12

El honorable Reuben V. Atlee se estaba recuperando de su tercer ataque al corazón, con expectativas de recuperación «completa», si es que es posible sentirse físicamente al cien por cien después de una lesión cardíaca de tal magnitud. Estaba ganando cada vez más fuerza y aguante, lo cual se reflejaba en su lista de casos, que mostraba claras señales de que el juez andaba cerca de su antiguo ritmo. Ya había rapapolvos a letrados, insistencia en el cumplimiento de los plazos, interrupciones a testigos prolijos, amenazas de cárcel a perjuros y expulsiones de la sala de litigantes por motivos frívolos. «Ha vuelto», decían abogados, secretarios y hasta ujieres por los pasillos del juzgado.

Con treinta años de experiencia como juez, ahora se presentaba cada cuatro años sin rivales. No era ni demócrata ni republicano, ni liberal ni conservador, ni baptista ni católico. No favorecía ni a la universidad del estado ni a Ole Miss. No tenía favoritos, tendencias ni ideas preconcebidas sobre nada ni nadie. Él era juez, y tan abierto, tolerante y ecuánime como se lo permitían su educación y su composición genética. Gobernaba su sala con mano de hierro, igual de rápido en reprender a un abogado que no traía los deberes hechos como en ayudar a los que se veían en dificultades. En caso de necesidad podía hacer gala de una compasión increíble, y tenía un lado malévolo que aterraba a todos los abogados del condado, con la posible excepción de Harry Rex Vonner.

A los nueve días de ahorcarse Seth, el juez Atlee compareció en el estrado de la sala de vistas y dio los buenos días. A Jake le pareció que presentaba su mejor aspecto, es decir, no saludable por completo, pero sí muy bueno habida cuenta de su historial. Era un hombre grande, de más de un metro ochenta, con un voluminoso abdomen que escondía bien bajo la toga negra.

—Buena concurrencia —dijo divertido al echar un vistazo a la sala.

La gran afluencia de abogados había hecho que faltaran asientos. Jake había llegado temprano para atrincherarse en la mesa de la parte actora. Su compañero de mesa, Russell Amburgh, le había informado esa misma mañana de que no quería seguir. Un poco más atrás, en su mismo lado pero no exactamente en su equipo, estaba Lettie Lang rodeada por dos abogados, ambos negros y de Memphis.

Para Jake había sido una gran conmoción enterarse el día antes de que Lettie había contratado a Booker Sistrunk, un agitador de mala fama cuya incorporación al proceso complicaría mucho las cosas. Jake, que había intentado llamarla, seguía azorado por la decisión, insensata donde las hubiera.

Al otro lado del pasillo, en torno a la mesa de la parte demandada, se agolpaban varios abogados con trajes buenos. Tras la baranda, por las filas de viejos bancos de madera, se distribuía un público francamente nutrido, todos picados por la curiosidad colectiva.

—Antes de empezar —dijo el juez Atlee—, será mejor que nos hagamos una idea de dónde estamos, y de qué pretendemos conseguir hoy. No hemos venido porque se haya cursado ninguna petición. Eso ya vendrá más tarde. Hoy nuestro objetivo es elaborar un plan de acción. Si lo he entendido bien, el señor Seth Hubbard dejó dos testamentos. Uno de ellos es el que presentó usted para su legitimación, señor Brigance. Se trata de un documento escrito a mano con fecha del 1 de octubre de este año. —Jake asintió con la cabeza, pero sin levantarse. Al abogado que quisiera decirle algo al señor Atlee le convenía mucho estar de pie. Asentir desde una silla era aceptable, si bien a duras penas—. El segundo testamento lleva por fecha el 7 de septiembre del año pasado, aunque el otro, el manuscrito, lo revoca expresamente. ¿Alguien sabe de algún otro testamento? ¿Existe la posibilidad de que el señor Hubbard dejara alguna otra sorpresa? —Atlee solo se calló un segundo, mientras sus grandes ojos marrones hacían un barrido visual de la sala. Unas gafas de leer baratas, de montura gruesa, se apoyaban al final de su nariz—. Mejor. Ya me lo parecía.

