En las últimas dos semanas, desde que había llegado el testamento del señor Hubbard, el correo matinal era mucho más interesante. Cada día aportaba un nuevo giro, a medida que se acumulaban nuevos abogados e intentaban situarse en buen lugar en la parrilla de salida. Wade Lanier presentó una instancia para impugnar el testamento en representación de Ramona e Ian Dafoe, y su ejemplo cundió entre los demás. En cuestión de días se presentaron varias instancias similares por parte de la representación letrada de Herschel Hubbard, sus hijos y los de los Dafoe. Como estaba permitido corregir libremente las instancias, las primeras redacciones seguían la misma estrategia básica. Sostenían que el testamento manuscrito no tenía validez porque (1) Seth Hubbard carecía de capacidad para testar y (2) había estado sujeto a influencia indebida por parte de Lettie Lang. No se aportaba ningún dato que apoyara los argumentos, cosa que por otro lado entraba dentro de lo normal en el mundo de las demandas. El estado de Mississippi se ceñía al principio de «demanda simplificada», que, por decirlo de algún modo, sería sentar lo básico e intentar demostrar más tarde lo concreto.
Los esfuerzos solapados de Ian Dafoe para convencer a Herschel de que se uniera al bufete de Wade Lanier no solo resultaron infructuosos, sino que provocaron un cisma. Herschel no se había llevado buena impresión de Lanier. Consideraba, sin mucho fundamento, que resultaría inútil ante un jurado. Como necesitaba a un abogado de Mississippi, se puso en contacto con Stillman Rush con la idea de que representara sus intereses. En su calidad de abogados en el testamento de 1987, el bufete Rush estaba asistiendo a un declive de su papel dentro de la competición. No tendría gran cosa que hacer más allá de observar, y parecía dudoso que el juez Atlee tolerase su presencia, aunque fuera al margen con el taxímetro en marcha, por supuesto. Herschel tomó la astuta decisión de contratar al prestigioso bufete Rush, por un porcentaje de lo que consiguiera, y se despidió de su abogado de Memphis.
Mientras los opositores del testamento competían por el mejor puesto, sus defensores se peleaban entre sí. Rufus Buckley entró oficialmente en el pleito como letrado local de Lettie Lang. Jake elevó una vaga protesta con el argumento de que Buckley carecía de la experiencia necesaria. El bombardeo empezó cuando Booker Sistrunk, cumpliendo su promesa, presentó un escrito donde solicitaba apartar a Jake del caso y sustituirlo por el bufete Sistrunk y Bost, con Buckley como colegiado en Mississippi. Al día siguiente, Sistrunk y Buckley presentaron otro escrito en el que le pedían al juez Atlee que se recusase, con el vago y curioso argumento de que tenía algún tipo de prejuicio contra el testamento manuscrito. Acto seguido cursaron una instancia que pedía trasladar el juicio a otro condado «con mayor equidad» o, dicho de otro modo, más negro.
Jake habló largo y tendido con un abogado de Memphis con quien tenía conocidos en común. Había bregado durante años contra Sistrunk, y no se contaba entre sus seguidores, pero en última instancia no tenía más remedio que admirar sus resultados. La estrategia de Sistrunk consistía en reventar los casos, reducirlos a conflictos raciales, atacar a cualquier persona blanca implicada (incluyendo, si hacía falta, al propio juez) y mantener el pulso por la selección del jurado hasta que este contuviera un número suficiente de negros. Era descarado, gritón, no tenía miedo a nada, y podía intimidar tanto dentro como fuera de los tribunales. En caso de necesidad se mostraba encantador ante el jurado. En los juicios de Sistrunk siempre había víctimas. No parecía que le importase quién salía herido. Litigar contra él era algo tan desagradable que se sabía de muchos posibles demandados que habían llegado rápidamente a un acuerdo extrajudicial.
