La clientela del Tea Shoppe era la de siempre, oficinistas y profesionales liberales que iban a desayunar y tomarse un café (no un té: era demasiado temprano). Había una mesa redonda con un abogado, un banquero, un comerciante y un agente de seguros, y otra con un grupo selecto de hombres de cierta edad, ya jubilados. Jubilados pero no aburridos, lentos o callados. Recibía el nombre de Mesa de los Carcamales. Poco a poco se fue animando la conversación, centrada en el pobre rendimiento del equipo de fútbol americano de Ole Miss (la derrota del sábado pasado ante Tulane, en la fiesta de principio de curso, era imperdonable) y el de Mississippi State, más pobre aún. Cada vez era mayor el ímpetu con que los carcamales dejaban por los suelos a Dukakis, al que Bush le acababa de dar una paliza. En ese momento habló en voz alta el banquero.
—¿Sabéis qué he oído? Que la mujer esa ha alquilado la casa de los Sappington y se va a venir a vivir a la ciudad, con todo el séquito, claro. Dicen que le llegan parientes a carretadas, y que necesita una casa más grande.
—¿De los Sappington?
—Sí, hombre, la que hay al norte de la ciudad saliendo de Martin Road, justo después de donde las subastas. Una granja vieja que casi no se ve desde la carretera. Están intentando venderla desde que se murió Yank Sappington. ¿Cuánto tiempo hace, diez años?
—Como mínimo. Se ve que ha estado alquilada un par de veces.
—Pero nunca a negros, ¿no?
—Que yo sepa no.
—Yo creía que estaba bastante bien conservada.
—Sí que lo está. El año pasado la pintaron.
La noticia dio pie a un momento de reflexión, y a una gran consternación. Aunque la casa de los Sappington estuviera al final de la ciudad, era una zona que seguía considerándose blanca.
—Y ¿por qué se la alquilan a negros? —preguntó uno de los carcamales.
—Por dinero. ¿Qué más les da, si en Clanton ya no vive ningún Sappington? Si no pueden venderla, pues mejor que la alquilen. El dinero siempre es verde, te lo dé quien te lo dé.
Nada más decirlo, el banquero esperó que le llevaran la contraria. Su banco tenía la mala fama de evitar a los clientes negros.
Entró un agente inmobiliario que se sentó en la mesa de los profesionales liberales, donde fue recibido de inmediato con una pregunta.
—Estábamos diciendo que la mujer esa ha alquilado la casa de los Sappington. ¿Es verdad?
—¡Toma, pues claro! —respondió él con suficiencia. Se jactaba de ser el primero que oía los rumores, o como mínimo de parecerlo—. Por lo que me han dicho se instalaron ayer. Setecientos dólares al mes.
—¿Cuántos coches?
—No lo sé. Ni he pasado, ni tengo intención de pasar. Lo único que espero es que no afecte al valor del suelo en el barrio.
—¿Qué barrio? —preguntó uno de los carcamales—. Siguiendo un poco por la carretera llegas a la subasta de ganado, que desde que soy pequeño huele a boñiga de vaca. Al otro lado está la chatarrería de Luther Selby. ¿De qué barrio hablas?
—Bueno, ya sabes, el mercado inmobiliario —contraatacó el agente—. Como esta gente se instale donde no tendría que instalarse, bajará el precio del suelo en toda la ciudad y podría perjudicarnos a todos.
—Ahí tiene razón —intervino el banquero.
—Ella no trabaja, ¿verdad? —dijo el comerciante—. Y su marido es un vago. ¿De dónde sacan los setecientos mensuales de alquiler?
—No puede gastarse tan pronto el dinero de Hubbard, ¿no?
—Imposible —dijo el abogado—. Mientras no se resuelvan las demandas, el dinero no lo toca nadie. Tardará años. No puede recibir ni un centavo.
—Pues, entonces, ¿de dónde saca el dinero?
—A mí no me lo preguntes —dijo el abogado—. Quizá les cobre algo de alquiler a los demás.
—La casa tiene cinco dormitorios.
—Te apuesto lo que quieras a que ya están todos llenos.
—Y yo a que nadie le paga nada.
—Dicen que al marido le trincaron hace unas semanas por conducir borracho.
—Sí, es verdad —dijo el abogado—. Lo he visto en la lista de autos: Simeon Lang. Le pillaron el sábado por la mañana. En su primera comparecencia le representó Jake. Ahora está aplazado. Supongo que Ozzie habrá tenido algo que ver.
—¿Y a Jake quién le paga?
El abogado sonrió.
—Bueno, no se puede saber, pero seguro que de una u otra manera saldrá de la herencia —dijo.
—Suponiendo que quede algo.
—Que lo dudo mucho.
—Mucho.
—Bueno, volviendo a mi pregunta —dijo el comerciante—, ¿cómo puede pagarse el alquiler?
