13

Dumas Lee era dueño y señor de la portada del The Ford County Times del miércoles 12 de octubre. La gran noticia del condado, la única, era obviamente la vista judicial del día anterior. Un gran titular anunciaba: SE DIBUJAN LOS FRENTES EN LA HERENCIA HUBBARD. El comienzo del artículo mostraba a Dumas en el apogeo de su sensacionalismo: «Ayer, en una sala llena a rebosar, formaron filas varios herederos expectantes junto con sus ansiosos letrados. El juez Reuben Atlee presidió los cañonazos iniciales de una batalla que se anuncia épica, la de la fortuna del difunto Seth Hubbard, que se ahorcó el 2 de octubre».

El fotógrafo, fuera quien fuese, había trabajado duro. En medio de la portada había una gran foto de Lettie Lang arrastrada al juzgado como una inválida por Booker Sistrunk y Kendrick Bost. El pie la describía como «Lettie Lang, de 47 años, residente en Box Hill, antigua asistenta de Seth Hubbard y supuesta beneficiaria de su último y sospechoso testamento manuscrito, acompañada por sus dos abogados de Memphis». Al lado había otras dos fotos más pequeñas, una de Herschel y otra de Ramona, que aparecían caminando en las inmediaciones del juzgado sin saber que les estaban sacando fotos.

Jake leyó el periódico en su mesa, el miércoles por la mañana, entre sorbos de café. Después lo releyó de cabo a rabo por si había errores, y por una vez le sorprendió comprobar que todos los datos de Dumas eran correctos. Aun así se desesperó por el uso de la palabra «sospechoso». Cualquier inscrito en el censo electoral podía formar parte del jurado. La mayoría de ellos leerían el periódico u oirían comentarios, y Dumas calificaba el testamento de buenas a primeras como sospechoso. Tampoco les beneficiaba la adusta suficiencia de los intrusos de trajes caros de Memphis. Sin apartar la visa de la foto, trató de imaginarse los esfuerzos de un jurado de nueve blancos y tres negros por tenerle simpatía a Lettie con veinte millones de dólares sobre la balanza. Les costaría. Después de una semana de juicio con Booker Sistrunk, adivinarían sus intenciones e invalidarían el testamento. También Herschel y Ramona podían acabar ganándose la antipatía del jurado, pero al menos eran blancos y no obedecían órdenes de un picapleitos con carisma de predicador televisivo.

Se recordó que de momento estaban en el mismo barco, o al menos en el mismo lado de la sala, y se hizo la promesa de no continuar; si el juez Atlee autorizaba a Sistrunk a seguir en la partida, Jake abandonaría y se iría a buscar algún caso de negligencia médica. Cualquier cosa era mejor que un juicio brutal que estaba destinado a perder. Le convenían los honorarios, pero no los quebraderos de cabeza.

Se oyó alboroto en el piso de abajo, seguido de pisadas. Nadie estremecía los viejos peldaños como Harry Rex al subir al despacho de Jake con pasos lentos y pesados, como si con cada uno de ellos se propusiera romper la madera. Toda la escalera temblaba. Le seguía Roxy, protestando. Con un grave sobrepeso, y en un estado físico penoso, el abogado casi jadeaba cuando abrió con el pie la puerta de Jake.

—Esta tía está loca —fue su amable carta de presentación.

Tiró el periódico a la mesa de Jake.

—Buenos días, Harry Rex —dijo este mientras su amigo se derrumbaba en una silla e iba normalizando su respiración, cada jadeo era un poco más suave, y cada nueva exhalación aplazaba el paro cardíaco.

—¿Qué pasa, que quiere cabrear a todo el mundo? —preguntó.

—La verdad es que lo parece. ¿Quieres un café?

—¿Tienes una Bud Light?

—Son las nueve de la mañana.

—¿Y qué? Hoy no voy al juzgado. Los días que libro empiezo antes.

