15

Eran noches de sueño irregular, y Lettie se veía obligada a ceder aún espacio a su familia. Simeon llevaba más de una semana sin marcharse de casa, y ocupaba la mitad de la cama. La otra mitad, Lettie la compartía con sus dos nietos. Dos sobrinos dormían en el suelo.

Se despertó al salir el sol. Acostada de lado, observó a su marido, que roncaba envuelto en una manta recuperándose de una noche de cervezas. Le miró un momento sin moverse, mientras sus pensamientos tomaban derroteros poco agradables. Simeon se estaba poniendo gordo y canoso, y con el paso de los años cada vez ganaba menos. «Qué, chavalote, iría siendo hora de hacer un viajecito, ¿no? A ver si desapareces, que en eso eres único, y me das uno o dos meses de respiro. Para lo único que sirves es para el sexo, y eso con nietos en la habitación es un poco difícil…».

Pero Simeon no se iba. Ni él ni nadie. Ya nadie se apartaba de Lettie, que tenía que reconocer que la conducta de su marido había experimentado una mejora drástica en las últimas semanas; concretamente, cómo no, desde la muerte del señor Hubbard, que lo había cambiado todo. Simeon seguía bebiendo todas las noches, pero sin los excesos de antes. Era amable con Cypress, se ofrecía para hacer recados y ya no tenía la actitud insultante de antaño. Con los niños daba muestras de paciencia. Había cocinado dos veces en la plancha, y como gran novedad había limpiado la cocina. El domingo pasado había ido a la iglesia con la familia. El cambio más visible era la delicadeza y suavidad de su conducta cuando estaba cerca su mujer.

Hacía años que no le pegaba, pero cuando te han pegado alguna vez nunca lo olvidas. Se borran los moratones, pero las cicatrices quedan en lo más profundo, en carne viva. Siempre te habrán pegado. Hay que ser muy cobarde para golpear a una mujer. Al final Simeon le había dicho que lo sentía, y ella que le perdonaba, pero no era verdad. Para Lettie había pecados imperdonables, y uno de ellos era pegar a tu mujer. Se había hecho una promesa que seguía decidida a mantener: un día se iría y sería libre. Quizá tardara diez años, o veinte, pero encontraría el valor necesario para plantar al desgraciado de Simeon.

No estaba segura de si el señor Hubbard había aumentado las probabilidades de divorcio o las había reducido. Por un lado sería mucho más difícil dejar a Simeon ahora que la adulaba tanto y hacía todo lo que le pidiera; por el otro, sin embargo, el dinero equivaldría a independencia.

¿O no? ¿Equivaldría a vivir mejor, en una casa más grande, con más cosas bonitas y menos preocupaciones, libre tal vez de un marido que no le gustaba? Seguro que entraba en lo posible, pero ¿equivaldría también a pasarse la vida huyendo de parientes, amigos y desconocidos, todos con la mano tendida? Lettie sentía el impulso de huir. Hacía años que se encontraba prisionera en una casa diminuta, con demasiada gente, demasiadas pocas camas y demasiados pocos metros cuadrados, pero ahora sí que se le caían las paredes encima.

Anthony, el nieto de cinco años, cambió de postura a sus pies, sin despertarse. Lettie bajó de la cama con sigilo, recogió del suelo el albornoz, se lo puso y salió del dormitorio haciendo el menor ruido posible. El suelo del pasillo crujió bajo la alfombra, sucia y desgastada. En el cuarto de al lado dormía Cypress en su cama; un cuerpo descomunal, demasiado grande para tan poca manta. En el suelo había dos niños de una hermana de Lettie. Se asomó al tercer dormitorio, donde Clarice y Phedra dormían juntas en una cama individual, con los brazos y las piernas colgando. La otra cama la ocupaba desde hacía casi una semana la hermana de Lettie. En el suelo descansaba otro niño, con las rodillas contra el pecho. En la sala de estar, el suelo le había tocado a Kirk, y el sofá a un tío que roncaba.

