La noticia la filtró una fuente legítima y corrió como un reguero de pólvora por el juzgado y la plaza, el juez Atlee volvería a convocar a las partes a las nueve de la mañana y daría a sus presos la oportunidad de disculparse. La idea de ver cómo traían a la sala a Rufus Buckley y Booker Sistrunk, con algo de suerte encadenados, con chanclas de goma y monos naranjas del condado, era irresistible.
Lo ocurrido, al divulgarse, había generado todo tipo de rumores y de conjeturas, a cuál más entusiasta. Para Buckley era una humillación colosal. Para Sistrunk, solo otro capítulo.
La prensa matinal de Memphis publicaba el reportaje íntegro de Dumas en primera plana de las páginas urbanas, acompañado de una foto enorme de los dos coletrados saliendo del juzgado con esposas. Solo el titular ya valía la pena para Sistrunk: CONOCIDO ABOGADO DE MEMPHIS ENCARCELADO EN MISSISSIPPI. Además del artículo de Dumas, que sorprendía por su exactitud, había otro más corto sobre la petición de amparo cursada por el bufete Sistrunk & Bost en el tribunal federal de Oxford. Había una vista programada para la una del mediodía.
Sentado en su balcón con vistas a la plaza, Jake esperaba a los coches patrulla mientras Lucien y él se tomaban un café. Ozzie había prometido avisarle por teléfono.
Lucien, que odiaba madrugar, y con razón, sorprendía por lo despejado de su aspecto y de sus ojos. Decía que estaba bebiendo menos y haciendo más ejercicio. Lo que estaba claro era que trabajaba más. A Jake le estaba resultando cada vez más difícil evitarle en su bufete («su» en plural).
—Nunca había pensado —dijo Lucien— que vería el día en que se llevaran esposado a Rufus Buckley.
—Maravilloso, de verdad. Aún no me lo creo del todo —dijo Jake—. Voy a llamar a Dumas para ver si puedo comprar la foto donde lo meten en la cárcel.
—Sí, por favor, y hazme una copia.
—De veinte por veinticinco, y enmarcada. Seguro que podría venderlas.
Roxy no tuvo más remedio que subir por la escalera, entrar en el despacho de Jake y salir al balcón, donde encontró a su jefe.
—Era el sheriff Walls —dijo—. Están en camino.
—Gracias.
Jake y Lucien cruzaron la calle a toda prisa. Saltaba a la vista que se estaban vaciando muchos otros bufetes, debido a que en toda la plaza había abogados que de pronto tenían algo urgente que hacer en el juzgado. El pobre Buckley se había granjeado tantas enemistades… Y aunque la sala distara mucho de estar llena a reventar, no pocos de esos enemigos habían acudido a ella. Era una obviedad sangrante que todos venían por la misma razón. Un oficial de justicia llamó al orden. El juez Atlee apareció en el estrado e hizo una señal a un alguacil.
—Que entre.
Se abrió una puerta lateral y apareció Buckley sin nada que le entorpeciese las muñecas o los tobillos. Aparte de la barba de dos días y del pelo revuelto, presentaba el mismo aspecto que el día anterior. El juez Atlee había tenido el gesto compasivo de dejar que se cambiara de ropa. Habría sido una vergüenza un poco excesiva pasearle con atuendo de preso. Con una cobertura de prensa como la de aquella mañana, el juez Atlee no podía permitir bajo ningún concepto que se viera vestido de esa guisa a un funcionario de su tribunal.
Sistrunk no aparecía por ninguna parte. Al cerrarse la puerta quedó claro que no participaría en la sesión.
—Aquí, señor Buckley —dijo el juez Atlee, señalando la zona de delante del estrado.
Buckley ocupó el lugar que le indicaban y se quedó con gesto de impotencia, solo, humillado y vencido. Tragó saliva con dificultad y levantó la vista hacia el juez.
Atlee apartó el micrófono y habló en voz baja.
—Confío en que haya sobrevivido a una noche en nuestra bonita cárcel.
—Sí.
—¿Le ha tratado bien el sheriff Walls?
—Sí.
—¿Han descansado bien juntos, usted y el señor Sistrunk?
