Ancil Hubbard ya no era Ancil Hubbard. Hacía años que había descartado su yo y nombre anteriores, acuciado por las recriminaciones y exigencias de una mujer embarazada que había seguido su rastro. De hecho, no era la primera que le daba problemas o le hacía cambiar de nombre. La lista incluía a una esposa abandonada en Tailandia, a unos cuantos maridos celosos, a las autoridades tributarias, a cuerpos policiales de al menos tres países y a un costarricense cascarrabias que se dedicaba al tráfico de drogas, por ceñirse tan solo a lo más memorable de una biografía caótica, a salto de mata, que desde hacía tiempo habría estado encantado de cambiar por otra vida más tradicional. Pero Ancil Hubbard no estaba destinado a lo tradicional.
Trabajaba en un bar de Juneau, Alaska, en un barrio sórdido de la ciudad donde bebía, jugaba a los dados y se desfogaba una clientela de marineros y estibadores. La paz la mantenían dos feroces seguratas, aunque siempre era precaria. Ahora Ancil se hacía llamar Lonny, un nombre que le había llamado la atención hacía dos años en una esquela de un periódico de Tacoma. Lonny Clark. Sabía aprovecharse del sistema. Podría haber conseguido sin problemas un número de la seguridad social, o un carnet de conducir en el estado que quisiera, o incluso un pasaporte, pero prefería no arriesgarse; por eso su existencia no estaba recogida en ningún documento o sistema informático oficial. No existía. Tenía, eso sí, papeles falsos, por si le acorralaban. Trabajaba en bares porque pagaban en efectivo. Su domicilio era una pensión de mala muerte de la misma calle, que pagaba también en efectivo. Se movía en bicicleta y autobús, y si tenía que desaparecer, riesgo siempre latente, compraba en efectivo un billete de autobús y exhibía fugazmente un carnet de conducir falsificado. Eso cuando no viajaba haciendo autostop, opción con la que había recorrido millones de kilómetros…
Trabajaba en la barra, muy atento a la clientela. Cuando llevas treinta años huyendo aprendes a observar y a tener vista, fijándote en miradas demasiado insistentes, y en personas que no encajan. Teniendo en cuenta que las fechorías de Lonny no habían llegado a herir a nadie, ni a mover por desgracia grandes sumas de dinero, lo más probable era que no le persiguieran. Era un simple ratero cuya principal debilidad consistía en sentirse atraído por mujeres imperfectas, cosa que en el fondo tampoco era ningún delito. Sí tenía alguno a sus espaldas como tráfico de droga a pequeña escala, de armas a escala todavía menor, pero de alguna manera había que ganarse la vida… Quizá un par de ellos fueran algo más graves. En todo caso, vivir siempre sin rumbo le había hecho acostumbrarse a estar alerta.
Ahora ya se habían acabado los delitos, y a duras penas quedaban mujeres. A sus sesenta y seis años, Lonny estaba aceptando que la disminución de su libido podía ser beneficiosa al fin y al cabo, le evitaba problemas, y le permitía centrarse en otras cosas. Soñaba con comprarse una barca de pesca, aunque cobraba demasiado poco para ahorrar la cantidad necesaria. Su manera de ser y sus costumbres le hacían pensar frecuentemente en una última venta de droga, un gran golpe que le proporcionara un buen fajo de billetes y la libertad. Sin embargo, le daba pánico la cárcel. A su edad, si le pillaban con la cantidad soñada moriría entre barrotes. Además, sus anteriores trapicheos con droga no habían salido bien, por mucho que le pesara reconocerlo.
No, gracias; contento estaba con hacer de barman, dar conversación a marineros y putas, y dispensar consejos que buena falta hacían. A las dos de la madrugada cerraba el bar y se iba medio sobrio a su cuartucho, a acostarse en una cama sucia y recordar con nostalgia sus días en alta mar, primero en la marina y después en cruceros, yates y hasta petroleros. Cuando no tienes futuro vives de recuerdos, y ahí seguiría eternamente Lonny.
Nunca pensaba en Mississippi, ni en su infancia. Justo después de irse había conseguido que su cerebro se negara al instante a pensar en ellos. Cambiaba sin esfuerzo de paisaje y de imágenes, como el clic de una cámara, y tras varias décadas había logrado convencerse de no haber vivido nunca allí. Su vida empezaba a los dieciséis años. Antes no había nada.
Nada en absoluto.
