22

Tenía razón el juez Atlee; si el bueno de Seth hubiera podido mirar por un agujerito se habría enfadado mucho. El lunes por la mañana acudieron nada menos que nueve abogados a la vista, para incoar formalmente la fase probatoria de la causa que la lista de autos recogía ahora como Sucesión de Henry Seth Hubbard; nueve abogados que, por decirlo de otro modo, afilaban los cuchillos en espera de llevarse un trozo del pastel.

Aparte de Jake se presentaron Wade Lanier y Lester Chilcott, de Jackson, en representación de Ramona Dafoe, y Stillman Rush y Sam Larkin, de Tupelo, en representación de Herschel Hubbard. Lanier aún estaba urgiendo a Ian a que urgiese a Ramona a que urgiese a Herschel a que prescindiese de los abogados de Tupelo y todos aunaran sus fuerzas, pero de momento solo había servido para agravar las tensiones dentro de la familia; y aunque Lanier había amenazado con irse si los dos aliados no lograban ponerse de acuerdo, las amenazas empezaban a perder algo de fuerza. Ian sospechaba que el dinero en juego era excesivo para que ninguno de los abogados pudiera abandonar. Los hijos de Herschel estaban representados por Zack Zeitler, un abogado de Memphis que también estaba colegiado en Mississippi, y que se trajo a un socio inútil cuya única función era ocupar una silla, escribir sin parar y dar la impresión de que Zeitler tenía recursos. A los hijos de Ramona los representaba Joe Bradley Hunt, de Jackson, con la asistencia de otro socio parecido al de Zeitler. Ancil, que con su 5 por ciento también era parte interesada, seguía dado por muerto; de ahí que nadie le representase, y ni siquiera fuera nombrado.

Una de los tres asistentes jurídicos de la sala era Portia. A los otros dos, ambos varones y blancos, como todos los presentes salvo la taquígrafa, blanca pero mujer, los trajeron Wade Lanier y Stillman Rush. Jake le había dicho a Portia: «La sala es de los contribuyentes, o sea, que haz como si fuera tuya». Lo intentaba, pero los nervios la traicionaban. Lejos de las tensiones que esperaba, de la posible aspereza verbal y del ambiente impregnado de rivalidad y suspicacia que se había imaginado, lo que vio fue a un grupo de hombres blancos que se daban la mano, intercambiaban insultos amistosos, se hacían bromas, se reían y pasaban un buen rato mientras esperaban que dieran las nueve bebiendo café. Estaban a punto de entrar en guerra por una fortuna, y aun así no se palpaba ningún tipo de tensión.

—Solo son declaraciones —había dicho Jake—. Te morirás de aburrimiento. Muerte por declaración.

Habían juntado las mesas del centro de la sala, entre la baranda y el estrado, y las habían rodeado de un montón de sillas. Los abogados fueron encontrando poco a poco su sitio, aunque no hubiera asientos asignados. Dado que el primer testigo sería Lettie, Jake se puso cerca de la silla vacía de la esquina. En el otro extremo la taquígrafa manipulaba una cámara de vídeo, mientras una secretaria dejaba en la mesa una cafetera llena.

Cuando estuvieron todos sentados, más o menos instalados, Jake hizo una señal con la cabeza a Portia, que abrió una puerta lateral e hizo entrar a su madre. Lettie se había vestido como para la iglesia. Estaba muy guapa, aunque Jake le había dicho que podía ponerse lo que quisiera. «Solo son declaraciones».

Se sentó al final de la mesa, entre Jake y la taquígrafa con la máquina de estenotipia, no muy lejos de su hija. Miró la larga mesa y sonrió a la horda de abogados.

—Buenos días —dijo.

La saludaron todos, sonrientes. No podían empezar mejor.

Solo duró un segundo. Justo cuando Jake iba a dar comienzo a los preliminares se abrió la gran puerta principal y entró Rufus Buckley con un maletín en la mano, como si viniera a trabajar. La sala estaba vacía, sin espectadores. Seguiría estándolo por orden del juez Reuben Atlee. Era evidente que Buckley no había venido como observador.

Cruzó la puerta de la baranda y se sentó delante de la mesa. Los otros nueve abogados le miraron con recelo.

A Jake le entraron de pronto ganas de pelea.

