A diferencia de otros bufetes de la plaza, que de vez en cuando aceptaban pasantes, el de Jake Brigance nunca había tenido ninguno. Solían ser universitarios de la ciudad que se estaban planteando estudiar derecho y buscaban algo que añadir a su currículum. En teoría eran buenas fuentes de trabajo gratuito o barato, pero Jake había oído contar más cosas malas que buenas, y nunca le había tentado la idea hasta que llegó Portia Lang. Era inteligente, se aburría, no tenía trabajo y hablaba de estudiar derecho. También era la persona más sensata de las que residían en aquel momento en la antigua casa de los Sappington, y su madre se fiaba implícitamente de ella; una madre, no hacía falta decirlo, que seguía en vías de convertirse en la mujer negra más rica del estado, aunque Jake veía formidables obstáculos en su camino.
Contrató a Portia por cincuenta dólares a la semana y le asignó un despacho en el piso de arriba, donde no pudieran distraerla Roxy, Quince Lundy ni sobre todo Lucien, que para el día de Acción de Gracias ya se presentaba allí a diario y estaba recuperando sus viejas costumbres. A fin de cuentas el bufete era suyo, y si quería fumarse un puro y crear una humareda en los espacios de trabajo ajenos, qué se le iba a hacer… Si quería pasearse por la recepción con su bourbon de la tarde y acosar a Roxy con chistes verdes, qué se le iba a hacer… Si quería agobiar a Quince Lundy con preguntas sobre los bienes de Seth Hubbard, ¿quién podía impedírselo?
Jake cada vez dedicaba más tiempo a arbitrar entre su número creciente de empleados. Dos meses antes Roxy y él habían llevado una existencia tranquila, un poco sosa pero productiva. Ahora surgían tensiones, de vez en cuando conflictos, pero también muchas risas y trabajo en equipo. En líneas generales, a Jake le gustaba el barullo, aunque le aterraba la posibilidad de que Lucien dijera en serio lo de volver a ejercer. Por un lado le inspiraba afecto y sus consejos tenían para él un gran valor. Por el otro sabía que ningún nuevo apaño sería duradero. La gran baza de Jake era una provisión clave de la legislación de Mississippi, por la que cualquier abogado expulsado que tuviera prohibido el ejercicio de su profesión debía someterse al examen de ingreso antes de recuperarlo. Lucien tenía sesenta y tres años, y entre las cinco de la tarde, aproximadamente (a veces antes), y altas horas de la noche sucumbía al influjo del Jack Daniel’s. A un viejo borracho como él le sería imposible estudiar para el examen de ingreso y aprobarlo.
Portia llegó a su primer día de trabajo cinco minutos antes de las nueve, la hora designada. Le había preguntado a Jake con timidez por el atuendo apropiado para el bufete, y él le había explicado con calma que no tenía la menor idea de qué vestían las pasantes, pero que se imaginaba que algo informal. Quizá si iban a juicio conviniera subir un poco el listón, aunque en el fondo le daba igual. Se esperaba unos tejanos y unas zapatillas deportivas, pero Portia se presentó con una bonita blusa, una falda y unos zapatos de tacón. Estaba lista para trabajar. En cuestión de minutos Jake tuvo la impresión de que ya se veía como toda una abogada. Le enseñó su despacho, uno de los tres vacíos del piso de arriba. Llevaba muchos años en desuso, desde los tiempos de gloria del viejo bufete Wilbanks. Portia abrió mucho los ojos al ver el magnífico escritorio de madera y los otros muebles, elegantes pero llenos de polvo.
—¿Cuál fue el último abogado que trabajó aquí? —dijo, mirando el descolorido retrato de uno de los antiguos Wilbanks.
—Tendrás que preguntárselo a Lucien —contestó Jake, que en los últimos diez años no había pasado ni diez minutos en aquella sala.
—Es impresionante —dijo ella.
