El último viernes de enero Roxy llegó al trabajo a las nueve menos cuarto y encontró a Jake al lado de su mesa, esperando tan tranquilo mientras consultaba un documento, como si no pasara nada. Pero pasaba. Había llegado el momento de una evaluación que no tendría nada de agradable. El comienzo fue plácido.
—Jake, no aguanto aquí más —le espetó Roxy.
Ya estaba llorando. Sin maquillaje, despeinada, con el aspecto cansado de una esposa, madre y mujer fuera de quicio…
—No soporto a Lucien —dijo—. Viene casi cada día y es el colmo de la mala educación. Es vulgar, ordinario, malhablado, sucio y fuma unos puros que son lo más asqueroso del mundo. Le odio.
—¿Algo más?
—Una de dos: o se va él o me voy yo.
—Es que el edificio es suyo.
—¿No puedes hacer nada?
—¿Como qué? ¿Decirle que sea más amable, que no fume ni diga palabrotas, ni insulte a la gente, ni cuente chistes verdes, ni beba? Por si no te has fijado, Roxy, a Lucien Wilbanks no le dice nadie lo que tiene que hacer.
Roxy cogió un pañuelo de papel y se secó las mejillas.
—No puedo más.
Era la ocasión perfecta. Jake no pensaba desperdiciarla.
—Pues nada, quedamos en que lo dejas —dijo, compasivo—. Estaré encantado de escribirte una carta de recomendación.
—¿Me estás despidiendo?
—No, renuncias tú a partir de ya. Si te marchas ahora te doy el día libre. Te mandaré el cheque del último sueldo.
Roxy miró su mesa, y pasó del llanto a la rabia. Diez minutos después se había marchado, dando varios portazos. A las nueve, puntualmente, entró Portia.
—Acabo de cruzarme con Roxy por la calle —dijo—, y no me ha dirigido la palabra.
—Se ha ido. Voy a hacerte una oferta. Puedes trabajar aquí temporalmente como secretaria y recepcionista. Se te considerará una técnica jurídica, no una simple pasante. Lo mires por donde lo mires, es una gran mejora.
Portia lo asimiló sin perder la serenidad.
—No escribo muy bien a máquina.
—Pues practica.
—¿Cuánto se gana?
—Mil dólares al mes durante dos meses de prueba. Después de los dos meses lo reevaluamos.
—¿Horario?
—De las nueve menos cuarto a las cinco, con media hora para comer.
—¿Y Lucien? —preguntó.
—¿Qué le pasa?
—Que está aquí abajo. A mí me gusta estar arriba, en la primera planta, sana y salva.
—¿Te ha molestado?
—Todavía no. Mira, Jake, le tengo simpatía, y trabajamos bien juntos, pero a veces da la sensación de que le gustaría estrechar un poco más la relación, no sé si me entiendes.
—Creo que sí.
—Como me toque le doy cachetes en el culo por toda la habitación.
Jake se rio de la imagen. No cabía la menor duda de que Portia era capaz de cuidarse por sí sola.
—Tendré que hablar con Lucien —dijo—. Déjalo en mis manos, que le avisaré.
Portia respiró hondo, miró el despacho, asintió y sonrió.
—De todos modos, Jake, yo no soy secretaria. Pienso ser abogada, como tú.
—Y te ayudaré en todo lo que pueda.
—Gracias.
—Quiero una respuesta. Ahora mismo.
—Es que no quiero perderme el juicio, y si me instalo aquí en la mesa me lo perderé, ¿verdad?
—Eso ya habrá tiempo de pensarlo. De momento te necesito aquí abajo.
—Vale.
—¿Trato hecho, entonces?
—No. Mil dólares al mes es demasiado poco para una secretaria, recepcionista y técnica jurídica a la vez.
Jake mostró las palmas de las manos, consciente de haber sido derrotado.
—Bueno, pues ¿qué tienes pensado?
—Dos mil está más en la línea del mercado.
—¿Qué narices sabes tú del mercado?