Era una táctica que podía funcionar en el ambiente cargado de casos racistas del sistema judicial de Memphis, pero en ningún caso en el condado de Ford, ni ante el juez Reuben V. Atlee. Jake había leído y releído las instancias presentadas por Sistrunk, y cuanto más las leía más se convencía de que el gran abogado estaba perjudicando de forma irreparable a Lettie Lang. Mostró copias a Lucien y Harry Rex, y ambos fueron de su mismo parecer. Era una estrategia burda, abocada a un fracaso seguro, porque al final le saldría el tiro por la culata.
Después de dos semanas trabajando en el caso, Jake estaba dispuesto a desistir si Sistrunk continuaba en la partida. Presentó una instancia para que se desestimasen las que habían presentado Sistrunk y Buckley, con el argumento de que no estaban reconocidos como asistencia letrada por el tribunal. El abogado de los defensores del testamento era él, no ellos. Pensaba presionar al juez Atlee para que los pusiera en su sitio. De lo contrario, se iría tan tranquilo a su casa.
Russell Amburgh fue eximido de sus obligaciones y se apeó del caso. Su sustituto fue el honorable Quince Lundy, un abogado medio jubilado de Smithfield, viejo amigo del juez Atlee. Al elegir la apacible carrera de asesor fiscal, Lundy había evitado los horrores del litigio. En tanto que albacea o administrador sustituto, como se le llamaba oficialmente, se le pedía que realizara sus labores con poca consideración por los debates sobre el testamento. Su trabajo consistía en reunir los bienes del señor Hubbard, tasarlos, protegerlos e informar de ellos al tribunal. Trasladó a Clanton los archivos de la Berring Lumber Company, al bufete de Jake, y los depositó en una sala de la planta baja, junto a la pequeña biblioteca. A partir de entonces llegaba puntualmente a las diez de la mañana, tras una hora de viaje. Por suerte congenió con Roxy y no hubo dramas.
En otra zona del bufete, por el contrario, sí se fraguaba un drama. Parecía que Lucien se estaba acostumbrando a ir todos los días, meter las narices en lo de Hubbard, rebuscar en la biblioteca, irrumpir en el despacho de Jake, darle opiniones y consejos, y agobiar a Roxy, que no le soportaba. Lucien y Quince tenían amistades en común, así que no tardaron mucho tiempo en beber juntos litros de café y contarse anécdotas sobre los jueces pintorescos de antaño, muertos hacía ya décadas. Jake se quedaba en el piso de arriba, con la puerta cerrada, mientras abajo no se trabajaba mucho.
A Lucien, por primera vez en muchos años, también se le veía dentro y fuera del juzgado. Su humillante expulsión del colegio de abogados ya era solo un recuerdo. Aún se sentía un paria, pero era una leyenda tal, por motivos exclusivamente malos, que la gente tenía ganas de saludarle. ¿Dónde has estado? ¿Ahora a qué te dedicas? Era una presencia habitual en el registro de la propiedad, donde al caer la tarde curioseaba en libros de escrituras antiguas llenos de polvo, como un detective en busca de pruebas.
Un martes a finales de octubre Jake y Carla se despertaron a las cinco de la mañana, se ducharon rápidamente, se vistieron, se despidieron de la madre de Jake (que hacía de canguro y dormía en el sofá) y salieron en el Saab. A la altura de Oxford se desviaron por un fast food para coches y se tomaron al vuelo un café con galletas. A una hora al oeste de Oxford las colinas daban paso al delta. Recorrieron a gran velocidad carreteras rodeadas de cultivos que el algodón ya maduro cubría de blanco, y por los que reptaban las cosechadoras como insectos gigantes, devorando cuatro hileras a la vez, mientras los camiones aguardaban el momento de cargar con la cosecha. En un letrero viejo ponía PARCHMAN, 8 KM. Poco después apareció la valla de la cárcel.
