Rufus Buckley aparcó su viejo Cadillac al otro lado de la plaza, lo más lejos posible de Jake, y se quedó un momento dentro del coche, recordando cuánto había odiado Clanton, su juzgado, a sus votantes y, sobre todo, lo vivido en la ciudad. En otros tiempos, no hacía muchos años, los votantes le habían adorado, y él los había considerado como parte integrante de su base, el cimiento desde el que emprendería la carrera para llegar a ser gobernador de todo el estado. A partir de ahí… a saber. Había sido fiscal de su distrito, un fiscal joven y duro, con sus pistolas en las cartucheras y su soga en la mano, sin miedo a los malos. Buscadlos, traedlos y veréis a Rufus colgarlos. Gran parte de su campaña se había apoyado en su 90 por ciento de condenas. Sus partidarios le adoraban. Le habían elegido tres veces con un margen avasallador, pero la última vez, hacía un año, cuando aún estaba fresco en su memoria el amargo veredicto Hailey, la buena gente del condado de Ford le había echado. Buckley también había sufrido una sonora derrota en los de Tyler, Milburn y Van Buren; prácticamente en todo el vigésimo segundo distrito, con la excepción de su condado natal, el de Polk, cuyas gentes, que habían ido en masa a votar, le habían otorgado un patético margen de sesenta votos.
Su carrera dentro de la función pública había terminado, aunque a sus cuarenta y cuatro años a veces casi pudiera convencerse de que había futuro, de que aún le necesitaban. De lo que no estaba tan seguro era de quién y para qué. Su mujer le amenazaba con abandonarle si volvía a presentarse a cualquier cargo. Después de diez meses a medio gas en un bufete pequeño, contemplando el triste tránsito en la calle principal, Rufus estaba aburrido, derrotado, deprimido y fuera de sí. La llamada telefónica de Booker Sistrunk había sido un milagro. Rufus no había dejado pasar la ocasión de zambullirse en una polémica. El hecho de que el enemigo fuera Jake no hacía sino añadir intensidad al caso.
Abrió la puerta y salió con la esperanza de que nadie le reconociera. Qué bajo se puede caer…
El juzgado del condado de Ford abría a las ocho de la mañana. Cinco minutos después Rufus cruzó la puerta principal como tantas veces en su anterior vida; una vida en la que le respetaban y hasta le temían. Ahora le ignoraron, con la salvedad de un ujier que le miró con algo de insistencia y estuvo a punto de decir: «Oiga, ¿no le conozco de algo?». Subió con rapidez y le satisfizo encontrar abierta la sala de vistas, sin vigilancia. La sesión estaba programada para las nueve en punto. Había llegado el primero. Era algo voluntario, porque Sistrunk y él tenían un plan.
Solo era la tercera vez que regresaba desde el juicio de Hailey. El horror de la derrota retorció sus entrañas. Nada más cruzar la doble puerta se detuvo a contemplar la atroz sala vacía en toda su amplitud. Se le doblaban las rodillas. Se mareó por segunda vez. Cerró los ojos y oyó el veredicto en la voz de la secretaria judicial, Jean Gillespie: «En cuanto a todos los cargos imputados, nosotros, el jurado, declaramos al acusado inocente por enajenación mental». ¡Qué injusticia! Pero claro, no puedes matar a sangre fría a dos chavales y decir que fue porque se lo merecían, no; tienes que encontrar un motivo legal para hacerlo, y lo único que podía ofrecer Jake Brigance era la enajenación mental.
Obviamente no hacía falta más. Y eso que, al matar a los chavales, Carl Lee Hailey estaba totalmente cuerdo.
Haciendo memoria, recordó el caos de la sala cuando la familia Hailey y todos sus amigos se habían vuelto locos. ¡Eso sí que era enajenación! Segundos después, al gritar un muchacho «¡Inocente, inocente!», la chusma que rodeaba el juzgado había dado rienda suelta al júbilo.