—¡Hombre, Rufus! ¿Qué tal? —dijo en voz alta—. Me alegro de no verte en la cárcel.

—Ja, ja, Jake, vaya humorista estás hecho.

—¿Qué haces aquí?

—Vengo a tomar declaración. ¿Acaso no lo ves? —replicó Buckley.

—¿A quién representas?

—Al mismo cliente que desde hace un mes: Simeon Lang.

—No es parte interesada.

—Ah, pues a nosotros nos parece que sí. Consideramos que quizá tenga que dirimirse, pero nuestra postura es que el señor Lang tiene un interés pecuniario directo en el pleito del testamento. Por eso he venido.

Jake se levantó.

—Bueno, vamos a parar aquí. El juez Atlee está de guardia por si surge algún problema. Voy corriendo a buscarle.

Jake salió a toda prisa de la sala. Buckley se sentó en su silla con cierto nerviosismo. Al cabo de unos minutos entró el juez por el fondo, sin la toga, y tomó asiento en el lugar de siempre.

—Buenos días, señores —dijo enfurruñado—. Señor Buckley, por favor —añadió sin esperar a la respuesta—, explíqueme con la mayor brevedad posible por qué está aquí.

Buckley se levantó con su determinación habitual.

—Pues mire, señoría, aún representamos al señor Lang y…

—¿Usted y quién más?

—El señor Booker Sistrunk y yo, así como…

—El señor Sistrunk no se personará en esta sala, señor Buckley, al menos en lo que a esta causa se refiere.

—Bueno, pues entonces nuestra postura no ha cambiado. El señor Simeon Lang sigue formando parte del proceso y…

—Ni forma parte ni permitiré que la forme. En consecuencia, señor Buckley, no representa usted a ninguna parte interesada.

—Pero aún no se ha establecido definitivamente.

—Al contrario. Lo he establecido yo. No tiene usted nada que hacer aquí, señor Buckley. Y esta toma de declaraciones es a puerta cerrada.

—Vamos, señoría, si solo son declaraciones, no una reunión secreta… Se incorporarán al sumario y estarán a disposición del público.

—Eso lo decidiré yo en alguna fecha por venir.

—Señor juez, lo que declare la señora Lang en el día de hoy será un testimonio bajo juramento y quedará incorporado al sumario.

—No me dé clases, señor Buckley —dijo el juez con todas sus fuerzas.

Buckley tendió los brazos, impotente, incrédulo, como si no saliera de su asombro.

—¿En serio, señoría?

—Completamente en serio, señor Buckley. Buenos días.

Buckley asintió con la cabeza, recogió su maletín y se batió en retirada.

—Sigan —dijo el juez Atlee cuando se cerró la puerta y desapareció.

Todos respiraron profundamente.

—Bueno, ¿por dónde estábamos? —dijo Jake.

—Echo un poco de menos a Sistrunk —dijo Wade Lanier con acento gangoso, suscitando algunas risas.

—No me extraña —dijo Jake—. Con un jurado del condado de Ford, Buckley y él habrían triunfado.

Hizo las presentaciones entre Lettie, la taquígrafa y los otros abogados, un cúmulo de caras y de nombres que se confundían. Después se embarcó en una larga exposición sobre la finalidad de las declaraciones. Las instrucciones fueron bastante simples: por favor, habla despacio, con claridad, y si no entiendes alguna pregunta solicita su repetición. En caso de duda mantén silencio. Él, Jake, protestaría todo lo protestable. Por favor, ten en cuenta que has jurado responder la verdad. Los abogados se turnarían para hacer preguntas. Si necesitas descansar, dilo. La taquígrafa recogería hasta la última palabra, y la cámara de vídeo grabaría la declaración completa. Si por algún motivo Lettie no pudiera declarar en juicio, se usaría el vídeo como prueba.

Eran instrucciones necesarias, pero a la vez superfluas. Jake, Portia y Lucien habían ensayado durante horas con Lettie en la sala de reuniones del bufete, así que Lettie venía preparada, aunque a la hora de prestar declaración jurada era imposible predecir los temas que se tocarían. En los juicios, todos los testimonios tenían que ser relevantes, cosa que no ocurría en las tomas de declaración, que se convertían a menudo en una larga expedición de pesca.