Miró unos papeles y anotó algo.

—Bueno, vamos a empezar. Por favor, levántense y díganme sus nombres. Así nos vamos conociendo.

Al verse señalado, Jake se levantó y pronunció su nombre. Russell Amburgh, a su lado, hizo lo mismo.

—¿Usted es el albacea del testamento manuscrito? —preguntó como formalidad el juez Atlee.

—Sí, señoría, pero habría preferido ahorrarme todo esto —dijo Amburgh.

—Ya habrá tiempo de sobra de ocuparse de eso. ¿Y usted, el del traje gris claro?

El más alto de los dos abogados negros se levantó con decisión y se abrochó el primer botón de su traje a medida.

—Sí, señoría. Me llamo Booker Sistrunk. Junto con mi socio Kendrick Bost, aquí presente, representamos los intereses de la señora Lettie Lang.

Sistrunk tocó el hombro de Lettie. Bost se puso en pie. La dominaban ambos con su estatura. No era donde le correspondía estar a Lettie, al menos en aquella fase. Su lugar eran los bancos para el público. Sin embargo, Sistrunk y Bost la habían plantado a la fuerza entre ambos, en abierto desafío a cualquier objeción. De haberse dirimido en la vista alguna instancia, el juez Atlee la habría devuelto rápidamente a su lugar, pero tuvo la prudencia de hacer caso omiso de la incorrección.

—Me parece que es la primera vez que tengo el honor de verlos en mi sala, señores —dijo Atlee con recelo—. ¿De dónde son?

—Nuestro bufete está en Memphis —contestó Sistrunk.

No le habría hecho falta decirlo. La prensa de Memphis dedicaba más tinta a su bufete que a los siguientes cinco juntos. Libraban una guerra contra la policía de la ciudad, y parecía que cada mes ganaban un pleito por brutalidad contra las fuerzas del orden. En cuanto a su fama, Sistrunk estaba en la cresta de la ola. Escandaloso, descarado, dividía a la gente y estaba demostrando una gran eficacia como provocador racial en una ciudad donde estos abundaban.

Jake sabía que Simeon tenía familiares en Memphis. Evidentemente, una cosa había llevado a la otra, y al final Jake había recibido la temible llamada de Booker Sistrunk. Iban a «entrar» en el caso, lo cual comportaba otro intenso examen adicional del trabajo de Jake, además de tener que repartir aún más el pastel. Ya se oían noticias inquietantes sobre coches aparcados en el jardín de Lettie y buitres aposentados en el porche.

—Entiendo —prosiguió el juez Atlee— que están ustedes colegiados en este estado.

—No, señoría, en este momento no, pero nos asociaremos con un letrado local.

—Sería sensato que así lo hiciera, señor Sistrunk. Espero que la próxima vez que comparezca en mi sala sepa con qué abogado está.

—Sí, señoría —dijo Sistrunk con una rigidez que rayaba el desprecio.

Tanto él como Bost se sentaron, apretujándose a ambos lados de su valiosa clienta. Jake había intentado saludar a Lettie antes del comienzo de la vista, pero los abogados se habían interpuesto, y ella rehuía su mirada.

—Sigamos —dijo el juez Atlee, señalando la poblada mesa de la defensa.

Stillman Rush se levantó enseguida.

—Sí, señoría. Soy Stillman Rush, del bufete Rush de Tupelo. Me acompañan Sam Larkin y Lewis McGwyre.

Se levantaron ambos al oír su nombre, e hicieron gestos educados de saludo hacia el estrado. Ya conocían al juez Atlee. No hacía falta extenderse en las presentaciones.

—Su bufete preparó el testamento de 1987. ¿Me equivoco?

—No, señoría —dijo Stillman con una gran sonrisa empalagosa.

—Muy bien. Siguiente.