Plantado frente a la baranda, consiguió mantener la compostura, física y mental. Tenía trabajo, y poco tiempo para prepararlo. Como en todas las salas, entre la baranda y el estrado del juez había dos grandes mesas. Eran idénticas, pero radicalmente distintas. La de su derecha correspondía al fiscal, en las causas penales (su antiguo terreno), o al demandante en las civiles. Como estaba más cerca del jurado, durante los juicios Rufus siempre se sentía más próximo a los suyos. La otra mesa, situada a tres metros, era la de la defensa, tanto en los casos penales como en los civiles. Según el parecer de la mayoría de los abogados que se pasaban la vida de juicio en juicio, la colocación era importante. Transmitía poder o falta de él. Permitía que unos abogados o litigantes fueran más visibles que otros para los miembros del jurado, siempre atentos. En ocasiones podía convertirse en el marco de una lucha entre David y Goliat, si un solo abogado y su cliente tullido se enfrentaban a un grupo de representantes trajeados de alguna gran empresa, o un acusado castigado por la vida al poder del estado. La ubicación era importante para las abogadas guapas y con falda corta ante jurados compuestos por varones; tan importante como para los toxicómanos de botas puntiagudas.
Como fiscal, Rufus nunca se había preocupado por la ubicación, puesto que carecía de importancia. Sin embargo, los pleitos testamentarios eran poco comunes, y Sistrunk y él habían tomado una determinación: de ser posible, ocuparían la mesa usada por la fiscalía y por los demandantes, la más próxima al jurado, y se presentarían como la auténtica voz de los defensores del testamento. Probablemente Jake Brigance se resistiera con uñas y dientes, pero bueno, allá él. Había llegado el momento de aclarar los papeles, y dado que el cliente de Rufus y de Sistrunk era la beneficiaria del último testamento de Seth Hubbard, cuya validez era absoluta, dejarían muy claras sus intenciones.
Personalmente, en su fuero interno, Rufus no tenía tan clara la estrategia. Estaba muy versado en la leyenda del honorable Reuben V. Atlee, que, como la mayoría de los presidentes de sala mayores, curtidos y a menudo cascarrabias del estado de Mississippi, gobernaba con mano de hierro y solía mirar con escepticismo a los de fuera. Sistrunk, no obstante, tenía ganas de pelea y era quien mandaba. Al margen de lo que ocurriese, sería emocionante, y él, Rufus, estaría en el ajo.
Redistribuyó rápidamente las sillas alrededor de la mesa, dejando tres y apartando las otras. Después abrió un grueso maletín y repartió papeles y cuadernos por toda la mesa, como si llevara varias horas sentado frente a ella, con un largo día de trabajo por delante. Habló con el señor Pate, oficial del juzgado, que entró a llenar de agua fría las jarras. En otros tiempos, habrían hablado del tiempo, pero a Rufus ya no le interesaban los chubascos.
Dumas Lee entró sin hacer ruido, y al reconocer a Buckley se acercó directamente a él. Llevaba una cámara al cuello y un cuaderno preparado para anotar citas.
—Hombre, señor Buckley, ¿qué le trae por aquí? —Su pregunta fue ignorada—. Tengo entendido que es el letrado local de Lettie Lang. ¿Es cierto?
—Sin comentarios —dijo Rufus, mientras organizaba carpetas con cuidado y tarareaba una canción en voz baja.
«Sí que han cambiado las cosas», pensó Dumas. El Rufus de antes era capaz de todo por hablar con un periodista, y nunca dejaba que se interpusiese nada entre las cámaras y él.
Se alejó y le dijo algo al señor Pate.
—Saca la cámara de aquí —fue la respuesta.
Así que salió y esperó junto a un colega con la esperanza de avistar un Rolls-Royce negro.