—¿No dirías que bebes demasiado?

—¡Qué va! Teniendo los clientes que tengo, bebo demasiado poco. Como tú.

—Yo no tengo cerveza en el despacho. Ni en mi casa tampoco.

—Pues vaya vida. —Harry Rex se irguió de golpe, cogió el periódico y lo levantó, señalando la foto de Lettie—. Dime una cosa, Jake: ¿qué dice al ver esta foto el típico blanco del condado? Hay una asistenta negra con buena pinta que sin saber cómo se ha metido en el testamento del viejo. Ahora va y contrata a unos abogados africanos de la gran ciudad, tíos con labia, para que vengan y consigan el dinero. ¿Cómo lo cuentan en el Coffee Shop?

—Creo que ya lo sabes.

—¿Es tonta o qué?

—No, pero la han pillado. Simeon tiene familia en Memphis. Por ahí habrá venido la cosa. Lettie no tiene ni idea de lo que está haciendo, y la aconsejan mal.

—¿Y no podrías hablar con ella, tú que estás de su lado, Jake?

Harry Rex volvió a tirar el periódico a la mesa.

—No. Antes de que contratase a Sistrunk creía que sí. Ayer en el juzgado intenté hablar con ella, pero la vigilaban demasiado. También traté de hablar con los hijos de Hubbard, pero no estuvieron muy amables.

—Te has vuelto una persona muy popular, Jake.

—Pues ayer no tuve la impresión de serlo. Menos mal que le caigo bien al juez Atlee.

—Por lo que me han dicho no se llevó muy buena impresión de Sistrunk.

—No, y tampoco se la llevará el jurado.

—¿O sea, que pedirás jurado?

—Sí, es lo que quiere su señoría. Pero no te he dicho nada.

—Nada, nada. Tienes que encontrar la manera de hablar con ella. Sistrunk cabreará a todo el estado, y ella acabará con las manos vacías.

—¿Debería quedarse con algo?

—Coño, pues claro. El dinero es de Seth. Si quiere dejárselo al Partido Comunista, allá él. Lo ha ganado él solo, es de cajón que lo reparta como quiera. Espera a haber tratado con los hijos, que te digo yo que son unos capullos, y entenderás que Seth eligiera a otra persona.

—Creía que odiabas a Seth.

—Bueno, hace diez años sí, pero es que siempre odio al enemigo. Por eso soy tan mala bestia. Al final se me pasa. De todos modos, más allá de que le odie o le quiera, escribió un testamento antes de morir y ese testamento tiene que respaldarlo la justicia, suponiendo que sea válido.

—¿Y es válido?

—Eso dependerá del jurado. Lo que está claro es que lo atacarán por todos los flancos.

—¿Y cómo atacarías tú el testamento?

Harry Rex se echó contra el respaldo y apoyó un tobillo en la rodilla.

—Le he estado dando vueltas. Primero buscaría a unos peritos, gente del sector médico que testificase que a Seth le drogaron con calmantes, que tenía todo el cuerpo afectado por el cáncer de pulmón y que después de un año con tanta quimio, tanta radio y tanta medicación no podía pensar con claridad. Pasaba unos dolores espantosos. También me buscaría a otro experto para describir los efectos del dolor en los procesos mentales. Lo que no te sé decir es de dónde los sacaría, pero bueno, los peritos cobrando dicen lo que quieras… Ten en cuenta, Jake, que el típico jurado de este condado casi no acabó ni el instituto. Muy refinados no es que sean. Si te buscas a un experto con labia, o a todo un equipo, ya no sabrán qué pensar. ¡Coño, si hasta yo podría demostrar que cuando Seth metió la cabeza por el nudo estaba chocheando! ¿O no hay que estar loco para ahorcarse?

—No sé qué contestar.

