres. Dumas Lee se acercó con la cámara al cuello. Se callaron de inmediato.

—Oye, Jake —dijo Dumas—, ¿tendrías un minuto?

Jake vaciló y miró a Ozzie.

—Nada que comentar —dijo el sheriff.

—¿Qué querías? —preguntó Jake.

—Nada, hacerte unas preguntas.

Se marcharon juntos por el largo pasillo.

—¿Me puedes confirmar que ha sido Simeon Lang? —preguntó Dumas.

No tenía sentido negarlo.

—Sí —dijo Jake.

—¿Y tú eres su abogado?

—No, eso no.

—Bueno, pero hace cuatro meses que está pendiente de juicio por conducir borracho, y en la lista de autos sales tú como su abogado.

Cuidado, pensó Jake, que al respirar profundamente sintió un gran nudo en el estómago.

—Eso se lo hice como un favor —dijo.

—Me da igual por qué lo hicieras. Sales en la lista de autos como su abogado.

—Pues no soy su abogado, ¿vale? Ni lo he sido nunca. No puedo representar al mismo tiempo la sucesión de Seth Hubbard y a Simeon Lang, el marido de una de las beneficiarias.

—Pues entonces ¿por qué compareciste en el juzgado el 19 de octubre para solicitar un aplazamiento de su juicio por conducir borracho?

—Eso fue un favor. No soy su abogado, ¿vale, Dumas?

—¿Por qué se ha pospuesto cuatro meses?

—No soy el juez.

—Luego hablo con él —replicó Dumas.

—Vale. No tengo nada más que comentar.

Jake se giró de golpe y se marchó, seguido por Dumas, que no dejaba de hablar.

—Oye, Jake, mejor que hables conmigo, porque va a quedar fatal.

Jake volvió a dar media vuelta. Se encontraron cara a cara en medio del pasillo. Jake se contuvo y respiró hondo.

—No saques conclusiones, Dumas —dijo—. La acusación de ebriedad al volante no la he tocado en cuatro meses porque no soy su abogado. Te recuerdo que entonces a él le representaban aquellos payasos de Memphis, no yo, o sea que vete con cuidado, por favor.

Dumas tomaba notas como un poseso. Jake tuvo ganas de darle un puñetazo. De repente quedó todo olvidado a causa de unos gritos en la otra punta del edificio.

A las cuatro y cuarto de la mañana se certificó la defunción de Bo Roston.