Wade Lanier llegó con su socio Lester Chilcott. Saludaron con la cabeza a Buckley, que estaba demasiado atareado para hablar, y les divirtió su conquista de la mesa del demandante. También ellos emprendieron la urgente tarea de abrir pesados maletines y prepararse para la batalla. Al cabo de unos minutos aparecieron Stillman Rush y Sam Larkin, que saludaron a sus semicolegas. Estaban en el mismo lado de la sala, y coincidirían en muchos de los argumentos que expusieran, pero en aquella fase temprana del conflicto aún no estaban dispuestos a fiarse los unos de los otros. Ya había empezado a entrar el público. Un murmullo sordo de saludos nerviosos y de comadreo hizo vibrar la sala. Varios agentes de uniforme iban de un lado para el otro, bromeando y saludando a los visitantes. Ian, Ramona y los hijos de ambos llegaron en manada y se sentaron en el extremo izquierdo, detrás de sus abogados, lo más lejos posible de los del otro bando. En torno al estrado merodeaban abogados cotillas, como si tuvieran algo que hacer. Se reían con los secretarios. El toque teatral lo aportaron finalmente Booker Sistrunk y su entorno, que entraron todos a la vez, obstruyendo el pasillo, e irrumpieron en la sala como si la tuvieran reservada en exclusiva. Sistrunk, del brazo de Lettie, lideró por el pasillo a sus hombres mientras miraba a los demás con mala cara, retándoles a hablar, buscando guerra, como siempre. Dejó a Lettie en la primera fila, con Simeon y los niños junto a ella, y apostó delante, en funciones de guardián, a un joven negro de cuello grueso y traje, camisa y corbata negros, como si en cualquier momento pudiesen irrumpir tanto asesinos como pretendientes. Rodeaban a Lettie varios primos, tías, tíos, sobrinos y vecinos, así como admiradores.
Al presenciar aquel desfile, Buckley refrenó a duras penas sus sospechas. Había tratado durante doce años con jurados en aquella parte del mundo. Sabía elegirlos, interpretarlos, predecirlos, hablar con ellos y en casi todos los casos dirigirlos, y se dio cuenta enseguida de que Booker Sistrunk y su numerito de negro grandote y malo no funcionaría en aquella sala. ¿Un guardaespaldas? ¡Pero bueno! Encima Lettie, como actriz, era un desastre. La habían preparado para que se mostrara cariacontecida y hasta triste, de luto, como si se le hubiera muerto un amigo muy querido y le hubiese dejado una herencia que le correspondía por derecho, y que ahora perseguían los avariciosos de los blancos. Intentaba dar la imagen de mujer maltratada.
Sistrunk y su socio, Kendrick Bost, cruzaron la baranda e intercambiaron saludos solemnes con su coabogado, el señor Buckley. Mientras amontonaban aún más detritos en la codiciada mesa, ignoraron por completo a los abogados del otro lado. A medida que el reloj se aproximaba a las nueve menos cuarto, el público siguió aumentando.
Nada más entrar por una puerta lateral, Jake se dio cuenta de que le habían quitado el sitio. Dio la mano a Wade Lanier, Stillman Rush y el resto de los abogados de la parte impugnadora.
—Parece que tenemos un pequeño problema —le dijo a Stillman, mientras señalaba con la cabeza a Buckley y los abogados de Memphis.
—Que tengas suerte —dijo Stillman.
Jake tomó la repentina decisión de evitar cualquier enfrentamiento. Salió de la sala y se dirigió al despacho del juez.
Herschel Hubbard llegó con sus dos hijos y unos amigos. Se sentaron cerca de Ian y Ramona. Justo antes de las nueve se calmó el ambiente. La segregación era casi perfecta: los negros en un lado y los blancos en el otro. Como era de esperar, Lucien se había sentado en el lado negro, al fondo.
Jake volvió y se quedó solo cerca de una puerta situada junto a la tribuna del jurado, sin hablar con nadie, mientras lograba hojear tranquilamente un documento.
—¡Levántense, que entra el tribunal! —exclamó a las nueve y cinco el señor Pate.
El juez Atlee hizo su entrada, arrastrando su vieja y desgastada toga negra.
—Siéntense, por favor —dijo cuando estuvo en su sitio.