Jake ya la conocía. Durante su último semestre en la facultad de derecho, un profesor de procedimiento penal había organizado el viaje anual a la tristemente famosa penitenciaría del estado. Jake y el resto de la clase habían escuchado a lo largo de unas horas a los administradores, y habían mirado boquiabiertos desde lejos a los condenados a muerte. El plato fuerte había sido una entrevista colectiva a Jerry Ray Mason, un asesino convicto cuyo caso habían estudiado, y cuyo último paseo hasta la cámara de gas estaba programado en menos de tres meses. Mason se había empecinado en defender su inocencia, aunque no hubiera pruebas de ella. También había tenido la arrogancia de predecir que el estado fracasaría en sus planes, pero el tiempo no le dio la razón. Después de sus estudios de derecho Jake había hecho dos visitas más a la cárcel para hablar con clientes. En aquel momento tenía a cuatro en Parchman, y a tres en el circuito federal.
Carla y él aparcaron cerca de un pabellón administrativo y entraron. Siguiendo los letreros encontraron un pasillo lleno de gente con aspecto de no estar donde quería estar. Jake se registró, y le dieron un documento titulado «Audiencias de libertad condicional – Lista». Él venía a ver al tercero: Dennis Yawkey, 10.00 a m. Con la esperanza de esquivar a la familia Yawkey, Jake y Carla subieron al primer piso y acabaron encontrando el despacho de Floyd Green, un antiguo compañero de clase que ahora trabajaba para el sistema penitenciario del estado. Jake le había avisado por teléfono de su llegada. Le había pedido un favor, y Floyd trataba de ayudarle. Jake sacó una carta de Nick Norton, el abogado de Clanton que representaba a Marvis Lang, inquilino a la sazón del campo 29 de máxima seguridad. Floyd cogió la carta y dijo que intentaría concertar una entrevista.
Las sesiones comenzaban a las nueve, en una sala grande y austera con un cuadrado hecho de mesas plegables y decenas de sillas del mismo tipo distribuidas en hileras no muy rectas. En la primera mesa se sentaban juntos el presidente de la comisión de libertad condicional y sus otros cuatro miembros: cinco blancos, todos designados por el gobernador.
Jake y Carla entraron con un aluvión de espectadores y buscaron asientos. Jake vislumbró a su izquierda a Jim Yawkey, el padre del preso, pero sus miradas no coincidieron. Tomó a Carla del brazo y fue con ella hacia la derecha. Encontraron asiento y esperaron. El primero de la lista era un hombre que había estado treinta y seis años en la cárcel por un asesinato cometido durante un atraco a un banco. Le trajeron y le quitaron las esposas. Dio un repaso al público en busca de su familia. Blanco, de unos sesenta años, pelo largo y cuidado… Parecía buena persona. Jake, como siempre, se admiró de que alguien pudiera sobrevivir tanto tiempo en un sitio tan cruel como Parchman. El investigador leyó un informe que le presentaba como un preso modélico. La comisión hizo algunas preguntas. La siguiente persona en tomar la palabra fue la hija de la cajera asesinada, que empezó diciendo que era la tercera vez que comparecía ante la comisión, y la tercera vez que la obligaban a revivir la pesadilla. Conteniendo sus emociones, hizo una dolorosa descripción de lo que suponía tener diez años y enterarse de que a su madre la había destrozado una escopeta recortada en su lugar de trabajo. Lo siguiente fue aún peor.
Aunque la comisión tomara en consideración el asunto, parecía difícil que el asesino obtuviera la libertad condicional. Se lo llevaron después de media hora.
El siguiente a quien trajeron y quitaron las esposas fue un chico negro. Le sentaron en el banquillo y se lo presentaron a la comisión. Había cumplido seis años por robo de coche con violencia, y había sido un preso ejemplar; había acabado el bachillerato, había acumulado créditos preuniversitarios y no se había metido en ningún lío. Su investigador aconsejó que fuera puesto en libertad. También lo hizo su víctima, a través de una declaración jurada en la que instaba a la comisión a mostrarse compasiva. La víctima había salido ilesa del delito, y con el paso de los años se había intercambiado cartas con el agresor.
Durante la lectura de la declaración Jake reconoció a varios miembros del clan Yawkey que se abrían paso lentamente junto a la pared de la izquierda. Sabía por experiencia que era gente dura, de clase baja, pueblerinos a quienes les gustaba la violencia. Dos veces les había hecho bajar la vista en juicio abierto. Ahora volvía a tenerlos cerca. Sentía por ellos tanto desprecio como miedo.
