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Para quienes pretendían impugnar el testamento manuscrito de Seth Hubbard, las Navidades llegaron con retraso, para ser exactos el 16 de enero.

Fue un investigador al servicio de Wade Lanier, Randall Clapp, quien dio con el filón: finalmente encontró a un posible testigo cuyo nombre era Fritz Pickering, y que vivía cerca de Shreveport, Luisiana. Clapp era el investigador número uno de Lanier, y tenía bien entrenado el olfato. Pickering se dedicaba a sus asuntos, sin conocer las intenciones de Clapp, pero le picó la curiosidad y quedaron en un delicatessen donde Clapp le invitó a comer.

Clapp estaba entrevistando a los antiguos jefes de Lettie Lang, casi todos blancos ricos acostumbrados a tener servicio de raza negra en sus casas. En su declaración, Lettie había dado todos los nombres que recordaba, al menos según su testimonio, pero sin descartar que en los últimos treinta años pudiera haber habido uno o dos más. No llevaba la cuenta, como la gran mayoría de las asistentas. A quien no mencionó fue a Irene Pickering, una de sus antiguas jefas, cuyo nombre salió a relucir durante una entrevista de Clapp con otro de sus empleadores.

Lettie nunca había trabajado más de seis años para nadie. Las razones eran múltiples, y no tenían nada que ver con que no hiciera bien su cometido. Al contrario, casi todos sus antiguos jefes la tenían en mucha consideración. El caso de Pickering resultó ser distinto como narró mientras se comía una sopa y una ensalada.

Unos diez años antes, en 1978 o 1979, su madre, Irene Pickering, viuda, había contratado a Lettie Lang para limpiar y cocinar. La señora Pickering vivía justo a las afueras del pequeño pueblo de Lake Village, en una casa vieja que había pertenecido a la familia desde tiempos inmemoriales. Por aquel entonces Fritz Pickering vivía en Tupelo y trabajaba en una compañía de seguros, que era la que le había trasladado a Shreveport. Iba a ver a su madre al menos una vez al mes, y había llegado a conocer bastante a Lettie. Todos estaban encantados con la relación, sobre todo la señora Pickering. En 1980 su salud inició un rápido declive. Era evidente que no le quedaba mucho tiempo. Lettie alargó su jornada y se mostró sinceramente compasiva con la moribunda, pero Fritz y su única hermana empezaron a albergar sospechas sobre la gestión de la economía doméstica de su madre. Poco a poco Lettie se había ido encargando de cobrar las facturas y extender los talones, aunque al parecer siempre llevaban la firma de la señora Pickering. Era Lettie quien hacía el seguimiento de los extractos bancarios, de los formularios del seguro, de los recibos y de todo el papeleo.

Un día Fritz recibió una llamada urgente de su hermana, que había encontrado un documento sorprendente: era un testamento escrito a mano por su madre, en el que le dejaba cincuenta mil dólares a Lettie Lang. Fritz salió del trabajo, se acercó rápidamente a Lake Village, se reunió con su hermana y echó un vistazo al testamento. Estaba fechado dos meses antes y firmado por Irene Pickering. La letra era inconfundible, pese a constituir una versión mucho menos enérgica que la que conocían ellos dos desde su infancia. La hermana de Fritz había encontrado el testamento en un sobre de lo más normal, dentro de una Biblia antigua de la familia, en la estantería de los libros de cocina. Cuando se lo dijeron a su madre, ella no quiso hablar del tema y escudándose en su debilidad.

En aquel momento la señora Pickering tenía ciento diez mil dólares en un certificado de depósito y dieciocho mil en una cuenta corriente. Lettie tenía acceso a los extractos bancarios de ambas cuentas.