Se puso en pie un hombre corpulento, de cabeza redonda y calva.

—Señoría —masculló—, me llamo Wade Lanier, del bufete Lanier de Jackson. Me acompaña mi socio Lester Chilcott. Representamos los intereses de la señora Ramona Dafoe, hija del difunto. Su esposo, Ian Dafoe, es cliente nuestro desde hace mucho tiempo y…

—Ya está bien, señor Lanier —le interrumpió sin contemplaciones el juez Atlee. Así se las gastaban en el condado de Ford—. No le he preguntado por sus otros clientes ni por su bufete.

También la presencia de Wade Lanier era inquietante. Aunque Jake solo le conociera por su reputación, era suficiente para temer cualquier trato con él. Un bufete grande, despiadado en sus tácticas y con bastante éxito para alimentar el ego y mantenerlo con hambre.

El juez Atlee señaló a otra persona.

—¿Y usted? —preguntó.

Se levantó como un resorte un hombre con una americana de lo más hortera.

—Sí, señoría… Pues… Me llamo D. Jack O’Malley y represento al señor Herschel Hubbard, hijo del difunto. Mi cliente vive en Memphis, que es de donde vengo, pero le aseguro que la próxima vez que comparezca será en asociación con un letrado de aquí.

—Buena idea. ¿Siguiente?

O’Malley tenía pegado a sus espaldas a un joven delgado, con cara de ratón y pelo áspero y revuelto, que se levantó tímidamente, como si nunca se hubiera dirigido a un juez.

—Señoría —dijo con voz de pito—, me llamo Zack Zeitler. También soy de Memphis. Me han contratado para representar los intereses de los hijos de Herschel Hubbard.

El juez Atlee asintió con la cabeza.

—O sea, ¿que los nietos también tienen abogado?

—Sí, señoría. Según el testamento previo son beneficiarios.

—Ya lo entiendo. Supongo que están en la sala.

—En efecto.

—Gracias, señor Zeitler. Ah, y por si aún no lo ha captado, la próxima vez que venga haga el favor de traer a un abogado de aquí, que buena falta nos harán. A menos, por supuesto, que esté colegiado en este estado…

—Lo estoy, señoría.

—Muy bien. Siguiente.

Un abogado que se había quedado sin silla y estaba apoyado en una baranda de un rincón, miró a su alrededor.

—Sí, señoría; me llamo Joe Bradley Hunt, soy del bufete Skole de Jackson y…

—¿De qué bufete?

—Skole, señoría. Skole, Rumky, Ratliff, Bodini y Zacharias.

—Perdón por la pregunta. Siga.

—Representamos los intereses de los dos hijos menores de Ramona e Ian Dafoe, nietos del difunto.

—Muy bien. ¿Alguien más?

Se giraron varios cuellos, y varios pares de ojos escrutaron al público. El juez Atlee hizo un somero cálculo mental.

—Una docena. De momento he contado a once abogados, y no hay ningún motivo para creer que no vaya a haber más.

Movió algunos papeles por la mesa y miró al público. A su izquierda, detrás de Jake y Lettie, había un grupo de personas de raza negra en el que figuraban Simeon, sus hijos y nietos, unos cuantos primos y tías, Cypress, un predicador y muchos amigos, viejos y nuevos, venidos para dar apoyo moral a Lettie en el primer paso de su lucha por conseguir lo que le pertenecía por derecho. A la derecha del juez, al otro lado del pasillo, tras la muchedumbre de abogados que se preparaba para impugnar el testamento, había un grupo de personas de raza blanca en el que figuraban Ian, Ramona y sus dos hijos, Herschel y sus dos retoños, su exmujer (aunque se había sentado lo más lejos posible, en la última fila), Dumas Lee con otro periodista, y la cuadrilla habitual de asiduos que casi nunca se perdían ningún juicio o vista con oposición. En la puerta principal estaba el agente Prather, enviado por Ozzie para oírlo todo e informarle. Lucien Wilbanks se hallaba en la última fila, del lado negro, parcialmente oculto por el fornido joven a quien tenía delante. Conocía a Atlee desde hacía muchos años, y no quería distraerle.