Sé educada. Sé concisa. No intervengas por propia iniciativa. Si no sabes algo, no lo sabes. Recuerda que la cámara lo capta todo. Ah, y me tendrás a tu lado para protegerte, había repetido sin descanso Jake. Portia había subido al desván y había encontrado decenas de declaraciones antiguas que había consultado durante horas. Ya entendía los aspectos técnicos, las estrategias, los escollos. Se había pasado horas hablando con su madre en el porche trasero de la antigua casa de los Sappington.

Lettie no podía estar más preparada. Después de que le tomara juramento la taquígrafa, se presentó Wade Lanier con una sonrisa acaramelada y dio inicio al interrogatorio.

—Empecemos por su familia —dijo.

Nombres, domicilios actuales, fechas de nacimiento, educación, experiencia laboral, hijos, nietos, padres, hermanos, hermanas, primos, tías, tíos… Lettie había ensayado a fondo con Portia, así que no le fue difícil contestar. Al caer en la cuenta de que Portia era hija de Lettie, Lanier hizo una pausa.

—Es pasante en mi bufete —explicó Jake—. Con sueldo.

En la mesa cundió cierta inquietud.

—¿Plantea algún conflicto, Jake? —preguntó finalmente Stillman Rush.

Jake lo tenía pensado desde hacía tiempo.

—En absoluto. Yo soy el abogado de la sucesión. Según el testamento Portia no es beneficiaria. No veo ningún conflicto. ¿Ustedes sí?

—¿Declarará como testigo? —preguntó Lester Chilcott.

—No. Ha estado seis años fuera, en el ejército.

—¿Tendrá acceso a determinada información que tal vez no convenga que vea su madre? —preguntó Zack Zeitler.

—¿Cuál, por ejemplo?

—Ahora mismo no puedo dar ninguno. Me limito a formular una hipótesis. No estoy diciendo que haya ningún conflicto, Jake; lo que ocurre es que me ha pillado un poco desprevenido.

—¿Ha informado al juez Atlee? —preguntó Wade Lanier.

—Sí, la semana pasada, y le pareció bien.

Fin de la conversación. Wade Lanier siguió con sus preguntas sobre los padres y los abuelos de Lettie. Eran preguntas fáciles, afables, coloquiales, como si le interesara de verdad dónde habían vivido sus abuelos maternos y cómo se ganaban la vida. Al cabo de una hora, Jake reprimió sus ganas de abstraerse pensando en otras cosas. Era importante tomar notas por si se daba el caso de que horas después otro abogado pisara sin querer el mismo territorio.

Volviendo a Lettie, había acabado el instituto en 1959, en Hamilton, Alabama, en la vieja escuela para alumnos de color. Después se había escapado a Memphis y había conocido a Simeon. Se habían casado enseguida. Al año siguiente nacía Marvis.

Wade Lanier se detuvo un rato en Marvis: sus antecedentes penales, sus condenas y su ingreso en la cárcel. Lettie, con un nudo en la garganta, se secó las mejillas pero no se vino abajo. La siguiente fue Phedra, también con sus problemas: dos hijos nacidos de relaciones extraconyugales (los primeros dos nietos de Lettie) y una trayectoria laboral irregular, por usar un eufemismo. En ese momento vivía en casa. De hecho, nunca se había ido del todo. Sus dos hijos eran de padres distintos, con los que ya no tenía ningún contacto.

Portia se estremeció al oír las preguntas sobre sus hermanos mayores. No eran secretos, pero tampoco temas de los que se hablara a la ligera. En familia lo hacían en voz baja. En cambio ahora unos desconocidos blancos los trataban alegremente.

A las diez y media se concedieron un cuarto de hora de descanso y se dispersaron. Los abogados corrieron en busca de teléfonos. Portia y Lettie fueron al servicio de señoras. Un secretario trajo café recién hecho y una bandeja de galletas. Las mesas parecían ya vertederos.

Al reanudarse la sesión llegó el turno de Stillman Rush, que se detuvo en Simeon, cuya familia era más complicada. Lettie admitió no conocer tantos detalles sobre su ascendencia. La trayectoria laboral de Simeon estaba llena de interrupciones, aunque ella recordaba que había sido camionero, operario de bulldozer, talador de madera para papel, pintor y ayudante de albañil. Le habían detenido un par de veces, la última en octubre. Faltas, no delitos. Sí, se habían separado varias veces, pero nunca más de dos meses.