Parecía haber cuerpos por todas partes, pensó al encender la luz de la cocina y quedarse mirando los cacharros sucios de la cena. Ya los fregaría más tarde. Puso la cafetera, y mientras se hacía el café abrió la nevera y se encontró lo que esperaba. Comida había poca, aparte de unos huevos y un paquete de embutido. Demasiado poco para alimentar a las masas, estaba claro. Mandaría a la tienda a su querido esposo en cuanto se levantase. La compra no la pagaría el sueldo de Simeon, ni el de Lettie, ni un cheque del gobierno, sino la generosidad de su nuevo héroe, el honorable Booker Sistrunk, a quien Simeon había pedido un préstamo de cinco mil dólares («Uno que va con un cochazo así no se preocupa por cinco mil pavos»). En realidad, según había dicho Simeon, no era un préstamo, sino algo más parecido a un adelanto. Cómo no, había dicho Booker antes de firmar los dos un pagaré. Lettie tenía escondido el dinero en la despensa, en una caja de galletas saladas.

Se puso unas sandalias, se ajustó el albornoz y salió. Era 15 de octubre, y el aire volvía a ser frío. La brisa hacía murmurar a las hojas, que ya empezaban a cambiar de color. Mientras bebía de su taza favorita, dio unos pasos por la hierba y se acercó al pequeño cobertizo donde guardaban el cortacésped y otros trastos. Detrás había un columpio colgado con cuerdas de una tsuga. Se subió, se quitó las sandalias de una patada y se impulsó con los pies para empezar a deslizarse por los aires.

Ya se lo habían preguntado, y volverían a hacerlo una y mil veces. ¿Por qué lo había hecho el señor Hubbard? ¿Se lo había comentado a ella? La más fácil era la segunda: no, nunca le comentaba nada. Hablaban del tiempo, de reparaciones en la casa, de qué había que comprar en la tienda, de qué cenarían… Nada importante. Por el momento era la respuesta estándar de Lettie. Lo cierto era que el señor Hubbard había mencionado en dos ocasiones, como simple e inesperado comentario, que algo le dejaría. Sabía que se estaba muriendo, y que no le quedaba mucho tiempo. Estaba haciendo planes para la despedida, y había querido que Lettie supiera que recibiría algo.

Pero ¿por qué le había dejado tanto? Aunque sus hijos no fueran buena gente, no se merecían un castigo tan duro. Y Lettie no se merecía tampoco aquella herencia. No tenía sentido. ¿Por qué no podía sentarse a hablar con Herschel y Ramona a solas, sin tanto abogado, y llegar a un acuerdo para repartirse el dinero de manera sensata? Lettie nunca había tenido nada. Tampoco era avariciosa. Se contentaría con poco. Cedería a los Hubbard casi todo el patrimonio. Solo quería lo justo para poder volver a empezar.

Llegó un coche por la carretera del condado, frenó un poco y continuó, como si el conductor no quisiera perderse ni un detalle de la casa de Lettie Lang. Al cabo de unos minutos se acercó otro coche en sentido contrario. Lettie lo reconoció: su hermano Rontell, con su rebaño de críos insoportables y la bruja de su mujer. Había llamado para avisar de que quizá les hiciera una visita. Pues nada, allí estaban: el sábado por la mañana, a una hora intempestiva, viniendo a ver a su tía Lettie del alma, cuya foto había salido en primera plana, y que ahora que había conseguido meterse en el testamento de aquel viejo blanco y estaba a punto de ser rica se había convertido en el gran tema de conversación.

Lettie entró corriendo en la casa y empezó a dar gritos.

Mientras perdía el tiempo en la cocina, mirando la lista de la compra, Simeon vio por el rabillo del ojo que Lettie metía la mano en una caja de galletas saladas de la despensa. Había sacado dinero. Fingió no haberlo visto, pero después de unos segundos, cuando ella se fue a la sala de estar, cogió la caja y sacó diez billetes de cien dólares.