—Segundo: Seth tenía problemas de bragueta. Era incapaz de dejarse los pantalones puestos. No sé si llegó a cruzar la frontera racial, pero es posible. Si un jurado blanco tiene la menor sospecha de que Seth recibía algo más de su asistenta que un plato caliente y las camisas planchadas, se volverá en contra de la señora Lettie en menos que canta un gallo.

—No pueden utilizar la vida sexual de un muerto.

—Ya, pero pueden picotear en la de Lettie. Pueden insinuar, exagerar y recurrir a todo tipo de vaguedades. Como suba Lettie a declarar, y seguro que lo hará, será un blanco fácil.

—Tiene que declarar.

—Pues claro, Jake, ahí está la pega. En el fondo da igual lo que se diga en el juicio, o quién lo diga. La verdad es que si Booker Sistrunk empieza a echar sus peroratas en plan negrata cabreado delante de un jurado blanco, tus posibilidades serán nulas.

—No estoy muy seguro de que me importe demasiado.

—Pues tiene que importarte. Es tu trabajo. Es un juicio de los gordos. Y con unos honorarios como la copa de un pino. Ahora trabajas por horas y te pagan, cosa rara en nuestro mundo, Jake. Si esto va a juicio, y luego apelan y demás, durante los próximos tres años ganarás medio millón de pavos. ¿A cuántos acusados por conducir borrachos tendrías que defender para cobrar tanta pasta?

—No había pensado en los honorarios.

—Pues te aseguro que todos los demás abogaduchos de la ciudad sí que lo han pensado. Serán generosos. Para un abogado de la calle como tú, maná del cielo. Pero primero tienes que ganar, y para eso tienes que quitarte a Sistrunk de encima.

—¿Cómo?

—También le he estado dando vueltas. Dame un poco de tiempo. La foto del periódico de marras ya nos ha perjudicado un poco, y seguro que en la siguiente vista Dumas hace lo mismo. Tenemos que hacer que echen a Sistrunk cuanto antes.

Para Jake fue importante que Harry Rex estuviera hablando en plural. No había nadie más fiel, ni a quien quisiera más tener en su trinchera. Tampoco había nadie más astuto y manipulador en los círculos jurídicos.

—Dame uno o dos días —dijo Harry Rex, poniéndose en pie—. Necesito una cerveza.

Una hora después Jake seguía en su mesa cuando lo de Booker Sistrunk dio un giro a peor.

—Tienes al teléfono a un abogado, un tal Rufus Buckley —anunció Roxy por el intercomunicador.

Jake respiró hondo.

—Vale —dijo, viendo parpadear la luz.

Se devanó los sesos intentando explicarse la llamada de Buckley. No habían hablado desde el juicio de Carl Lee Hailey, y ambos se habrían dado por satisfechos si sus caminos no hubieran vuelto a cruzarse. Un año antes, durante la reelección de Buckley, Jake había apoyado de manera silenciosa al otro candidato, como la mayoría de los abogados de Clanton, por no decir de todo el vigésimo segundo distrito judicial. A lo largo de doce años de trayectoria, Buckley había conseguido enemistarse con casi todos los abogados del citado distrito, compuesto por cinco condados. La venganza había sido dulce, ahora el agresivo exfiscal del estado, de ambiciones antaño nacionales, no salía de Smithfield, su pueblo, a una hora de carretera, donde a decir de los rumores se ganaba la vida con modestia en un pequeño bufete de la calle principal, llevando testamentos, escrituras y divorcios con consentimiento mutuo.

—Qué hay, gobernador —dijo Jake a propósito para reavivar la hostilidad.

En tres años no había mejorado el bajo concepto en que le tenía.

—Ah, hola, Jake —dijo Buckley con educación—. Esperaba que pudiéramos ahorrarnos el retintín.

—Perdona, Rufus, no lo he dicho por nada. —Por supuesto que lo había dicho por algo, en alusión a cuando Buckley se había visto ya como gobernador de Mississippi—. ¿Qué, a qué te dedicas?