Por la mañana, los hermanos abordaron a Lettie cuando llegó al trabajo y en el transcurso de una discusión muy fea la acusaron de haber convencido, o incluso obligado, a su madre a redactar el testamento. Ella dijo que no sabía nada. Se mostró sinceramente sorprendida, por no decir dolida. Aun así la despidieron y la hicieron salir inmediatamente de la casa. Después subieron a su madre al coche y la llevaron a un bufete de Oxford, donde vivía la hermana. Allí esperaron a que el abogado preparase un testamento de dos páginas donde no aparecía Lettie Lang, y que se lo dejaba todo a partes iguales a Fritz y su hermana, tal como habían hablado muchas veces con su madre. La señora Pickering firmó allí mismo, falleció un mes más tarde y no hubo problemas con la sucesión. Fritz y su hermana vendieron la casa y el terreno, y se dividieron los bienes sin la menor desavenencia.

En vida de Irene le preguntaron muchas veces por el testamento manuscrito, pero ella siempre se disgustaba y no quería hablar del tema. También las preguntas sobre Lettie Lang la hacían llorar. Al final los dos hijos renunciaron a nuevas discusiones. En honor a la verdad, cuando la señora Pickering firmó el testamento en el bufete no estaba del todo en su sano juicio, situación que hasta su muerte no experimentó ninguna mejoría.

A la hora del café, Clapp escuchaba cada vez con más entusiasmo. Estaba grabando la conversación, con permiso de Fritz, y no veía el momento de reproducírsela a Wade Lanier.

—¿Guardaron una copia del testamento manuscrito?

Fritz sacudió la cabeza.

—No recuerdo haber hecho ninguna. En todo caso, si la hubo hace tiempo que se ha perdido. No tengo ni idea de dónde podría estar.

—¿Y el abogado de Oxford? ¿Tenía una?

—Me parece que sí. Cuando fuimos al bufete con mamá le dimos su anterior testamento, que le había redactado un abogado de Lake Village, además del otro, el manuscrito, y estoy seguro de que se los quedó. Dijo que era importante destruir los testamentos previos, porque a veces reaparecen y causan problemas.

—¿Se acuerda de cómo se llamaba el abogado de Oxford?

—Hal Freeman. Era mayor, y ya se ha jubilado. Mi hermana murió hace cinco años. Yo fui su albacea. Para entonces Freeman ya estaba jubilado, pero la sucesión la llevó su hijo.

—¿Habló usted alguna vez con el hijo sobre el testamento escrito a mano?

—No creo. La verdad es que tuve muy poco contacto con él. A los abogados procuro evitarlos, señor Clapp. He tenido muy malas experiencias.

Clapp tuvo la sensatez de saber que había descubierto dinamita, y la experiencia necesaria para darse cuenta de que ya había insistido bastante. Convenía tomárselo con calma, explicárselo todo a Wade Lanier y dejar la batuta en sus manos. Pickering empezó a interesarse por los motivos de Clapp para seguir la pista de Lettie, pero chocó contra un muro de vaguedades. Acabaron de comer y se despidieron.

Wade Lanier escuchó la grabación con su habitual seriedad y su habitual mutismo. En cambio su socio, Lester Chilcott, disimulaba a duras penas su entusiasmo. Después de salir Clapp del despacho de Lanier, Chilcott se frotó las manos.

—¡Se acabó el partido! —dijo.

Wade finalmente sonrió.

Primer paso: no tener ningún otro contacto con Pickering. Al haber muerto su madre y su hermana, era la única persona que podía testificar sobre el testamento manuscrito, aparte de Hal Freeman. Dos llamadas rápidas a Oxford corroboraron que Freeman estaba jubilado y seguía con vida, y que su antiguo bufete lo llevaban sus dos hijos, Todd y Hank. De momento, ignorar a Pickering. Ningún contacto entre el bufete de Lanier y Pickering, porque llegado el momento sería importante que Pickering declarase no haber hablado nunca con los abogados.

Segundo paso: encontrar a toda costa el testamento manuscrito. Si existía, localizarlo y conseguirlo, a poder ser sin que se enterase Hal Freeman. Encontrarlo antes de que lo hicieran Jake u otros.