Al inicio de su segundo día de cautividad, poco después de desayunar unos huevos revueltos fríos y unas tostadas aún más frías de pan blanco, Booker Sistrunk fue conducido desde su celda al despacho del sheriff, sin esposas. Mientras entraba, un alguacil se quedó en la puerta. Ozzie le saludó con gran cordialidad y le preguntó si le apetecía un café recién hecho. Sí, mucho. También le ofreció dónuts frescos, sobre los que Sistrunk se lanzó sin ceremonias.
—Si quieres puedes salir en dos horas —dijo Ozzie. Sistrunk escuchaba—. Solo tienes que ir al juzgado y pedirle disculpas al juez Atlee. Llegarías a Memphis antes de la hora de comer.
—La verdad es que esto me gusta —dijo Sistrunk con la boca llena.
—No, Booker, a ti lo que te gusta es esto otro.
Ozzie le acercó el periódico de Memphis. En la parte inferior de la portada de las páginas urbanas había una foto de archivo debajo del siguiente titular: DENEGADO EL «HÁBEAS CORPUS» A SISTRUNK, QUE SIGUE EN LA CÁRCEL DE CLANTON. El abogado lo leyó despacio, masticando otro dónut. Ozzie se fijó en que sonreía un poco.
—Un nuevo día y un nuevo titular, ¿eh, Booker? ¿Es lo único que has venido a buscar?
—Yo defiendo a mi cliente, sheriff. Es el bien contra el mal. Me sorprende que no lo vea.
—Yo lo veo todo, Booker, y hay cosas que saltan a la vista, el juez Atlee no te querrá en el juicio. Punto. Le has colmado la paciencia. Está harto de ti y de tus payasadas. Estás en su lista negra y no te borrará.
—Pues nada, sheriff, lo presentaré ante un tribunal federal.
—Sí, claro, siempre puedes presentar alguna chorrada sobre derechos civiles en un juzgado federal, pero no colará. He hablado con unos cuantos abogados especializados en asuntos federales y dicen que eres un fulero. Mira, Booker, a los jueces de aquí no puedes intimidarlos como a los de Memphis. En el distrito norte hay tres jueces federales. Uno fue presidente de sala, como Atlee. Otro fue fiscal del distrito, y el otro federal. Todos blancos. Y tirando a conservadores. ¿Qué te crees, que puedes entrar en un juzgado federal, pegar un rollo antirracista y que se lo trague alguien? Pues eres tonto.
—Y usted no es abogado, sheriff. De todos modos, gracias por los consejos jurídicos. Para cuando vuelva a mi celda ya se me habrán olvidado.
Ozzie se echó hacia atrás y puso los pies encima de la mesa, con una botas de vaquero tan lustrosas que impactaban. Miró el techo, disgustado.
—¿Sabes que les estás poniendo fácil a los blancos odiar a Lettie Lang?
—Es una mujer negra. Ya la odiaban mucho antes de llegar yo a la ciudad.
—En eso te equivocas. A mí me han elegido dos veces los blancos de este condado. La mayoría es buena gente. A Lettie le darán un trato justo. Al menos se lo habrían dado hasta que apareciste tú. Ahora son blancos contra negros, y nos faltan votos. ¿Sabes qué te digo, Booker? Que eres idiota. No sé qué haces en Memphis, pero aquí no funciona.
—Gracias por el café y los dónuts. Ya ¿puedo irme?
—Sí, vete, por favor.
Sistrunk se levantó. Al llegar a la puerta se detuvo.
—Por cierto —dijo—, no estoy seguro de que su cárcel cumpla con la legislación federal.
—Denúnciame.
—Hay muchas infracciones.
—Puede que vaya a peor.
Portia volvió antes de mediodía, charló con Roxy mientras Jake atendía una llamada larga, y subió por la escalera. Tenía los ojos rojos. Le temblaban las manos, y parecía que llevase una semana sin dormir. Lograron decirse cuatro cosas sobre la cena de la noche anterior.
—¿Qué pasa? —preguntó Jake después a bocajarro.
Portia cerró los ojos, se frotó la frente y empezó a hablar.
—No hemos dormido en toda la noche. Ha habido una pelea tremenda. Simeon había bebido; no mucho, pero lo bastante para perder los estribos. Mamá y yo hemos dicho que Sistrunk tiene que irse. A él no le ha gustado, claro, y hemos discutido. La casa llena y nosotros discutiendo como idiotas. Al final se ha ido y no hemos vuelto a verle. Esa es la mala noticia. La buena es que mi madre firmará lo que haga falta para quitarse de encima a los abogados de Memphis.
Jake se acercó a su mesa, cogió un papel y se lo entregó.