—Pues nada, a hacer de abogado y a tomarme la vida con calma. Más que nada me dedico al petróleo y la gasolina.

Cómo no. Buckley se había pasado casi toda su vida adulta intentando convencer a los demás de que las concesiones de gas natural de la familia de su mujer eran una fuente inmensa de riqueza, cuando no lo eran. Los Buckley vivían muy por debajo de sus pretensiones.

—Muy bien. ¿Y qué te trae por aquí?

—Pues mira, acabo de hablar por teléfono con un abogado de Memphis, Booker Sistrunk. Creo que os conocéis. Parece buen tío. El caso es que va a asociarse conmigo como letrado de Mississippi en la causa de Seth Hubbard.

—Y ¿por qué te ha elegido, Rufus? —preguntó impulsivamente Jake, dejando caer los hombros.

—Supongo que por mi reputación.

No, Sistrunk había hecho sus indagaciones y había encontrado al único abogado de todo el estado que odiaba con todas sus fuerzas a Jake. Este ya se imaginaba las atrocidades que habría dicho Buckley sobre él.

—No acabo de ver dónde encajas, Rufus.

—En eso estamos. Lo primero que quiere Booker es apartarte del caso, para ocuparse él de todo. Ha comentado que se podría pedir un traslado a otra sala. Dice que es evidente que el juez Atlee está predispuesto contra él. Piensa pedirle que se recuse. Solo son preliminares, Jake. Ya sabes que Sistrunk es un pleitista de alto voltaje, con muchos recursos. Supongo que por eso me quiere a mí en su equipo.

—Pues nada, Rufus, bienvenido a bordo. Dudo que Sistrunk te haya contado el resto, pero que sepas que ya ha intentado echarme y le ha salido mal, porque el juez Atlee sabe leer, como todo el mundo. El testamento me nombra específicamente a mí como abogado de la sucesión. Atlee no se recusará, ni trasladará el juicio fuera de Clanton. Os estáis echando mierda encima, y encima vais a cabrear a todos los posibles jurados del condado. A mí me parece una estupidez, Rufus, y encima va en contra de nuestras posibilidades.

—Ya veremos. Te falta experiencia, Jake. Tienes que apartarte del caso. Es verdad que has conseguido veredictos favorables en causas penales, pero esto no es penal, Jake; esto es un pleito civil de muchos dólares, muy complicado, que te supera.

Jake se mordió la lengua, recordándose cuánto desprecio sentía por la voz que salía del teléfono.

—Tú antes eras fiscal, Rufus —dijo lentamente, con toda la intención—. ¿Desde cuándo te has vuelto un experto en pleitos civiles?

—Soy abogado litigante. Vivo en el juzgado. Durante este último año solo me he dedicado a causas civiles. Encima comparto mesa con Sistrunk, que el año pasado hizo pagar más de un millón de dólares a la policía de Memphis con tres sentencias desfavorables.

—Todas apeladas. Aún no ha cobrado nada.

—Ya cobrará. De la misma manera que nos llevaremos de calle lo de Hubbard.

—¿Qué pellizco os quedáis, Rufus? ¿El 50 por ciento?

—Eso es secreto, Jake, ya lo sabes.

—Pues deberían hacerlo público.

—No seas envidioso, Jake.

—Hasta otra, Rufus —dijo Jake justo antes de colgar.

Respiró hondo, se levantó y fue al piso de abajo.

—Ahora vuelvo —le dijo a Roxy al pasar junto a su mesa.

Eran las diez y media. El Coffee Shop estaba vacío. Cuando Jake entró y se sentó en un taburete, Dell estaba secando tenedores detrás del mostrador.

—¿Qué, un descanso? —preguntó.

—Sí. Ponme un descafeinado, por favor.

Jake solía aparecer a cualquier hora, casi siempre para no tener que estar en el bufete ni al teléfono. Dell le sirvió una taza y se acercó sin dejar de secar los cubiertos.