Tercer paso: de momento, esconderlo y reservarlo para más adelante. El uso más teatral y eficaz del testamento escrito a mano por Irene Pickering tendría lugar en el transcurso del juicio, cuando Lettie Lang, en el estrado, negase saber nada de él. Lo mostrarían entonces, y la dejarían como una mentirosa. Y demostrarían al jurado que lograr mediante la complicidad que sus ancianos y vulnerables jefes escribieran a mano un testamento era una artimaña habitual en Lettie.

Se trataba de una estrategia llena de peligros. El primero, y más obvio, eran las normas básicas del intercambio de pruebas. Jake había presentado interrogatorios que requerían de sus adversarios divulgar la identidad de cualquier posible testigo. Lo mismo habían hecho Lanier y los otros abogados. Era un procedimiento estándar del nuevo ordenamiento probatorio, regido en principio por la más absoluta transparencia. Mantener oculto a un testigo como Fritz Pickering no solo contravenía la ética, sino que era peligroso. Pocas veces daba fruto intentar crear sorpresas en un juicio. Lanier y Chilcott necesitaban tiempo para urdir estrategias con las que esquivar la norma. Había excepciones, pero no dejaban mucho margen.

Otro elemento no menos conflictivo era el plan de encontrar el testamento escrito a mano por Irene. Cabía la posibilidad de que lo hubieran destruido con otros miles de expedientes antiguos y carentes de valor de los archivos de Freeman. Sin embargo, los abogados solían conservar sus viejos expedientes durante más de treinta años, así que existían bastantes posibilidades de que el testamento siguiera en algún sitio.

Ignorar a Fritz también era problemático. ¿Y si le encontraba otro abogado y le hacía las mismas preguntas? Si daba la casualidad de que el abogado era Jake se perdería el factor sorpresa. Jake tendría tiempo de sobra para preparar con Lettie una declaración que pudiera contentar al jurado. Seguro que podría darle un giro favorable a la historia. Por otra parte, despotricaría contra la infracción de la normativa de intercambio de pruebas, y el juez Atlee no sería clemente.

Lanier y Chilcott sopesaron la idea de ponerse en contacto directamente con Freeman. Si el testamento estaba acumulando polvo en algún archivador, no cabía duda de que Freeman podría facilitárselo sin que nadie se viera obligado a robarlo. Además sería un testigo respetable en el juicio. En contrapartida, hablar con Freeman significaría destapar su gran secreto. Se revelaría su nombre como potencial testigo, y se perdería el factor sorpresa. Quizá fuera necesario ponerse en contacto con él más tarde, pero de momento Wade Lanier y Lester Chilcott se daban por satisfechos si urdían una trama de silencio y argucias. No siempre era fácil mantener ocultos los engaños. Había que planearlo todo meticulosamente. A ellos dos, no obstante, se les daba bien.

Dos días más tarde Randall Clapp entró en el bufete Freeman e informó a la secretaria de que estaba citado a las cuatro. El bufete, de dos socios, ocupaba un bungalow reconvertido, a una manzana de la plaza de Oxford, justo al lado de una caja de ahorros y en la misma calle que el juzgado. Durante la espera en recepción, Clapp hojeó una revista y miró a su alrededor. Cámaras de vídeo o sensores, ninguno; una cerradura de pestillo en la puerta del bufete; ninguna cadena, o casi nada que pudiera disuadir al más simple y estúpido ladrón de entrar de noche y tomárselo con calma. ¿Y por qué iba a haber algo, si aquel edificio no contenía nada con valor real más allá de las montañas habituales de papeles?

Era el típico bufete de pueblo, como Clapp los había visto a cientos. Ya se había paseado por el callejón de atrás y examinado la entrada trasera; una cerradura de pestillo, pero nada inexpugnable. Erby, su ayudante, podría entrar bien por delante o por detrás más deprisa que los propios empleados con la llave.