—¡Vaya pregunta, Howard! Tienen ayudas. Saben aprovecharse del sistema. Vales de comida, ayuda a niños dependientes, subsidios, vivienda pública, el paro… Ganan más sin pegar golpe que la mayoría de la gente trabajando cuarenta horas. Te metes en casa a cinco o seis, todos con ayudas, y ya no tienes que preocuparte por el alquiler.
—Ya, pero la casa de Sappington no es precisamente de alquiler social.
—Fijo que el dinero para gastos se lo adelanta su abogado de Memphis —dijo el abogado—. ¡Coño, si seguro que le ha pagado algo para ocuparse del caso! Pensadlo bien. Si al principio le suelta cincuenta mil en efectivo para quedarse con el caso, y luego le birla la mitad de la herencia cuando la reciba, es buen negocio. Y encima seguro que le cobra intereses.
—Pero éticamente no puede hacerlo, ¿no?
—¿Qué quieres decir, que hay abogados que hacen trampas?
—¿O que se buscan los casos?
El abogado respondió con calma.
—La ética depende de que te pillen. Si no te pillan es que no la has infringido. Y dudo que Sistrunk se haya pasado mucho tiempo leyendo los últimos preceptos éticos de la asociación nacional de abogados.
—Ya tiene bastante trabajo con leer los recortes de prensa donde sale. ¿Cuándo volverá a la ciudad?
—El juez Atlee ha programado una vista para la semana que viene —contestó el abogado.
—¿Qué harán?
—Instancias y esas cosas; probablemente sea otro circo.
—Como vuelva a presentarse con un Rolls-Royce negro es que es tonto.
—Pues ya te digo yo que lo hará.
—Tengo un primo en Memphis que trabaja en los juzgados —dijo el agente de seguros—, y dice que Sistrunk tiene deudas por toda la ciudad. Gana mucho, pero gasta aún más, y siempre está huyendo de los bancos y de los acreedores. Hace dos años se compró un avión y por poco se arruina. El banco se lo embargó y luego le demandó. Ahora él dice que es una confabulación racista. Montó una fiesta por todo lo alto por el cumpleaños de su tercera mujer. Alquiló una carpa grande, se trajo un circo e hinchables para los niños pequeños y luego, de cena, había langosta y centollo fresco, y vino a gogó. Cuando se acabó la fiesta resultó que ningún cheque tenía fondos. Justo cuando amenazaba con declararse en quiebra, consiguió diez millones zanjando un caso fuera de los tribunales y pagó a todo el mundo. Sube y baja.
Todo el mundo le escuchó con atención y pensó en lo que había dicho. La camarera les volvió a llenar las tazas con café hirviendo.
El agente inmobiliario miró al abogado.
—Lo de que votaste a Michael Dukakis es broma, ¿no?
Era una provocación directa.
—Pues sí, le voté y volvería a votarle —dijo el abogado.
Se oyeron carcajadas y alguna risa falsa. El abogado era uno de los dos demócratas presentes en el bar. En el condado de Ford, Bush había ganado por un sesenta y 5 por ciento.
El otro demócrata, uno de los carcamales, volvió a encarrilar la situación con una pregunta.
—¿Cuándo presentarán el inventario de Hubbard? Tenemos que saber qué hay en la herencia, ¿no? Tanto cotillear y discutir, que si la herencia, que si el testamento, que si tal y cual… ¿No tenemos derecho a saber exactamente de qué se compone, como ciudadanos, contribuyentes y beneficiarios de la Ley de Libertad de Información? Yo estoy convencido de que sí.
—No es de tu incumbencia —dijo el comerciante.
—Puede que no, pero me apetece mucho saberlo. ¿A ti no?
—Me importa un pito —respondió el comerciante.
Se burlaron de él.
—El administrador —dijo el abogado, una vez que pasó la interrupción— tiene la obligación de presentar un inventario en la fecha que le indique el juez. La ley no estipula ningún plazo. Con una herencia de esta envergadura, yo diría que darán tiempo de sobra al administrador para encontrarlo todo y tasarlo.
—¿A qué envergadura te refieres?
—A la que dice todo el mundo. Mientras el administrador no haya presentado el inventario, no lo sabremos de verdad.
—Creía que se llamaba albacea.
—Si el albacea renuncia, como en este caso, no. Entonces el tribunal designa a un administrador para que lo gestione todo. El nuevo es un abogado de Smithfield que se llama Quince Lundy y es amigo del juez Atlee desde hace mucho tiempo. Creo que está medio jubilado.
—¿Y cobra de la herencia?
—¿De qué otro sitio podría salir el dinero?
—Bueno, y ¿cuánta gente cobra de la herencia?
El abogado pensó un momento.