Dennis Yawkey entró con una sonrisa de perdonavidas y empezó a buscar a los suyos. Jake no le veía desde hacía veintisiete meses, y habría preferido no volver a hacerlo. El investigador desgranó los datos pertinentes: en 1985 Dennis Yawkey se había declarado culpable en el condado de Ford de un delito de asociación ilícita para incendio doloso. Se alegó que él y otros tres hombres se habían confabulado para quemar la casa de un tal Jake Brigance, en la ciudad de Clanton. Los otros tres llegaron a cometer el incendio, y estaban cumpliendo condena en el sistema penitenciario federal. Uno de ellos testificó para el gobierno, por eso se habían confesado culpables. El investigador no aconsejó nada en lo referente a si convenía dejar en libertad condicional a Yawkey, lo cual, según Floyd Green, significaba que era poco probable que lo hiciesen.
Jake y Carla escuchaban indignados. Yawkey solo se había salvado de una condena más larga porque la acusación de Rufus Buckley fue una chapuza. Si Buckley se hubiera mantenido al margen, dejándolo en manos del FBI, Yawkey se habría pasado al menos diez años entre rejas, como sus colegas. Ahora, por culpa de Buckley, veintisiete meses después se estaba contemplando la libertad condicional de un macarra de tres al cuarto que había querido impresionar al Ku Klux Klan. La condena era de cinco años. No había cumplido ni la mitad y ya intentaba salir.
Justo cuando Jake y Carla caminaban tomados de la mano hacia el atril barato que había sobre una mesa plegable, Ozzie Walls y Marshall Prather protagonizaron una ruidosa entrada. Jake los saludó con la cabeza y trasladó su atención a la comisión de libertad condicional.
—Seré breve, porque sé que solo disponemos de unos cuantos minutos —empezó diciendo—. Soy Jake Brigance, el dueño de la casa que ya no existe, y esta es mi mujer, Carla. Ambos queremos decir unas palabras en contra de la petición de libertad condicional.
Se apartó y dejó el atril a Carla, que desdobló un papel e intentó sonreír a los miembros de la comisión. Después fulminó con la mirada a Dennis Yawkey y carraspeó.
—Me llamo Carla Brigance. Es posible que algunos de ustedes recuerden el juicio de Carl Lee Hailey, celebrado en Clanton en julio de 1985. La encendida defensa que hizo mi esposo de Carl Lee nos salió muy cara. Recibimos varias llamadas anónimas, que en algunos casos constituían amenazas directas. Alguien quemó una cruz en nuestro jardín. Incluso intentaron matar a mi marido una vez. Un hombre fue sorprendido con una bomba cuando intentaba volar nuestra casa mientras dormíamos. Ahora se hace el loco, y sigue pendiente de juicio. En un momento dado hui de Clanton con nuestra hija de cuatro años y me refugié en casa de mis padres. Mi marido llevaba una pistola. De hecho aún la lleva. Varios de sus amigos le hicieron de guardaespaldas. Por último, durante el juicio, una noche en que él estaba en el bufete, esta gente… —Señaló a Dennis Yawkey—. Incendió nuestra casa con una bomba de gasolina. Es posible que Dennis Yawkey no estuviera ahí personalmente, pero formaba parte del grupo. Era uno de los matones, demasiado cobarde para dar la cara, siempre escondiéndose en la oscuridad de la noche. Se me hace difícil creer que estemos aquí cuando solo han pasado veintisiete meses, viendo a este delincuente intentar salir de la cárcel.
Respiró hondo y pasó de página. Pocas veces comparecían mujeres guapas en las sesiones de la comisión, masculinas en un 90 por ciento. Carla gozaba de la más absoluta atención. Se irguió y siguió hablando.
