La llegada de Charley Pardue tuvo el don de producirse en el momento más oportuno. Simeon volvía a estar fuera. Si aquel sábado, antes de mediodía, hubiera estado en casa, el encontronazo habría sido inmediato y la pelea con Charley, sonada.
Lo que pasó fue que Charley llamó a la puerta del antiguo domicilio de los Sappington y se encontró con una casa llena de mujeres y de niños. Los críos estaban delante de la tele, comiendo cereales de las cajas, mientras las mujeres pasaban el rato en una cocina sucia, tomando café y charlando en albornoz o pijama. La puerta la abrió Phedra, que logró acomodar al visitante en el salón antes de correr a la cocina.
—¡Mamá, ha venido a verte un hombre y es guapíííísimo! —dijo, impresionada.
—¿Quién es?
—Charley Pardue. Dice que le parece que es tu primo.
—No me suena de nada —dijo Lettie, poniéndose a la defensiva.
—Pues está aquí, y es más mono…
—¿Vale la pena hablar con él?
—¡Y tanto!
Las mujeres subieron deprisa a cambiarse. Phedra salió disimuladamente por detrás y rodeó la casa. Un Cadillac amarillo último modelo, inmaculado, con matrícula de Illinois. El propio Charley no era menos presentable: traje negro, camisa blanca, corbata de seda, pisacorbatas de diamantes y al menos dos brillantes pequeños y de buen gusto en los dedos. No llevaba alianza. En la muñeca derecha, una cadena de oro, y en la izquierda, un reloj de mucho empaque. Transmitía una elegancia urbana. Phedra supo que era de Chicago antes de que entrase por la puerta. Cuando Lettie bajó a conocerle, Phedra insistió en sentarse al lado de su madre. Más tarde se les unieron Portia y Clarice. Cypress se quedó en la cocina.
Lo primero que hizo Charley fue soltar algunos nombres, sin demasiado efecto. Dijo ser de Chicago, donde trabajaba «como empresario». Era de sonrisa amplia y fácil, un hombre con labia al que le brillaban los ojos al reírse. Su efecto en las mujeres fue considerable. Desde hacía cuatro meses venía mucha gente a ver a Lettie, y no eran pocos los que alegaban algún parentesco consanguíneo, como Charley. Dada la desnudez del árbol genealógico de Lettie, lo más fácil era reaccionar con cinismo, descartando de antemano a muchos posibles familiares. Lo cierto era que, tras varios abandonos, Lettie había sido adoptada extraoficialmente por Clyde y Cypress Tayber, e ignoraba por completo quiénes eran sus abuelos. Portia había dedicado muchas horas a cribar la escasa historia de sus ascendientes, sin que sus desvelos hubieran dado grandes frutos.
—Mi abuela materna —dijo Charley para conmoción de todas— era una Rinds. Creo, Lettie, que tú también.
Les enseñó unos documentos. Acto seguido se sentaron muy juntos en una mesa del comedor, y Charley desplegó un organigrama que de lejos, más que un árbol genealógico como Dios mandaba, parecía un montón de hierbajos. Todo eran líneas retorcidas que salían en varias direcciones, entre notas encajadas en los márgenes. Fuera lo que fuese, alguien se había pasado horas intentando descifrarlo.
—Me ha ayudado mi madre —dijo Charley—, que era hija de una Rinds.
—¿De dónde viene el Pardue? —preguntó Portia.
—De mi padre. Son de Kansas City, pero llevan mucho tiempo instalados en Chicago, que fue donde se conocieron mis padres. —Charley señaló el esquema con una pluma estilográfica—. Todo se remonta a un tal Jeremiah Rinds, un esclavo nacido hacia 1841 cerca de Holly Springs que tuvo cinco o seis hijos. Uno de ellos era Solomon Rinds, que también tuvo seis hijos, entre ellos Marybelle Rinds, mi abuela. En 1920 Marybelle tuvo a mi madre, Effie Rinds, que nació en este condado. En 1930 Marybelle Rinds, su marido y unos cuantos Rinds más se fueron a Chicago y no volvieron.
