El día de Nochebuena Jake durmió hasta tarde, o todo lo tarde que pudo. Se levantó de la cama a las siete, dejando a Carla en el limbo, y fue con sigilo a la cocina, donde preparó café, huevos revueltos y panecillos tostados. Cuando entró en el dormitorio con el desayuno, Carla regresó a regañadientes a la vida. Mientras comían despacio y hablaban en voz baja, disfrutando al máximo de un momento excepcional, llegó Hanna dando brincos de emoción, y hablando sin parar de Santa Claus. Se encajó entre sus padres y cogió ella misma un panecillo. Después, sin que se lo pidieran, enumeró todo lo que había puesto en su carta al Polo Norte y se mostró sinceramente preocupada por la posibilidad de haber pedido demasiado. Sus padres discreparon con paciencia. A fin de cuentas, era hija única y solía conseguir lo que quería. Además, había una sorpresa que eclipsaría todas sus otras peticiones.
Una hora después Jake y Hanna se fueron a la plaza, mientras Carla se quedaba en casa para envolver los regalos. Roxy tenía el día libre, y Jake tenía que ir a buscar un regalo para su mujer. El mejor escondrijo era siempre el bufete. No esperaba encontrarse allí a nadie, pero no le sorprendió demasiado ver a Lucien en la sala de reuniones rebuscando en una pila de carpetas viejas. Parecía llevar horas en el mismo sitio. Lo más importante, sin embargo, era que se le veía limpio y sobrio.
—Tenemos que hablar —dijo.
A Hanna le encantaba fisgar por el amplio despacho de su padre, así que Jake la dejó a sus anchas en el piso de arriba y fue en busca de café. Lucien ya se había tomado media cafetera, y parecía bastante centrado.
—No te lo vas a creer —dijo al cerrar la puerta de la sala de reuniones.
Jake se dejó caer en una silla y removió el café.
—¿Puede esperar hasta el lunes? —preguntó.
—No. Cállate y escucha. La gran pregunta es la siguiente: ¿qué razón puede tener una persona para hacer lo que hizo Seth Hubbard? ¿Sí o no? Escribir a mano y de cualquier manera un testamento de última hora, excluir a la familia y dejárselo todo a una persona sin el menor derecho a su fortuna… Es la pregunta que te quita el sueño, y seguirá creciendo hasta que averigüemos la respuesta.
—Asumiendo que haya una repuesta.
—Sí. Así que para solucionar el misterio y, esperemos, ayudarte a ganar el caso, tenemos que contestar a esa pregunta.
—¿Tú has averiguado la respuesta?
—Aún no, pero estoy sobre la pista. —Lucien señaló con un gesto de la mano los restos que se acumulaban en la mesa: expedientes, copias de escrituras viejas, notas…—. He examinado los datos catastrales de las ochenta hectáreas que tenía Seth Hubbard en este condado en el momento de morir. Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se incendió el juzgado, se destruyeron muchos documentos, pero he podido reconstruir gran parte de lo que buscaba. He escarbado en todos los libros de escrituras desde principios del siglo XIX, y he hecho una batida por la prensa local a partir de cuando empezó a salir de la imprenta, sin saltarme ni un número. También he hecho bastantes investigaciones genealógicas en las familias Hubbard, Tayber y Rinds. Ya sabes que con los negros es bastante difícil. A Lettie la criaron Cypress y Clyde Tayber, pero no llegaron a adoptarla legalmente. Según Portia, no lo supo hasta los trece años. Portia y yo también pensamos que, en realidad, Lettie era una Rinds, familia que ya no existe en el condado de Ford.
Jake tomó un poco de café y prestó atención. Lucien levantó un gran mapa dibujado a mano y empezó a señalar.