Minutos antes de empezar, Jake había intentado presentarse educadamente a Herschel y Ramona, pero ellos le habían dado la espalda de forma grosera. Ahora el enemigo no era su padre, sino Jake. Ian, concretamente, parecía a punto de pegarle un puñetazo. Sus hijos con Ramona, adolescentes ambos, se habían engalanado con su ropa más pija, y se les veía arrogantes, como hijos de familia rica. En cambio los dos de Herschel iban hechos un desastre. Pocos días antes habían estado demasiado ocupados para ir al entierro de su querido abuelo. Sus prioridades habían experimentado un cambio brusco.

Jake supuso que los abogados habían convencido a las familias de que tenían que venir los niños, para que lo vieran y se identificaran estrechamente con las consecuencias del proceso judicial. A él le parecía una pérdida de tiempo, pero, claro, había mucho en juego.

En esos momentos, entre tanta gente, se sentía muy solo. La persona sentada a su lado, Russell Amburgh, no solo no le ayudaba, sino que a duras penas mantenía las formas mientras planeaba desentenderse cuanto antes de todo aquel fregado. Detrás, a unos centímetros, estaba Lettie, una persona con quien creía poder hablar, pero que estaba vigilada por dos pitbulls dispuestos a pelearse con uñas y dientes por la herencia. ¡Y eran los que estaban en su bando! Al otro lado del pasillo, toda una jauría de hienas esperaba el momento de lanzarse al ataque.

—He leído los dos testamentos —dijo el juez Atlee—. Empezaremos por el último, escrito a mano y fechado el 1 de octubre. El 4 de octubre se cursó la instancia de legitimación. Señor Brigance, tal como estipulan las leyes, será usted quien empiece a administrar la masa hereditaria, notificando públicamente a los acreedores, presentando un inventario preliminar y todas esas cosas. Espero que no se demore. Señor Amburgh, tengo entendido que no desea usted seguir.

Amburgh se levantó despacio.

—En efecto, señoría. Es demasiado para mí. Como albacea estaría obligado a declarar bajo juramento que se trata del testamento válido de Seth Hubbard, juramento que me niego a hacer. Ni me gusta el testamento, ni quiero tener nada que ver con él.

—¿Señor Brigance?

Jake se puso en pie junto a quien pronto sería su excliente.

—Señoría, el señor Amburgh, que ha sido abogado, conoce los principios básicos del proceso de legitimación. Prepararé una orden que le permita retirarse, al tiempo que presento a los candidatos para ocupar su puesto.

—Dele prioridad, por favor. Quiero que se proceda a la administración mientras resolvemos otros asuntos. Al margen de lo que ocurra con el testamento ológrafo, o con el anterior, es necesario ocuparse de la herencia del señor Hubbard. Imagino que habrá varias partes dispuestas a impugnar el testamento al que me he referido. ¿Estoy en lo cierto?

Todo un pelotón de abogados se levantó y asintió con la cabeza. El juez Atlee levantó una mano.

—Gracias. Siéntense todos, por favor. Señor Amburgh, puede usted marcharse.

—Gracias —articuló escuetamente Amburgh al abandonar la mesa de la parte demandante e irse a toda velocidad por el pasillo.

El juez Atlee se colocó bien las gafas.

