23

Ya era tarde el jueves cuando Stillman Rush abordó a Jake, que salía con prisas del juzgado, le preguntó si tenía tiempo para una copa rápida. Era una propuesta un poco rara, teniendo en cuenta que lo único en común entre los dos era el caso Hubbard. Jake contestó que sí, que por qué no. Stillman tenía algo importante que decirle. Si no, no habría perdido el tiempo con un simple abogado de la calle como él.

Fueron a un bar que ocupaba el sótano de un edificio antiguo, justo al lado de la plaza. Se podía ir a pie desde el juzgado. Fuera ya era de noche y había niebla, una perfecta velada plomiza, ideal para una copa. Jake ya había estado en el local, aunque no acostumbrase a ir mucho de bares. Era un sitio umbrío, sofocante, lleno de rincones oscuros, que daba la impresión de albergar tratos semiilícitos. Bobby Carl Leach, el sinvergüenza con peor fama de la ciudad, tenía mesa fija al lado de la chimenea, y se le solía ver en compañía de políticos y de banqueros. Harry Rex Vonner era otro cliente habitual.

Jake y Stillman se sentaron a una mesa, pidieron unas cervezas de barril y empezaron a relajarse. Después de cuatro días seguidos en la misma mesa, escuchando testimonios interminables y de utilidad muy limitada, estaban prácticamente muertos de aburrimiento. No parecía quedar rastro de la chulería innata de Rush, que casi se mostró simpático. Después de que pasara el camarero y les dejara las cervezas, Stillman se inclinó mucho hacia Jake.

—Voy a decirte lo que se me ha ocurrido, pensando por pensar, sin el apoyo de nadie. Todos sabemos que aquí hay mucho dinero. Ahora mismo no tengo claro cuánto, pero…

—Veinticuatro millones —le interrumpió Jake.

Los abogados no tardarían mucho en enterarse de qué contenía el inventario. No pasaba nada por desvelárselo a Stillman. Lo único que no quería Jake era que saliera en la prensa.

Stillman sonrió en silencio, bebió un poco y sacudió la cabeza.

—Veinticuatro millones.

—Sin deudas.

—Parece increíble, ¿no?

—Sí.

—Pues lo que te decía: hay veinticuatro millones, y cuando se hayan salido con la suya los de hacienda, tendremos suerte si queda la mitad.

—Según los contables por ahí va la cosa —dijo Jake.

—Total, que nos quedan doce millones, que sigue siendo un montón de dinero; más del que veremos junto tú y yo. Mi idea es la siguiente, Jake: ¿por qué no intentamos llegar a un acuerdo fuera de los tribunales? Hay tres actores principales: Herschel, Ramona y Lettie. Seguro que podemos cortar el pastel y contentar a todo el mundo.

No era una idea muy original. Jake y Lucien ya la habían sopesado, y tenían la certeza de que los abogados de la parte contraria también. Cada interesado cede un poco, o mucho, se restan los honorarios y los gastos de los abogados, se evita que salga en el periódico, se ahorra uno el estrés y las incertidumbres de los juicios y se le garantiza a todo el mundo un buen trozo de pastel. Tenía toda la lógica del mundo. La posibilidad de un acuerdo extrajudicial estaba siempre en la cabeza de los abogados, siempre, en cualquier pleito.

—¿Es lo que quiere tu cliente? —preguntó Jake.

—No lo sé. Aún no lo hemos hablado. Pero si existe la posibilidad, se lo comentaré a Herschel y le presionaré.

—Ya. Y este pastel que dices… ¿cómo lo cortarías?

Un buen trago, el dorso de una mano por la boca y a lanzarse en más explicaciones.

—Seamos sinceros, Jake, a Lettie Lang no le correspondería gran cosa. Tal como funciona el mundo, y tal como suelen transmitirse los bienes y los patrimonios, no encaja en ningún sitio. No es pariente de nadie, y por muy jodida que pueda estar una familia, el dinero siempre se lo queda la generación siguiente. Ya lo sabes. El 90 por ciento de todo el dinero que circula por vía hereditaria se lo quedan los parientes. 90 por ciento en Mississippi y otro tanto en Nueva York y California, donde los patrimonios, por decirlo de alguna manera, son más grandes. Fíjate en la ley, si muere alguien sin testar, todo su dinero y sus bienes se transmiten exclusivamente a su familia consanguínea. La ley prefiere que el dinero se quede en las familias.