Así que lo tenía escondido allí, «nuestro dinero»…

Rontell, y al menos cuatro niños, se ofrecieron para ir a la tienda, pero Simeon necesitaba un poco de tranquilidad. Consiguió escabullirse por la puerta trasera, subir a su camión e irse sin ser visto. De camino a Clanton, que quedaba a un cuarto de hora, disfrutó de la soledad y se dio cuenta de que echaba de menos la carretera, los días fuera de casa, los bares de noche, las copas y las mujeres. Tarde o temprano dejaría a Lettie y se iría a vivir muy lejos, pero aún no era el momento. Ni hablar. Los planes de Simeon Lang para el futuro inmediato consistían en ser un marido modelo.

Al menos era lo que se decía. Muchas veces no sabía el porqué de sus actos. Una voz pérfida salida de la nada le habló, y él la escuchó. A unos kilómetros al norte de Clanton estaba Tank’s Tonk, al final de una carretera sin asfaltar por la que solo se metía quien buscaba líos. Tank no disponía de autorización para el local, ni licencia para expender bebidas alcohólicas, ni adhesivo de la Cámara de Comercio en el escaparate. Sus neveras guardaban la cerveza más fría del condado. Simeon tuvo un antojo repentino, mientras circulaba inocentemente por la carretera con la lista de la compra de su esposa en un bolsillo y el dinero prestado por su abogado en el otro. Cerveza helada, y unos dados y unas cartas el sábado por la mañana. ¿Podía haber algo mejor?

Un chico manco a quien llamaban Loot pasaba el trapo por las mesas y barría los restos de tabaco y los destrozos de la noche anterior. La pista de baile estaba sembrada de cristales rotos, como evidencia de la inevitable pelea.

—¿Ha habido tiros? —preguntó Simeon mientras abría una lata de medio litro.

Estaba solo en el bar.

—De momento no. Dos en el hospital, con fractura de cráneo —contestó Ontario, el barman de una sola pierna que había estado en la cárcel por matar a sus dos primeras mujeres.

Ahora estaba soltero. Tank tenía debilidad por los tullidos, y a la mayoría de sus empleados les faltaban una o dos extremidades. En el caso de Baxter, el segurata, era una oreja.

—Qué lástima no haberlo visto —dijo Simeon, bebiendo a morro.

—Por lo que dicen la pelea fue de las buenas.

—Lo parece. ¿Está Benjy?

—Creo que sí.

Benjy organizaba partidas de blackjack al fondo del local, en una sala sin ventanas que cerraban con llave. Al lado, en otra sala parecida, estaban jugando a los dados. Se oían voces nerviosas. Entró una mujer blanca y atractiva, con todas las extremidades y otras partes importantes del cuerpo intactas.

—Aquí estoy —le dijo a Ontario.

—Creía que dormías todo el día —contestó él.

—Espero clientes. —La mujer siguió caminando. Al pasar detrás de Simeon le arañó un poco el hombro con sus uñas postizas, largas y rosadas—. Lista para trabajar —susurró en su oído.

Él se hizo el sordo. Se llamaba Bonnie, y llevaba varios años trabajando en la habitación del fondo, donde hacían sus primeros pinitos muchos de los jóvenes negros del condado de Ford. Simeon la había visitado varias veces, pero hoy no. Cuando Bonnie se perdió de vista, Simeon fue al fondo y encontró al repartidor de blackjack.

Benjy cerró la puerta.

—¿Cuánto le echas, tío? —preguntó.

—Mil —dijo Simeon con la jactancia de quien lleva dinero y juega fuerte.

Distribuyó enseguida los diez billetes por la superficie de fieltro de la mesa de blackjack. Benjy abrió mucho los ojos.

—¡Madre mía! Tío, ¿le has pedido permiso a Tank?

—Qué va. No me digas que nunca habías visto mil pavos.

—Un momento. —Benjy se sacó una llave del bolsillo y abrió la caja, que estaba debajo de la mesa. Contó, caviló y se preocupó—. Supongo que puedo —dijo finalmente—. De todos modos, que yo recuerde no eres muy peligroso.