—Procederemos del siguiente modo. Señor Brigance, tiene usted diez días para encontrar a un albacea sustituto y cumplir la voluntad del fallecido de que no se trate de ningún abogado de este condado. Una vez designado el albacea, emprenderá usted junto con él la labor de localizar los bienes e identificar las deudas. Deseo disponer lo antes posible de un inventario preliminar. Mientras tanto, los demás presentarán sus objeciones al testamento. Cuando estén debidamente constituidas todas las partes nos reuniremos de nuevo y elaboraremos un plan para el juicio. Ya saben ustedes que ambas partes pueden exigir un juicio con jurado. Quien así lo desee, que lo haga a su debido tiempo, al presentar las objeciones. Dado que las impugnaciones de testamentos siguen el mismo curso que cualquier otro proceso civil del estado de Mississippi, serán de aplicación la normativa sobre pruebas y las disposiciones procesales. —Se quitó las gafas y miró a los abogados mientras mordisqueaba una patilla—. Como iremos a juicio, les digo desde ya que no presidiré ninguna vista con una docena de abogados. Es una pesadilla que me resulta inconcebible. Tampoco dejaré que se maltrate así al jurado, si es que lo hay. Definiremos los puntos, racionalizaremos el proceso y enjuiciaremos el caso de manera eficaz. ¿Alguna pregunta?

Bueno, sí, miles, pero habría tiempo de sobra para hacerlas. Booker Sistrunk se levantó bruscamente y habló con su vozarrón de barítono.

—Señoría, no sé muy bien qué es lo indicado en esta fase, pero me gustaría proponer que se designe a mi clienta, Lettie Lang, como albacea en lugar del señor Amburgh. Al consultar la legislación de este estado no he encontrado ninguna disposición que exija que el papel lo desempeñe un abogado, contable o figura similar. De hecho, las leyes no establecen ningún requisito, ni de formación ni de experiencia, para hacer de administrador, en caso de herencia intestada, o de albacea, en un caso como este.

Lo dijo despacio, con pulcritud y una dicción perfecta. Sus palabras resonaron por toda la sala. El juez Atlee y los demás abogados le escucharon y observaron. Lo que decía era verdad. Técnicamente se podía nombrar a cualquier persona para sustituir a Russell Amburgh, siempre que estuviera en su sano juicio y tuviera más de dieciocho años. Ni siquiera se excluía a los delincuentes. Sin embargo, dada la magnitud de la herencia, y la complejidad de lo que suscitaba, habría hecho falta una aportación más experimentada e imparcial. La idea de poner a Lettie a cargo de una masa hereditaria de veinte millones de dólares, mientras Sistrunk le susurraba consejos al oído, daba repelús, al menos a las personas blancas de la sala. Hasta el juez Atlee pareció quedarse paralizado durante un momento.

Sistrunk aún no había terminado. Esperó lo estrictamente necesario para que pasara el sobresalto inicial.

—Verá usted, señoría —continuó—, me consta que casi todas las labores de autenticación corren a cargo del abogado de la masa hereditaria, bajo supervisión estricta del tribunal, naturalmente, y por ello propongo que se asigne a mi bufete todo lo relativo a esta cuestión. Trabajaremos en estrecha colaboración con nuestra clienta, la señora Lettie Lang, para cumplir con exactitud los deseos del señor Hubbard. En caso de necesidad consultaremos al señor Brigance, que es un excelente abogado, pero el grueso del trabajo correrá a mi cargo y al de mi equipo.

Con esas palabras, Booker Sistrunk había cumplido su objetivo. A partir de ese momento la batalla se definiría como de negros contra blancos.

Herschel, Ramona y sus respectivas familias lanzaron miradas de odio al otro lado del pasillo, al grupo de los negros, que se las devolvieron con ganas y algo de suficiencia. La elegida para recibir el dinero era Lettie, una de los suyos. Habían venido a pelearse por ella. Pero no, el dinero les correspondía a los Hubbard. Seth no había estado en su sano juicio.

Jake, atónito, miró con virulencia a sus espaldas, aunque Sistrunk le ignoró. La reacción inicial de Jake fue pensar: «¡Qué tontos!». Un condado de predominio blanco significaba un jurado de predominio blanco. Estaban muy lejos de Memphis, donde Sistrunk había dado pruebas de su habilidad para introducir a los suyos en jurados federales y conseguir veredictos muy sonados. Era otro mundo.

Si ponían a nueve o diez blancos del condado de Ford en el jurado, y los obligaban a aguantar a Booker Sistrunk durante una semana, la señora Lettie Lang se quedaría sin nada.