—No diría yo tanto, señoría, pero hemos pasado la noche.
—Me he fijado en que viene usted solo. ¿Le ha dicho algo al respecto el señor Sistrunk?
—Mucho, señoría, pero no tengo permiso para repetirlo. No creo que fuera beneficioso para él.
—Estoy seguro de que no. A mí no me gusta que me insulten, señor Buckley, y menos si el insulto es tan grave como «racista». Es una de las palabras favoritas del señor Sistrunk. Le autorizo, como coletrado, a que se lo explique, y les prometo que si vuelven a llamarme así, ni él ni usted podrán volver a entrar en mi sala.
Buckley asintió con la cabeza.
—Se lo transmitiré con mucho gusto, señoría.
Jake y Lucien estaban sentados a cuatro hileras del fondo, en un largo banco de caoba que no había cambiado de sitio en varias décadas. En la otra punta apareció una mujer negra, que también se sentó. Era una joven de unos veinticinco años, atractiva y vagamente familiar. Lanzó una mirada rápida a su alrededor, como si no estuviera muy segura de poder estar ahí. Miró a Jake, que sonrió. Tranquila. La sala está abierta al público.
—Gracias —dijo el juez Atlee—. Bueno, la finalidad de esta pequeña vista matinal es repasar la situación y, si todo va bien, levantar la acusación de desacato. Si la formulé contra usted, señor Buckley, y contra su colega, fue a causa de lo que consideré como una falta palpable de respeto a mi sala, y por lo tanto a mí. Reconozco haberme enfadado. Soy un hombre que procura no tomar decisiones cuando se altera. Los años me han enseñado que siempre son malas. De lo hecho ayer no me arrepiento. Hoy tomaría las mismas medidas. Una vez dicho esto, le ofrezco la oportunidad de responder.
Ozzie ya había negociado un pacto. Una simple admisión y una simple disculpa harían que se levantara el cargo de desacato. Buckley había aceptado enseguida. Sistrunk se negaba.
Buckley se apoyó en la otra pierna y se miró los pies.
—Bueno, señoría —dijo—, me doy cuenta de que ayer no estuvimos nada acertados. Nuestra actitud fue impertinente e irrespetuosa. Le pido disculpas. No volverá a pasar.
—Muy bien. Queda anulada la acusación de desacato.
—Gracias, señoría —dijo Buckley dócilmente, con los hombros encorvados de alivio.
—Bueno, señor Buckley, he fijado una fecha para el juicio, el 3 de abril. Queda mucho trabajo, muchas reuniones entre ustedes, los abogados, y supongo que bastantes más vistas en esta sala. No puede ser que cada vez que coincidamos en la misma sala se arme un rifirrafe o un circo. La situación está muy tensa. Todos nos damos cuenta de lo mucho que está en juego. Por eso le pregunto lo siguiente: ¿cómo ve usted el papel que desempeñan en la causa usted y su colega de Memphis?
Ahora que volvía a ser libre, y que le daban la oportunidad de hablar, Rufus Buckley carraspeó y saltó confiado sobre la ocasión.
—Pues verá, señoría, acudiremos para proteger los derechos de nuestra cliente, la señora Lettie Lang, y…
—Sí, eso ya lo entiendo. Me refiero al juicio, señor Buckley. A mí me parece que no hay bastante sitio para el señor Brigance, principal letrado de los defensores del testamento, y todos los abogados que representan a la beneficiaria. Estaríamos un poco apretujados. ¿Me explico?
—Pues la verdad es que no del todo, señoría.
—Está bien, le seré franco. Cualquier persona que desee impugnar un testamento tiene derecho a contratar a un abogado y presentar una instancia —dijo Atlee, refiriéndose a los abogados del otro lado con un gesto del brazo—. A partir de ese momento, el abogado en cuestión participa en el caso de principio a fin. Por su parte, los defensores del testamento están representados por el abogado de la sucesión, que en este caso es el señor Brigance. En cierto modo los beneficiarios individuales se suben al carro.