Contempló la sala. Miró y miró, frunciendo el ceño una y otra vez, pero no dijo nada. Echó un vistazo a Jake, miró con mala cara a Buckley, Sistrunk y Bost, cogió un papel y pasó lista a los abogados. Estaban todos, diez en total.
El juez se acercó un poco más el micrófono.
—Empezaremos por las labores domésticas. Señor Buckley, ha cursado usted la notificación de que participará en la causa como letrado local del bufete de Memphis Sistrunk & Bost. ¿Me equivoco?
—No, señoría. Quisiera…
—Perdón. Y el señor Brigance ha presentado un escrito en el que se opone a dicha participación por falta de experiencia y de conocimientos. ¿Me equivoco?
—Una instancia completamente frívola, señoría, como bien ve usted. En este estado no existe el requisito de que los abogados…
—Perdón, señor Buckley. Usted cursó la notificación y el señor Brigance se opuso, lo cual significa que tengo que dictaminar sobre la impugnación. Todavía no lo he hecho. Hasta entonces no goza usted del debido reconocimiento como abogado en esta causa. ¿Me explico?
—Con la venia de su señoría, la objeción del señor Brigance es tan frívola que merece una sanción. De hecho estoy preparando un escrito en que lo expongo.
—No pierda el tiempo, señor Buckley. Siéntese y escuche. —Atlee esperó a que Buckley se sentase. Su mirada oscura se hizo más penetrante, y se le marcaron más las profundas arrugas de la frente. Nunca perdía la compostura, pero a veces tenía ramalazos de mal humor que asustaban a todos los abogados a cincuenta metros a la redonda—. Su comparecencia en este tribunal es contraria a las normas, señor Buckley. Por lo tanto, también lo es la de usted, señor Sistrunk, y la de usted, señor Bost. Aun así, se han adueñado de mi sala al ocupar sus puestos. Los abogados de esta sucesión no son ustedes. Lo es el señor Brigance, por orden oficial mía. Es posible que algún día pasen a constituir la representación letrada de los defensores del testamento, pero de momento no hemos llegado a ese punto.
Lo dijo lentamente, con incisividad, dureza y un lenguaje comprensible para todos. Sus palabras resonaron por la sala, obteniendo la plena atención de todos los oyentes. Jake no pudo aguantar una sonrisa. No había imaginado que su oposición a que participase Buckley en la causa, traducida en una impugnación tan frívola como irritante, por no decir inmadura, pudiera resultar de tanta utilidad.
El juez Atlee no perdió gas.
—Oficialmente no se encuentra usted aquí, señor Buckley. ¿Por qué se ha revestido de una posición de autoridad?
—Bueno, señoría…
—¡Haga el favor de levantarse cuando se dirija al tribunal!
El ímpetu de Buckley le hizo darse un golpe en la rodilla con el sobre de la mesa. Intentó mantener la dignidad.
—Bueno, señoría, es que nunca he visto ningún caso en que se impugne con tan poco fundamento la comparecencia de un abogado colegiado, así que he supuesto que la descartaría usted nada más verla y podríamos pasar a asuntos mucho más urgentes.
—Pues ha supuesto mal, señor Buckley. Ha pensado que usted y su colega de Memphis podían entrar como Pedro por su casa y adueñarse de la causa de los defensores. No me ha gustado nada.
—Bueno, señoría, yo le aseguro al tribunal…
—Siéntese, señor Buckley. Recoja sus cosas y siéntese allá, en la tribuna del jurado.
El juez Atlee señalaba más o menos hacia Jake con un dedo largo y huesudo. Buckley no se movió. Sí lo hizo su colega.
Booker Sistrunk se puso en pie, abrió mucho los brazos y habló con voz grave, poderosa y aterciopelada.