—Esta es la finca original de Hubbard, de algo más de treinta hectáreas, propiedad de la familia desde hace unos cien años. Seth la heredó de su padre, Cleon, que murió hace treinta años. En su testamento Cleon se lo dejaba todo a Seth, sin nombrar a Ancil. Al lado hay otras treinta y pocas hectáreas. Justo aquí, en el puente donde encontraron a Seth después de caerse de la escalera. Estas otras quince hectáreas de aquí las compró Seth hace veinte años, y no tienen importancia. —Lucien estaba dando golpecitos en la segunda finca, donde había dibujado un riachuelo, un puente y un árbol, todo muy rudimentario—. Ahora se pone interesante. La segunda parcela de treinta y pico hectáreas la compró en 1930 Cleon Hubbard y se la vendió Sylvester Rinds o su mujer. Hacía sesenta años que eran tierras de los Rinds. Lo insólito es que Rinds era negro, y parece que su padre era hijo de un esclavo liberto que tomó posesión de la finca hacia 1870, durante la Reconstrucción. No está claro cómo consiguió la propiedad. Yo estoy convencido de que no llegaremos a saberlo. No hay ningún registro.
—¿Cómo pasó de manos de Rinds a las de Cleon? —preguntó Jake.
—Por una simple escritura de renuncia firmada por Esther Rinds, no por su marido.
—¿Dónde estaba el marido?
—No lo sé. Me imagino que muerto, o desaparecido, porque las tierras constaban a su nombre, no al de su mujer. Para que ella pudiera transmitir la propiedad habría tenido que heredar la finca, o sea, que lo más probable es que el marido estuviera muerto.
—¿No hay constancia de la defunción?
—De momento no, aunque sigo indagando. No termina aquí la cosa. A partir de 1930 la familia Rinds deja de estar documentada en el condado de Ford. Desaparece. Hoy en día no se encuentra a un solo Rinds. He buscado en listines telefónicos, censos electorales y fiscales… Todo lo que puedas imaginarte, y no hay Rinds en ningún sitio. Es bastante raro.
—¿Entonces?
—Pues eso, que desaparecieron.
—Quizá se fueran a Chicago, como todo el mundo.
—Puede ser. Sabemos por la declaración de Lettie que su madre la tuvo con unos dieciséis años, sin estar casada, y que a su padre no le conoció. Dice que nació cerca de Caledonia, en el condado de Monroe. Un par de años después murió su madre (a quien Lettie no recuerda) y a ella se la quedó una tía. Luego otra tía, y al final acabó en Alabama, con la familia Tayber. Adoptó el apellido y siguió con su vida. El resto ya se lo has oído declarar. Nunca ha tenido una partida de nacimiento.
—¿Adónde quieres llegar, Lucien?
Lucien abrió otra carpeta y deslizó por la mesa una copia de una sola hoja de papel.
—En esa época nacían muchos bebés negros sin partida de nacimiento. Los tenían en casa, con parteras y todo eso, y nadie se molestaba en consignarlo, pero al menos el departamento de salud de cada condado intentaba llevar un registro de los nacimientos. Esto es una copia de una página del Registro de Neonatos Vivos de 1941. Pone que el 16 de mayo nació en el condado de Monroe, Mississippi, una tal Letetia Delores Rinds, hija de Lois Rinds, de dieciséis años.
—¿Has ido a buscarlo al condado de Monroe?
—Pues sí, y aún no he acabado. Parece que Lettie podría ser una Rinds.
—Pero si ella ha dicho que no se acuerda de nada, al menos antes de su infancia en Alabama…
—¿Tú te acuerdas de algo que te pasara antes de los tres años?
—De todo.
—Pues serás un bicho raro.
—Bueno, ¿y qué pasa si la familia de Lettie era del condado de Ford?
—Supongamos que lo era, aunque solo sea por probar. Y supongamos otra cosa, que habían sido dueños de las mismas treinta hectáreas cuya titularidad pasó en 1930 a Cleon Hubbard, las que heredó más tarde Seth Hubbard. Las que Seth deja en su testamento a Lettie. Se cierra el círculo, ¿no?
—Puede que sí y puede que no. Sigue habiendo lagunas enormes. No puedes dar por sentado que todos los negros con el apellido Rinds del norte de Mississippi procedieran del condado de Ford. Es mucho suponer.
—De acuerdo, solo es una teoría, pero estamos progresando.
—¿Estamos?