—Disiento, señoría. Nosotros…
—Un momento. Lo que quiero decir, señor Buckley, con todos los respetos, es que no estoy seguro de que sea usted necesario. Tal vez sí, pero tendrá que convencerme más adelante. Tenemos mucho tiempo. Piénselo, ¿de acuerdo?
—Bueno, señoría, yo creo…
El juez Atlee le hizo un gesto de que parara.
—Ya basta —dijo—. No pienso discutir. Quizá otro día.
Al principio pareció que Buckley tenía ganas de polemizar, pero se acordó rápidamente de por qué estaba en la sala. No tenía sentido irritar de nuevo al juez.
—Por supuesto, señoría. Y gracias.
—Queda usted en libertad.
Jake volvió a mirar a la joven. Tejanos ceñidos, jersey negro, zapatillas deportivas amarillas muy gastadas, pelo corto, gafas de diseño… Se la veía delgada, en forma, sin el típico aspecto de la mujer negra de veinticinco años del condado de Ford. Lanzó una mirada a Jake y sonrió.
Media hora después estaba delante de la mesa de Roxy, preguntando con educación si podía hablar unos minutos con el señor Brigance. ¿Su nombre, por favor? Portia Lang, la hija de Lettie. El señor Brigance tenía mucho trabajo, pero Roxy pensó que podía ser importante, así que la hizo esperar diez minutos y encontró un hueco en la agenda.
Jake la recibió en su despacho y le ofreció un café, que ella rechazó. Se sentaron en un rincón, Jake en un sillón de piel antiguo y Portia en el sofá, como si estuviera en la consulta del psicólogo. No pudo resistirse al impulso de mirar aquella sala tan grande y admirar su mobiliario y el orden que reinaba en aquel desorden aparente. Reconoció que era la primera vez que entraba en un bufete de abogados.
—Si tienes suerte será la última —dijo él, haciéndola reír.
Portia estaba nerviosa, y al principio le costaba hablar, pero su presencia era crucial, y Jake se esmeró en hacer que se sintiera cómoda.
—Háblame de ti —dijo.
—Sé que está muy ocupado.
—Tengo tiempo de sobra, y el caso de tu madre es el más importante del bufete.
Portia sonrió con una mueca nerviosa. Sentada sobre las manos, no dejaba de mover las zapatillas. Poco a poco empezó a hablar. Tenía veinticuatro años. Era la hija mayor y acababa de licenciarse en el ejército después de seis años. La noticia de que su madre aparecía en el testamento del señor Hubbard la había recibido en Alemania, aunque no tenía nada que ver con su baja del servicio. Seis años eran suficientes. Estaba cansada del ejército y preparada para la vida civil. En el instituto de Clanton había sido buena alumna, pero los altibajos laborales de su padre no le habían permitido costearse la universidad. (Al hablar de Simeon frunció el ceño). Las ganas de irse de casa y del condado de Ford la habían llevado a ingresar en el ejército y viajar por todo el mundo. Llevaba casi una semana de regreso, aunque no tenía la intención de quedarse en la zona. Tenía bastantes créditos para tres años de universidad, quería graduarse y soñaba con estudiar derecho. En Alemania había trabajado como secretaria en el cuerpo jurídico, y conocía de primera mano los mecanismos de los consejos de guerra.
Se alojaba con sus padres y su familia, que, por cierto, se habían ido a vivir a la ciudad. Tenían alquilada la antigua casa de los Sappington, dijo con un punto de orgullo.
—Ya lo sé —dijo Jake—. Esta ciudad es pequeña y las noticias vuelan.
De todos modos, Portia dudaba de que se quedase mucho tiempo, porque la casa, pese a ser mucho más grande, era un circo de parientes que iban y venían, y de gente durmiendo en todas partes.
Jake la escuchó con atención, esperando una oportunidad que estaba seguro de que llegaría. De vez en cuando le hacía alguna pregunta acerca de su vida, aunque en eso no hacía falta ayudarla demasiado. Portia se estaba animando y hablaba sin parar. Los seis años en el ejército habían borrado su acento nasal y sus malas costumbres gramaticales. Su dicción era perfecta, y no por casualidad: en Europa había aprendido alemán y francés, y había trabajado como traductora. Ahora estudiaba español.