—Señoría, con la venia del tribunal debo decir que todo esto es bastante absurdo. Se trata de un simple trámite que podremos zanjar en breve sin la menor duda. No requiere llegar a estos extremos. Somos todos personas razonables, cuyo único objetivo es la justicia. ¿Me permite que sugiera que abordemos la cuestión inicial del derecho del señor Buckley a tomar parte en esta causa como letrado local? Estoy seguro de que su señoría se da cuenta de que la objeción cursada por el joven señor Brigance, aquí presente, carece de valor, y que lo lógico es desestimarla cuanto antes. ¿Verdad que se da usted cuenta, señoría?
El juez Atlee no dijo nada. Su mirada era inescrutable. Después de unos segundos de gran tensión miró a un secretario.
—Vaya a ver si se encuentra al sheriff Walls en el juzgado —dijo.
Quizá a Rufus Buckley le asustara la orden, y a Jake y los abogados del otro bando les divirtiera, pero a Booker Sistrunk le encrespó.
—Señoría —dijo muy tieso—, tengo derecho a hablar.
—No, de momento no. Siéntese, por favor, señor Sistrunk.
—Protesto por su tono, señoría. Represento a la beneficiaria del testamento, la señora Lettie Lang, y tengo derecho a proteger sus intereses en cualquier circunstancia.
—Siéntese, señor Sistrunk.
—No pienso callarme, señoría. No hace muchos años que en esta misma sala se impedía hablar a los abogados como yo. Tuvieron prohibido entrar durante años, y cuando estaban dentro no les dejaban hablar.
—Siéntese antes de que le acuse de desacato.
—No me amenace, señoría —dijo Sistrunk, saliendo de detrás de la mesa—. Tengo derecho a hablar, a defender a mi cliente, y no pienso callar por ningún tecnicismo recóndito en las normas procesales.
—Siéntese antes de que le acuse de desacato.
Sistrunk dio otro paso, para incredulidad de los abogados y de todos los presentes en la sala.
—No pienso sentarme —replicó con rabia. Jake pensó que se estaba volviendo loco—. Esta es justamente la razón de que haya solicitado formalmente que se inhiba usted de la causa. Yo, y muchos otros, vemos con claridad meridiana que la aborda con prejuicios raciales, y que a mi cliente le será imposible obtener un juicio justo. También es la razón de que hayamos presentado una instancia en la que se solicita el traslado del juicio a otro lugar. En esta… en esta ciudad… pues eso, que será imposible encontrar un jurado imparcial. Es de justicia que se celebre el juicio en otra sala, y ante otro juez.
—Le acuso de desacato, señor Sistrunk.
—Me da igual. Haré lo que haga falta para luchar por mi cliente, y si tengo que acudir a un tribunal federal para garantizar un juicio justo, estoy más que dispuesto a hacerlo. Presentaré una demanda federal contra cualquier persona que se interponga en mi camino.
Dos alguaciles del juzgado se acercaban lentamente hacia Sistrunk, que de pronto se giró y señaló a uno de ellos con el dedo.
—No me toque, si no quiere que salga su nombre en una demanda federal. ¡Apártese!
—¿Dónde está el sheriff Walls? —preguntó el juez Atlee.
Un secretario hizo un gesto con la cabeza.
—Aquí.
Ozzie estaba entrando por la puerta. Se lanzó por el pasillo, seguido a toda prisa por el agente Willie Hastings. El juez Atlee dio un golpe de martillo.
—Señor Sistrunk —dijo—, le acuso de desacato al tribunal y ordeno que sea puesto en custodia del sheriff del condado de Ford. Sheriff Walls, lléveselo, por favor.
—¡No puede! —vociferó Sistrunk—. Soy un abogado colegiado con permiso para ejercer ante el Tribunal Supremo. Estoy aquí en representación de mi cliente. Me acompaña un letrado local. No puede hacerme esto, señoría. Es discriminatorio, y muy perjudicial para mi cliente.
Para entonces Ozzie ya estaba tan cerca que podría haberle dado un puñetazo, y no habría dudado en atacar si hubiese sido necesario. También medía casi diez centímetros más, tenía diez años menos, pesaba quince kilos más, estaba armado y su expresión dejaba claro que le encantaría una buena pelea en su propio terreno. Cogió a Sistrunk por el codo. Hubo un breve segundo de resistencia. Ozzie se lo apretó.