—No mucho, pero sé que mil al mes es demasiado poco.
—Vale. Mil quinientos los dos primeros meses y luego negociamos.
Portia se lanzó hacia Jake y le dio un abrazo, rápido pero un abrazo.
—Gracias, Jake —dijo.
Una hora después Jake lidió con la segunda crisis laboral de la mañana. Lucien irrumpió sin llamar a la puerta y se dejó caer en una silla.
—Jake, hijo mío —empezó a decir con un tono que no presagiaba nada bueno—, me he decidido. Hace meses, o años, que doy vueltas a la decisión de poner en marcha el proceso de readmisión; de ir preparando mi regreso, como si dijéramos, ¿me explico?
Jake, que estaba enfrascado en la respuesta a un escrito de Stillman Rush, dejó lentamente el bolígrafo y logró mirar a Lucien con aire pensativo. Hasta entonces no había salido a relucir la palabra «regreso», pero en los últimos tres meses Lucien se las había arreglado para dosificar todas las insinuaciones posibles en el sentido de que deseaba volver a ejercer la abogacía. Aunque Jake ya se temiera la noticia, le puso en situación comprometida. No quería a Lucien cerca, y menos en funciones de abogado ahora que sus labores de asesor sin cargo ni salario ya empezaban a estar algo manidas. El Lucien abogado equivalía al Lucien jefe. En ese sentido Jake no duraría. En cambio, el Lucien amigo era quien le había dado trabajo, bufete y trayectoria, un hombre de fidelidad a toda prueba.
—¿Por qué? —preguntó Jake.
—Lo echo de menos, Jake. Soy demasiado joven para quedarme sentado en el porche. ¿Me apoyarás?
La única respuesta posible era un sí.
—Pues claro… —dijo enseguida Jake—, ya lo sabes, pero ¿cómo?
—Con tu respaldo moral, Jake, al menos al principio. Ya sabes que antes de que puedan readmitirme tendré que aprobar el examen, lo cual no es poca cosa para un vejestorio como yo.
—Si ya lo aprobaste puedes volver a aprobarlo —dijo Jake con la convicción de rigor, aunque a decir verdad dudaba mucho de que Lucien, empezando desde cero, pudiera empollar seis meses por su cuenta a la vez que intentaba olvidarse del whisky.
—¿Cuento contigo, entonces?
—¿En qué sentido, Lucien? ¿Y cuando te hayan readmitido? ¿Querrás que te devuelva el bufete? ¿Me querrás como machaca? ¿Volveremos a la situación de hace ocho o nueve años?
—No lo sé, pero alguna solución encontraremos, Jake, estoy seguro.
Jake se encogió de hombros.
—Está bien, cuenta conmigo. Te ayudaré en todo lo que pueda.
Ya había ayudado a dos futuros abogados en una mañana. ¿Cuál sería el siguiente?
—Gracias.
—Ya que estás aquí te comento unas cuestiones prácticas. Se ha ido Roxy, y ahora la secretaria es Portia provisionalmente. Es alérgica al humo de puro, o sea que sal a fumar fuera, por favor. Y ten las manos quietas, que ha estado seis años en el ejército, domina la lucha cuerpo a cuerpo y el kárate, y no le gusta que la manoseen viejos verdes blancos. Como la toques te partirá los dientes y luego me denunciará por acoso sexual. ¿Te enteras?
—¿Lo ha dicho ella? Te juro que no he hecho nada.
—Solo te aviso, ¿vale, Lucien? No la toques, no le cuentes chistes verdes ni le hagas comentarios insinuantes, y no bebas ni fumes delante de ella. Se cree que es abogada, y quiere llegar a serlo. Trátala como a una profesional.
—Yo creía que nos llevábamos muy bien.
—No te digo que no, pero te conozco. No la líes.
—Lo intentaré.
—No te limites a intentarlo. Bueno, perdona, es que tengo que seguir trabajando.
Al irse, Lucien murmuró con bastante fuerza para que le oyera Jake:
—Buen culo sí tiene.
—Basta, Lucien.