—Es verdad, pero en este caso no podemos llegar a ningún acuerdo si le decimos a Lettie que se quedará sin nada.

—Pues claro que no, Jake. Dale un par de millones. ¿Te imaginas? Lettie Lang, de profesión mujer de la limpieza, sin trabajo, de repente se embolsa dos millones. Libres de impuestos, ¿eh? No lo digo para denigrarla, Jake. ¡Qué va! Después de haberla oído declarar me cae muy bien. Es agradable, y hasta divertida. Buena persona. No la critico para nada, pero bueno, Jake, ¿tú sabes cuántos negros hay en Mississippi que lleguen al millón?

—Sácame de mi ignorancia.

—Según el censo de 1980, en este estado había siete personas de raza negra que declaraban más de un millón de dólares en propiedad. Todos hombres, y la mayoría del sector inmobiliario o de la construcción. Lettie sería la mujer negra más rica del estado.

—¿Y los diez millones restantes se los repartirían tu cliente y su hermana? —preguntó Jake.

—Más o menos. Le hacemos un buen regalo a la iglesia y el resto a dividir.

—Os saldría bien la jugada —dijo Jake—. Hala, a rebañar un tercio de casi cinco millones. Vaya sueldecito.

—Yo no he dicho que nos vayamos a quedar un tercio, Jake.

—Pero sí un porcentaje, ¿no?

—No te lo puedo decir. De todos modos, mal sueldecito no sería, no.

«Para algunos», pensó Jake. En su caso, pactar ya significaba una gran reducción de honorarios.

—¿Lo has hablado con Wade Lanier?

Stillman hizo una mueca al oír el nombre.

—Eso es otro percal. Lanier quiere a mi cliente, que de momento se queda conmigo. De Lanier no me fío. Los próximos seis meses me los pasaré mirando por encima del hombro. Qué serpiente.

—O sea, ¿que la respuesta es que no?

—La respuesta es no. No lo he hablado con nadie.

—Deduzco que entre tu cliente y el de Lanier las cosas están tensas.

—Supongo. Si no hay más remedio, Herschel y Ramona son capaces de llevarse bien. El problema es Ian. Herschel dice que Ian y él no se aguantan ni se han aguantado nunca. Para él, Ian es un capullo de familia carca y con dinero pero venida a menos. Por eso ahora se esfuerza tanto en recuperar un poco de su antiguo estatus e ir de gran señor. A los Hubbard siempre los ha mirado con desprecio, como si prácticamente fueran unos desgraciados. Hasta hace poco, claro. Ahora de repente está enamorado de la familia y le preocupa muchísimo su bienestar.

A Jake no se le pasó por alto que Stillman se refiriese a otra persona como «un capullo de familia carca y con dinero».

—Anda, qué sorpresa —dijo—. Mira, Stillman, acabo de pasarme ocho horas y media de palique con Ramona y, si fuera mal pensado, diría que bebe demasiado. Esos ojos rojos y llorosos, esa cara hinchada, aunque lo disimule un poco el maquillaje, esas arrugas que no se corresponden con una mujer de solo cuarenta y dos años… Y soy experto en alcohólicos por mi amistad con Lucien Wilbanks.

—Herschel dice que es una borracha que lleva años amenazando a Ian con abandonarle —dijo Stillman.

A Jake le impactó su franqueza.

—Y ahora no puede quitárselo de encima.

—Qué va. Creo que Ian se ha vuelto a enamorar perdidamente de su mujer. Tengo a un colega en Jackson que conoce a algunos de los que salen de copas con Ian, y dicen que le gustan las mujeres.

—Mañana se lo pregunto.

—Vale. La cuestión es que Herschel e Ian nunca confiarán el uno en el otro.

Pidieron otra ronda de cervezas y se acabaron la primera.

