14

La Berring Lumber Company era un complejo de edificios metálicos muy diferentes entre sí, rodeados por una alambrada de dos metros y medio y protegidos por una gran verja que solo estaba medio abierta, como si en el fondo no fueran muy bienvenidas las visitas. El complejo, oculto al final de un largo acceso asfaltado e invisible desde la interestatal 21, quedaba a poco más de un kilómetro de la frontera del condado de Tyler. Justo detrás de la verja de acceso había pabellones de oficinas a la izquierda, y varias hectáreas de madera sin tratar a la derecha. Delante se sucedían construcciones parcialmente conectadas, donde se limpiaban, clasificaban por tamaño, cortaban y trataban el pino y las maderas duras antes de almacenarlas. El aparcamiento de la derecha estaba lleno de camionetas muy usadas, señal de que el negocio era próspero. La gente tenía trabajo, algo que siempre escaseaba en aquella zona del país.

Seth Hubbard había perdido el depósito en su segundo divorcio, pero al cabo de unos años lo había recuperado. Fue Harry Rex quien tramó la venta forzosa por doscientos mil dólares, y quien se alzó con el dinero, para su cliente, por supuesto. Fiel a su modo de ser, Seth esperó pacientemente en la sombra a que bajaran las ventas, momento que eligió para aprovecharse de la desesperación del dueño y comprar el depósito a buen precio. El origen del nombre, Berring, no lo conocía nadie. Seth, como iba averiguando Jake, elegía los nombres que ponía a sus empresas al azar. Cuando fue suya por primera vez se había llamado Palmyra Lumber. La segunda, para despistar a los posibles observadores, había elegido Berring.

Las de Berring eran sus oficinas principales, aunque había tenido otras en diversas etapas. Después de venderlo todo, y de que le diagnosticasen cáncer de pulmón, fusionó sus archivos y empezó a pasar más tiempo que antes en Berring. El día después de la muerte de Seth, Ozzie Walls había parado en las oficinas y, en amistosa charla con los empleados, les había aconsejado encarecidamente que nadie tocara nada. Pronto llegarían los abogados, y a partir de entonces las cosas se pondrían cuesta arriba.

Jake había hablado dos veces por teléfono con Arlene Trotter, la secretaria de Seth, que había sido muy amable, aunque no había mostrado muchas ganas de ayudar. El viernes, casi dos semanas después del suicidio, cruzó la puerta y entró en una recepción con una mesa en medio. Detrás había una joven muy maquillada, con una morena melena de leona, un jersey ceñido y el inconfundible aspecto de las mujeres volubles y sin manías. Su nombre, Kamila, figuraba en una placa de metal. La segunda o tercera impresión de Jake fue que el exotismo del nombre era digno reflejo de su dueña. Kamila le obsequió con una bonita sonrisa. Jake ya estaba pensando en el comentario de que «Seth tenía problemas de bragueta».

Se presentó. Ella le dio un apretón de manos suave, aunque no se levantó.

—Le está esperando Arlene —susurró a la vez que pulsaba el botón de algún despacho.

—Siento mucho lo de su jefe —dijo Jake.

No recordaba haber visto a Kamila en el funeral. Si hubiera estado, seguro que Jake se habría acordado de su cara y de su cuerpazo.

—Es muy triste —dijo ella.

—¿Cuánto tiempo hace que trabaja aquí?

—Dos años. Seth era un buen hombre, y un buen jefe.

—No tuve el placer de conocerle.

Arlene Trotter apareció por un pasillo y le tendió la mano. Rondaría los cincuenta, pero tenía todo el pelo gris. Un poco oronda, pero con el peso controlado. Su traje sastre de pantalón llevaba una década pasado de moda. Se adentraron conversando en el laberinto de despachos.

—El de Seth es este —dijo Arlene, señalando una puerta cerrada. Justo al lado, vigilándola en sentido literal, estaba la mesa de la propia Arlene—. Nadie ha tocado nada. La noche en que murió Seth me llamó Russell Amburgh y me dijo que lo cerrara todo bien. Al día siguiente pasó el sheriff y repitió lo mismo. Ha estado todo muy tranquilo.