—Portia y yo. La he puesto a investigar su árbol genealógico. Ha sondeado a Cypress, por si le daba algún dato, pero es poco habladora. Además, como en la mayoría de las familias, hay muchos trapos sucios que Portia preferiría no haber encontrado.
—¿Por ejemplo?
—Cypress y Clyde Tayber no estaban casados. Tuvieron seis hijos y vivieron juntos cuarenta años, pero no legalizaron su situación.
—No es tan raro para la época. Los protegía el derecho consuetudinario.
—Ya lo sé. Hay bastantes posibilidades de que Cypress ni siquiera tenga parentesco consanguíneo con Lettie. Portia sospecha que a su madre pudieron abandonarla más de una vez antes de dejarla en la puerta de los Tayber.
—¿Lettie habla del tema?
—Mucho no, evidentemente. Su árbol genealógico no es un tema agradable, como te imaginarás.
—¿Si Lettie fuera de la familia Rinds no lo sabría?
—Lo lógico es que sí, pero no tiene por qué. Cypress no le contó la verdad sobre la adopción hasta que tuvo treinta años. De hecho, Cypress no conoció a la madre de Lettie. Imagínate, Jake: durante los primeros treinta años de su vida, Lettie dio por supuesto que sus padres biológicos eran Cypress y Clyde, y que los otros seis hijos eran sus hermanos. Según Portia, al enterarse se llevó un disgusto, pero nunca tuvo ganas de indagar en su pasado. Teniendo en cuenta que los Tayber de Alabama no están ni remotamente emparentados con los Rinds del condado de Ford, supongo que es posible que Lettie no sepa de dónde viene.
Jake lo estuvo pensando unos minutos, entre sorbos lentos de café, tratando de adoptar todas las perspectivas posibles.
—Vale —dijo—, me quedo con tu teoría. Entonces, ¿por qué quiso Seth devolverle las tierras a una Rinds?
—Mi teoría aún no ha llegado tan lejos.
—Y ¿por qué iba a dejárselo todo, las treinta hectáreas y un montón de cosas más, a costa de su propia familia?
—Eso aún lo estoy investigando.
—Me gusta. Sigamos con la investigación.
—Podría ser determinante, Jake, porque demostraría la existencia de un móvil. La gran pregunta es por qué, y si conseguimos darle respuesta es posible que ganes el juicio. Si no, estarás jodido.
—Eso lo dirás tú, Lucien; si mal no recuerdo, justo antes del juicio de Hailey lo veías igual.
—Cuanto antes te olvides de aquel juicio, antes mejorarás como abogado.
Jake sonrió y se levantó.
—Hay cosas que no pueden olvidarse, Lucien. Bueno, con tu permiso me voy de compras con mi hija. Feliz Navidad.
—Chorradas.
—¿Quieres venir a comer?
—Chorradas.
—Me lo imaginaba. Hasta el lunes.
Simeon Lang llegó a su casa en Nochebuena, al anochecer. Llevaba fuera más de dos semanas. Sus viajes le habían llevado hasta Oregón en un tráiler de dieciocho ruedas cargado con seis toneladas de electrodomésticos robados. Tenía un fajo de billetes en el bolsillo, amor en el corazón, villancicos en la garganta y una buena botella de bourbon escondida debajo del asiento. De momento iba completamente sobrio, y se había prometido no dejar que el alcohol estropease las fiestas. En general su humor podía calificarse de bueno, al menos hasta que frenó ante la vieja casa de los Sappington y contó siete coches aparcados sin orden ni concierto en el camino de entrada y el jardín. Reconoció tres de ellos. Sobre los otros tuvo dudas. Cortó a medio estribillo «Jingle Bells» y tuvo ganas de decir palabrotas. Dentro de la casa estaban todas las luces encendidas. Daba la impresión de estar llena de gente.