—Para una pasante, no está mal. Hoy vendrán los del teléfono para conectarte. A partir de entonces, a trabajar.
Dedicaron media hora al reglamento: uso del teléfono, pausa para el almuerzo, protocolo de oficina, horas extras, etc. El primer trabajo de Portia fue leer una docena de casos relativos a pleitos testamentarios en el estado de Mississippi, resueltos en juicio y con jurado. Era importante que aprendiese la legislación y la jerga, y entendiese cómo se abordaría el caso de su madre. Leer los casos, releerlos, tomar notas… Impregnarse de las leyes, y dominarlas para que las conversaciones con Lettie fueran más provechosas. Lettie sería, con mucha diferencia, el testigo más importante del juicio. Era fundamental empezar a sentar las bases de su declaración. Lo primordial era la verdad, pero como sabe cualquier abogado litigante, hay muchas maneras de contarla.
En cuanto Jake dio media vuelta, Lucien irrumpió en el despacho de Portia y se puso cómodo. Se habían conocido el día anterior. No hacía falta que se presentaran. Lucien empezó a divagar sobre lo buena que había sido la idea de prescindir de los abogados de Memphis y quedarse con Jake, aunque en su opinión sería un pleito difícil de ganar. Él se acordaba de haber representado veinte años antes en una causa penal a uno de los primos de su padre, un Lang. Había conseguido que no fuera a la cárcel. Un trabajo buenísimo. De ahí pasó a otra anécdota sobre un tiroteo entre cuatro hombres, ninguno de ellos relacionado ni remotamente, que ella supiera, con Portia. Como todo el mundo, Portia conocía a Lucien por su fama de viejo borracho, por haber sido el primer miembro blanco de la NAACP local, y por vivir ahora con su criada en las colinas en una casa enorme. Jamás se había imaginado que conocería a aquella mezcla de leyenda y granuja. Ahora Lucien charlaba con ella ¡en el despacho de Portia!, como si fueran amigos de toda la vida. Ella le escuchó respetuosamente, pero al cabo de una hora empezó a preguntarse cuál sería la frecuencia de aquellas visitas.
Mientras Portia era toda oídos, Jake se encerró con Quince Lundy en su despacho y revisó con él un documento que recibiría el nombre de Primer Inventario. Tras un mes de indagaciones, Lundy estaba convencido de que se parecería mucho al inventario final. No había bienes ocultos. Seth Hubbard había sabido cuándo y dónde moriría, y se había asegurado de dejarlo todo bien documentado.
Las tasaciones inmobiliarias ya estaban todas hechas. En el momento de morir Seth era dueño de (1) su casa y las ochenta hectáreas de terreno, valoradas en trescientos mil dólares, (2) sesenta hectáreas de bosque maderero cerca de Valdosta, Georgia, valoradas en cuatrocientos mil dólares, (3) ciento sesenta hectáreas de bosque maderero cerca de Marshall, Texas, valoradas en ochocientos mil dólares, (4) una parcela en primera línea de mar, sin construir, al norte de Clearwater, Florida, valorada en cien mil dólares, (5) una cabaña con dos hectáreas de terreno en las afueras de Boone, Carolina del Norte, valoradas en doscientos ochenta mil dólares, y (6) un apartamento en un quinto piso frente a la playa de Destin, Florida, valorado en doscientos treinta mil dólares.
La tasación del conjunto de los bienes inmobiliarios de Seth ascendía a dos millones ciento sesenta mil dólares. No había ninguna hipoteca.
Una consultoría de Atlanta valoró la Berring Lumber Company en cuatrocientos mil dólares. El informe se adjuntó al inventario, al igual que las tasaciones.
También se incluían declaraciones con listas del dinero custodiado por el banco de Birmingham. Al 6 por ciento de interés anual, el total no se alejaba mucho de los 21 360 000 dólares.