—Tú calla y reparte.

Benjy cambió el dinero por diez fichas negras. Se abrió la puerta y apareció Ontario con una cerveza recién abierta.

—¿Tienes cacahuetes? —preguntó Simeon—. Es que no me ha puesto el desayuno, la muy bruja.

—Algo encontraré —masculló Ontario al salir.

—Yo de ti, por lo que dicen, no la insultaría mucho —dijo Benjy mientras barajaba.

—¿Te crees todo lo que oyes?

Después de las primeras seis manos, Bonnie llegó con una bandeja de frutos secos y otra cerveza fría servida en jarra helada. Se había cambiado. Ahora llevaba lencería transparente, medias negras y unos zapatos de plataforma que habrían hecho sonrojarse a una fulana. Simeon se la quedó mirando un buen rato.

—Caray —farfulló Benjy.

—¿Queréis algo más? —preguntó ella.

—Ahora mismo no —dijo Simeon.

Una hora y tres cervezas después, miró su reloj de pulsera y supo que era hora de irse, pero no tuvo fuerzas. Su casa estaba llena de parientes gorrones. Lettie estaba imposible. Encima Rontell era odioso, por decirlo suavemente. Tanto crío del demonio corriendo de un lado para el otro…

Bonnie regresó con otra cerveza, pero esta vez la sirvió en topless. Simeon pidió un descanso y dijo que no tardaría.

La pelea empezó después de que Simeon doblara con un 12 duro, una tontería desde cualquier punto de vista. Benjy sacó una reina, le dio una paliza y se llevó sus últimas dos fichas.

—Préstame quinientos —exigió inmediatamente Simeon.

—Por aquí no hay ningún banco —dijo Benjy, como era de prever—. Tank no fía a nadie.

Simeon, borracho, dio una palmada en la mesa.

—¡Que me des cinco fichas —berreó—, de cien cada una!

La partida había atraído a otro jugador, un joven musculoso con unos bíceps redondos como pelotas de baloncesto. Le llamaban Rasco. Había estado apostando fichas de cinco dólares mientras veía el pastón que se jugaba y que perdía Simeon.

—¡Ojo! —exclamó, cogiendo sus fichas.

Su presencia había irritado a Simeon desde el principio. Un pez gordo como él se merecía jugar solo con el repartidor. Se imaginó enseguida que habría una pelea, y sabía por experiencia que en situaciones así lo mejor era asestar el primer golpe, que podía ser decisivo. Descargó con todas sus fuerzas un puñetazo que dio muy lejos del blanco.

—¡Basta de tonterías! ¡Aquí dentro no! —bramó Benjy mientras Rasco saltaba de la silla (era mucho más alto de lo que parecía sentado) y dejaba seco a Simeon con dos golpes brutales en la cara.

Se despertó más tarde, en el aparcamiento. Le habían llevado a rastras hasta su camión para dejarle encima de la plataforma. Se incorporó y miró a su alrededor sin ver a nadie. Se tocó con cuidado el ojo derecho, que estaba cerrado, y se frotó con delicadeza el lado derecho de la mandíbula, bastante dolorido. Después quiso echar un vistazo a su reloj de pulsera, pero no lo llevaba. Comprendió que, no contento con haberse cepillado los mil dólares robados a Lettie, había perdido los ciento veinte con los que pensaba hacer la compra. Se lo habían robado todo, billetes y monedas. Habían dejado la cartera, que no contenía nada de valor. Pensó un momento en entrar en el garito, pillar a Ontario, el cojo, o a Loot, el manco, y exigir que le devolviesen el dinero robado. A fin de cuentas le habían desplumado en su local. ¿En qué clase de antro trabajaban?

Al final lo descartó y se fue con el camión. Ya volvería después a hablar con Tank para dejar las cosas claras. Al perder de vista el camión de Simeon, Ontario, que le estaba observando, llamó a la oficina del sheriff. Pararon a Simeon en los límites del término municipal de Clanton, le detuvieron por conducir borracho, le esposaron y se lo llevaron a la cárcel. Le metieron donde los borrachos, y le informaron de que no podría llamar por teléfono hasta que estuviera sobrio.