—¿Qué sabes? —preguntó Jake, echando azúcar.

La frontera entre lo que Dell sabía y lo que oía era sutil. La mayoría de sus clientes pensaban que lo repetía todo, pero Jake sabía que no. Después de veinticinco años en el Coffee Shop, Dell había oído bastantes rumores falsos y mentiras descaradas como para concienciarse del daño que podían hacer, y por eso solía tener cuidado, aunque tuviera fama de todo lo contrario.

—Bueno… —empezó a contestar lentamente—. Yo no creo que Lettie se haya hecho ningún favor al contratar a los abogados esos de Memphis, los negros. —Jake asintió con la cabeza y bebió un poco de café. Dell siguió hablando—. ¿Por qué lo ha hecho, Jake? Creía que tú eras su abogado.

Hablaba de Lettie como si la conociera de toda la vida, aunque nunca se hubieran visto. En Clanton se había vuelto algo habitual.

—No, yo no soy su abogado. Soy el de la sucesión, el del testamento. Estamos en el mismo bando, pero no podía contratarme a mí.

—¿Necesita un abogado?

—No. A mí me corresponde proteger el testamento y velar por que se cumpla. Yo hago mi trabajo y ella recibe el dinero. No tiene motivos para buscarse a un abogado.

—¿Se lo has explicado?

—Sí, y creía que lo había entendido.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué se han metido los de Memphis?

Jake bebió otro sorbo, aconsejándose prudencia. Tenía por costumbre intercambiar información privilegiada con Dell, pero los temas sensibles eran coto vedado.

—No lo sé, aunque sospecho que alguien de Memphis se enteró del testamento y que le llegó la filtración a Booker Sistrunk, que al oler dinero hizo el viaje hasta aquí, aparcó su Rolls-Royce negro delante de la casa de Lettie y la raptó. Le ha prometido la luna, y a cambio él se queda un trozo.

—¿Cuánto?

—Eso solo lo saben ellos. Es un secreto que nunca se divulga.

—¿Un Rolls-Royce negro? ¿Lo dices en broma, Jake?

—No, qué va; lo vieron ayer, cuando llegó al juzgado y aparcó enfrente del Security Bank. Conducía él. El otro abogado iba de copiloto. Lettie estaba en el asiento trasero, con un tío que llevaba un traje negro, una especie de guardia de seguridad. Están montando un espectáculo, y Lettie ha caído en la trampa.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco.

—Esta mañana ha dicho Prather que tal vez intenten que el juicio no se celebre aquí. Quizá lo trasladen a otro condado donde puedan conseguir un jurado con más negros. ¿Hay algo de verdad?

—Supongo que solo es un rumor. Ya conoces a Marshall. Para mí que la mitad de los chismes que circulan por la ciudad los empieza él, te lo juro. ¿Algún rumor más?

—¡Y tanto, Jake! Corren por todas partes. Cuando entras tú se callan, pero en cuanto sales no hablan de otra cosa.

Se abrió la puerta y entraron dos secretarias de la oficina de recaudación de impuestos, que se sentaron cerca, en una mesa. Jake, que las conocía, las saludó amablemente. Estaban bastante cerca para oírlos, y de hecho estaban al quite de todo. Jake se inclinó hacia Dell y habló en voz baja.

—Estate atenta, ¿vale?

—Jake, cariño, ya sabes que no se me pasa nada por alto.

—Ya lo sé.

Jake dejó un dólar para el café y se despidió. Como aún no quería volver a su despacho dio un paseo por la plaza y entró en el bufete de Nick Norton, otro abogado que ejercía por su cuenta y que se había graduado en la facultad de derecho de Ole Miss el año en que Jake había empezado los estudios. Nick había heredado el despacho de su tío, y podía afirmarse casi con seguridad que tenía un poco más de trabajo que Jake. Se remitían clientes a través de la plaza, y en diez años habían conseguido evitar cualquier desacuerdo incómodo.