La horda de abogados blancos estaba igual de atónita que Jake. Wade Lanier, sin embargo, se dio cuenta enseguida de que era su oportunidad.

—No tenemos nada que objetar, señoría —soltó de sopetón al levantarse.

—Carecen ustedes de capacidad legal para objetar, sea lo que sea —replicó el juez Atlee.

Pensándolo mejor, Jake se dijo: «Bueno, pues muy bien, que me saquen. Con esta bandada de buitres no quedará nada. La vida es demasiado corta para perder un año esquivando balas en una guerra racial».

—¿Algo más, señor Sistrunk? —dijo el juez Atlee.

—No, señoría, de momento no.

Sistrunk se giró y miró con suficiencia a Simeon y la familia. Acababa de dar muestras de su arrojo. Era un hombre intrépido, que no se dejaba intimidar, y a quien no le daban miedo las peleas callejeras. No se habían equivocado de abogado. Antes de sentarse miró a Herschel Hubbard con una sonrisita, como si dijera: «Empieza el juego, chaval».

—Tiene usted que seguir investigando, señor Sistrunk —dijo con calma el juez Atlee—. En nuestras leyes de legitimación prevalecen por encima de todo los deseos del testador. El señor Hubbard expuso claramente su voluntad respecto al abogado de su elección, y en ese aspecto no habrá cambios. Si tienen ustedes alguna otra petición que hacer deberán formularla en el escrito de rigor, siempre, claro está, después de haberse asociado con un letrado a quien reconozca este tribunal, y en comparecencia ante este último.

Jake volvió a respirar con normalidad, aunque seguía afectado por la desfachatez de Sistrunk y de sus ideas. También por su codicia. Seguro que había hecho firmar a Lettie algún tipo de acuerdo que le reservaba una parte de las ganancias. La mayoría de los abogados de la parte actora se quedaba un tercio de lo acordado extrajudicialmente, el 40 por ciento en caso de veredicto con jurado y la mitad si se apelaba. Seguro que un ego como el de Sistrunk, cuyo historial de victorias además era innegable, se situaría en la parte superior de aquellos porcentajes. Por si fuera poco, aspiraba a cobrar un dineral por horas en tanto que abogado de la sucesión.

El juez Atlee había terminado. Levantó el martillo.

—Volveremos a vernos dentro de treinta días. Se levanta la sesión.

E hizo chocar el martillo contra la mesa.

Lettie se vio inmediatamente sepultada por sus abogados, que se la llevaron al otro lado de la baranda, a la primera fila de bancos, donde la rodearon sus parientes y otras lapas. Apiñados como si temieran por su vida, empezaron a mimarla con caricias y palabras de ánimo. Sistrunk fue admirado y felicitado por la osadía de sus declaraciones y posturas, mientras Kendrick Bost tomaba del hombro a Lettie, que agradecía solemne con susurros a sus seres queridos. Cypress, su madre, que iba en silla de ruedas, se secó las lágrimas de las mejillas. Qué suplicio estaban haciendo pasar a la familia.

Jake no estaba de humor para charlas, que de todos modos nadie quiso entablar. Los demás abogados se dividieron en pequeños corros y lo guardaron todo en sus maletines, conversando mientras se disponían a marcharse. Los herederos Hubbard se mantuvieron unidos, tratando de evitar cualquier mirada hostil hacia los negros que querían quitarles el dinero. Jake se escabulló por una puerta lateral. De camino a la escalera del fondo oyó la voz del señor Pate, el provecto oficial del juzgado.

—Oye, Jake, el juez Atlee quiere hablar contigo.

En la pequeña sala donde se juntaban a tomar café los abogados y donde los jueces mantenían sus reuniones no oficiales, el juez Atlee se estaba quitando la toga.

—Cierra la puerta —dijo cuando vio entrar a Jake.