Cuando le recibió Todd Freeman, Clapp le dijo que quería comprarse unos terrenos al oeste del pueblo, al lado de la carretera principal. Dio su nombre, su trabajo y su tarjeta reales, pero mintió al decir que él y su hermano querían montar un veinticuatro horas para camioneros. Los trámites serían los de rutina. Todd parecía bastante interesado. Clapp pidió ir al lavabo y le indicaron que estaba al fondo del pasillo. Una escalera de quita y pon, al menos dos salas repletas de expedientes y una pequeña cocina con la ventana rota y sin cerrojo. No había sensores de seguridad por ningún sitio. Estaba chupado.

Erby entró en el edificio justo después de medianoche, mientras Clapp, discretamente apoltronado en su coche vigilaba al otro lado de la calle por si había problemas. Era el 18 de enero, un miércoles de frío, y los estudiantes no habían salido de marcha. La plaza estaba muerta. El principal temor de Clapp era llamar la atención de algún policía aburrido. Una vez dentro, Erby le llamó por radio: no había moros en la costa. Solo había tardado unos segundos en forzar la puerta trasera gracias a su fiel navaja. Recorrió los despachos con una linterna de infrarrojos de bolsillo. Todas las puertas interiores se podían abrir. La escalera de quita y pon era precaria y rechinaba, pero consiguió bajarla sin hacer demasiado ruido. Se puso en la ventana de delante y llamó por radio a Clapp, que no vio su sombra dentro del bufete. Acto seguido empezó por uno de los almacenes, con guantes, sin cambiar nada de sitio. Tardaría horas. No tenía prisa. Abrió cajones y miró expedientes, fechas, nombres y demás, tocando documentos que nadie había tocado en semanas, meses o años. Clapp movió su coche a un aparcamiento del otro lado de la plaza y se adentró en los callejones. A la una Erby abrió la puerta trasera y Clapp entró en el edificio.

—Hay archivadores en todas las salas —dijo Erby—. Parece que los expedientes actuales los guardan en los despachos de los abogados, y algunos los tienen las secretarias.

—¿Y las dos salas? —preguntó Clapp.

—Son expedientes de hasta hace unos cinco años. Algunos están retirados, y otros no. Todavía estoy buscando. Aún no he acabado con la segunda sala. Hay un sótano grande lleno de muebles viejos, máquinas de escribir, libros jurídicos y más expedientes, todos retirados.

En la segunda sala no encontraron nada de interés. Era la típica panoplia de expedientes viejos que se encuentra en cualquier bufete de pueblo. A las dos y media Erby subió con precaución por la escalera abatible y desapareció en el desván. Clapp plegó la escalera y bajó al sótano. El desván era una sala ciega, de una oscuridad absoluta, llena de cajas de cartón pulcramente alineadas y con cuatro hileras de profundidad. Como no podían verle desde fuera, Erby dio más potencia a la linterna y examinó las cajas. Cada una tenía un código escrito a mano con un rotulador de color negro: «Inmobiliario, 1/1/76-8/1/77», «Penal, 3/1/81-7/1/81», etc. Le alivió encontrar carpetas de hacía una docena de años. En cambio le frustró la ausencia de todo lo relativo a escrituras y herencias.

Estarían en el sótano. Después de media hora de búsqueda Clapp encontró un montón de cajas del mismo tipo que las del desván donde ponía «Sucesiones, 1979-1980». Sacó una, la abrió con cuidado y empezó a hojear docenas de expedientes. El de Irene Pickering llevaba la fecha de agosto de 1980. De cuatro centímetros de grosor, permitía seguir los trámites jurídicos desde el día en que Hal Freeman había preparado el testamento de dos páginas firmado de inmediato por Irene hasta el auto final que relevaba a Fritz Pickering de su condición de albacea. La primera entrada era un testamento antiguo redactado por el abogado de Lake Village. La segunda, un testamento manuscrito. Clapp lo leyó en voz alta, despacio, ya que en algunos pasajes resultaba difícil descifrar la letra. El cuarto párrafo contenía un legado de cincuenta mil dólares a Lettie Lang.

—Bingo —murmuró.