Se le quebró un poco la voz.

—Lo siento.

—Lo más probable es que se encuentre los libros bien ordenados. Seth guardaba toda la documentación, y cuando se agravó su enfermedad dedicó cada vez más tiempo a organizarla.

—¿Cuándo le vio por última vez?

—El viernes antes de que muriera. Se encontró mal y se marchó hacia las tres. Dijo que se iba a descansar a casa. He leído que el último testamento lo escribió aquí. ¿Es verdad?

—Parece que sí. ¿Usted sabía algo?

Arlene hizo una pausa, como si no pudiera o no quisiera contestar.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señor Brigance?

—Sí, claro.

—¿De qué lado está? ¿Podemos fiarnos de usted o necesitamos abogados propios?

—Bueno, no creo que sea buena idea añadir más abogados. Yo soy el de la sucesión, a petición del señor Hubbard, y según sus instrucciones tengo que hacer cumplir su último testamento, el manuscrito.

—¿Es el que se lo deja todo a su sirvienta?

—Básicamente sí.

—Ya. ¿Y cuál es nuestro papel?

—En la administración del patrimonio del señor Hubbard, ninguno. Si la familia impugnara el testamento, es posible que fueran llamados a declarar.

—¿Como cuando se declara en un juicio?

Arlene dio un paso hacia atrás. Parecía asustada.

—Puede ser, aunque aún es muy pronto para preocuparse. ¿Cuánta gente trabajaba aquí con Seth a diario?

Arlene se frotó las manos, ordenando sus ideas. Después se echó hacia atrás y se situó en una esquina de la mesa.

—Kamila, Dewayne, yo… Y ya está. En el otro lado hay algunos despachos, pero los de allí no veían mucho a Seth. Si quiere que le sea sincera, nosotros tampoco le veíamos mucho hasta el año pasado, cuando se puso enfermo. Prefería moverse, ver cómo iban las fábricas y la madera, hacer el seguimiento de los pedidos, ir en avión a México para abrir otra fábrica de muebles… La verdad es que no le gustaba nada quedarse en casa.

—¿Quién le llevaba la agenda?

—Eso era trabajo mío. Hablábamos todos los días por teléfono. Le organizaba una parte de los viajes, aunque en general prefería hacerlo él mismo. No era de los que delegan. Todas sus facturas personales las pagaba él. Firmaba cada cheque, cuadraba las cuentas y tenía controlado hasta el último centavo. Su contable es uno de Tupelo…

—Ya he hablado con él.

—Tiene cajas llenas de documentación.

—Me gustaría hablar más tarde con usted, Kamila y Dewayne, si es posible.

—Sí, claro, aquí estaremos.

Era una sala sin ventanas, poco iluminada. La presencia de una mesa y una silla viejas indicaba que podía haber servido de despacho, aunque no recientemente. Todo estaba cubierto de una gruesa capa de polvo. Una pared estaba ocupada por archivadores altos y negros de metal. En otra solo había un calendario de camioneros Kenworth de 1987 colgado de un clavo. Sobre la mesa se apilaban cuatro cajas imponentes de cartón. Fue por donde empezó Jake. Hojeó las carpetas de la primera caja con la precaución de no desordenarlas, y tomó nota de lo que contenían, aunque no llegó a sumar las cantidades. Ya habría tiempo.

En la etiqueta de la primera caja ponía «Inmuebles». Contenía escrituras, hipotecas canceladas, tasaciones, comprobantes fiscales, declaraciones de la renta, facturas pagadas de contratistas, copias de cheques extendidos por Seth y conclusiones de abogados. La documentación correspondía a la casa de Seth en Simpson Road, a una cabaña cerca de Boone, Carolina del Norte, a un apartamento en un rascacielos cerca de Destin, Florida, y a varias parcelas de lo que a primera vista parecían tierras sin explotar. La segunda caja llevaba la etiqueta «Contratos de maderas». La tercera, «Banca y bolsa». El interés de Jake se avivó un poco. Había una cartera de Merryll Linch, de las oficinas de Atlanta, con un saldo de casi siete millones de dólares, y un fondo de bonos de UBS, en Zurich, valorado en algo más de tres millones. En una cuenta corriente del Royal Bank of Canada en la isla de Gran Caimán había seis millones y medio. Sin embargo, estas tres cuentas tan exóticas y emocionantes habían sido canceladas a finales de septiembre. Jake investigó más a fondo, siguiendo el rastro que con tanto cuidado había dejado Seth, y no tardó en encontrar el dinero en un banco de Birmingham, a un interés anual del 6 por ciento, en espera de ser validado: veintiún millones doscientos mil dólares contantes y sonantes.