—Nuestra casa fue construida en la década de 1890 por un ferroviario y su familia. Falleció durante la primera Nochebuena que pasó entre sus paredes. Su familia la conservó hasta que hace veinte años quedó abandonada. Estaba catalogada como monumento histórico, aunque cuando la compramos había agujeros en el suelo y grietas en el tejado. Durante tres años Jake y yo invertimos toda nuestra vida, y hasta el último centavo que logramos reunir, en nuestro nuevo hogar. Después de todo un día de trabajo, pintábamos hasta la medianoche. Las vacaciones las dedicábamos a empapelar las paredes y teñir los suelos. Jake intercambiaba honorarios de abogado por horas de fontanería, jardinería y material de construcción. Su padre montó un cuarto de invitados en el desván, y el mío puso los ladrillos del patio trasero. Podría seguir horas, pero no nos sobra tiempo. Hace siete años Jake y yo trajimos a casa a nuestra hija y la pusimos en la habitación de los niños. —Se le quebró un poco la voz, pero tragó saliva y levantó la cabeza—. Por suerte, cuando destruyeron nuestra casa ella no estaba. Me he preguntado muchas veces si a estos hombres les habría importado, y lo dudo. Estaban decididos a hacer el mayor daño posible. —Otra pausa. Jake le puso una mano en el hombro—. Tres años después del incendio —continuó Carla— aún pensamos en todo lo que perdimos, incluido nuestro perro. Aún estamos intentando sustituir cosas insustituibles, y explicarle a nuestra hija qué pasó y por qué. Es demasiado pequeña para entenderlo. A menudo pienso que aún no hemos superado la incredulidad. Y me cuesta creer que estemos hoy aquí, obligados a revivir la pesadilla, supongo que como todas las víctimas: mirando fijamente al delincuente que intentó destrozarnos la vida, y pidiéndoles a ustedes que le impongan su castigo. Cinco años para Dennis Yawkey era una condena demasiado benigna, demasiado fácil. Por favor, encárguense de que la cumpla íntegra.
Dio un paso a la derecha y cedió el atril a Jake, que al mirar a la familia Yawkey se fijó en que Ozzie y Prather se habían acercado a ellos, como diciendo: «Si queréis problemas, aquí los tenéis». Carraspeó.
—Carla y yo damos las gracias a la comisión de libertad condicional por darnos la oportunidad de expresarnos. Seré breve. Dennis Yawkey y su triste pandilla de matones consiguieron quemar nuestra casa y trastornar gravemente nuestras vidas, pero no hacernos daño, como planeaban. Tampoco lograron su máxima meta, que era destruir la búsqueda de la justicia. Por haber defendido yo a Carl Lee Hailey, un hombre negro que mató con arma de fuego a los dos hombres blancos que violaron e intentaron matar a su hija, estos individuos, Dennis Yawkey y otros de su calaña, además de varios miembros conocidos y desconocidos del Ku Klux Klan, trataron repetidas veces de intimidarnos y perjudicarnos a mí, a mi familia, a mis amigos y hasta a mis empleados. Fracasaron estrepitosamente. El veredicto a favor de mi cliente por parte de un jurado íntegramente blanco hizo justicia de forma tan ecuánime como admirable. El mismo jurado también dictaminó en contra de una serie de asquerosos camorristas como Dennis Yawkey, con sus ideas de racismo violento. Así se pronunció el jurado, con voz alta y clara, para siempre, y sería una pena que esta comisión mandara a Yawkey a su casa con una simple reprimenda. Francamente, necesita todo el tiempo al que puedan condenarle ustedes aquí en Parchman. Gracias.
Yawkey le miraba fijamente con una sonrisita. Aún se sentía victorioso por lo del incendio, y quería más. Su chulería no se les pasó por alto a varios integrantes de la comisión. Jake sostuvo su mirada antes de apartarse y acompañar a Carla a sus asientos.
—¿Sheriff Walls? —dijo el presidente.
Ozzie subió muy erguido al atril, con la placa brillante sobre el bolsillo de la americana.
—Gracias, señor presidente. Soy Ozzie Walls, sheriff del condado de Ford, y no quiero que este chico salga para dar más problemas. Francamente, debería estar en una cárcel federal, cumpliendo una condena mucho más larga, pero en este tema no tenemos tiempo de entrar. Tanto la delegación de Oxford del FBI como yo tenemos abierta una investigación sobre lo que ocurrió hace tres años. Aún no hemos terminado, ¿de acuerdo? Y sería un error soltarle. En mi opinión, lo retomaría donde lo dejó. Gracias.