Normalmente los viernes por la tarde era casi imposible encontrar a un juez en el juzgado o a un abogado en su bufete. Se escaqueaban todos, cada cual a su manera, porque el fin de semana empezaba pronto. Se pescaban muchos peces, se consumía mucha cerveza y se posponían hasta el lunes muchos temas jurídicos. Si era enero, y atardecía un viernes gris, abogados y no abogados por igual cerraban discretamente sus despachos antes de hora y se alejaban de la plaza.
A las cuatro de la tarde, cuando llegó Jake, el juez Atlee estaba en el porche con una manta en las piernas. No hacía viento. Sobre los escalones de entrada flotaba una nube de humo de pipa. Según el letrero del buzón la casa se llamaba Maple Run. Era una especie de mansión antigua y regia, con columnas georgianas y contraventanas alabeadas por el tiempo. Una de tantas residencias de Clanton, y del condado de Ford, que llevaban varias generaciones en manos de la misma familia. A dos manzanas se veía el tejado de Hocutt House.
Reuben Atlee ganaba ochenta mil dólares al año por ser juez, y no destinaba casi nada a su finca. Era viudo desde hacía años. Los arriates de flores, los estropeados muebles de mimbre del jardín y las cortinas rotas del piso de arriba dejaban muy clara la ausencia de un toque femenino. Atlee vivía solo. También había muerto tiempo atrás su asistenta de toda la vida, y el juez no se había molestado en buscarle sustituta. Jake, que le veía todos los domingos por la mañana en la iglesia, había observado con el paso de los años un declive generalizado en su apariencia. Ya no llevaba tan limpios los trajes, ni tan almidonadas las camisas. Tampoco sus nudos de corbata eran tan impecables. A menudo le habría convenido un buen corte de pelo. Estaba claro que el juez Atlee salía todas las mañanas de su casa sin haberse sometido a la debida inspección.
Sin ser un gran bebedor, casi todas las tardes, sobre todo si era viernes, disfrutaba de un buen ponche. Le sirvió a Jack un generoso whisky sour sin preguntar y lo puso en la mesa de mimbre, entre los dos. Hablar de trabajo con el juez en su porche equivalía a tomarse un ponche. Atlee se balanceó en su mecedora favorita y tomó un trago largo y reparador.
—Se rumorea —dijo— que desde hace un tiempo Lucien va mucho a tu bufete.
—Es suyo —dijo Jake.
Los dos contemplaban el césped, que en lo más crudo del invierno estaba deslucido, de un color marrón. Ambos llevaban el abrigo puesto. Como tardara mucho en hacer efecto el whisky, Jake, que no tenía manta, tendría que pedir que entrasen en la casa.
—¿A qué se dedica? —preguntó el juez Atlee.
Conocía a Lucien desde hacía mucho tiempo, y su relación tenía muchos capítulos.
—Le he pedido un informe sobre la finca de Seth Hubbard, y que investigue algunos aspectos jurídicos.
De ningún modo habría revelado Jake lo que le había dicho Lucien por la mañana, y menos al juez Atlee. Si llegaba a saberse que Lucien Wilbanks tramaba su regreso, la mayoría de los jueces de la zona presentarían su dimisión.
—No le pierdas de vista —dijo el juez Atlee; otro consejo no solicitado.
—Es inofensivo —dijo Jake.
—Inofensivo no lo es nunca. —Atlee hizo girar los cubitos, como si la temperatura no hiciera mella en él—. ¿Qué novedades hay en la búsqueda de Ancil?
Jake intentó beber más bourbon evitando los cubitos. Sus dientes empezaban a castañetear.
—Pocas —contestó—. Nuestra gente ha encontrado a una exesposa en Galveston que no ha tenido más remedio que reconocer que hace treinta y cinco años se casó con un tal Ancil Hubbard. Estuvieron casados tres años y tuvieron dos hijos. Después Ancil desapareció. Debe una fortuna en pensiones alimenticias, para los niños y para la ex, pero a ella le da igual. Parece que hace quince años Ancil dejó de usar su verdadero nombre y pasó a la clandestinidad. Seguimos buscando.