Jake, por costumbre, quiso tomar notas, pero le pareció de mala educación.
El fin de semana anterior Portia había ido a Parchman para ver a Marvis, que le había explicado la visita de Jake. Habló un buen rato sobre Marvis, secándose más de una lágrima. Era su hermano mayor. Siempre había sido su héroe. Qué desperdicio… Si Simeon hubiera sido mejor padre, Marvis no se habría malogrado. Sí, le había dicho a Portia que aconsejara a su madre seguir con Jake. También le había explicado que había hablado con Nick Norton, su abogado, y que Norton había dicho que los abogados de Memphis lo estropearían todo.
—¿Por qué has estado esta mañana en el juzgado? —preguntó Jake.
—Ya fui ayer, señor Brigance.
—Llámame Jake, por favor.
—Vale. Jake. Vi el fiasco de ayer y he vuelto esta mañana para consultar los autos en el despacho del secretario. Entonces he oído los rumores de que traerían a los abogados de la cárcel.
—Los de tu familia.
—Exacto. —Portia respiró hondo y habló mucho más despacio—. Es lo que quería comentarte. ¿Te importa si hablamos de la causa?
—No, claro que no. Técnicamente estamos en el mismo bando. De momento somos aliados, aunque no dé esa sensación.
—Vale. —Otra respiración profunda—. A alguien se lo tengo que decir, ¿no? Mira, Jake, durante el juicio de Hailey yo no estaba aquí, pero me enteré de todo. En Navidad, cuando volví a casa, se hablaba mucho del juicio, y de Clanton, y del Ku Klux Klan, y de la Guardia Nacional, y de todo eso. Me supo un poco mal haberme perdido el espectáculo, pero bueno, el caso es que por donde vivimos nosotros se conoce mucho tu nombre. Hace pocos días mi madre me dijo que le parecía que podía fiarse de ti. Eso para los negros no es fácil, Jake, y menos en una situación como esta.
—Una situación como esta no la hemos visto nunca.
—Ya me entiendes. Con tanto dinero de por medio, pues… Esperamos llevarnos la peor parte, y es normal.
—Creo que te entiendo.
—Total, que ayer, cuando volvimos a casa, se armó otra trifulca, una de las gordas, entre mamá y papá, más alguno que otro que terciaba sin que se lo pidieran. Mira, yo no estoy al tanto de todo lo que pasó antes de volver, pero es evidente que han estado peleándose por cosas bastante serias. Yo creo que mi padre la ha acusado de acostarse con el señor Hubbard. —Se le empañaron los ojos enseguida. Dejó de hablar para secárselos—. Mi madre no es ninguna puta, Jake; es una mujer fantástica que ha criado a cinco hijos prácticamente sola. Sienta muy mal saber que hay tanta gente aquí que cree que consiguió salir en el testamento del viejo a base de tirárselo. Yo nunca me lo creeré. Nunca. Mi padre es otra cosa. Llevan veinte años de guerra. Cuando yo iba al instituto le supliqué a mi madre que se separara. Él se lo critica todo. Ahora le critica algo que no ha hecho. Yo le dije que se callara. —Jake le dio un pañuelo de papel, pero ya no lloraba—. Gracias. Total, que por un lado mi padre la acusa de acostarse con el señor Hubbard, y por el otro lado se alegra secretamente de que lo hiciera, porque puede beneficiarle. Pase lo que pase, mi madre sale perdiendo. Ayer, cuando volvimos del juzgado, mi mamá se metió con él por lo de los abogados de Memphis.
—O sea, ¿que les contrató él?
—Sí. Ahora es un pez gordo y tiene que proteger su gran activo, que es mi madre. Está convencido de que los blancos se confabularán para anular el testamento y quedarse el dinero. Si al final va a ser cuestión de raza, ¿por qué no contratar al mejor agitador racial de la zona? Vaya, que así estamos. Y él en la cárcel.
—¿Eso a ti qué te parece?
—¿Lo de Sistrunk? Pues que ahora mismo quiere estar en la cárcel. Ya ha conseguido su foto de portada con un buen titular: otro negro encarcelado injustamente por los racistas de Mississippi. Para él es perfecto. Ni a propósito le habría salido mejor.