Dos años antes, cuando Marvis Lang se había declarado culpable de tráfico de drogas y agresión con arma mortal, le había defendido Nick. La familia de Marvis había pagado cinco mil dólares en efectivo en concepto de honorarios, menos de lo que quería Nick, pero más de lo que podía pagarle la mayoría de sus clientes. Marvis era culpable. Casi no había margen de maniobra, y encima no había querido delatar a los otros acusados. Nick había negociado una sentencia de doce años. Hacía cuatro días, durante una comida, le había explicado a Jake todo lo que sabía sobre la familia Lang y sobre Marvis.

Estaba con un cliente. Aun así, su secretaria sacó el expediente. Jake prometió copiar lo que le interesaba y devolverlo pronto. La secretaria le dijo que no había prisa. Ya hacía tiempo que era un caso cerrado.

Donde más le gustaba comer a Wade Lanier era en Hal & Mal’s, un bar de toda la vida de Jackson, a pocas manzanas del congreso del estado y a diez minutos a pie de su bufete de State Street. Ocupó su mesa preferida, pidió un vaso de té y esperó impaciente cinco minutos hasta que Ian Dafoe entró por la puerta y se sentó con él. Pidieron bocadillos, dieron un repaso al tiempo y al fútbol, y no tardaron mucho en ir al grano.

—Iremos a juicio —dijo con gravedad Lanier, casi susurrando, como si fuera un secreto importante.

Ian asintió con la cabeza y se encogió de hombros.

—Me alegro de saberlo.

Le habría sorprendido lo contrario. En el estado no había muchos premios gordos, y aquel lo codiciaban muchos abogados.

—Pero no necesitaremos ayuda —dijo Lanier—. Herschel se ha buscado a ese payaso de Memphis que no está colegiado en Mississippi y que, claro, lo único que hará es molestar. No puede ayudarnos de ninguna manera, pero sí irritarme, de muchas. ¿Podrías hablar con Herschel y convencerle de que está en el mismo barco que su hermana y de que puedo encargarme yo de todo?

—No lo sé. Herschel tiene sus ideas, con las que Ramona no siempre está de acuerdo.

—Pues busca la manera. Ya hay mucha gente en la sala, y sospecho que el juez Atlee tardará muy poco en sacar las tijeras de podar.

—¿Y si Herschel se niega y quiere seguir con su abogado?

—Pues entonces lo resolveremos nosotros. De momento habla con él e intenta convencerle de que su abogado sobra, que solo es otro trozo más de pastel a repartir.

—Vale. Ya que lo dices, ¿qué honorarios proponéis vosotros?

—Lo haríamos condicional: una tercera parte de lo que se recupere. Jurídicamente no es un tema muy complejo. En principio el juicio no debería durar ni una semana. Solemos proponer el 25 por ciento de cualquier acuerdo extrajudicial, pero a mi entender es muy poco probable.

—¿Por qué?

—Es todo o nada, o un testamento o el otro. No hay margen para medias tintas.

Ian lo había considerado, pero no lo comprendía del todo. Les trajeron los bocadillos. Durante unos minutos organizaron la comida en los platos.

—Nosotros nos comprometemos —dijo Lanier—, pero solo si es con Ramona y Herschel. Nos…

—O sea, que preferís una tercera parte de catorce millones en vez de una tercera parte de solo siete —le interrumpió Ian, aportando una torpe pincelada de humor que cayó en saco roto.

Lanier dio un mordisco al bocadillo sin hacerle caso. De todos modos casi nunca sonreía. Tragó el bocado.

—Ahora lo pillas —dijo—. Este caso lo puedo ganar, pero no si tengo encima a un listillo de Memphis que me estorba y pone al jurado en contra. Además, Ian, creo que no hace falta que te diga que estamos muy, pero que muy ocupados, mis socios y yo. Nos hemos comprometido a no aceptar nuevos casos, y mis socios se resisten a dedicar todo el tiempo y los recursos del bufete a un pleito testamentario. ¡Joder, si el mes que viene tenemos programados tres juicios contra la Shell! Por lesiones en plataformas petrolíferas.