—¿Son los de Washington?
—Sí, una empresa de antiguos agentes del FBI especializada en buscar a gente desaparecida. No sé lo buenos que son, pero me consta que son caros. Tengo una factura pendiente.
—Sigue insistiendo. Desde el punto de vista del tribunal, Ancil no está muerto mientras no exista la certeza de que lo está.
—Han empezado a consultar las actas de defunción de los cincuenta estados, y de una docena de otros países. Es un poco largo.
—¿Cómo va el intercambio de pruebas?
—Deprisa. El caso es raro, señor juez, en el sentido de que todos los abogados quieren ir a juicio cuanto antes. ¿Lo había visto muchas veces?
—Pues no sé si alguna.
—Al ser tan prioritario para todos, hay mucha colaboración.
—¿Nadie remolonea?
—Nadie, ni un solo abogado. La semana pasada tomamos declaración a once personas en tres días, todos feligreses que vieron al señor Hubbard la mañana en que murió. Nada de especial interés o que llamara la atención. En general los testigos coinciden en que parecía el mismo de siempre, sin ninguna rareza. De momento hemos tomado declaración a cinco personas que trabajan en su oficina central y que estuvieron con él el día antes de que redactase el testamento.
—Las he leído —dijo el juez Atlee entre dos sorbos.
A otra cosa.
—Están todos muy ocupados con buscarse expertos. Yo he encontrado a mi grafólogo y…
—¿Un grafólogo? ¿No han determinado que es la letra de Seth Hubbard?
—Aún no.
—¿Existe alguna duda?
—La verdad es que no.
—Pues entonces tráemelo para una audiencia antes del juicio y le echaré un vistazo. Quizá podamos zanjar el tema. Mi objetivo es reducir las cuestiones a lo básico y dirimir el caso de la manera menos accidentada posible.
En lo de reducir las cosas a lo básico Reuben Atlee era un maestro. Su odio a las pérdidas de tiempo era tan grande como el que le inspiraban los letrados parlanchines. Jake había visto vapulear a un abogado sin preparación que le exponía un argumento pobre al juez Atlee. A la tercera repetición, el juez le había interrumpido diciendo: «¿Qué se cree que soy, tonto o sordo?». Azorado, pero bastante sensato para no replicar, el abogado no había podido hacer otra cosa que poner cara de incredulidad. Después el juez Atlee había dicho: «Mi audífono funciona de perlas, y no soy tonto. Si vuelve a repetirse dictaminaré a favor de la otra parte. Vamos, continúe».
¿Eres tonto o sordo? Era una pregunta que se hacía mucho en los círculos jurídicos de Clanton.
Ahora el bourbon sí empezaba a caldear el ambiente. Jake se obligó a beber más despacio. Con una copa bastaría. A Carla no le sentaría bien verle llegar a casa medio piripi un viernes por la tarde.
—Como era de esperar —dijo— habrá bastantes testimonios médicos. El señor Hubbard pasaba muchos dolores y tomaba un montón de medicinas. La otra parte intentará demostrar que su salud mental se resintió, así que…
—Lo entiendo, Jake. ¿A cuántos peritos médicos escuchará el jurado?
—De momento no lo sé muy bien.
—¿Cuántos peritajes médicos puede entender un jurado de esta ciudad? Entre los doce tendremos como máximo a dos licenciados, a un par que no acabaron los estudios y el resto tendrá el graduado escolar.
—Seth Hubbard no acabó los estudios.
—Es verdad, y me apuesto lo que quieras a que nunca le pidieron que evaluase peritajes médicos contradictorios. Lo digo, Jake, porque tenemos que guardarnos de abrumar al jurado con demasiados dictámenes periciales.
—Lo entiendo. Si representara a la otra parte haría comparecer a un montón de peritos para sembrar dudas. Así confundiría a los miembros del jurado y les daría motivos para sospechar que Seth no pensaba claramente. ¿Usted no, señoría?