Lo más tedioso eran los números pequeños. Quince Lundy había incluido la mayor cantidad de bienes personales que creía que podría aguantar el tribunal, empezando por los coches último modelo de Seth (treinta y cinco mil dólares) y acabando en su armario ropero (mil dólares).
A pesar de todo, la cifra total seguía impresionando. El Primer Inventario valoraba el total de la herencia de Seth Hubbard en 24 020 000 dólares. Naturalmente, la parte líquida era una cantidad en firme. Todo lo demás quedaría sujeto al mercado, y se tardarían meses o años en venderlo todo.
El inventario tenía un grosor de entre dos y tres centímetros. Como Jake no quería que lo viera nadie más en el bufete, hizo él mismo dos copias. Salió temprano a comer, fue al colegio y se comió un plato de espaguetis con su mujer y su hija en la cafetería. Procuraba ir a verlas una vez por semana, sobre todo los miércoles, día en que Hanna prefería no traerse la comida. Le encantaban los espaguetis, pero aún le gustaba más que fuera su padre.
Cuando Hanna se fue al patio, los Brigance volvieron al aula de Carla. Sonó el timbre, pues las clases estaban a punto de empezar.
—Me voy a ver al juez Atlee —dijo Jake con una sonrisa burlona—. Primer día de cobro.
—Que tengas suerte —contestó ella, y le dio un beso rápido—. Te quiero.
—Y yo a ti.
Jake se fue a toda prisa para que no le pillara en el pasillo la avalancha de pequeños.
Cuando la secretaria hizo entrar a Jake, el juez Atlee estaba en su mesa, acabándose un cuenco de sopa de patata. Contraviniendo las órdenes de su médico, aún fumaba en pipa (no conseguía dejarlo). Llenó una de Sir Walter Raleigh y encendió una cerilla. Después de treinta años de dedicación intensiva a la pipa, todo el despacho se había teñido de un residuo amarronado. En el techo había una bruma permanente. Lo aliviaba una ventana un poco abierta. Sin embargo, el aroma era opulento y agradable. A Jake siempre le había encantado aquella sala, con sus filas de gruesos tratados, y sus retratos desvaídos de jueces muertos y generales confederados. En veinte años, desde que aquella parte del juzgado la ocupaba Reuben Atlee, no había cambiado nada. De hecho Jake tuvo la impresión de que los cambios habían sido escasos en cincuenta años. El juez, gran amante de la historia, tenía sus libros favoritos perfectamente ordenados en una estantería rinconera hecha a medida. En la mesa había de todo. Jake habría jurado que la ajada carpeta de la esquina derecha, en la parte delantera, no se había movido de su sitio en una década.
Se habían conocido hacía diez años en la iglesia presbiteriana, cuando Jake y Carla habían llegado a Clanton. El juez, tan líder en la iglesia como en todos los aspectos de su vida, no había tardado en abrirle los brazos al joven abogado, de quien se hizo amigo, aunque siempre de forma profesional. Reuben Atlee era de la vieja escuela. Él era juez, y Jake un simple abogado. En todo momento había que respetar los límites. Le había reprendido dos veces con severidad en vista abierta, y Jake tenía grabado aquel recuerdo.
Con la caña de la pipa ajustada en la comisura de los labios, cogió su americana negra y se la puso. Salvo en las vistas, en las que los cubría con la toga, no llevaba nada más que trajes negros. Siempre iguales. Nadie sabía si tenía veinte o solo uno. Eran idénticos. También llevaba siempre tirantes de color azul marino y camisas blancas almidonadas, casi todas sembradas de pequeños orificios debidos a los trozos encendidos de tabaco que se llevaba el aire. Se colocó en una esquina de la mesa mientras conversaban sobre Lucien. Después de vaciar su maletín, Jake le dio una copia del inventario.
—Quince Lundy es muy bueno —dijo—. No me gustaría que me revisara a mí los números.
—Dudo que tardara mucho —observó con mordacidad el juez Atlee.