Jake asintió con la cabeza y sonrió. A aquella chica no se le escapaba una.
—Estoy de acuerdo —dijo—. Fue teatro, al menos por parte de Sistrunk, porque te aseguro que Rufus Buckley no tenía ninguna intención de que le metieran en la cárcel.
—¿Cómo hemos acabado con estos payasos? —preguntó Portia.
—Te iba a preguntar lo mismo.
—Bueno, que yo sepa mi padre fue a Memphis y habló con Sistrunk, que olió pasta, claro, y vino enseguida al condado de Ford para montar el numerito. Mi madre se dejó engañar. Tú, Jake, le caes muy bien y le inspiras confianza, pero Sistrunk la convenció de que en este caso no se puede confiar en ningún blanco. No sé por qué se trajo a Buckley.
—Como se queden en la causa, perderemos. ¿Te los imaginas delante de un jurado?
—No, no me los imagino. De ahí vino la pelea. Mi madre y yo dijimos que la estábamos cagando. Simeon, que siempre lo sabe todo, nos lo discutió diciendo que Sistrunk llevará el pleito a un tribunal federal y lo ganará.
—Imposible, Portia. Esto de federal no tiene nada.
—Ya me lo parecía.
—¿Cuánto se lleva Sistrunk?
—La mitad. Solo lo sé porque se les escapó durante la pelea. Mi madre dijo que darle a Sistrunk la mitad de su parte era una ridiculez. Mi padre contestó: «Bueno, es que la mitad de nada es nada».
—¿Le han pedido algo prestado a Sistrunk?
—No te cortas preguntando, ¿eh?
Jake sonrió y se encogió de hombros.
—Te aseguro que en algún momento se sabrá.
—Sí, les ha hecho un préstamo. Lo que no sé es de cuánto.
Jake bebió un poco de café frío, mientras pensaban los dos en la siguiente pregunta.
—Esto es muy serio, Portia. Hay una fortuna en juego, y ahora mismo el lado perdedor es el nuestro.
Portia sonrió.
—¿Fortuna? Cuando corrió la noticia de que una negra pobre de una zona rural de Mississippi estaba a punto de heredar veinte millones, los abogados se volvieron locos. Llamaron de Chicago prometiendo el oro y el moro. Para entonces ya estaba contratado Sistrunk, y les paró los pies, pero siguen llamando. Abogados blancos, negros… Todo el mundo tiene mejores condiciones que ofrecer.
—No los necesitáis.
—¿Estás seguro?
—Mi obligación es que se cumpla lo estipulado en el testamento del señor Hubbard. Así de claro. La familia de Hubbard quiere impugnar el testamento. Es por lo que habría que pelearse. Cuando vayamos a juicio quiero que Lettie se siente en mi mesa, conmigo y con Quince Lundy, el administrador de la herencia. Lundy es blanco, y yo también. Tendremos a Lettie entre los dos, guapa y con cara de contenta. Esto, Portia, es un tema de dinero, pero también de razas. No nos conviene en absoluto que en la sala haya negros en un lado y blancos en el otro. Le expondré el caso al jurado y…
—¿Y ganarás?
—Si un abogado predice lo que hará un jurado es que es tonto, pero te prometo que mis posibilidades de ganar son mucho mayores que las de Booker Sistrunk. Y encima no me quedo con una parte de la herencia de Lettie.
—¿Tú de dónde cobras?
—No te cortas preguntando, ¿eh?
—Perdona. Es que hay tantas cosas que no sé…
—Trabajo por hora y cobro de la herencia. Todo dentro de la sensatez, y con el beneplácito del tribunal.
Portia asintió como si lo hubiera oído mil veces. Después tosió.
—Tengo la boca seca. ¿Tienes un refresco o algo así?
—Claro que sí. Ven conmigo.
Bajaron a la pequeña cocina, donde Jake encontró un refresco light. Para impresionar a Portia la llevó a su sala de reuniones y le enseñó dónde estaba investigando Quince Lundy los papeles de Hubbard. Lundy aún no había llegado a trabajar.