Eran cantidades que le daban vértigo. Para un abogado de una ciudad pequeña, que vivía de alquiler y conducía un coche con el cuentakilómetros en trescientos mil, la escena era surrealista: él, Jake, hurgando en las cajas de cartón de un trastero polvoriento y oscuro de un edificio prefabricado de oficinas de una maderera en pleno Mississippi rural, y mirando como si tal cosa cantidades de dinero que excedían con mucho la suma de los ingresos de toda la vida de todos los abogados que estaban trabajando en el condado de Ford. Se echó a reír.

¡El dinero existía de verdad! Sacudió la cabeza, alucinado. De repente sintió una honda admiración por Seth Hubbard.

Llamaron a la puerta. Casi se cayó del susto. Cerró la caja, abrió la puerta y salió.

—Señor Brigance —dijo Arlene—, le presento a Dewayne Squire. Su cargo oficial es vicepresidente, pero en realidad se limita a hacer lo que le digo.

Fue la primera vez que consiguió reírse. Jake y Dewayne intercambiaron un nervioso apretón de manos, al que asistió de cerca la curvilínea Kamila. Los tres empleados se lo quedaron mirando. Se notaba que querían hablar de algo importante. Dewayne era un personaje enjuto, de aspecto hiperactivo, que fumaba un cigarrillo Kool tras otro sin preocuparse mucho de hacia dónde iba el humo.

—¿Podemos hablar con usted? —preguntó Arlene, la indiscutible líder del grupo.

Dewayne encendió un Kool y se lo colocó con gestos espasmódicos. Hablar en el sentido de una conversación seria, no de hacer observaciones sobre el tiempo.

—Claro —dijo Jake—. ¿Qué pasa?

Arlene le tendió una tarjeta de visita comercial.

—¿Conoce a este hombre?

Jake la miró. Reed Maxey, abogado, Jackson, Mississippi.

—No —dijo—, no me suena de nada. ¿Por qué?

—Es que se plantó aquí el martes diciendo que trabajaba en la herencia del señor Hubbard, y que el tribunal tenía algunas dudas sobre el testamento escrito a mano que ha cursado usted, o como se llame. Dijo que lo más probable es que no sea válido, porque es evidente que, cuando Seth planeó su suicidio y redactó al mismo tiempo el testamento, estaba drogado y fuera de sí. Dijo que los tres seríamos testigos decisivos, porque vimos a Seth el viernes antes de que se suicidara, y que dependería de nosotros declarar lo drogado que estaba. Encima, el testamento de verdad, el que le prepararon abogados de verdad y tal y cual, nos deja un poco de dinero a nosotros, como amigos y empleados. Por lo tanto, dijo, nos convenía decir la verdad y explicar que Seth no tenía… ¿Qué palabra usó…?

—Capacidad para testar —dijo Dewayne desde lo más profundo de su bruma mentolada.

—Eso, capacidad para testar. Tal como lo dijo parecía que Seth estuviera loco.

Jake, estupefacto, logró quedarse serio y no delatar sus emociones. Su primera reacción fue de ira. ¿Cómo se atrevía otro abogado a meterse en el caso, decir mentiras y manipular a los testigos? Las infracciones éticas eran tantas que ni siquiera le cabían en la cabeza. Su segunda reacción, en cambio, fue más contenida; se trataba de un abogado falso, un impostor. Eso no lo habría hecho nadie.

Conservó la calma.

—Bueno, pues tendré que hablar con él y decirle que no se meta.

—¿Qué pone en el otro testamento, el de verdad? —preguntó Dewayne.

—No lo he visto. Se lo redactaron unos abogados de Tupelo, y aún no les han pedido que lo enseñen.