—El mismo año en que la familia Hubbard se quedó con la finca de Sylvester Rinds —dijo Portia.
Aunque las demás lo estaban oyendo, no sacaron mucho en claro. Portia ni siquiera estaba segura de que hubiese alguna relación. Faltaban demasiados datos.
—De eso no sé nada —dijo Charley—, pero mi madre se acuerda de una prima que según ella podría ser hija única de Sylvester Rinds. Por lo que sabemos nació hacia 1925. En 1930 se dispersó la familia y perdieron el contacto, pero con los años fueron surgiendo los típicos rumores familiares. Se supone que esta chica se quedó embarazada siendo muy joven, que el padre se fue en tren y que la familia no llegó a enterarse de qué le había pasado al bebé. Mi madre se acuerda de que su prima se llamaba Lois.
—Yo he oído que mi madre se llamaba Lois —dijo Lettie con cautela.
—Pues nada, lo miramos en tu partida de nacimiento —dijo Charley como si hubiera llegado finalmente a un momento decisivo.
—Nunca la he tenido —dijo Lettie—. Sé que nací en el condado de Monroe en 1941, pero no hay partida oficial.
—Ni tampoco consta el nombre del padre o de la madre en ningún sitio —añadió Portia—. Esto lo hemos descubierto hace poco en el condado de Monroe. La madre aparece como L. Rinds, de dieciséis años. El padre es H. Johnson, pero no vuelve a desaparecer en ningún sitio.
Charley se había llevado un chasco. Después de esforzarse tanto y de viajar hasta tan lejos para demostrar su parentesco con aquella prima recién descubierta, se encontraba en vía muerta. ¿Cómo es posible vivir sin una partida de nacimiento?
—A mi madre —siguió explicando Portia— la adoptaron, o algo así, Cypress y su marido. Hasta los treinta años no supo la verdad, y para entonces se habían muerto o marchado tantos de sus parientes que en el fondo daba igual.
—Me enteré cuando ya estaba casada y con tres hijos —dijo Lettie—. Tampoco podía irme a la aventura, a buscar parientes muertos… Además, la verdad es que ni entonces me importaba ni me importa ahora. Yo era una Tayber. Mis padres eran Clyde y Cypress. Tenía seis hermanos y hermanas.
Le irritaba sonar tan a la defensiva cuando no le debía ninguna explicación a aquel desconocido, fuera o no primo suyo.
—O sea —dijo Portia—, que según tu teoría parece que mi madre podría ser una Rinds del contado de Ford, pero es imposible demostrarlo.
—No, si de que es una Rinds estoy convencidísimo —dijo Charley, aferrado a un clavo ardiendo. Dejó caer los documentos en la mesa como si contuvieran una verdad indiscutible—. Probablemente seamos siete u ocho primos.
—Como todos los negros del norte de Mississippi —dijo Lettie, casi entre dientes.
Las mujeres se apartaron de la mesa. Una de las hermanas, Shirley, hija de Cypress, llegó con una cafetera y rellenó las tazas.
Charley, que no parecía amedrentarse, siguió hablando por los codos mientras la conversación se alejaba de linajes y dudosas historias familiares. Había venido en busca de dinero, y traía los deberes hechos. Su labor detectivesca había acercado más que nunca a Lettie a sus auténticos antepasados. Aun así, seguía sin haber suficientes datos objetivos para atar los cabos sueltos. Quedaban demasiadas lagunas, y demasiadas preguntas de imposible respuesta.
Portia se quedó en segundo plano, escuchando sin intervenir. Empezaba a cansarse de los brillantes y la sofisticación de Charley, pero le fascinaban sus indagaciones. Portia, Lucien y ahora Lettie partían de la misma e infundada premisa, la de que Lettie estaba emparentada con los Rinds que habían sido propietarios de la finca transmitida a los Hubbard en 1930. Si llegaba a demostrarse, podría ayudar a explicar la decisión de Seth. O no. También podría suscitar muchas preguntas, algunas de las cuales podían perjudicarlos. ¿Habría alguna parte admisible a juicio? En opinión de Lucien probablemente no, aunque valía la pena seguir buscando con el mismo tesón.