Una de las ventajas de casarse con Lettie había sido que su familia vivía muy lejos, en Alabama. No tenía parientes en el condado de Ford. Del lado de Simeon había demasiados, y daban problemas. Los de Lettie no, al menos durante los primeros años. Al descubrir Lettie a los treinta que Cypress y Clyde Tayber no eran sus padres biológicos, ni los otros seis hijos hermanos suyos, Simeon se había alegrado sin decirlo; una alegría efímera, no obstante, porque Lettie había seguido tratándolos como si los unieran lazos de sangre. Después se había muerto Clyde, los hijos se habían dispersado y Cypress se había visto en la necesidad de vivir en algún sitio, así que la habían metido en casa provisionalmente. Cinco años después seguía con ellos, más voluminosa y necesitada que nunca. Encima ahora habían vuelto los hermanos, con su prole a cuestas y la mano tendida.
En honor a la verdad, también había algún Lang, en especial una cuñada, que era un incordio constante. Se había quedado en paro y necesitaba un préstamo, a poder ser acompañado de una promesa verbal que no pudiera verse obligada a cumplir. A punto estuvo Simeon de echar mano a la botella, pero se aguantó las ganas y bajó del camión.
Por todas partes había niños. La chimenea estaba encendida, y la cocina llena de mujeres que cocinaban y hombres que probaban. Casi todo el mundo se alegró de ver a Simeon, o fingió muy bien. Lettie sonrió. Se dieron un abrazo. Simeon había llamado el día antes desde Kansas, y le habría prometido estar en casa a la hora de la cena. Lettie le dio un besito en la mejilla, para saber si había bebido, y se relajó considerablemente una vez superada la prueba. Que ella supiera no había ni gota de alcohol en toda la casa, situación que deseaba prolongar encarecidamente. En la sala de estar Simeon abrazó a sus hijos (Portia, Phedra, Clarice y Kirk) y a sus dos nietos. En el piso de arriba sonaba a tope «Rudolph» en un loro, mientras tres niños pequeños paseaban a Cypress en silla de ruedas por el pasillo, a velocidades peligrosas. Los adolescentes veían la tele a todo volumen.
Tanto caos y energía casi hacían temblar la vieja casa. Después de unos minutos Simeon volvió a tranquilizarse. Le habían estropeado la soledad de la carretera, pero a fin de cuentas era Nochebuena, y le rodeaba su familia. Por supuesto que gran parte del amor y el cariño del que hacían gala lo impulsaban la codicia y el deseo de ganarse a Lettie, pero Simeon lo pasó por alto. Había que disfrutar del momento, al menos durante unas horas.
Lástima que no estuviera Marvis.
En el comedor, Lettie juntó a lo largo dos mesas que ella y las demás señoras procedieron a cubrir con pavos asados, jamones, boniatos, media docena de verduras distintas, cazuelas y un surtido impresionante de tartas y pasteles. Hicieron falta unos minutos para reunir a toda la familia en torno a la comida. Cuando estuvieron quietos, Lettie pronunció una breve oración de gratitud, pero tenía algo más que decir. Desdobló una hoja blanca.
—Escuchad, por favor, que es de Marvis.
Al oír su nombre cesó todo movimiento y se inclinaron todas las cabezas. Cada uno tenía sus recuerdos del hijo mayor, desoladores y desagradables en su mayoría.
—«Hola, mamá, papá —leyó Lettie—, hermanos, hermanas, sobrinas, sobrinos, tías, tíos, primos y amigos. Os deseo muy felices fiestas, y espero que estéis disfrutando todos de la Navidad. Es de noche, y escribo en mi celda. Desde aquí se ve un trozo de cielo. Hoy no hay luna, pero sí muchas estrellas. Hay una que brilla muchísimo. Creo que es la del norte, pero no estoy seguro. Bueno, el caso es que ahora mismo estoy haciendo como si fuera la que pasa encima de Belén y lleva a los Reyes Magos hasta el niño Jesús. Mateo, capítulo 2. Os quiero mucho a todos, y me gustaría estar con vosotros. Me arrepiento mucho de mis errores y del dolor que he causado a mi familia y mis amigos. Algún día saldré, y cuando esté en libertad vendré para las Navidades y nos lo pasaremos bomba. Marvis».
La voz de Lettie se mantuvo firme, pero rodaban lágrimas por sus mejillas. Se las secó y logró sonreír.
—Venga, a comer —dijo.