—No hablemos de estrategias procesales, Jake. No me gusta que intenten influir en mí. Por si no lo sabes, contraviene el reglamento.
Atlee lo dijo con una sonrisa, pero dejando las cosas claras.
Se hizo un silencio largo y denso en la conversación, mientras bebían y saboreaban la tranquilidad.
—Hace seis semanas que no cobras —dijo finalmente el juez.
—He traído los papeles.
—¿Cuántas horas?
—Doscientas diez.
—¿O sea, treinta mil contando por lo bajo?
—Exacto.
—Parece razonable. Sé que trabajas mucho, Jake, y estoy encantado de dar el visto bueno a tus honorarios, pero si me permites que me inmiscuya en tus negocios, hay algo que me preocupa un poco.
En ese momento Jake no habría podido decir nada que evitara que el juez se inmiscuyese. Cuando le caías bien a Atlee, sentía la necesidad de darte consejos no solicitados sobre un amplio abanico de temas, esperando que te dieras por afortunado al recibir sus favores.
—Adelante —dijo Jake, preparándose para lo peor.
Un ruido de cubitos, seguido de otro sorbo.
—Ahora, y en el futuro próximo, cobrarás bien por tu trabajo, y a nadie le molestará. Tú mismo dijiste que el lío lo montó Seth Hubbard, y que se lo vio venir. Pase. Ahora bien, dudo que fuera muy sensato dar la impresión de que te has vuelto rico de la noche a la mañana. La señora Lang ha trasladado a su familia a la ciudad, a la casa de los Sappington, que ya sabemos que no es nada especial, y que por algo no se ha vendido, pero no está en Lowtown, sino a nuestro lado de las vías. Ha habido quejas. Queda feo. Mucha gente cree que la señora Lang ya ha empezado a gastarse el dinero, y les sienta mal. Ahora dicen por ahí que le tienes puesto el ojo a Hocutt House. No me preguntes cómo lo sé. Esta ciudad es pequeña. Dar un paso así, en un momento así, llamaría mucho la atención, y en ningún caso de manera favorable.
Jake se había quedado sin habla. Viendo a lo lejos el hastial más alto de Hocutt House, hizo el vano esfuerzo de intentar deducir quién se lo había contado a quién, y cómo se había filtrado la noticia. Willie Traynor le había hecho prometer silencio, porque no quería verse acosado por otros compradores. Harry Rex era confidente de los dos, de Jake y Willie, y aunque le encantase difundir rumores maliciosamente no habría dado un chivatazo así.
—Solo es un sueño —logró decir—. Queda muy lejos de nuestro presupuesto, y aún estoy empantanado en la demanda, pero gracias.
Gracias por haber vuelto a inmiscuirse, señoría. De todos modos, mientras respiraba hondo y esperaba a que se le pasara el enfado, Jake reconoció en su fuero interno que Carla y él se habían dicho lo mismo. Una compra tan evidente llevaría a mucha gente a sospechar, como era natural, que Jake medraba a expensas de un muerto.
—¿Ha salido el tema de un posible acuerdo extrajudicial? —preguntó el juez.
—Algo se ha dicho —respondió enseguida Jake, impaciente por cambiar de tema y dejar el asunto inmobiliario atrás.
—¿Y?
—No hemos llegado a nada. En su carta, Seth Hubbard me daba instrucciones muy explícitas. Lo que decía exactamente, creo, era: «Luche usted sin cuartel, señor Brigance. Es necesario que venzamos». No es que deje mucho margen para la negociación.
—Pero Seth Hubbard está muerto, y la demanda que ha creado sigue viva. ¿Qué le dirás a Lettie Lang cuando el jurado se pronuncie en contra de ella, si es que se da el caso, dejándola sin nada?
—Mi cliente no es Lettie Lang, sino la sucesión, y mi trabajo consiste en hacer que se apliquen los términos del testamento que la ha generado.
El juez Atlee asintió como si estuviera de acuerdo, aunque no lo dijo.