—¿Usted cree que aparecemos? —preguntó Kamila, sin el menor esfuerzo de sutileza.

—No lo sé.

—¿No podríamos averiguarlo? —preguntó.

—Lo dudo.

Jake tuvo ganas de preguntar si el hecho de saberlo podía influir en su testimonio, pero decidió hablar lo menos posible.

—Hizo muchas preguntas sobre Seth —dijo Arlene—, y sobre cómo estaba el viernes. Quería saber cómo se encontraba con la medicación.

—¿Y ustedes qué le dijeron?

—Poca cosa. Si quiere que le diga la verdad, era un hombre que no invitaba a hablar. No te miraba a los ojos y…

—Hablaba muy deprisa —añadió Dewayne—. Demasiado. A ratos yo no le entendía, y pensaba: ¿este tío es abogado? Pues no me gustaría nada verle en los tribunales delante de un jurado.

—Encima se puso muy agresivo —dijo Kamila—. Casi nos exigía que contáramos lo que sabíamos con pelos y señales. Tenía muchas ganas de que dijéramos que Seth estaba desequilibrado por tomar tantos medicamentos.

—En un momento dado —intervino Dewayne, echando humo por la nariz— puso el maletín en la mesa de Arlene, de pie, en una posición un poco rara, y no hizo el gesto de abrirlo. Yo me dije: intenta filmarnos, tiene una cámara dentro.

—No, muy bien no nos trató —dijo Arlene—. Y mira que al principio nos lo creímos, ¿eh? Claro, llega un tío con un traje oscuro muy bonito, dice que es abogado, te da su tarjeta, parece que sabe mucho de Seth Hubbard y de sus negocios… Insistió en hablar con los tres al mismo tiempo, y no supimos decirle que no, así que hablamos, o mejor dicho habló él. Nosotros escuchábamos, básicamente.

—¿Cómo le describirían? —preguntó Jake—. Edad, estatura, peso…

Se miraron los tres con mucha reticencia, convencidos de que no se pondrían de acuerdo.

—¿Edad? —preguntó Arlene a los otros—. Yo diría que cuarenta.

Dewayne asintió con la cabeza.

—Si, o cuarenta y cinco —dijo Kamila—. Metro ochenta, y gordo, diría que por los noventa kilos.

—Como mínimo —dijo Dewayne—. Pelo oscuro, muy oscuro, recio, un poco greñudo…

—Tenía que ir al barbero —dijo Arlene—. Mucho bigote y muchas patillas. Sin gafas.

—Fumaba Camel —dijo Dewayne—. Con filtro.

—Le buscaré y me enteraré de qué pretende —dijo Jake.

A esas alturas, sin embargo, estaba casi seguro de que no había nadie dentro de la profesión que se llamara Reed Maxey. Hasta el más tonto de los abogados sabría que una visita así era una fuente segura de problemas, y que daría lugar a una investigación ética. No le cuadraba.

—¿Deberíamos hablar con un abogado? —preguntó Kamila—. Es que todo esto es nuevo, para mí y para todos. Da un poco de miedo.

—Aún no —dijo Jake, cuyo plan era reunirse a solas con cada uno de los tres y oír lo que tuviera que contar. Una conversación en grupo podía tergiversar la narración—. Quizá más tarde, pero ahora no.

—¿Qué pasará con este sitio? —preguntó Dewayne antes de inspirar ruidosamente.

Jake cruzó la planta abierta y abrió bruscamente una ventana para poder respirar.

—¿No podrías fumar fuera? —le susurró Kamila al vicepresidente.

Se notaba que el tema del tabaco llevaba bastante tiempo en el aire. Su jefe había estado desahuciado por cáncer de pulmón, y su despacho olía a carbón quemado. Naturalmente, estaba permitido fumar.

Jake volvió y se puso frente al grupo.

—En su testamento —dijo—, el señor Hubbard da instrucciones al albacea de que venda todos sus bienes a un precio justo y lo reduzca todo a dinero en efectivo. Esta empresa seguirá funcionando hasta que la compre alguien.

—¿Cuándo será? —preguntó Arlene.