—¿Aquí dónde se come mejor? —preguntó Charley sin rodeos—. Os invito a todas.
¡Qué idea tan de Chicago! En Clanton casi nunca se comía fuera de casa. Hacerlo un sábado, con un joven tan encantador, que por si fuera poco se encargaba de pagar la cuenta, era irresistible. Se decidieron enseguida por Claude’s, el bar de la plaza cuyos dueños eran negros. Los sábados Claude hacía costillas de cerdo a la barbacoa y lo tenía todo lleno.
Era la primera vez que Lettie subía a un Cadillac último modelo desde la mañana del día antes del suicidio, cuando había llevado a Seth a la oficina. Seth la había hecho conducir, y ella se había puesto muy nerviosa. Lo recordó perfectamente al sentarse junto a Charley. Sus tres hijas se arrellanaron en la lujosa piel del asiento trasero, y de camino a la plaza admiraron lo bien equipado que estaba el coche. Charley hablaba sin parar y conducía despacio, para que los lugareños pudieran admirarlo. Solo tardó unos minutos en comentar sus planes de comprar una funeraria muy rentable del South Side de Chicago. Portia miró a Phedra, y esta a Clarice. Charley lo vio por el retrovisor, pero no dejó de hablar.
Según su madre, que a sus sesenta y ocho años gozaba de buena salud y excelente memoria, su rama de la familia Rinds había vivido cerca de las otras, con las que en un momento dado había formado una comunidad de ciertas dimensiones, aunque con el tiempo se habían sumado a la gran migración y se habían ido al norte en busca de trabajo y una vida mejor. Después de irse de Mississippi, ya no habían sentido ganas de volver. Los que ya estaban en Chicago mandaron dinero para el viaje a los rezagados, y así, con el paso del tiempo, huyeron o murieron todos los Rinds.
La funeraria podía ser una mina de oro.
A mediodía casi no quedaba sitio en el pequeño restaurante. Claude, con un mandil de un blanco inmaculado, atendía a los clientes, mientras que su hermana se encargaba de la cocina. No hacían falta cartas. A veces escribían los platos del día en una pizarra, pero la mayoría de las veces se comía lo que estuviera preparando la hermana. Claude servía los platos, dirigía el tráfico, cobraba en caja, creaba más rumores de los que filtraba y en líneas generales llevaba el local con mano dura. Para cuando Charley y las mujeres ocuparon sus asientos y pidieron té helado, Claude ya había oído que eran todos parientes, y su respuesta había sido poner los ojos en blanco. Ahora eran todos parientes de Lettie…
Un cuarto de hora después entraron tranquilamente Jake y Lucien como por casualidad, lo cual no era cierto: Portia había llamado a Lucien por teléfono media hora antes para darle el aviso. Cabía alguna posibilidad de que Charley fuera un vínculo con el pasado, con el misterio de la familia Rinds, y Portia había pensado que Lucien podía estar interesado en conocerle. Una vez hechas las presentaciones, Claude sentó a los dos blancos en una mesa aparte, cerca de la cocina.
Mientras comían costillas de cerdo y puré de patatas, Charley siguió pregonando los beneficios astronómicos del negocio funerario en «una ciudad de cinco millones», aunque las mujeres empezaban a perder interés. Charley había estado casado, pero ahora estaba divorciado. Dos hijos, que vivían con la madre. Él había ido a la universidad. Las mujeres sonsacaron poco a poco los detalles mientras disfrutaban a fondo de la comida. Cuando llegó el pastel de crema de coco ya no le hacían ni caso y se dedicaban a dejar a la altura del betún a un diácono que se había fugado con una mujer casada.