Ian se llenó la boca de patatas fritas para no poder hablar. También aguantó un segundo la respiración, con la esperanza de que el abogado no se embarcase en la sempiterna retahíla de batallitas acerca de sus grandes casos y juicios. Era una costumbre repulsiva que afectaba a la mayoría de los abogados, un numerito que Ian había tenido que soportar ya en otras ocasiones.

Lanier, sin embargo, resistió a la tentación.

—Ah, y tienes razón —continuó—, si aceptamos el caso queremos a los dos herederos, no solo a ti. Es el mismo volumen de trabajo; menos, en realidad, porque no perderemos el tiempo con el chico de Memphis.

—A ver qué consigo —dijo Ian.

—Os cobraremos los gastos mensualmente. Habrá unos cuantos, sobre todo de testigos periciales.

—¿Cuánto?

—Hemos hecho un presupuesto del litigio. Con cincuenta mil deberían quedar cubiertos los costes. —Lanier miró a su alrededor, pese a que era imposible que los oyera ningún otro cliente del bar. Bajó la voz—. También tendremos que contratar a un investigador, y que no sea de los del montón. Habrá que gastarse un poco de dinero en alguien capaz de infiltrarse en el ambiente de Lettie Lang y encontrar trapos sucios, lo cual no será fácil.

—¿Cuánto?

—Yo diría que otros veinticinco mil, aunque es un cálculo hecho a ojo.

—No estoy seguro de poder permitirme esta demanda.

Por fin Lanier sonrió, pero de manera forzada.

—Estás a punto de ser rico, Ian. Quédate conmigo.

—¿Por qué estás tan seguro? La última semana, cuando hablamos, te mostraste muy prudente, y hasta con dudas.

Otra sonrisa arisca.

—Era la primera vez que hablábamos, Ian. Cuando a un cirujano le planteas una operación delicada, siempre es reservado. Ahora se empiezan a aclarar las cosas. Ayer por la mañana fuimos al juzgado, me hice una composición de lugar, oí a la oposición y, sobre todo, pude fijarme bien en los abogados de Lettie Lang, esos listillos de Memphis. Son la clave de nuestra victoria. Si los pones delante de un jurado, en Clanton, el testamento manuscrito se queda en un chiste malo.

—Vale, vale, ya lo he entendido. Sigamos hablando de los setenta y cinco mil de gastos. Yo creía que algunos bufetes corrían con los costes y luego los restaban del veredicto o del acuerdo.

—Sí, nosotros lo hemos hecho alguna vez.

—¡Venga, Wade! Lo hacéis siempre, porque la mayoría de vuestros clientes no tienen ni un duro. Son currantes que se quedan lisiados en accidentes de trabajo y cosas así.

—Vale, Ian, pero no es tu caso. Tú puedes permitirte pagar la demanda. Otros no. Por ética, los clientes con capacidad económica para correr con los gastos tienen que pagarlos.

—¿Ética? —preguntó con sorna Ian.

Casi era un insulto, pero Lanier no se ofendió. Estaba muy versado en los aspectos éticos de su profesión cuando podían beneficiarle. En caso contrario los ignoraba.

—Venga, Ian, que solo son setenta y cinco mil —dijo—, y encima repartidos durante más o menos un año.

—Yo os pagaré hasta veinticinco mil. Del resto os encargáis vosotros, y al final lo arreglamos.

—Bueno, mira, ya lo hablaremos. Ahora mismo tenemos problemas más urgentes. Empieza por Herschel. Si no despide a su abogado y me contrata a mí, a otra cosa, mariposa. ¿Me explico?

—Supongo que sí. Por probar que no quede.