Al ser una fecha especial, Hanna insistió en dormir con sus padres. Leyeron cuentos navideños hasta bastante más de las diez, con un mínimo de dos descansos cada media hora para que Hanna pudiera ir corriendo a la sala de estar y asegurarse de que Santa Claus no hubiera encontrado algún resquicio. Estuvo tan charlatana y movida como siempre, nerviosa por la espera, hasta que de repente se quedó callada. Al alba, cuando Jake se despertó, Hanna estaba encajada debajo de su madre, y tan profundamente dormida como ella, pero bastó un «Me parece que ha pasado Santa Claus» en voz baja para que las chicas se despertaran de golpe. Hanna fue corriendo al árbol y chilló de sorpresa al ver el magnífico botín que le había dejado Santa Claus. Mientras Jake preparaba café, Carla hizo fotos. Abrieron regalos y se rieron con Hanna, mientras crecía la montaña de envoltorios y cajas. ¿Podía haber algo mejor que tener siete años el día de Navidad por la mañana? Cuando empezó a decaer la euforia, Jake salió un momento de la casa y fue a buscar otro paquete en el pequeño cobertizo de al lado del garaje, una caja grande y rectangular envuelta en papel verde con un gran lazo rojo. Dentro gemía el cachorrito. La noche había sido larga para ambos.
—Mira qué he encontrado —anunció al dejar el paquete en el suelo, al lado de Hanna.
—¿Qué es, papá? —preguntó ella, sospechando enseguida.
Dentro el perro, rendido, no decía ni mu.
—Ábrelo —dijo Carla.
Hanna empezó a rasgar el papel. Jake abrió la caja por arriba, y Hanna se asomó. Los ojos con que la miraba Sadie, tristes y cansados, parecían decir: «Sáquenme de aquí».
Harían como si Sadie viniera del Polo Norte, cuando en realidad venía de la perrera del condado, donde Jake la había comprado por treinta y siete dólares, incluidas todas las vacunas y la futura esterilización. Al no existir ni el más remoto atisbo de pedigrí, sus cuidadores no podían formular ninguna hipótesis acerca de su tamaño o su carácter. A uno le parecía que tenía «mucho de terrier», mientras que otro, en profundo desacuerdo, había dicho: «Algo de schnauzer tiene que haber en algún sitio». A la madre la habían encontrado muerta en una zanja. Sadie y sus cinco hermanos habían sido rescatados con aproximadamente un mes de edad.
Hanna la levantó suavemente del suelo y la apretó contra su pecho. La perra, como no podía ser menos, empezó a darle lametazos en la cara. Hanna miró a sus padres con mudo asombro y lágrimas en sus preciosos ojos, sin poder articular ni una palabra.
—Santa Claus le ha puesto Sadie —dijo Jake—, pero puedes elegir el nombre que quieras.
Santa Claus hacía milagros, pero en ese momento quedaron olvidados todos los otros regalos y juguetes.
—Sadie es perfecto —dijo Hanna finalmente.
Una hora después la perra se había hecho con el mando, y los tres seres humanos la seguían por todas partes para asegurarse de que no le faltase de nada.
La invitación al cóctel estaba escrita a mano por Willie Traynor: el día 26 a las seis de la tarde en Hocutt House. Traje de fiesta, que no se sabía muy bien qué quería decir. Carla insistió en que al menos era con corbata, y al final Jake cedió. Al principio, como puro trámite, fingieron no tener ganas de ir, aunque en realidad el 26 lo tenían libre. En Clanton no abundaban los cócteles dignos de ese nombre. Sospecharon que Willie, crecido en Memphis dentro de un ambiente acaudalado, sabía organizarlos. El principal aliciente era la casa. Llevaban años admirando su exterior, pero nunca habían tenido la oportunidad de entrar.
—Se rumorea que quiere venderla —dijo Jake mientras hablaban de la invitación.
No le había contado a su mujer la conversación con Harry Rex, más que nada porque, independientemente del precio final de la casa, no podían permitírsela.
—Ya hace tiempo que lo dicen, ¿no? —contestó Carla, que a partir de aquel momento empezó a soñar con ella.
—Sí, pero según Harry Rex ahora va en serio. Willie nunca se queda a dormir.