—No pareces muy entusiasmado con la idea del acuerdo —dijo Stillman.

—Es que se prescinde de la voluntad del muerto. Hubbard fue muy claro, tanto en su testamento como en la carta que me escribió. Me pidió que defendiera a toda cosa su testamento manuscrito, llegando hasta donde hubiera que llegar.

—¿Te dio instrucciones?

—Sí, en una carta que venía con el testamento. Ya la verás. Fue muy concreto en su deseo de excluir a la familia.

—Pero está muerto.

—El dinero sigue siendo suyo. ¿Cómo vamos a darle otro destino si dejó tan claros sus deseos? No es correcto, y dudo que el juez Atlee diera el visto bueno.

—¿Y si perdéis?

—Habré perdido haciendo lo que me habían dado instrucciones de que hiciera: defender a toda costa el testamento.

La segunda ronda de cervezas llegó justo cuando pasaba bamboleándose en silencio Harry Rex. Parecía ensimismado, y no miró a Jake. Aún eran las seis de la tarde, demasiado pronto para que saliera del despacho. Se sentó a una mesa del rincón, sin compañía, y trató de esconderse.

Stillman se limpió otra vez la boca de espuma.

—¿Por qué lo hizo, Jake? ¿Ya tienes alguna pista?

—La verdad es que no —dijo Jake encogiéndose de hombros, como si pudiera darle a conocer a su rival los trapos sucios de su representado, cuando a Stillman Rush no le habría dado ni la hora, aunque pudiera ser beneficioso para su causa.

—¿Sexo?

Otro movimiento displicente de hombros, seguido por una sacudida rápida de la cabeza y un gesto de seriedad.

—No creo. Tenía setenta y un años, fumaba mucho, estaba enfermo y frágil, y se lo estaba comiendo un cáncer. Cuesta imaginárselo con la energía y el aguante para montárselo con alguna mujer.

—Hace dos años no estaba enfermo.

—Es verdad, pero no se puede demostrar.

—No estoy hablando de demostraciones, Jake, ni de pruebas, ni de vistas orales, ni de nada. Me limito a especular. Tiene que haber algún motivo.

«Pues dedúcelo tú, so gilipollas», pensó Jake sin decirlo. Le divertía la torpeza con que Stillman intentaba cotillear, como si salieran de copas cada dos por tres y tuvieran por costumbre contarse secretos. Por la boca muere el pez, le gustaba decir a Harry Rex. Pues por la boca se pierden los pleitos.

—Cuesta creer que un poco de sexo pueda valer veinticuatro millones —dijo Jake.

Stillman se rio.

—No estoy tan seguro. Por menos de eso ha habido guerras.

—Tienes razón.

—¿Entonces qué, no te interesa pactar?

—No. Tengo órdenes.

—Pues te arrepentirás.

—¿Es una amenaza?

—En absoluto. Desde nuestro punto de vista, Booker Sistrunk ya ha cabreado a todos los blancos del condado de Ford.

—No sabía que fueras tan experto en el condado de Ford.

—Mira, Jake, lo que tú tienes es un veredicto, sensacional, enorme, pero uno. No dejes que se te suba a la cabeza.

—No iba a pedirte consejo.

—Quizá lo necesites.

—¿De ti?

Stillman se acabó la jarra y la estampó en la mesa.

—Me voy pitando. Ya pago yo en la barra.

Se había levantado del banco y tenía la mano en el bolsillo. Jake lo vio irse y le insultó por dentro. Después fue al fondo de la sala y se sentó frente a Harry Rex.

—¿Qué, saludando a los amigos?

—Vaya, vaya… Conque Carla te ha dejado salir de casa.

Harry Rex se estaba tomando una Bud Light mientras leía una revista, que apartó.

—Acabo de tomarme mi primera y última copa con Stillman Rush.

—Qué emoción. A ver si lo adivino. Quiere un acuerdo extrajudicial.

—¿Cómo lo sabes?

—Por lógica. Con un pacto rápido se forran estos tíos.

Jake describió la versión de Stillman de un acuerdo justo. Se rieron a gusto. Una camarera les sirvió una fuente de nachos y salsa.