—Cuando llegue la oferta adecuada, ahora o dentro de dos años. Aunque la herencia se empantane en un pleito por el testamento, el patrimonio del señor Hubbard estará protegido por el tribunal. Estoy seguro de que ya ha llegado a esta zona la noticia de que la empresa saldrá a subasta pública. Es posible que haya una oferta a corto plazo. Hasta entonces seguirá todo igual, sin ningún cambio; suponiendo, claro está, que los empleados puedan seguir gestionándolo todo.

—Dewayne lleva la empresa desde hace cinco años —tuvo el gesto de decir Arlene.

—Nos las arreglaremos —dijo él.

—Me alegro. Bueno, si no se les ofrece nada más, tengo que seguir mirando documentación.

Le dieron las gracias y se fueron. Media hora después Jake se acercó a Arlene, que mataba el tiempo en su mesa.

—Me gustaría ver el despacho del señor Hubbard —dijo.

Arlene hizo un gesto con el brazo.

—No está cerrado con llave —dijo.

Después se levantó y abrió la puerta a Jake. Era una sala estrecha y larga, con una mesa y unas sillas en un extremo, y una mesa de reuniones barata en el otro. No era de extrañar que hubiese tanta madera, corazón de pino en las paredes y el suelo, bruñido hasta obtener un efecto de bronce, y roble más oscuro en las estanterías, en gran parte vacías. Lo que no había era la típica pared en honor del dueño: nada de diplomas, porque Seth no los tenía; tampoco había premios de clubes cívicos, ni fotos con políticos. De hecho, no había una sola foto en todo el despacho. El escritorio, con cajones, parecía fabricado a medida. Prácticamente no había nada encima de él, solo un fajo de papeles y tres ceniceros vacíos.

Por un lado, era lo previsible en un chaval de campo que había conseguido acumular bienes en sus últimos años. Por otro, resultaba difícil creer que un hombre con bienes por valor de más de veinte millones de dólares no tuviera un despacho más elegante.

—Está todo limpio y ordenado —dijo Jake, casi como si hablara solo.

—A Seth le gustaba el orden —dijo Arlene.

Fueron hasta el fondo. Jake apartó una silla de la mesa de reuniones.

—¿Tiene un minuto? —preguntó.

Arlene también se sentó, como si ya esperara una conversación y le apeteciera mantenerla. Jake se acercó un teléfono.

—Vamos a llamar al tal Reed Maxey, ¿vale? —dijo.

—Bueno, vale. —«Para algo es usted el abogado…», pensó.

Jake marcó el número de la tarjeta de visita, y para su sorpresa oyó la voz de una recepcionista que anunció el nombre de un bufete grande y conocido de Jackson. Preguntó por el señor Reed Maxey, que evidentemente trabajaba en el bufete, ya que la recepcionista contestó:

—Un momento, por favor.

—Despacho del señor Maxey —dijo otra voz femenina.

Jake dio su nombre y pidió que le pasaran con el abogado.

—El señor Maxey está de viaje y no volverá hasta el lunes —dijo ella.

Jake se puso seductor e hizo un resumen de sus actividades. Después dejó traslucir un tono más sombrío al manifestar su temor de que alguien estuviera suplantando a Reed Maxey.

—¿El martes pasado estuvo en el condado de Ford? —preguntó.

—No, qué va, lleva en Dallas por trabajo desde el lunes.

Jake dijo que tenía una descripción física del jefe de la secretaria, y pasó a caracterizar al impostor. En cierto momento, ella se rio.

—No, no, hay algún error. El Reed Maxey para quien trabajo tiene sesenta y dos años y es calvo, y más bajo que yo, que mido un metro setenta y cinco.

—¿Sabe si en Jackson hay algún otro abogado que se llame Reed Maxey? —preguntó Jake.

—No, lo siento.

Jake le dio las gracias y prometió llamar a su jefe la semana siguiente para hablar más a fondo.

—Ya me parecía a mí —dijo al colgar—. Mintió. No era abogado. Quizá trabaje para alguno, pero es un impostor.

La pobre Arlene se le quedó mirando sin poder articular ninguna frase.