Basta de Simeon, al menos de momento. Stillman quería retomar el currículum de Lettie. Con Seth Hubbard había estado casi tres años, trabajando a temporadas, a tiempo parcial y a jornada completa. Los tres anteriores los había pasado limpiando la casa de Clanton de una pareja mayor que a Jake no le sonaba de nada. Se habían muerto con tres meses de diferencia, lo que la había dejado sin trabajo. Antes de eso había sido cocinera en la cafetería de la escuela secundaria de Karaway. Stillman quería saber fechas, sueldos, aumentos, jefes y hasta el último detalle. Lettie hacía un gran esfuerzo.

«Pero bueno —pensó Portia—, ¿qué importancia puede tener para el pleito el nombre del jefe que tuvo mi madre hace diez años?». Ya le había dicho Jake que se trataba de ir de pesca. Bienvenida al embrutecedor aburrimiento de la guerra de declaraciones.

Jake también le había explicado que las tomas de declaración se eternizaban días y días porque los abogados cobraban por horas, al menos los que hacían preguntas banales y monótonas. Al no haber prácticamente restricciones en el ámbito de lo indagable, y al tener el taxímetro en marcha, a los abogados, sobre todo los que trabajaban para compañías de seguros y grandes empresas, no les interesaba ser concisos. Mientras pudieran ceñirse a una persona, tema o cosa remotamente vinculados a la demanda, podían estar horas dale que te pego.

Sin embargo, también le había explicado que el caso Hubbard era diferente, porque el único abogado que cobraba por horas era él. Los otros tenían concertado un porcentaje, y dependían de un desenlace positivo. Si se anulaba el testamento manuscrito, el dinero se lo quedaría la familia, según lo estipulado por el anterior, y todos aquellos abogados se llevarían una parte. Al no tener los otros abogados ninguna garantía de cobrar, Jake sospechaba que sus preguntas no serían tan tediosas.

Portia no lo tenía tan claro. El tedio acechaba por todos los frentes.

A Stillman le gustaba irse por las ramas, probablemente para despistar al testigo. De pronto despertó a su público con una pregunta.

—Oiga, ¿le ha pedido algún préstamo a su anterior abogado, Booker Sistrunk?

—Sí.

Lettie contestó sin vacilar, sabiendo que se lo preguntarían. No había ninguna ley, ninguna norma que prohibiese (al menos en el receptor) aquel tipo de préstamo.

—¿De cuánto?

—De cincuenta mil dólares.

—¿Le hizo un cheque o se lo dio en efectivo?

—En efectivo, y le firmamos un pagaré Simeon y yo.

—¿Fue el único préstamo de Sistrunk?

—No, antes nos había hecho otro de cinco mil.

—¿Por qué le pidió un préstamo al señor Sistrunk?

—Porque necesitábamos dinero. Yo me había quedado sin trabajo, y con Simeon nunca se sabe.

—¿Cogieron ustedes el dinero y se mudaron a una casa más grande?

—Sí.

—En estos momentos ¿cuántas personas viven en la casa?

Lettie pensó un poco.

—Normalmente unos once —dijo—, pero el número cambia. Algunos van y vienen.

Jake fulminó con la mirada a Stillman, como diciendo: «Ni se te ocurra pedir los once nombres. ¿Y si cambiamos de tema?».

Stillman estuvo tentado, pero cambió de tema.

—¿Cuánto pagan de alquiler?

—Setecientos al mes.

—¿Y en este momento está desempleada?

—Efectivamente.

—¿Dónde trabaja ahora su marido?

—No trabaja.

—Si el señor Sistrunk ya no es su abogado, ¿cómo piensan devolverle el dinero?

—Ya lo pensaremos.

Roxy había preparado bocadillos y patatas fritas. Comieron en la sala de reuniones, donde se les sumó Lucien.

—¿Cómo ha ido? —preguntó.

—La típica primera ronda de preguntas inútiles —dijo Jake—. Lettie ha estado genial, pero ya está cansada.

—No puedo estar un día y medio más así —dijo Lettie.

—Cosas de la modernidad —dijo Lucien, asqueado.

—Cuéntanos cómo se presentaban en tu época las pruebas, Lucien —dijo Jake.