—¿Qué parte de la herencia es en efectivo? —preguntó tímidamente Portia, por miedo a extralimitarse.
Se quedó mirando las cajas de documentos como si contuvieran dinero.
—La mayoría.
Admiró los estantes llenos de gruesos manuales y tratados jurídicos; los habían tocado poco en los últimos años.
—Tienes un bufete bonito, Jake —dijo.
—Lo tengo de otro. El dueño se llama Lucien Wilbanks.
—Me suena.
—Como a la mayoría de la gente. Siéntate.
Portia se acomodó en una silla de cuero acolchada, delante de la mesa larga, mientras Jake cerraba la puerta. Naturalmente, Roxy estaba cerca y con el radar a toda potencia.
Jake se sentó al otro lado.
—Bueno, Portia, dime cómo hay que quitarse a Sistrunk de encima.
—Dejándole en la trena —soltó ella enseguida, en la mejor tradición militar.
Jake se rio.
—Eso es temporal. Tendría que despedirle tu madre. Tu padre da igual, porque no es parte en la causa.
—Pero es que le deben dinero.
—Ya le pagarán. Si tu madre me hace caso se lo arreglaré, pero antes tiene que decirle a Sistrunk que ya no le quiere de abogado, y a Buckley lo mismo. Por escrito. Si está dispuesta a firmar, escribiré yo mismo la carta.
—Dame un poco de tiempo, ¿vale?
—No hay mucho. Cuanto más tiempo se quede Sistrunk, más daño hará. Él lo que quiere es publicidad. Le encanta ser el centro de atención, y por desgracia ya tiene la de todos los blancos del condado de Ford, que serán quienes compongan el jurado, Portia.
—¿Todo el jurado blanco?
—No, pero al menos ocho o nueve de los doce.
—¿El jurado de Hailey no era solo de blancos?
—¡Pues sí! Cada día parecía más blanco, pero era un juicio diferente.
Después de beber un trago de la lata, Portia volvió a mirar las hileras de libros importantes que cubrían las paredes.
—Debe de molar ser abogado —dijo impresionada.
No era «molar» el verbo que habría usado Jake. No tuvo más remedio que admitir interiormente que hacía mucho tiempo que veía su profesión en términos de simple aburrimiento. El juicio de Hailey había sido una gran victoria, pero, a pesar de tanto trabajo, de tanto hostigamiento, amenazas físicas y emociones a flor de piel, le habían pagado novecientos dólares. A cambio había perdido su casa, y casi a su familia.
—Tiene sus cosas buenas y sus cosas malas —respondió.
—Dime una cosa, Jake, ¿en Clanton hay alguna abogada negra?
—No.
—¿Y cuántos abogados negros?
—Dos.
—¿Cuál es la mujer negra con bufete propio que nos queda más cerca?
—Una en Tupelo.
—¿La conoces? Me gustaría hablar con ella.
—La llamaré con mucho gusto. Se llama Barbara McNatt y es muy simpática. Iba un curso por delante del mío en la facultad de derecho. Se dedica sobre todo al derecho de familia, pero también tiene escarceos con la policía y los fiscales. Es una buena abogada.
—Sería genial, Jake.
Portia bebió otro trago, mientras ambos esperaban el final de una pausa incómoda en la conversación. Jake sabía por dónde quería ir, pero no podía precipitarse.
—Antes has hablado de la facultad de derecho —comentó.
Le había llamado la atención. Hablaron largo y tendido sobre el tema, mientras Jake se esmeraba en que su descripción no fuera tan insoportable como los propios tres años de suplicio. De vez en cuando, como todos los abogados, atendía a estudiantes que le preguntaban si aconsejaría la abogacía como profesión, y aunque él nunca hubiera encontrado una forma sincera de decir que no, tenía muchas reservas. Había demasiados abogados, y demasiado pocos puestos de trabajo de calidad. Los profesionales se hacinaban en las calles mayores de un sinfín de pueblos, o se amontonaban verticalmente en los bloques de oficinas de los núcleos urbanos. Aun así, por lo menos la mitad de los americanos que necesitaban asistencia jurídica no se la podían permitir, así que en el fondo hacían falta más abogados. Ahora bien, no de empresa, o de seguros, y menos todavía abogados de pueblo como el propio Jake. Tuvo la corazonada de que si Portia Lang se dedicaba al oficio lo haría bien, ayudando a los suyos.