Muchos le consideraban carente de sentido del humor, pero a veces, con quien le caía bien, podía ser de lo más puñetero.
—No, seguro que no.
Para ser juez hablaba poco. Leyó el inventario en silencio y con aplicación, página por página, mientras se le apagaba el tabaco y él dejaba de chupar. El tiempo carecía de importancia, ya que el reloj lo controlaba él. Al final se quitó la pipa y la dejó en un cenicero.
—Veinticuatro millones, ¿eh? —dijo.
—Sería el total aproximado.
—Mejor que lo guardemos bien, ¿vale, Jake? No tiene que verlo nadie, al menos de momento. Prepara una orden y yo sellaré esta parte del sumario. Vete a saber qué pasaría si se enterase la opinión pública. Saldría en primera página del periódico, y probablemente atrajese a aún más abogados. Ya se sabrá más adelante. De momento, mejor que lo enterremos.
—Estoy de acuerdo, señoría.
—¿Sabes algo de Sistrunk?
—No, y eso que ahora tengo buenas fuentes. Para no esconderle nada, le diré que he contratado a una nueva pasante: Portia Lang, la hija mayor de Lettie, una chica inteligente que se está planteando ser abogada.
—Sabia decisión, Jake. A mí me cae muy bien.
—O sea, ¿que me da el visto bueno?
—Sí. Yo no dirijo tu bufete.
—¿No hay conflicto de intereses?
—Yo no veo ninguno.
—Yo tampoco. Si se presenta Sistrunk, o merodea por aquí, nos enteraremos enseguida. De Simeon sigue sin saberse nada, aunque sospecho que tarde o temprano volverá. Es problemático, pero no tonto. Lettie todavía es su mujer.
—Volverá. Otra cosa, Jake, el testamento deja el 5 por ciento a un hermano, Ancil Hubbard, que por lo tanto es parte interesada. He leído tu informe y las declaraciones juradas, e interpreto que estamos dando por hecho que Ancil está muerto, lo cual me preocupa. Si no estamos seguros no deberíamos presuponer que ha muerto.
—Le hemos buscado, pero no hay pistas en ninguna parte.
—Bueno, Jake, pero no sois profesionales. Te expondré mi idea. El cinco por ciento de esta herencia es más de un millón de dólares. Me parecería prudente dedicar una suma más pequeña, pongamos que de unos cincuenta mil, a contratar a una buena agencia de detectives que le encuentre o averigüe qué fue de él. ¿Qué te parece?
En situaciones como aquella al juez Atlee le daba bastante igual lo que pensaras. Él ya estaba decidido. Solo lo preguntaba por educación.
—Muy buena idea —dijo Jake, una respuesta del agrado de cualquier juez.
—Lo aprobaré. ¿Y los otros gastos?
—Pues me alegro de que lo pregunte, señoría. Necesito que me paguen.
Jake tendió un resumen del tiempo dedicado al caso al juez Atlee, que lo estudió y frunció el ceño como si Jake estuviera esquilmando la herencia.
—Ciento ochenta horas —dijo—. ¿Qué tarifa aprobé?
Lo sabía perfectamente.
—Ciento cincuenta por hora —dijo Jake.
—Por lo tanto, un total de… Vamos a ver… —Atlee miraba por las gruesas gafas de lectura que tenía apoyadas en la punta de la nariz. Su ceño seguía muy fruncido, como si le hubieran insultado—. ¿Veintisiete mil dólares?
Levantó la voz con incredulidad fingida.
—Como mínimo.
—¿No es mucho?
—Al contrario, señor juez, es una ganga.
—Y una buena manera de encarar las vacaciones.
—Bueno, sí, también.
Jake sabía que Atlee habría aprobado sus honorarios incluso con el doble de horas.
—Aprobado. ¿Algún gasto más?
Metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó una bolsa de tabaco. Jake le acercó más documentos.