—Bueno, en los viejos tiempos, que por cierto eran mucho mejores que todas estas reglas nuevas que tenéis ahora…

—No las he escrito yo.

—No estabas obligado a revelar a todos tus testigos y describir lo que dirían. Qué va. Eran juicios a base de emboscadas. Tú te buscas a tus testigos, yo me busco a los míos, nos presentamos ante el tribunal y a juzgar se ha dicho. También aprendías a ser mejor abogado, porque tenías que reaccionar al momento. Hoy en día es obligatorio revelarlo todo, y todos los testigos tienen que estar disponibles para tomarles declaración. Imaginaos el gasto de tiempo y de dinero… Antes era mucho mejor, os lo aseguro.

—¿Por qué no le pegas un buen mordisco al bocadillo? —dijo Jake—. Lettie necesita un momento de relajación, y si pontificas nadie puede relajarse.

Lucien comió un poco.

—¿A ti qué te parece, Portia? —preguntó.

Ella, que estaba mordisqueando una patata, la dejó.

—Mola bastante —dijo—. Me refiero a estar en una sala con tantos abogados. Me hace sentirme importante.

—Pues que no te impresione demasiado —dijo Jake—, que la mayoría de esos tíos no podrían ni juzgar una denuncia de hurto en un juzgado municipal.

—Seguro que Wade Lanier sí —dijo Lettie—. Hila muy fino. Tengo la impresión de que adivina lo que estoy a punto de decir.

—Es muy bueno —admitió Jake—, pero acabaremos despreciándole. Hazme caso, Lettie, ahora parece buen tío, pero antes del final no podrás verle ni en pintura.

Lettie pareció desanimarse por la idea de una guerra larga. Cuatro horas de aquellas escaramuzas iniciales ya la habían dejado exhausta.

A la hora de comer dos administrativas montaron un pequeño árbol de Navidad artificial y lo instalaron al fondo de la sala, en una esquina. Desde su puesto en la mesa Jake lo veía claramente, sin ningún obstáculo. Cada 24 de diciembre, a mediodía, se reunían allí la mayoría de los secretarios y jueces de los tribunales de distrito y equidad, así como unos pocos abogados elegidos, para tomarse un ponche y hacerse regalos en broma. Jake hacía lo posible por escaquearse.

Aun así el árbol le recordó que faltaban pocos días para Navidad. Hasta entonces no había pensado en las compras. Mientras Wade Lanier proseguía imperturbable, con una voz tan grave y sosa que era casi un sedante, Jake se sorprendió pensando en las fiestas. Hacía dos años que Carla y él procuraban decorar su casa de alquiler e infundirle vida para las vacaciones. Hanna los ayudaba muchísimo. La presencia de una niña en casa mantenía el buen humor.

Lanier pasó a un tema delicado. Con lentitud y habilidad, sondeó a Lettie sobre sus tareas en la casa cuando el señor Hubbard tenía náuseas por la quimio y la radioterapia y no podía salir de la cama. Lettie explicó que una empresa de asistencia a domicilio mandaba a enfermeras para cuidarle, pero que no eran muy buenas ni amables, y que el señor Hubbard pecaba de bastante brusco. Lettie no se lo podía reprochar. Al final, después de echar a las enfermeras y pelearse con la empresa, el señor Hubbard había quedado al cuidado de Lettie, que le hacía la comida que más le apeteciera y, en caso de necesidad, le daba de comer. También le ayudaba a bajar de la cama e ir al baño, donde él podía pasarse media hora sentado en el váter. Tenía accidentes. Lettie le limpiaba la cama. En varias ocasiones él se vio obligado a usar una cuña, y Lettie le ayudaba. No, no era un trabajo agradable, ni ella estaba formada para desempeñarlo, pero se las arreglaba. Él le agradecía su amabilidad y confiaba en ella. Sí, en efecto, había lavado varias veces al señor Hubbard en la cama. Sí, un baño completo, tocando todo el cuerpo. Él tenía muchas náuseas, y apenas estaba despierto. Más tarde, durante una pausa en la quimio y la radio, se había repuesto y había empezado a moverse lo antes posible. Era increíble la fuerza de voluntad con la que se recuperaba. No, el tabaco no lo había dejado ni un momento.