Fueron los primeros en llegar, con diez minutos de elegante retraso. Willie estaba solo. Su traje de fiesta consistía en una pajarita roja, un esmoquin de raso negro y un kilt escocés modificado. Más cerca de los cuarenta que de los cincuenta, era un hombre guapo, con el pelo negro y la barba canosa, de un encanto irreprochable, sobre todo con Carla. Jake tuvo que reconocer que le daba un poco de envidia. Pese a aventajarle solo en unos años, ya había ganado su primer millón. Era soltero, con fama de mujeriego, y daba una imagen de hombre de mundo.
Sirvió champán en pesadas flautas de cristal y propuso un brindis navideño.
—Quería contaros algo —dijo después del primer sorbo, sonriendo, como si estuvieran en familia y hubiera noticias importantes.
»He decidido vender esta casa —continuó—. La tengo desde hace dieciséis años, y me encanta, pero no paso mucho tiempo aquí. Necesita dueños de verdad, que la valoren como se merece, la conserven y la dejen como está. —Otro sorbo, para expectación de Jake y Carla—. Y no pienso vendérsela a cualquiera. No tengo tratos con ninguna inmobiliaria. Si puedo evitarlo, no la pondré en venta. No quiero dar que hablar en la ciudad.
Jake no pudo aguantarse la risa. La ciudad ya hablaba.
—Vale, vale, aquí no hay secretos, pero no hace falta que trascienda esta conversación. Me encantaría que os la quedarais vosotros. La verdad es que vi la otra antes de que la destruyeran, y admiré cómo la habíais restaurado.
—Rebaja el precio y trato hecho —dijo Jake.
Willie miró los ojos marrón claro de Carla.
—La casa os pide a gritos —dijo.
—¿Cuánto? —preguntó Jake con la espalda en tensión, prometiéndose no flaquear cuando oyera la cifra.
—Doscientos cincuenta —dijo Willie sin dudarlo—. En 1972 me costó cien, y me gasté cien más en arreglarla. En el centro de Memphis esta misma casa llegaría al millón, pero aquí estamos lejos de Memphis. Por doscientos cincuenta es una ganga, aunque claro, el mercado es el que es. Si la anunciase por medio millón, acabaría criando malas hierbas. Francamente, lo único que quiero es recuperar la inversión.
Jake y Carla se miraron sin dejar traslucir nada; no había nada que decir, al menos de momento.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Willie, comerciante al acecho—, que a las seis y media llegan los demás.
Les llenó las flautas y se fueron al porche delantero. Una vez iniciada la visita, Jake supo que no había vuelta atrás.
Según Willie, la casa la había levantado hacia 1900 el doctor Miles Hocutt, que fue durante décadas el médico principal de la ciudad. Era la típica mansión victoriana de doble hastial, mirador de cuatro plantas y unos porches amplios, cubiertos, que la rodeaban.
Jake tenía que reconocer que el precio no era exagerado. Se les escapaba claramente, pero podría haber sido mucho peor. Sospechó que Harry Rex había aconsejado a Willie que fuera razonable, sobre todo si pretendía que se la quedasen los Brigance. Según Harry Rex, se rumoreaban varias cosas: que Willie había vuelto a forrarse en la bolsa, que había perdido mucho dinero en Memphis con sus negocios inmobiliarios y que había heredado una fortuna de su abuela, BeBe. A saber. En todo caso, el precio parecía indicar la necesidad de conseguir dinero rápido. Willie sabía que Jake y Carla necesitaban una casa. Sabía que estaban empantanados en un pleito con la compañía de seguros, y sabía también (probablemente a través de Harry Rex) que Jake aspiraba a generosos honorarios por el caso Hubbard. Mientras Willie hablaba por los codos y guiaba a Carla por suelos de corazón de pino magníficamente teñidos, atravesando la cocina moderna y subiendo por una escalera de caracol hasta la sala de lectura circular del tercer piso de la torre con vistas a los campanarios de la iglesia, a pocas manzanas de la casa, Jake, que los seguía obedientemente, se preguntó cómo narices podrían permitírsela, por no hablar de acondicionarla.