Al irse, Ozzie se acercó todo lo que pudo a la familia Yawkey. Se puso con Prather contra la pared del fondo, y aprovechó la entrada del siguiente preso para salir con una parte del público. Jake y Carla se reunieron con ellos y les dieron las gracias por haber hecho el viaje. No se habían esperado que compareciese el sheriff. Después de unos minutos de conversación, Ozzie y el agente Prather se fueron con un preso que tenía que volver a Clanton.
Floyd Green encontró a Jake y Carla. Parecía un poco nervioso.
—Creo que saldrá bien —dijo—. Seguidme. Me debes una.
Salieron de un pabellón para ir a otro. Al lado del despacho de un subdirector había una puerta con dos vigilantes armados.
—Tienen diez minutos —dijo de malas maneras un hombre con camisa de manga corta y una corbata de las de clip.
«El gusto es mío», pensó Jake. Uno de los vigilantes abrió la puerta.
—Tú espera aquí —le dijo Jake a Carla.
—Me quedo con ella —añadió Floyd Green.
La sala, pequeña y sin ventanas, parecía más bien un armario. Marvis Lang, de veintiocho años, estaba esposado a una silla de metal. Llevaba el uniforme estándar de los presos, blanco con una franja azul descolorida en cada pierna. Parecía muy tranquilo, arrellanado en la silla con las piernas cruzadas. Llevaba el pelo a lo afro y una perilla.
—Marvis, soy Jake Brigance, un abogado de Clanton —dijo Jake, acercando la otra silla y sentándose.
Marvis sonrió educadamente y tendió como pudo la mano derecha, esposada a la silla al igual que la izquierda. Consiguieron darse un firme apretón.
—¿Te acuerdas de tu abogado, Nick Norton? —preguntó Jake.
—Más o menos. Ha pasado tanto tiempo… No he tenido muchas razones para hablar con él.
—Tengo en el bolsillo una carta firmada por Nick que me autoriza a hablar contigo. Si quieres verla…
—No hace falta. Vamos a charlar. ¿De qué quiere que hablemos?
—De tu madre, Lettie. ¿Ha venido a verte últimamente?
—El domingo pasado.
—¿Te contó que su nombre aparece en el testamento de un hombre blanco que se llamaba Seth Hubbard?
Marvis apartó un momento la vista y asintió un poco con la cabeza.
—Sí. ¿Por qué quiere saberlo?
—Porque en el testamento Seth Hubbard me pide que administre sus bienes. El 90 por ciento se lo deja a tu madre. Mi trabajo como abogado es asegurarme de que lo reciba. ¿Me sigues?
—O sea, ¿que usted es de los buenos?
—¡Pues claro! De hecho ahora mismo soy el mejor de todo el pleito, pero a tu madre no se lo parece. Ha contratado a unos abogados de Memphis que se dedican a desplumarla y a reventar el caso.
Marvis se irguió e intentó levantar las manos.
—Vale, vale, reconozco que no entiendo nada. No vaya tan deprisa.
Mientras Jake hablaba llamaron a la puerta y un vigilante asomó la cabeza.
—Se ha terminado el tiempo —espetó.
—Ahora mismo acabo —dijo Jake, cerrando la puerta con educación.
Se acercó más a Marvis.
—Quiero que llames a Nick Norton —dijo—, a cobro revertido. Se pondrá y confirmará lo que te he dicho. Cualquier abogado del condado de Ford te diría lo mismo que yo, que Lettie está metiendo la pata hasta el fondo.
—¿Y se supone que tengo que arreglarlo yo?
—Puedes ayudar. Habla con ella. Tu madre y yo tenemos por delante una pelea muy dura, y ella está empeorando las cosas.
—Déjeme que lo piense.
—Vale, Marvin. Llámame cuando quieras, a cobro revertido.
Ya había vuelto el vigilante.