La intimidad, le había explicado Jake a Portia sin tapujos, podía ser fatal para sus posibilidades. A través de la hija, aquellas palabras llegaron a la madre. Si el jurado piensa que Lettie intimó demasiado con Seth Hubbard, le será muy fácil dictaminar que le sometió a influencia indebida.

¿Se mostraba el señor Hubbard afectuoso con ella? ¿Era un hombre que diera abrazos, besitos en la mejilla y palmaditas en el trasero? En absoluto, dijo Lettie. Jamás. Su jefe era un hombre duro y reservado, poco paciente con sus semejantes y sin gran necesidad de amigos. Por las mañanas, cuando Lettie llegaba a trabajar, el señor Hubbard no le daba la mano; tampoco al despedirse le daba nada ni remotamente parecido a un abrazo. Lettie era una empleada, y nada más; no una amiga, ni una confidente, ni ninguna otra cosa. El señor Hubbard la trataba con educación, y le daba las gracias cuando correspondía, pero nunca había sido hombre de muchas palabras.

Lettie no sabía nada de sus negocios ni de sus relaciones sociales. El señor Hubbard nunca había hablado de ninguna otra mujer, ni Lettie había visto a ninguna en la casa. De hecho, no recordaba ni una sola visita de un amigo o colaborador en sus tres años de trabajo.

«Perfecto», se dijo Jake.

Los malos abogados intentaban engañar a los testigos, o pescarlos, o desorientarlos, todo en aras de salir victoriosos en la toma de declaraciones. Los buenos abogados preferían ganar en el juicio, usando la toma de declaraciones como fuente de datos que más tarde pudieran emplearse para poner trampas. Los grandes abogados se saltaban por completo la toma de declaraciones y orquestaban estupendas emboscadas delante del jurado. Wade Lanier y Stillman Rush eran buenos abogados, y dedicaron el primer día a reunir información. Durante ocho horas de interrogatorio directo no hubo la menor salida de tono, ni el menor atisbo de falta de respeto al testigo.

Jake se llevó una muy buena impresión de sus rivales. Más tarde, en su despacho, explicó a Lettie y Portia que tanto Lanier como Rush habían hecho básicamente una interpretación. Se presentaban como personas amigables con sincera simpatía por Lettie, y sin otro objetivo que saber la verdad. Querían que Lettie les tuviera simpatía y confianza, para que bajara la guardia en el juicio.

—Son un par de lobos. En el juicio te saltarán a la yugular.

—Jake —preguntó Lettie, exhausta—, no estaré ocho horas en el banquillo, ¿verdad?

—Estarás preparada.

Ella tenía sus dudas.

Zack Zeitler abrió la mañana siguiente con preguntas incisivas sobre los días finales del señor Hubbard, y obtuvo réditos al preguntar:

—¿Le vio usted el sábado 1 de octubre?

Jack se sujetó para lo que estaba a punto de ocurrir. Lo sabía desde hacía varios días, pero no había manera de evitarlo. La verdad era la verdad.

—Sí —contestó Lettie.

—Creía que había dicho que los sábados nunca trabajaba.

—Sí, es verdad, pero aquel sábado el señor Hubbard me pidió que fuera.

—¿Por qué?

—Quería que le acompañase a su oficina y le ayudase a hacer limpieza. La persona de siempre estaba enferma, y había que limpiar.

La respuesta de Lettie tuvo efectos muy superiores a los del café: en torno a la mesa se abrían ojos, se erguían espaldas, se deslizaban traseros hacia los bordes de las sillas y se intercambiaban miradas elocuentes.

Zeitler, que olía a sangre, insistió con cautela:

—¿A qué hora llegó a casa del señor Hubbard?

—Aquella mañana, hacia las nueve.

—¿Y él que le dijo?

—Me dijo que quería que fuera con él a su oficina, así que subimos al coche y fuimos al despacho.

—¿Qué coche?

—El suyo, el Cadillac.

—¿Quién conducía?

—Yo. El señor Hubbard me preguntó si había conducido alguna vez un Cadillac nuevo, y yo le dije que no. Antes le había hecho un comentario sobre lo bonito que era el coche, y por eso me propuso conducirlo. Yo al principio le dije que no, pero él me dio las llaves, y al final conduje hasta la oficina. Estaba hecha un manojo de nervios.