Dejó la carpeta en una mesa, cerró la caja, la devolvió con suavidad a su sitio, rehizo su camino con cautela y salió del desván. Con la carpeta dentro de un maletín, salió al oscuro callejón y pocos minutos después llamó por radio a Erby, que apareció en la puerta trasera y solo se detuvo para echar rápidamente el cerrojo. Que ellos supieran no habían desordenado nada, ni habían dejado huellas. De hecho, el bufete pedía a gritos una buena limpieza, y a nadie le llamaría la atención algo de tierra desprendida de un zapato, o un poco de polvo movido de su sitio.

Tras dos horas y media en coche llegaron a Jackson y se reunieron antes de las seis de la mañana con Wade Lanier en su despacho. Pese a sus treinta años de experiencia en pleitos, Lanier no recordaba haber encontrado nunca una bomba igual. Quedaba en pie, no obstante, una pregunta: ¿cuál era el mejor modo para su explosión?

El bar de Benny el Gordo quedaba al final de la parte asfaltada de una carretera de condado, que a partir de aquel punto pasaba a ser de grava. Portia había crecido en Box Hill, un barrio conflictivo y aislado, que quedaba oculto detrás de una ciénaga y unas colinas, y en cuyos alrededores vivían muy pocos blancos; pero Box Hill era Times Square en comparación con Prairietown, una barriada casi inaccesible que daba miedo solo de verla. Estaba al final del condado de Noxubee, a unos quince kilómetros de la frontera de Alabama. Si Portia hubiera sido blanca, no se habría atrevido ni a parar. Delante había dos surtidores de gasolina y unos cuantos coches sucios aparcados en la grava. Saludó al adolescente de detrás de la barra, mientras la puerta mosquitera daba un portazo a sus espaldas. Había algunos productos de alimentación, refrescos y neveras de cerveza, y al fondo una docena de mesas bien puestas, con manteles de cuadros rojos y blancos. Olía mucho a grasa. En una plancha chisporroteaban hamburguesas. Sujetando una espátula como si fuera un arma, un individuo corpulento y de panza colosal hablaba con dos hombres sentados en taburetes. Quedaba bastante claro quién de ellos era Benny el Gordo.

«Haga aquí su pedido», ponía en un letrero.

—¿Qué desea? —dijo el cocinero, sonriendo amablemente.

Portia le obsequió con su mejor sonrisa.

—Póngame un perrito caliente y una Coca-Cola —dijo con voz susurrante—. Estoy buscando a Benny Rinds.

—Soy yo —dijo él—. ¿Y tú…?

—Me llamo Portia Lang, de Clanton, pero es posible que sea una Rinds. No estoy segura, pero estoy buscando información.

Benny señaló una mesa con la cabeza. Diez minutos más tarde puso el perrito y la Coca-Cola delante de Portia y se sentó al otro lado.

—Estoy haciendo el árbol genealógico de la familia —dijo ella—, y me están saliendo muchas ovejas negras.

Benny se rio.

—Haber venido a verme antes de empezar.

Sin tocar el perrito, Portia habló de su madre, y de la madre de su madre. Benny no las conocía de nada. Su familia era de los condados de Noxubee y Lauderdale, más hacia el sur que hacia al norte. Nunca había conocido a ningún Rinds del condado de Ford, ni uno solo. Mientras escuchaba, Portia comió rápidamente y acabó en cuanto se dio cuenta de que era un nuevo callejón sin salida.

Dio las gracias a Benny y se marchó. Durante el camino de vuelta paró en todos los pueblos y miró los listines telefónicos. Por aquella zona había muy pocos Rinds: unos veinte en el condado de Clay y unos doce en el de Oktibbeha, cerca de la universidad del estado. Ya había hablado por teléfono con una docena en el condado de Lee, tanto en Tupelo como en sus alrededores.

Portia y Lucien ya tenían identificados a veintitrés miembros de la familia Rinds que habían vivido en el condado de Ford durante los años previos a 1930, la fecha en que habían desaparecido todos. Tarde o temprano encontrarían a algún descendiente, un anciano familiar que supiera algo y estuviera dispuesto a hablar.