El juez no era de los que disfruta contando historietas o los absurdos chismorreos legales. No se andaba con pamplinas y mostraba poco sentido del humor, aunque, como juez, tenía un público deseoso de reírse de cualquier cosa.

—Toma asiento, Jake —dijo.

Ambos se sentaron junto a una mesita.

—Menudo imbécil —dijo el juez Atlee—. Quizá en Memphis le funcione, pero aquí no.

—Creo que aún no me he recuperado.

—¿Conoces a un abogado de Smithfield que se llama Quince Lundy?

—He oído hablar de él.

—Es bastante mayor. Hasta puede ser que esté medio jubilado. Lleva un siglo legitimando testamentos. Es lo único que hace. Se sabe la ley al dedillo, y es un dechado de honradez. Amigo mío de toda la vida. Presenta un escrito en que propongas a Quince y otros dos, los que tú elijas, como albaceas sustitutos, y yo nombraré a Quince. Os llevaréis muy bien. En cuanto a ti, te has embarcado hasta el final. ¿A cuánto cobras la hora?

—No tengo tarifa, señoría. En el mejor de los casos mis clientes ganan diez a la hora, y no se pueden permitir un abogado que a ellos se la cobre a cien.

—Tal como está el mercado, yo creo que ciento cincuenta es una tarifa justa. ¿Estás de acuerdo?

—Ciento cincuenta me parece perfecto.

—Vale, pues te pongo el taxímetro a ciento cincuenta por hora. Doy por supuesto que tienes tiempo.

—Sí, sí.

—Mejor, porque esto a corto plazo no te dejará vivir. Presenta una petición cada sesenta días, más o menos, para solicitar el pago de tus honorarios. Ya me ocuparé de que te lleguen.

—Gracias, señoría.

—Corren muchos rumores sobre de cuánto es la herencia. ¿Tú sabes por dónde van los tiros?

—Russell Amburgh dice que no baja de los veinte millones, casi todo en efectivo. Escondidos fuera del estado. Si no, todo Clanton lo sabría con exactitud.

—Más vale que nos movamos deprisa para protegerla. Firmaré una orden que te autorice a tomar posesión de la documentación financiera del señor Hubbard. Cuando se incorpore Quince Lundy al equipo podréis empezar a escarbar.

—De acuerdo.

El juez Atlee bebió un buen trago de café de un vaso de cartón. Después miró por la ventana sucia, como si contemplase el césped del juzgado.

—Pobre mujer. Casi me da pena —dijo finalmente—. Se le ha ido todo de las manos. Está rodeada de aprovechados. Cuando Sistrunk acabe con ella, no tendrá ni un céntimo.

—Suponiendo que el jurado falle a su favor.

—¿Pedirás jurado, Jake?

—Aún no lo sé. ¿Debería?

La pregunta era un abuso de confianza, aunque en ese momento no lo pareciera tanto. Jake pensó que Atlee le regañaría, pero lo único que hizo el juez fue torcer un poco la boca, mientras seguía mirando por la ventana sin fijarse en nada en concreto.

—Yo preferiría un jurado, Jake. No me importa tomar decisiones difíciles. Forma parte de mi trabajo, pero en un caso así estaría bien ponerles la patata caliente en las manos a doce de nuestros buenos y devotos convecinos. Por una vez yo lo agradecería.

La mueca se convirtió en una sonrisa.

—No me extraña. Cursaré la petición.

—Muy bien. Ah, Jake, otra cosa: aquí hay muchos abogados, y pocos de los que me fíe. Si hay algo que comentar, no dudes en pasar a saludarme y tomar un café. Seguro que comprendes la importancia del caso. Por esta zona no hay mucho dinero, Jake. Nunca lo ha habido. Ahora de repente ha aparecido una mina de oro, y hay mucha gente con el pico a punto. No hablo de ti ni de mí, pero hay gente para todo. Es importante que nos coordinemos.

Los músculos de Jake se relajaron por primera vez en horas. Respiró profundamente.

—Estoy de acuerdo, señoría. Gracias.

—Ya nos iremos viendo.