—¿Condujo usted? —repitió Zeitler.

En la mesa todo eran cabezas inclinadas, abogados que escribían como posesos en plena vorágine mental. En el pleito más famoso de la historia del estado por cuestiones de herencia, el beneficiario, que no estaba unido por ningún parentesco al difunto, le había llevado en coche al bufete de abogados para firmar un testamento que excluía a toda la familia y se lo dejaba todo al conductor. Aquel testamento lo había invalidado el Tribunal Supremo por influencia indebida, alegando como principal motivo que el «beneficiario sorpresa» había participado muy cerca en la elaboración del nuevo testamento. Desde aquel fallo, fechado treinta años antes, entraba en lo normal que un abogado preguntase «¿Quién conducía?» al descubrirse un testamento inesperado.

—Sí —dijo Lettie.

Jake observó a los otros ocho abogados, que reaccionaron tal como esperaba. Para ellos era un regalo, y para él un obstáculo que superar.

Zeitler ordenó pulcramente algunas notas.

—¿Cuánto tiempo estuvo en la oficina? —preguntó.

—No miré el reloj, pero diría que un par de horas.

—¿Había alguien más?

—No, nadie. El señor Hubbard dijo que los sábados normalmente no trabajaban, al menos en las oficinas.

—Ya.

Zeitler se pasó una hora indagando en aquel sábado por la mañana. Pidió a Lettie que dibujara un esquema del edificio para determinar qué partes había limpiado y dónde había estado mientras tanto el señor Hubbard. Lettie dijo que su jefe no había salido ni una vez de su despacho, y que tenía la puerta cerrada. No, ella no había entrado, ni siquiera a limpiar. No sabía en qué había trabajado el señor Hubbard, o qué había hecho en el despacho. Había entrado y salido con su cartera de todos los días, pero Lettie ignoraba lo que contenía. Se le veía lúcido. Estaba claro que, de haberlo preferido, habría podido conducir. De su medicación contra el dolor no sabía mucho Lettie. Sí, el señor Hubbard estaba frágil y debilitado, pero aquella semana había ido todos los días a la oficina. Que ella supiera no les había visto nadie más en la oficina. Sí, durante el camino de vuelta había vuelto a conducir ella el Cadillac. Después se había ido a su casa, adonde había llegado hacia las doce del mediodía.

—¿Y él no le comentó en ningún momento que estuviera haciendo testamento?

—Protesto —dijo Jake—. La señora Lang ya ha contestado dos veces a esa pregunta.

—Ya, ya, es que quería cerciorarme.

—Consta en acta.

—Claro, claro.

A Zeitler le había tocado el gordo, y por eso se resistía tanto a cambiar de tema. Determinó que Lettie solo había conducido el Cadillac en esa fecha, que casi nunca había visto frascos o medicamentos por la casa, que sospechaba que el señor Hubbard guardaba los fármacos en su cartera, que a veces su jefe tenía muchos dolores, que nunca hablaba del suicidio, que Lettie nunca había presenciado ninguna conducta extraña que pudiera atribuirse a los efectos de la medicación, que él no bebía mucho alcohol, aunque de vez en cuando tenía un par de cervezas en la nevera, y que tenía un escritorio en su cuarto pero casi nunca trabajaba en casa.

El martes a las doce Lettie ya tenía ganas de renunciar. Estuvo comiendo un buen rato en el despacho de Jake, otra vez con Portia, y echó la siesta en un sofá.

La toma de declaraciones mortal se reanudó el miércoles. Esta vez le tocó a Jake, que interrogó durante varias horas a Herschel Hubbard. La sesión matinal se eternizaba en el más desolador de los aburrimientos. Tardó poco en quedar claro que la trayectoria laboral de Herschel era tan parca en triunfos como en riesgos. Lo más emocionante de su vida había sido divorciarse. Se analizaron en detalle temas de tanto relieve como su educación, sus experiencias laborales, sus negocios, sus casas y pisos anteriores, sus relaciones de pareja, sus amigos, sus intereses, sus aficiones, sus convicciones religiosas y sus simpatías políticas, todo lo cual resultó pasmosamente soporífero. Varios abogados se durmieron. Portia, que iba por su tercer día de experiencia procesal, a duras penas logró seguir despierta.