—Lo único que pone aquí es que prescinde de sus servicios. Nada más. Si lo firma podremos empezar.
—¿Y Simeon?
—Puede contratar a todos los abogados que quiera, pero no aparece en el testamento, y por lo tanto no es parte interesada. El juez Atlee no los reconocerá, ni a él ni a sus abogados. Simeon ya no pinta nada. Esto es entre Lettie y la familia Hubbard. ¿Firmará?
Portia se levantó.
—Ahora mismo vuelvo —dijo.
—¿Dónde está?
—Fuera, en el coche.
—Dile que entre, por favor.
—No quiere. Tiene miedo de que estés enfadado con ella.
Jake no se lo podía creer.
—Venga, Portia, hago un poco de café y hablamos. Ve a buscar a tu madre.
Sistrunk leía cómodamente recostado en la litera inferior, con un fajo de instancias e informes sobre la barriga. Su compañero de celda estaba sentado al lado, absorto en un libro de bolsillo. Se oyó un ruido metálico. Abrieron el pestillo de la puerta y Ozzie apareció sin previo aviso.
—Vámonos, Booker —dijo.
Le dio su traje, su camisa y su corbata, todo en la misma percha. Los zapatos y los calcetines estaban en una bolsa de la compra de las de papel.
Salieron por la puerta trasera, donde estaba aparcado el coche de Ozzie. Un minuto más tarde pararon detrás del juzgado y entraron enseguida. Los pasillos estaban vacíos. Nadie sospechaba nada. Subieron a la segunda planta y entraron en el antedespacho del juez Atlee, donde no cabía un alfiler. Le hacía de secretaria su taquígrafa, que señaló otra puerta.
—Los están esperando —dijo.
—¿Qué pasa? —masculló Sistrunk al menos por cuarta vez.
Ozzie no contestó. Abrió la puerta. Al final de una larga mesa estaba sentado el juez Atlee con su traje negro de siempre, pero sin toga. A su derecha estaban Jake, Lettie y Portia. Atlee señaló a su izquierda.
—Siéntense, por favor —dijo.
Así lo hicieron. Ozzie se colocó lo más al margen que pudo. Sistrunk miró con mala cara a Jake y Lettie. Le costaba morderse la lengua, pero lo consiguió. Tenía por costumbre disparar primero y preguntar después. Sin embargo, el sentido común le aconsejó mantener la calma, contenerse y hacer lo posible por no irritar al juez. Portia parecía especialmente deseosa de pasar al ataque. Lettie se miraba las manos, y Jake escribía en una libreta.
—Lea esto, por favor —le dijo el juez Atlee, empujando una hoja de papel—. Está despedido.
Solo era un párrafo corto. Sistrunk lo leyó y miró a Lettie.
—¿Has firmado tú esto?
—Sí.
—¿Coaccionada?
—En absoluto —dijo Portia con descaro—. Ha decidido prescindir de sus servicios. Lo pone aquí, negro sobre blanco. ¿Lo entiende?
—¿Dónde está Simeon?
—Se ha ido —dijo Lettie—. No sé cuándo volverá.
—Aún le represento —dijo Sistrunk.
—No es parte interesada —dijo el juez Atlee—. En consecuencia, no se le permitirá participar en el pleito, ni a usted tampoco. —Cogió otro papel y lo hizo circular—. Esto es una orden que acabo de firmar y que revoca la orden de desacato. Como ya no participa en este pleito, señor Sistrunk, queda en libertad.
Más que una observación era una orden. Sistrunk miró a Lettie con rabia.
—Tengo derecho a cobrar por mi tiempo y mis gastos. Y hay otro tema, el de los préstamos. ¿Cuándo calculo que me pagaréis?
—A su debido tiempo —dijo Jake.
—Lo quiero ahora.
—Pues ahora no lo tendrá.
—Entonces pondré una denuncia.
—Perfecto. Yo seré el abogado defensor.
—Y yo el juez —dijo Atlee—. Le asigno fecha de juicio para dentro de cuatro años.
Portia no se pudo aguantar una risita.
—¿Hemos terminado ya, señoría? —dijo Ozzie—. Es que tengo que llevar a Memphis al señor Sistrunk. Parece que no tiene otra manera de volver. Además, tenemos que hablar de algunas cosas.
—Volveréis a tener noticias mías. Aún no se ha pronunciado la última palabra —le espetó Sistrunk a Lettie.
—No lo dudo —dijo Jake.
—Lléveselo —dijo el juez Atlee—. Preferiblemente a la frontera del estado.
Se levantó la sesión.