—No tengo ni idea de quién es —añadió Jake—. Probablemente no volvamos a verle. Trataré de averiguarlo, pero quizá no lo sepamos nunca. Sospecho que le mandó alguien implicado en el caso, aunque solo son conjeturas.

—Pero ¿por qué? —consiguió preguntar Arlene.

—Para intimidarlos, confundirlos y asustarlos a ustedes. Lo más seguro es que los llamen a los tres a declarar sobre la conducta de Seth durante los días anteriores a su muerte; a ustedes y quizá a otras personas que trabajan aquí. ¿Estaba en su sano juicio? ¿Hacía cosas raras? ¿Estaba muy medicado? Y en caso de que lo estuviera, ¿afectaban los medicamentos a su estado mental? Acabarán siendo preguntas decisivas.

Jake esperó, mientras Arlene parecía pensar en las preguntas.

—Así que si le parece, Arlene, vamos a contestarlas —dijo al cabo de una larga pausa—. El testamento lo escribió aquí, en este despacho, el sábado por la mañana. Para que lo recibiese yo el lunes, tuvo que echarlo al correo antes de mediodía. Usted le vio el viernes, ¿no?

—Sí.

—¿Le llamó algo la atención?

Arlene sacó de su bolsillo un pañuelo de papel y se tocó los ojos.

—Perdone —dijo. Antes de haber dicho nada ya lloraba. «Esto puede ir para largo», pensó Jake. Arlene se moderó, se irguió y le sonrió—. Mire, señor Brigance, ahora mismo no sé de quién puedo fiarme, pero si quiere que le diga la verdad usted me inspira confianza.

—Ah, pues gracias.

—Es que mi hermano estaba en el jurado.

—¿Qué jurado?

—El de Carl Lee Hailey.

Los doce nombres se habían grabado para siempre en la memoria de Jake, que sonrió.

—¿Quién era?

—Barry Acker, mi hermano pequeño.

—Nunca le olvidaré.

—Le tiene mucho respeto, por el juicio y todo lo demás.

—Yo a él también. Fueron muy valientes, y acertaron en el veredicto.

—Me alivió saber que el abogado de la herencia de Seth era usted, pero cuando nos enteramos de lo del testamento… Francamente, no sabes qué pensar.

—Lo comprendo. ¿Qué tal si hacemos que la confianza sea mutua? Déjese de «señor Brigance». Llámeme Jake y cuénteme la verdad. ¿Le parece bien?

Arlene dejó el pañuelo encima de la mesa y se relajó en la silla.

—Me parece bien, aunque no quiero ir a juicio.

—Ya habrá tiempo de pensar en eso. De momento póngame en antecedentes.

—Vale. —Arlene tragó saliva con dificultad e hizo de tripas corazón—. Los últimos días de Seth no fueron agradables. Llevaba más o menos un mes con altibajos, por las secuelas de la quimioterapia. Hizo dos tandas de quimio y de radio. Se quedó sin pelo, perdió mucho peso y estaba tan débil y mareado que no podía ni levantarse de la cama, pero al ser tan fuerte no se dio por vencido. Lo que pasa es que era un cáncer de pulmón, y cuando se le reprodujeron los tumores supo que no le quedaba mucho tiempo. Entonces dejó de viajar y empezó a pasar más tiempo aquí. Tenía dolores, y tomaba mucho Demerol. Llegaba temprano, se bebía un café y durante unas horas se encontraba bien, pero luego se iba apagando. Yo nunca le vi tomarse los calmantes, aunque me lo explicó. A veces estaba adormilado, mareado y hasta con náuseas. Nos preocupaba que insistiera tanto en conducir.

—¿A quiénes les preocupaba?

—A los tres, que le cuidábamos. Él nunca se abría a nadie. Ha dicho usted que no le conoció, y no me extraña, porque evitaba a la gente. Odiaba hablar por hablar. No era una persona cordial. Era un solitario que no quería que nadie supiera a qué se dedicaba, ni que le ayudase nadie. El café se lo traía él mismo, y cuando se lo llevaba yo no me daba las gracias. Confiaba en la gestión de Dewayne, pero no pasaban mucho tiempo juntos. Kamila lleva aquí un par de años, y a Seth le gustaba mucho tontear con ella. Es una fresca, pero muy buena chica, y a él le caía bien. Ya está. Solo nosotros tres.