Después de comer los abogados volvieron a la sala muy a su pesar para una nueva sesión. Jake consiguió insuflar algo de vida al panorama intentando averiguar cuánto tiempo había pasado Herschel con su padre durante los últimos años. Herschel perseguía aparentar una gran cercanía entre los dos, pero le costaba recordar visitas en concreto. Si tan a menudo hablaban por teléfono, preguntó Jake, ¿qué constaría en los registros de la compañía? ¿Guardaba cartas y postales de Seth? Herschel estaba seguro de que sí, pero no tanto de poder enseñarlas. Las instrucciones de sus abogados eran mostrarse lo más vago posible. Le salió de perlas.

Sobre el tema de Lettie Lang, aseguró haberla visto a menudo durante sus numerosas visitas a su amado padre. A su juicio, Seth le tenía mucho cariño. Reconoció no haber visto ningún contacto físico, pero su manera de mirarse llamaba la atención. ¿Por qué motivo, exactamente? No estaba seguro, pero algo había entre los dos. Lettie siempre estaba en la sombra, tratando de escuchar todo lo que se decía. Con el agravamiento de la enfermedad, Seth había dependido cada vez más de ella. La relación se había vuelto más estrecha. Jake preguntó a Herschel si estaba insinuando algún tipo de intimidad.

—Eso solo lo sabe Lettie —contestó Herschel, dando a entender lo evidente.

Portia, furibunda, miraba por la mesa con la seguridad de que todos los presentes a excepción de Jake creían que su madre se había acostado con un blanco decrépito y lleno de achaques con el único objetivo de hacerse con su dinero. Así y todo, conservó la discreción, y como profesional que era puso cara de palo mientras llenaba otra página de notas que nadie releería.

Siete horas de pesquisas fueron más que suficientes para dejar sentado que Herschel Hubbard era una persona de nulo interés, cuya relación con su padre había sido forzada y distante. Aún vivía con su madre, no había superado un mal divorcio y a sus cuarenta y seis años sobrevivía con más pena que gloria gracias a los ingresos de un garito de estudiantes. Si algo necesitaba era una buena herencia.

Lo mismo Ramona, que empezó a declarar el jueves a las nueve de la mañana. A esas alturas los abogados ya estaban de mal humor, hartos del pleito. Sin ser insólito, sí era infrecuente tomar declaraciones durante cinco días seguidos. Durante una pausa, Wade Lanier contó que una vez había tomado declaración consecutivamente a doce testigos en diez días por un caso de derramamiento de petróleo en Nueva Orleans. Los doce eran venezolanos, casi ninguno hablaba inglés y los intérpretes no destacaban por su fluidez. Los abogados se iban todas las noches de parranda, padecían las declaraciones con una resaca tremenda y al final de aquel suplicio dos de ellos habían tenido que someterse a una cura de desintoxicación.

Nadie podía contar tantas anécdotas como Wade Lanier, el mayor del grupo, con treinta años de experiencia procesal. Cuanto más le veía y escuchaba Jake, más respeto sentía por él. Ante el jurado sería un enemigo temible.

Ramona resultó ser igual de aburrida que su hermano. Poco a poco, por los testimonios de ambos, quedó claro que Seth Hubbard había sido un padre negligente, que veía en los hijos poco más que una molestia. En retrospectiva, y con el dinero en juego, ambos hacían un valiente esfuerzo por dejarle en buen lugar y pintar el retrato de una familia unida y feliz, pero la verdad pura y dura era que no se podía reinventar a Seth. Jake pinchaba, escarbaba y de vez en cuando pillaba a Ramona, pero siempre con una sonrisa, intentando no ofenderla. A la hora del juicio, dado el poco tiempo que habían compartido ambos hermanos con su padre, su testimonio no sería decisivo. Al no haber estado junto a él los días anteriores a su muerte, poco podrían explicar sobre sus facultades mentales. Carecían de un conocimiento de primera mano de la supuesta intimidad entre Seth y Lettie.

Y solo eran las declaraciones preliminares. Jake y el resto de abogados sabían que lo más probable era que Lettie, Herschel, Ramona e Ian Dafoe tuvieran que volver a testificar. Cuando estuvieran más claros los hechos, y se definieran con más exactitud los puntos, surgirían más preguntas.