Por la tarde Portia fue a casa de Lucien por primera vez. El tiempo había cambiado de repente y hacía frío y viento, por lo que el porche quedaba descartado de antemano. Le intrigaba conocer a Sallie, una persona a quien rara vez se veía en la ciudad, pero que aun así era muy conocida. Su situación provocaba condenas incesantes a ambos lados de las vías, aunque no parecía que la molestaran, ni tampoco a Lucien. Portia se había dado cuenta enseguida de que en el fondo a Lucien no le molestaba nada, al menos en lo relativo a lo que pensara u opinara la gente. Despotricaba contra la injusticia, o la historia, o los problemas del mundo, pero mantenía una dichosa indiferencia respecto a las observaciones ajenas.
Sallie tenía unos diez años más que Portia. No era hija de Clanton. De hecho nadie sabía con seguridad de dónde era su familia. A Portia le pareció una persona educada y amable, en absoluta incómoda con la presencia de otra mujer negra en la casa. Lucien tenía encendida la chimenea de su estudio, donde Sallie les sirvió chocolate caliente. Lucien le echó coñac al suyo. Portia lo tomó solo. La idea de añadir alcohol a una bebida tan reconfortante se le hacía casi rara. Claro que ya hacía tiempo que se había dado cuenta de que Lucien nunca había visto una sola bebida que no pudiera mejorarse con uno o dos chorros de alcohol…
Se pasaron una hora actualizando el árbol genealógico, mientras Sallie, presente en la sala, hacía un comentario de vez en cuando. Portia había anotado parte de lo dicho por Charley: datos importantes, como nombres y fechas, y otros prescindibles, como las muertes y desapariciones de personas sin vínculo con ellos. En la zona de Chicago había varias ramas de Rinds, y en Gary algunas más. Charley había mencionado a un primo lejano que vivía cerca de Birmingham, pero no tenía sus datos de contacto. También había hablado de un primo que se había marchado a Texas. Y tal y cual.
En algunos momentos Portia no se creía que pudiera estar sentada al lado de una chimenea en una casa tan bonita, una casa con historia, tomando un chocolate caliente que le había preparado otra persona, y hablando con un granuja de la talla de Lucien Wilbanks. Estaban a la misma altura. Tuvo que recordárselo más de una vez, pero era cierto, porque Lucien la trataba así. Era perfectamente posible que estuvieran perdiendo el tiempo con su persecución del pasado, pero resultaba tan fascinante investigarlo… Lucien estaba obsesionado con el enigma. Albergaba la convicción de que Seth Hubbard había tenido motivos para hacer lo que había hecho.
Y esos motivos no eran el sexo ni la compañía. Suavemente, con toda la confianza, el respeto y el amor que le había sido humanamente posible reunir, Portia le había hecho a su madre la gran pregunta, y Lettie había dicho que no. Nunca. No había llegado a plantearse, al menos por su parte. Nunca se había hablado. Nunca había sido una posibilidad. Jamás.
Randall Clapp introdujo el sobre en uno de los buzones de la oficina de correos del centro de Oxford. Era un sobre blanco de tamaño folio, sin nada especial. No llevaba remite y estaba dirigido a Fritz Pickering, en Shreveport, Luisiana. Contenía dos hojas de papel, copia completa del testamento escrito a mano por Irene Pickering y firmado por ella el 11 de marzo de 1980. La otra copia estaba guardada bajo llave en el bufete de Wade Lanier. El original se hallaba en la carpeta robada en el bufete Freeman, situado a dos manzanas, en la misma calle.
El plan consistía en que Fritz Pickering recibiese la carta anónima, se fijase en el matasellos de Oxford, la abriese, reconociera el viejo testamento y se preguntara quién podía habérselo enviado. Probablemente tuviera una corazonada, pero nunca la seguridad absoluta.
Era sábado por la noche. En los bares de universitarios la juerga estaba en su pleno apogeo, y la policía se preocupaba más por esa actividad que por un hurto de poca monta en un pequeño despacho de abogados. Mientras Clapp se quedaba observando en el callejón, Erby entró por la puerta trasera y tardó cinco minutos en devolver el expediente Pickering a su lugar, donde nadie le hacía caso.