—Las manos en la espalda —dijo.
La situación, en ese instante, se amoldaba por completo a los deseos de Booker Sistrunk. Con un gesto de perfecta teatralidad inclinó la cabeza, se puso las dos manos en la espalda y fue expuesto a la vejación de que le detuviesen. Miró a Kendrick Bost. Más tarde, algunas de las personas que estaban cerca comentaron haber visto una mueca repulsiva de alegría. Otras dijeron no haber visto nada. Rodeado de alguaciles, Sistrunk fue llevado a empujones más allá de la baranda, hasta el fondo del pasillo.
—Se van a enterar, Lettie —dijo en voz alta al pasar al lado de esta última—. Tú no te preocupes, que estos racistas no se quedarán con tu dinero. Fíate de mí.
Le obligaron a salir por la puerta.
Por motivos que nadie entendió nunca, Rufus Buckley sintió el impulso de decir algo, así que se puso en pie.
—Señoría —dijo en un silencio sepulcral—, con la venia del tribunal debo decir que esto nos sitúa en clara desventaja.
El juez Atlee miró a uno de los alguaciles que quedaban y señaló a Buckley.
—Llévenselo también a él —dijo.
—¿Qué? —dijo Buckley sin aliento.
—Le acuso a usted de desacato, señor Buckley. Llévenselo, por favor.
—Pero ¿por qué, señoría?
—Por desacato, además de por impertinencia, falta de respeto, arrogancia y muchas otras cosas. ¡Váyase!
Esposaron a Rufus, que estaba pálido y tenía los ojos muy abiertos. Él, Rufus Buckley, exfiscal del distrito, símbolo de los parámetros más elevados en el cumplimiento de la ley, la moralidad y la conducta ética, llevado a rastras como un vulgar delincuente… Jake se aguantó las ganas de aplaudir.
—Métanle en la misma celda que a su colega —rugió por el micrófono el juez Atlee, mientras Rufus se alejaba a trompicones por el pasillo, buscando amigos con cara de desesperación.
Cuando se cerró la puerta todos intentaron aspirar el poco oxígeno que quedaba en la sala. Los abogados empezaron a intercambiar miradas divertidas, con la certeza de haber presenciado algo que jamás volverían a ver. El juez Atlee hacía como que tomaba notas, mientras que todos los demás trataban de respirar. Al final levantó la cabeza.
—Bueno, señor Bost, ¿tiene algo que decir?
No, el señor Bost no tenía nada que decir. Se le ocurrían muchas cosas, pero dado el ambiente que reinaba en la sala tuvo la prudencia de indicar que no con la cabeza.
—Muy bien. Dispone usted de unos treinta segundos para despejar la mesa y trasladarse a la tribuna del jurado. Señor Brigance, ¿tendría usted la amabilidad de colocarse en el lugar de mi sala que le corresponde?
—Con mucho gusto, señoría.
—No, ahora que lo pienso, descansaremos diez minutos.
Ozzie Walls tenía sentido del humor. En el acceso circular de la parte trasera del juzgado había cuatro coches patrulla con toda la parafernalia: letras, números, antenas, luces… Mientras reunía a sus hombres en el vestíbulo del fondo alrededor de los dos abogados que habían incurrido en desacato decidió rápidamente que se fueran en el mismo vehículo.
—Metedlos en mi coche —ordenó.
—Le denunciaré —amenazó por décima vez Sistrunk.
—Tenemos abogados —replicó Ozzie.
—Os denunciaré a todos, payasos, pueblerinos.
—Y los nuestros no están en la cárcel.
—A un tribunal federal.
—Me encantan los tribunales federales.
Sacaron a Sistrunk y Buckley a empujones del juzgado y los metieron en la parte trasera del gran Ford marrón de Ozzie. Mientras tanto, Dumas Lee y muchos otros reporteros disparaban sus cámaras.