—¿Es tu cena? —preguntó Jake.

—Qué va, la merienda. Ahora vuelvo al despacho. Ni te imaginas quién está en la ciudad.

—¿Quién?

—¿Te acuerdas de Willie Traynor, el que fue dueño del Times?

—Más o menos. Hablé con él una o dos veces hace años. Me parece que el periódico lo vendió más o menos cuando me instalé yo aquí.

—Exacto. Se lo compró en 1970 a la familia Caudle, cuando estaba en quiebra. Creo que pagó algo así como cincuenta mil. Diez años después lo vendió por un millón y medio. —Harry Rex empapó de salsa un nacho y se lo metió en la boca. Siguió hablando después de una pausa brevísima—. La verdad es que no acabó de encajar en Clanton y al final volvió a Memphis, su ciudad, donde perdió la camisa en el sector inmobiliario. Luego se murió su abuela y le dejó otra millonada. Creo que ahora mismo se la está fundiendo. Antes éramos muy amigos. De vez en cuando pasa y nos tomamos una copa.

—¿Aún tiene Hocutt House?

—Sí. De hecho creo que es una de las razones de que quiera hablar. La compró en 1972, después de que se murieran todos los Hocutt. Por cierto, para gente rara… Las gemelas Wilma y Gilma, más un hermano y una hermana loca, y no se casó ninguno de los cuatro. La casa la compró Willie porque no la quería nadie más. Luego la estuvo arreglando durante unos años. ¿La has visto alguna vez?

—Desde la calle. Es muy bonita.

—De las mejores casas victorianas de la zona. A mí me recuerda un poco a la vuestra de antes, pero mucho más grande. Willie tiene buen gusto. Por dentro está inmaculada. El problema es que en los últimos cinco años no ha dormido ni tres noches en la casa. Quiere venderla. Debe de necesitar dinero, pero es que por aquí no hay nadie que pueda permitírsela…

—Cueste lo que cueste, se me va del presupuesto —dijo.

—Él la valora en trescientos mil dólares. Yo le he dicho que muy bien, pero que no los conseguirá ni ahora ni dentro de diez años.

—Se la comprará algún médico.

—Ha dicho tu nombre, Jake. Siguió el juicio de Haley y sabe que te quemó la casa el Ku Klux Klan. Sabe que andas buscando.

—Yo no ando buscando, Harry Rex. Tengo un pleito con la compañía de seguros. De todos modos, dale las gracias de mi parte. Se me escapa.

—¿Quieres nachos?

—No, gracias, me tengo que ir a casa.

—Dile a Carla que estoy enamorado de ella y deseo su cuerpo.

—Ya lo sabe. Hasta luego.

Jake fue caminando a su bufete, bajo una fría llovizna. Las farolas de la plaza estaban adornadas con coronas y campanillas de Navidad. Delante del juzgado había un belén donde sonaban villancicos. Los puestos callejeros abrían hasta tarde y en las tiendas había mucha actividad. Se preveía alguna posibilidad de nieve para el día siguiente, y pocas cosas emocionaban tanto a la ciudad como un pronóstico de esas características. Según los veteranos, la Navidad de 1952 había nevado, y ahora hasta la menor posibilidad de que se repitiese hacía que los niños se quedaran pegados a las ventanas y que en las tiendas se vendieran palas y sal. La gente hacía las compras con gran expectación, como si se hubiera anunciado un temporal.

Jake volvió a casa dando un rodeo. Se alejó lentamente de la plaza y se internó por las calles en penumbra del centro de Clanton hasta torcer por Market Street. En Hocutt House había una luz encendida, cosa rara. Jake y Carla habían pasado muchas veces por delante, siempre despacio y con admiración, siempre conscientes de que aquella encantadora mansión victoriana estaba casi en desuso. En otoño las ráfagas de viento acumulaban hojas secas en el porche, donde nadie pasaba el rastrillo.

Por un momento tuvo la tentación de frenar, llamar a la puerta, entrar sin haberse anunciado, tomarse una copa con Willie y hablar de negocios. Después se le pasó y continuó hacia su casa.