Tampoco tenía muchas ganas de llamar a casa.

A la hora de comer llegó Darias, de Memphis, con su mujer Natalie y el coche lleno de niños. Tenían hambre, claro. Al menos Natalie traía una gran fuente de pastelitos de coco. La mujer de Rontell no había traído nada. Ni Simeon ni la compra daban señales de vida. Hubo un cambio de planes: Lettie mandó a Darias a la tienda. Algo entrada ya la tarde salieron todos al jardín, donde los niños jugaron a fútbol americano y los hombres se tomaron sus cervezas. Rontell encendió la barbacoa. Un denso aroma a costillas se instaló en el jardín como una niebla. Las mujeres, sentadas en el porche, hablaban entre risas. Llegó más gente: dos primos de Tupelo y unos amigos de Clanton.

Todos querían estar con Lettie, encantada con su protagonismo, con la admiración y los halagos. Aunque desconfiara de los motivos, no podía negar que le gustaba ser el centro de atención. Nadie mencionó el testamento, ni el dinero, ni al señor Hubbard, al menos delante de ella. La cifra de veinte millones había circulado tanto y se había aireado con tanta autoridad que ya se aceptaba como un hecho cierto. El dinero existía, y Lettie se quedaría el 90 por ciento. En un momento dado, sin embargo, Darias no pudo aguantarse e hizo una pregunta al quedarse a solas con Rontell al lado de la barbacoa.

—¿Has visto el periódico de esta mañana?

—Sí —contestó Rontell—. No me parece que nos beneficie mucho.

—Yo he pensado lo mismo. El que queda bien es Booker Sistrunk.

—Seguro que ha llamado al periódico y les ha colocado la noticia.

Primera plana de la prensa matinal de Memphis, sección regional. Un jugoso artículo sobre el suicidio del señor Hubbard y su insólito testamento, junto a la misma foto de Lettie con sus mejores galas de juzgado, manoseada por Booker Sistrunk y Kendrick Bost.

—Ahora aparecerá gente como churros —dijo Darias.

Runtell gruñó, se rio e hizo un gesto con la mano.

—Ya ha aparecido —dijo—. De momento hace cola.

—¿Cuánto dirías que se quedará Sistrunk?

—Se lo he preguntado a ella, pero no contesta.

—La mitad no, ¿verdad?

—No lo sé. Barato no es.

Llegó un sobrino para ver cómo iban las costillas. Los dos hombres cambiaron de tema.

Al anochecer sacaron a Simeon de la celda de los borrachos y un policía le acompañó a la salita ciega donde los abogados hablaban con sus clientes. Le dieron una bolsa de hielo para la cara y una taza de café recién hecho.

—¿Y ahora? —preguntó.

—Tienes visita —dijo el policía.

Cinco minutos después entró Ozzie y se sentó. Llevaba tejanos y una americana, con la placa en el cinturón y una funda de la pistola en la cadera.

—Me parece que no nos conocemos —dijo.

—Le he votado dos veces —dijo Simeon.

—Gracias, pero cuando ganas te lo dicen todos.

Ozzie había hecho sus consultas, y sabía muy bien que Simeon Lang no figuraba en el censo electoral.

—Le juro que yo sí.

—Me ha llamado Tank. Dice que no vuelvas. No quiere más problemas.

—Me vaciaron los bolsillos.

—Por allí son duros. Ya conoces las reglas, no hay ninguna. No vuelvas.

—Quiero que me devuelvan el dinero.

—Del dinero, olvídate. ¿Qué prefieres, irte a casa o pasar la noche aquí?

—Prefiero irme a casa.

—Pues vámonos.

Simeon se sentó en el coche de Ozzie, delante y sin esposas. Detrás iba un agente con el camión. Durante los primeros diez minutos escucharon los graznidos de la radio del sheriff sin decirse nada. Al final Ozzie la apagó.