La llegada de Quince Lundy interrumpió la conversación. Tras presentarle a Portia, Jake la acompañó a la puerta, y fuera, en la calle, debajo del balcón, la invitó a cenar.
La vista sobre la petición de hábeas corpus de Kendrick Bost, programada para la una de aquel mediodía, se celebró en la primera planta del juzgado federal de Oxford. A esas alturas, el honorable Booker F. Sistrunk llevaba más de veinticuatro horas con el mono de la cárcel del condado. No estuvo presente en la vista, ni se le esperaba.
La presidió, con escaso interés, un magistrado. La intervención de un tribunal federal en un veredicto de desacato a nivel estatal era algo sin precedentes, al menos en el distrito quinto. El magistrado solicitó jurisprudencia varias veces, de cualquier lugar del país, pero no la había.
Dejaron despotricar a Bost durante media hora, aunque no dijo casi nada con sustancia. Su alegación, sin fundamento, consistía en presentar al señor Sistrunk como víctima de una vaga confabulación en el condado de Ford para apartarle del pleito sobre el testamento, y bla-bla-bla. Lo que no se dijo era lo más obvio, que Sistrunk esperaba ser puesto en libertad por el mero hecho de ser negro y sentirse maltratado por un juez blanco.
La petición fue desestimada. Bost preparó inmediatamente un recurso al distrito quinto en Nueva Orleans. Buckley y él ya habían recurrido la orden de desacato ante el Tribunal Supremo de Mississippi.
Mientras tanto, Sistrunk jugaba al ajedrez con su nuevo compañero de celda, un artista de los cheques sin fondo.
El lado materno de la familia de Carla decía tener raíces alemanas, y por eso ella había estudiado alemán en el instituto y cuatro años en Ole Miss. Como no era un idioma que pudiera practicarse mucho en Clanton, estuvo encantada de recibir a Portia en su modesta casa de alquiler, aunque a Jake se le olvidase comentar la invitación hasta casi las cinco de la tarde.
—Tranquila —le dijo—, que es una chica muy simpática, y podría ser decisiva en el pleito. Además, lo más probable es que nunca la hayan invitado a cenar a casa de unos blancos.
A lo largo de la conversación, que al principio fue algo tensa, acabaron por darse cuenta y reconocer que tampoco ellos habían invitado nunca a cenar a ningún negro.
Su invitada llegó puntualmente a las seis y media, con una botella de vino de las de tapón de corcho. Pese a la insistencia de Jake en que la velada sería «lo más informal posible», se había cambiado de ropa y llevaba un vestido largo y suelto de algodón. Saludó a Carla en alemán, pero enseguida se pasó al inglés para disculparse por la botella de vino (un tinto barato de California). Se rieron a gusto sobre el penoso surtido de las bodegas de la ciudad. Jake explicó que, en realidad, todo el vino y las bebidas alcohólicas de Mississippi las compraba el gobierno del estado, que a continuación las distribuía a tiendas privadas. De ahí pasaron a un animado debate sobre lo absurdas que eran las leyes sobre el alcohol en Mississippi, donde en algunos pueblos se podía comprar ron de noventa grados pero ni una sola lata de cerveza.
—Aquí en casa no tenemos alcohol —dijo Jake con la botella en la mano.
—Lo siento —dijo Portia, violenta—. Me la llevaré con mucho gusto a casa.
—¿Y por qué no nos la bebemos, que es más fácil? —preguntó Carla.
Gran idea. Mientras Jake buscaba por todas partes un sacacorchos, las dos mujeres se acercaron a los fogones para vigilar la cena. Portia dijo que le gustaba más comer que cocinar, aunque en Europa había aprendido mucho de comida. También se había aficionado a los vinos italianos, de los que apenas podía encontrarse alguna botella en el condado de Ford.
—Tendrás que ir a Memphis —dijo Jake, que seguía con su búsqueda.