—¿Durante los últimos días le vio hacer algo fuera de lo normal?

—La verdad es que no. Se encontraba mal. Dormía bastante, a ratos. Aquel viernes parecía animado. Lo hemos comentado entre los tres, y es bastante habitual que cuando alguien decide suicidarse se relaje y hasta tenga ganas de acabar de una vez. Yo creo que el viernes Seth ya sabía lo que iba a hacer. Estaba harto de todo. Total, se iba a morir igualmente…

—¿Habló alguna vez del testamento?

A Arlene le hizo gracia la pregunta. Soltó una breve carcajada.

—Seth no hablaba de asuntos privados. Nunca. Hace seis años que trabajo aquí y nunca le he oído decir ni una palabra sobre sus hijos, sus nietos, sus parientes, sus amigos, sus enemigos…

—¿Y sobre Lettie Lang?

—Ni mu. Yo nunca he estado en casa de Seth, ni la conozco a ella, ni sé nada sobre ella. No le había visto la cara hasta esta semana, cuando ha salido su foto en el periódico.

—Se rumorea que a Seth le gustaban las mujeres.

—Sí, he oído los rumores, pero a mí nunca me tocó. Si Seth Hubbard tenía cinco novias, disimulaba muy bien.

—¿Usted estaba al corriente de lo que hacía con sus negocios?

—De la mayoría de las cosas, sí. Por mi mesa pasaban muchos temas. No había más remedio. Seth me avisó muchas veces de que era información confidencial. De todos modos nunca lo he sabido todo, ni estoy segura de que lo supiera alguien. El año pasado, cuando vendió sus bienes, me dio un plus de cincuenta mil dólares. A Dewayne y a Kamila también les dio un plus, aunque no sé de cuánto. Nos pagaba bien. Seth era un hombre justo. Esperaba que sus empleados trabajaran mucho, y no le importaba pagarles. Y le digo otra cosa: aquí la mayoría de los blancos son unos intolerantes, pero Seth no. En este depósito hay ochenta empleados, la mitad blancos y la otra mitad negros, y todos cobran según la misma escala salarial. He oído que todas sus fábricas de muebles y depósitos de madera funcionan igual. No le gustaba mucho la política, pero le daba mucha rabia cómo se ha tratado a los negros en el sur. Era una persona justa. Así de simple. Yo aprendí a respetarle mucho con el tiempo.

Se le quebró la voz. Volvió a coger el pañuelo.

Jake echó un vistazo a su reloj de pulsera y le sorprendió que fueran casi las doce. Llevaba dos horas y media en el depósito. Dijo que tenía que irse, pero que volvería a comienzos de la semana siguiente con Quince Lundy, el albacea recién designado por el tribunal. Al salir habló con Dewayne y recibió una agradable despedida de Kamila.

De camino a Clanton dio vueltas mentalmente a las posibles situaciones en las que un esbirro se podía hacer pasar por abogado de un gran bufete de Jackson e intentar intimidar a posibles testigos, todo ello a pocos días del suicidio y antes de la vista inicial. Fuera quien fuese, no volvería a dejarse ver. Era más que probable que trabajara para uno de los abogados que representaban a Herschel, a Ramona o a los hijos de ambos. El principal sospechoso de Jake era Wade Lanier, responsable de un bufete de diez abogados especializado en pleitos y con fama de agresivo y creativo en sus tácticas. Jake había hablado con un compañero de clase que tenía mucho contacto con el bufete de Lanier, y el informe de su investigación era al mismo tiempo impresionante y desolador. En lo relativo a la ética, el bufete era conocido por infringir las reglas y, después de haberlas infringido, ir corriendo a ver al juez y echar la culpa a otros. «No les des la espalda», había dicho el amigo de Jake.

Durante tres años Jake había llevado encima una pistola para protegerse del Ku Klux Klan y de otros locos. Ahora empezaba a preguntarse si necesitaría protección de los tiburones que nadaban en pos de la fortuna de Hubbard.