—No es que me incumba, Simeon —dijo—, pero los abogados de Memphis no pintan nada por aquí. Tu mujer ya ha dado mala imagen, al menos para el resto del país. En definitiva, de lo que se trata es de un juicio con jurado, y estáis cabreando a todo el mundo.

El primer impulso de Simeon fue decirle que se metiera en sus asuntos, pero tenía la cabeza embotada y le dolía la mandíbula. No le apetecía discutir. En vez de eso pensó en cuánto molaba ir de copiloto en aquel pedazo de coche, y que le llevasen a su casa.

—¿Me has oído? —preguntó Ozzie, como diciendo: «Contesta».

—¿Usted qué haría? —preguntó Simeon.

—Quitarme a los abogados de encima. El caso os lo ganará Jake Brigance.

—Si es un crío.

—Pregúntaselo a Carl Lee Hailey.

A Simeon le faltaba rapidez mental para pensar en una réplica. De hecho no había nada que decir. Para los negros del condado de Ford el veredicto de Hailey lo era todo.

Ozzie insistió.

—Me has preguntado qué haría, pues portarme bien y no buscar problemas. ¿A quién se le ocurre beber, ir de putas y perder dinero a las cartas un sábado por la mañana? O cualquier otro día. Todos están pendientes de tu mujer. Los blancos ya sospechan, y al final habrá un juicio con jurado. Lo que menos te interesa es que salga tu nombre en el periódico por conducir borracho, o por una pelea, o por cualquier otra cosa. ¿A quién se le ocurre?

Alcohol, putas, juego… Aun así, Simeon sentía rabia por dentro. Tenía cuarenta y seis años, y no estaba acostumbrado a que le regañase nadie que no fuera su jefe.

—Pórtate bien, ¿vale? —dijo Ozzie.

—Y ¿qué pasa con la acusación por conducir borracho?

—La dejaré congelada seis meses, pendiente de que te comportes como es debido. Si vuelves a cagarla, aunque sea una vez, te llevo a juicio. Si te ve por la puerta, Tank me llamará enseguida. ¿Lo has entendido?

—Lo pillo, lo pillo.

—Otra cosa. El camión que conduces, el que has llevado de Memphis a Houston y El Paso, ¿de quién es?

—De una empresa de Memphis.

—¿Y tiene algún nombre, la empresa?

—Mi jefe tiene nombre. A su jefe no le conozco.

—Lo dudo. ¿Qué llevas en el camión?

Simeon miró por la ventanilla sin decir nada.

—Es una empresa de almacenamiento. Transportamos de todo.

—¿Incluso cosas robadas?

—No, claro que no.

—Pues, entonces, ¿por qué está preguntando el FBI?

—Yo no he visto a nadie del FBI.

—Aún no, pero hace dos días me llamaron y sabían tu nombre. Mira, Simeon, como te trinquen los del FBI ya os podéis olvidar tú y Lettie de un juicio con jurado en este condado. ¿No te das cuenta, tío? Noticia de portada. Pero ¡si Lettie y el señor Hubbard ya son el gran tema de conversación! Como la cagues no se compadecerá de ti ningún jurado. Ni siquiera estoy seguro de que sigan apoyándote los negros. Tienes que pensar un poco, hombre.

«El FBI», estuvo a punto de decir Simeon, pero se mordió la lengua y siguió mirando por la ventanilla. Continuaron en silencio hasta acercarse a su casa. Ozzie le dejó subir a su camión y conducir, para ahorrarle la vergüenza.

—Te espero en el juzgado el miércoles por la mañana a las nueve en punto —dijo—. Le encargaré el papeleo a Jake. Lo aparcaremos durante una temporada.

Simeon le dio las gracias y se alejó despacio.

Contó ocho coches en la entrada de la casa y el jardín. Salía humo de la barbacoa. Había críos por todas partes. Una fiesta por todo lo alto. Todos se ponían del lado de su amada Lettie.

Aparcó en la carretera y empezó a caminar hacia la casa, temiéndose lo peor.