—El abogado de la sucesión, que de momento es Jake, aunque no sé si durará mucho. Se rumorea que está harto de los abogados de Memphis y que se está planteando renunciar. El administrador cobra de la herencia. Contables, tasadores, asesores fiscales… Gente así.
—¿Y a Sistrunk quién le paga?
—Supongo que tendrá un contrato con esa mujer; si gana se queda con un porcentaje.
—¿Y se puede saber qué pinta Rufus Buckley?
—Hace de letrado local para Sistrunk.
—Hitler y Mussolini. ¿Qué pretenden, ofender a todos los habitantes del condado de Ford?
—Parece que sí.
—Y el juicio será con jurado, ¿no?
—Sí, sí —contestó el abogado—. Se ve que es lo que quieren todos, incluido el juez Atlee.
—¿El juez Atlee? ¿Por qué?
—Muy fácil, porque así no carga con el mochuelo. No hace falta que decida él. Habrá quien gane mucho y quien pierda mucho, y si el veredicto es de un jurado nadie podrá echarle la culpa al juez.
—Apostaría ahora mismo diez a uno a que el jurado falla en contra de la mujer esa.
—Paciencia —dijo el abogado—. Dejemos unos meses de margen para que el juez Atlee tenga tiempo de poner a cada cual en su sitio, organizarlo y planearlo todo y programar un juicio. Entonces, justo antes de que empiece, haremos una porra y apostaremos. Me gusta cuando me dais dinero. ¿Cómo vamos de momento, cuatro Super Bowls seguidas?
—¿Cómo van a encontrar a doce personas que no sepan nada del caso? Yo no conozco a nadie que no tenga una opinión, y te aseguro que todos los negros en ciento cincuenta kilómetros a la redonda desean un trozo del pastel. He oído que Sistrunk quiere que trasladen el juicio a Memphis.
—No se puede sacar de este estado, cabeza de chorlito —dijo el abogado—. Lo que sí es verdad es que ha pedido que se celebre en otro sitio.
—¿Jake no intentó trasladar el caso Hailey? ¿A un condado más receptivo, con más votantes negros?
—Sí, pero el juez Noose lo desestimó. De todos modos, lo de Hailey era un caso mucho más gordo.
—Ya, pero no se jugaban veinte millones.
—¿Tú crees que Jake puede ganar el juicio para la mujer esa? —preguntó al abogado el carcamal demócrata.
Todos se callaron un segundo y se quedaron mirando al abogado. Se lo habían preguntado al menos cuatro veces en tres semanas, y en la misma mesa.
—Depende —contestó con gravedad—. Si está Sistrunk en la sala es imposible que ganen. Si solo está Jake, yo le daría un 50 por ciento de probabilidades.
Palabras de un abogado que nunca iba a juicio.
—He oído que ahora tiene un arma secreta.
—¿De qué tipo?
—Dicen que Lucien Wilbanks vuelve a ejercer. Y no de borracho. Supuestamente pasa mucho tiempo en el despacho de Jake.
—Sí, ha vuelto —dijo el abogado—. Le he visto en el juzgado, husmeando en escrituras y testamentos antiguos. Está como siempre.
—Pues qué pena.
—¿Parecía sobrio?
—Más o menos.
—Seguro que Jake no dejará que se acerque al jurado.
—Dudo que el juez Atlee le deje entrar en la sala.
—Pero no puede ejercer, ¿verdad?
—No, le expulsaron permanentemente, lo cual en su caso quiere decir que tiene que esperar ocho años antes de solicitar el reingreso.
—¿Es permanente pero durante ocho años?
—Sí.
—No tiene sentido.
—Es la ley.
—La ley, la ley…
—¿Quién dijo «Lo primero que deberíamos hacer es matar a todos los abogados»?
—Creo que Shakespeare.
—Pensaba que Faulkner.
A lo que el abogado contestó:
—Si empezamos a citar a Shakespeare, es que es hora de irme.
La llamada era de Floyd Green, desde Parchman. Con tres votos a favor y dos en contra, la comisión de libertad condicional había decidido poner en libertad a Dennis Yawkey. No habían dado explicaciones. Floyd hizo vagas referencias a lo misterioso del funcionamiento de la comisión. Jake sabía que existía en el estado una larga y sórdida tradición de libertades condicionales a cambio de dinero, pero se negaba a creer que la familia Yawkey pudiera haber tenido el refinamiento necesario para sobornar a alguien.
Diez minutos después fue Ozzie quien llamó para dar la noticia. Tras manifestar su incredulidad y frustración, le dijo a Jake que iría personalmente a Parchman el día siguiente a buscar a Dennis, y que dispondría de dos horas a solas con él en el coche. Le amenazaría de todas las formas posibles y le prohibiría pisar el término municipal de Clanton.
Jake le dio las gracias y llamó a Carla.