—Sí, señor juez, unos cuantos. Hay que pagar a Quince Lundy. Ha trabajado ciento diez horas, a cien por hora. También hay que pagar a los tasadores, los contables y la consultoría. He traído la documentación y órdenes para que las firme. Si me lo permite, propongo que hagamos una transferencia del banco de Birmingham a la cuenta de la herencia, en el First National de Clanton.
—¿De cuánto? —preguntó Atlee mientras encendía una cerilla y la movía sobre la cazoleta.
—No mucho, porque no me gusta la idea de que vean el dinero aquí en el banco. Ya que está bien guardado en Birmingham, mejor dejarlo todo el tiempo posible.
—Pienso exactamente igual —dijo el juez Atlee, como era su costumbre al oír una buena idea.
Expulsó una bocanada de humo denso que envolvió la mesa.
—Ya he preparado la orden —dijo Jake, y le acercó más documentos mientras intentaba ignorar el humo.
El juez Atlee se arrancó la pipa de los dientes, dejando un reguero de humo, y empezó a estampar su firma con su estilo característico, que, a pesar de ser indescifrable, se reconocía. Hizo una pausa y se quedó mirando la orden de transferencia.
—De un simple plumazo puedo transferir medio millón de dólares. Cuánto poder.
—Más que mis ingresos netos de los próximos diez años.
—Tal como cobras, lo dudo. Debes de tomarte por un abogado de bufete grande.
—Antes cavaría zanjas, señoría.
—Y yo. —Atlee fumó un rato en silencio, alternando firmas y caladas—. Hablemos de la semana que viene —dijo al acabar con todo el fajo—. ¿Está todo en orden?
—Que yo sepa sí. La declaración de Lettie está programada para el lunes y el martes, la de Herschel Hubbard para el miércoles, la de su hermana para el jueves y la de Ian Dafoe para el viernes. Será una semana bastante agotadora, cinco días consecutivos de declaraciones.
—¿Y usaréis la sala grande?
—Sí. No hay ninguna vista, y le he pedido a Ozzie que nos asigne a otro agente para que nadie abra la puerta. Tendremos sitio de sobra. Nos hará falta, claro.
—Yo también estaré, por si hay algún problema. No quiero a ningún testigo en la sala mientras se toma declaración a otro.
—Se lo hemos dejado claro a todas las partes.
—También quiero que se grabe todo en vídeo.
—Ya está arreglado. Por dinero no será.
El juez Atlee mordisqueaba la caña de la pipa, divertido por algo.
—Vaya, vaya —dijo, pensativo—. ¿Qué pensaría Seth Hubbard si el lunes que viene pudiera echar un vistazo y viera la sala llena de abogados ávidos peleándose por su dinero?
—Seguro que le daría asco, señoría, pero es culpa suya. Debería haberlo repartido bien, pensando en sus hijos, en Lettie y en cualquier otra persona que quisiera. Entonces no estaríamos aquí.
—¿Tú crees que estaba loco?
—No, loco no.
—Pues, entonces, ¿por qué lo hizo?
—No tengo ni idea.
—¿Sexo?
—Bueno… Mi nueva pasante considera que no, y ha visto mucho mundo. Aunque sea su madre, no es ninguna ingenua.
En realidad una conversación así habría estado prohibida. Entre las muchas peculiaridades del código de Mississippi, una de las más famosas, al menos entre los abogados, era la que prohibía «influir en el juez», es decir, que los abogados comentasen aspectos delicados de una causa pendiente con el juez en ausencia del letrado de la parte contraria. Era una norma que se infringía constantemente, una práctica común, sobre todo en el despacho del juez Reuben V. Atlee, pero solo con unos cuantos abogados de su preferencia y confianza.
Jake había aprendido por las malas que lo que se decía en los despachos no tenía que salir de ellos y carecía de importancia durante las vistas, que eran lo que contaba, el momento en que el juez Atlee decía las cosas claras y con ecuanimidad, independientemente de que hubieran querido influir en él mucho o poco.