—Vamos a hacerles el paseíllo —dijo Ozzie a sus hombres—. Con luces pero sin sirenas.
Se puso al volante, arrancó y condujo muy despacio.
—¿Habías estado alguna vez en el asiento trasero, Rufus?
Buckley no quiso contestar. Arrellanado al máximo detrás del sheriff, se asomó a la ventanilla durante el lento recorrido por la plaza. A menos de un metro a su derecha estaba Booker Sistrunk, en una postura incómoda, con las manos en la espalda y protestando sin parar.
—Vergüenza debería darte tratar así a un hermano.
—Al blanco le estamos tratando igual —dijo Ozzie.
—No estás respetando mis derechos.
—Ni tú los míos con tanto hablar. Cállate o te encierro debajo de la cárcel. Tenemos un pequeño sótano. ¿Lo has visto, Rufus?
Rufus tampoco quiso contestar esta vez.
Después de dos vueltas por la plaza recorrieron algunas manzanas en zigzag, con Ozzie delante, seguido por los otros coches. El sheriff estaba dando tiempo a Dumas para prepararlo todo en la cárcel. Cuando llegaron, el reportero ya hacía fotos. Sacaron a Sistrunk y Buckley del coche de Ozzie y los llevaron despacio hasta la cárcel por el acceso delantero. Recibieron el trato propio de cualquier persona a quien se acaba de arrestar: fotos, huellas dactilares, cien preguntas recogidas en acta, consigna de todas sus efectos personales y entrega de una muda de ropa.
Tres cuartos de hora después de haber despertado las iras del honorable Reuben V. Atlee, Booker Sistrunk y Rufus Buckley, ambos con el mismo mono de la cárcel del condado (naranja desvaído, rayas blancas en las piernas), se sentaron al borde de sus camas de metal y miraron el váter con manchas negras y un escape de agua que debían compartir. Un celador miró por los barrotes de su estrecha celda.
—¿Os traigo algo? —preguntó.
—¿A qué hora es la comida? —preguntó Rufus.
Después de que Bost se viera exiliado a la tribuna del jurado, y mientras fichaban a sus adláteres, la vista empezó y terminó a una velocidad asombrosa. Al no haber nadie que pudiera defender el traslado del juicio o la recusación del juez, fueron desestimadas ambas peticiones. La de sustituir a Jake por Rufus Buckley fue rechazada casi sin mediar palabra. El juez Atlee accedió a las de juicio con jurado, y dio noventa días a las partes para iniciar y concluir la exposición de pruebas. Explicó en términos claros que daba la máxima prioridad al caso, y que no permitiría que se alargase más de la cuenta. Pidió a los abogados que sacaran sus agendas y los obligó a pactar como fecha del juicio el 3 de abril de 1989, casi cinco meses después.
Tras media hora levantó la sesión y desapareció del estrado. El público se levantó y empezó a murmurar, mientras los abogados formaban corros e intentaban confirmar lo que acababa de ocurrir.
—Supongo que tienes suerte de no estar en la cárcel —le susurró Stillman Rush a Jake.
—Increíble —dijo Jake—. ¿Quieres ir a ver a Buckley?
—Quizá más tarde.
Kendrick Bost se llevó a un rincón a Lettie y los suyos, e intentó tranquilizarlos diciendo que se estaba cumpliendo el plan. La mayoría parecían escépticos. Bost y el guardaespaldas se fueron lo antes posible y cruzaron corriendo el césped del juzgado para meterse de un salto en el Rolls-Royce negro (el guardaespaldas también hacía de chófer) y salir pitando hacia la cárcel. Ozzie les dijo que el tribunal no había autorizado visitas. Bost soltó una palabrota y se fue en dirección a Oxford, donde estaba el juzgado más próximo.
Antes de comer, Dumas Lee despachó un millar de palabras y mandó el artículo por fax a un reportero conocido suyo del periódico de Memphis. También le mandó un montón de fotos. Más tarde envió el mismo material a la prensa de Tupelo y Jackson.