Carla había preparado una salsa para pasta con carne de salchicha picante. Mientras se iba cociendo a fuego lento, empezó a practicar algunas frases básicas en alemán. Portia le contestaba despacio, con alguna repetición y bastantes correcciones. Al oír aquellas palabras tan raras, Hanna salió del fondo de la casa y fue presentada a la invitada, que la saludó diciendo ciao.
—¿Qué quiere decir ciao? —preguntó Hanna.
—Entre amigos, en Italia, «hola» y «adiós». Creo que en Portugal también se dice —contestó Portia—. Es mucho más fácil que guten Tag o bonjour.
—Yo sé algunas palabras en alemán —dijo Hanna—. Me las ha enseñado mi madre.
—Practicaremos más tarde —dijo Carla.
Jake encontró un sacacorchos viejo y consiguió descorchar con mucho esfuerzo la botella.
—Antes teníamos copas de vino de verdad —dijo Carla al sacar tres copas de agua baratas—, pero las destruyó el incendio, como casi todo.
Sirvió Jake. Brindaron, dijeron «salud» y se sentaron en la mesa de la cocina. Hanna se fue a su habitación.
—¿Habláis del incendio alguna vez? —preguntó Portia.
—No mucho —dijo Jake. Carla sacudió la cabeza y apartó la vista—. Pero si has visto el periódico sabrás que uno de los culpables vuelve a estar suelto por la calle, por ahí.
—Sí, ya lo he visto —dijo Portia—. Veintisiete meses.
—Eso. No encendió la cerilla, vale, pero fue uno de los que lo planearon todo.
—¿Os preocupa que esté libre?
—Pues claro —dijo Carla—. Aquí dormimos con pistolas.
—A mí Dennis Yawkey no me preocupa mucho —dijo Jake—. Solo es un quinqui sin dos dedos de frente que quería impresionar a otros. Encima Ozzie le vigila como un águila. Al primer paso en falso se irá otra vez a Parchman. Me preocupan más los canallas que aún están sueltos porque no llegaron a pillarlos. Participaron muchos hombres, algunos de la zona y otros de fuera. A juicio solo han ido cuatro.
—Cinco, contando a Blunt —dijo Carla.
—No fue a juicio. Blunt es el del Ku Klux Klan que intentó volar la casa una semana antes de que la incendiasen. Ahora está en un psiquiátrico, y se hace muy bien el loco.
Carla se levantó para ir a los fogones, remover la salsa y encender el fuego para poner el agua a hervir.
—Lo siento —dijo Portia en voz baja—. No quería sacar un tema desagradable.
—No pasa nada —dijo Jake—. Cuéntanos algo de Italia, que nunca hemos estado.
Durante la cena Portia habló de sus viajes por Italia, Alemania, Francia y el resto de Europa. Durante el instituto había decidido ver mundo y alejarse lo más posible de Mississippi. La oportunidad se la dio el ejército, y ella la aprovechó a fondo. Después de la instrucción había elegido como tres destinos favoritos Alemania, Australia y Japón. Una vez destacada en Ansbach, se había gastado el dinero en pases de ferrocarril y albergues de estudiantes, y había conocido todos los países, desde Suecia hasta Grecia, con frecuencia sola. Había estado destinada un año en Guam, pero echaba de menos la historia, la cultura y sobre todo la gastronomía y los vinos europeos, y al final había conseguido que la trasladasen.
Jake había estado en México, y Carla en Londres. Para su quinto aniversario habían ahorrado para costearse un viaje barato a París del que aún hablaban. Aparte de esos viajes no se habían movido. En verano, con suerte, se escapaban una semana a la playa de Destin. Oír las experiencias de Portia como trotamundos les dio envidia. Hanna estaba alucinada.
—¿Has visto las pirámides? —preguntó.
Las había visto, sí. De hecho, parecía que Portia lo hubiera visto todo. La botella se quedó vacía después de la ensalada. Ya no tenían vino. Carla sirvió té helado, y consiguieron acabar de cenar. Después de acostar a Hanna se tomaron un descafeinado, comieron galletas y hablaron de temas mundanos.
Sobre Lettie, el testamento y todo lo relacionado con él, no se dijo ni una palabra.