11

Un pasante chismoso que metía las narices en viejas escrituras oyó el rumor, llegado desde el dispensador de agua, y fue a hacer copias del testamento que se había presentado más recientemente para su legitimación en el condado de Ford. Al regresar al despacho se lo enseñó a sus jefes, hizo más copias y las mandó por fax. También lo hicieron sus jefes, de modo que el miércoles a mediodía empezaron a aparecer copias del testamento de dos páginas de Seth a lo largo y ancho del condado. Uno de los toques favoritos era el de «que mueran con dolor», aunque lo que prevalecía en las conversaciones eran las hipótesis sobre el valor neto del patrimonio del difunto.

En cuanto salió de casa de su padre, Herschel llamó a su abogado de Memphis para darle la maravillosa noticia de que pronto heredaría «varios» millones de dólares. Le preocupaba especialmente su exmujer, pues aún estaba dolido por el divorcio; tenía curiosidad por saber si reclamaría una parte. Su abogado le aseguró que no podía hacerlo. Después llamó a otro abogado amigo suyo de Tupelo, sin ningún otro motivo que la propagación de los rumores, y de paso incluyó la noticia de que el valor neto del patrimonio de Seth Hubbard era «de más de veinte millones». El abogado de Tupelo llamó a unos cuantos amigos, y la cuantía de la herencia empezó a crecer.

Nada más entrar en la autopista Natchez Trace y poner rumbo al sur, Ian Dafoe ajustó el control de velocidad en ochenta y se preparó para un agradable viaje. Había poco tráfico, lucía el sol y las hojas comenzaban a cambiar de color. Algunas ya se caían con la brisa. Aunque su mujer le estuviera complicando la vida, como siempre, tenía motivos para sonreír. Había conseguido desactivar el asunto del divorcio, al menos de momento. Además Ramona estaba con resaca, acababa de enterrar a su padre y tenía los nervios de punta. Hasta en sus mejores días se le daba mal luchar contra la adversidad. Ian podía apaciguarla, encarrilarla y hacerle bastante la pelota como para quitar hierro a sus problemas, a fin de emprender la tarea de gestionar su nueva riqueza. Los dos juntos. Se consideraba a la altura del reto.

Ramona estaba tumbada de espaldas en el asiento trasero, tapándose los ojos con el antebrazo para dormir la mona. Ya no hablaba. Su respiración era pesada. Ian se giró lo suficiente para asegurarse de que se había quedado roque. Entonces cogió con cuidado el nuevo teléfono del coche y llamó a la oficina. A Rodney, su socio, le explicó lo mínimo, sin levantar la voz más de lo estrictamente necesario.

—Se ha muerto el viejo… Un patrimonio de veinte millones y pico… Muebles y madera… Alucinante… No tenía ni idea… Acabo de ver el testamento… Un 40 por ciento descontando impuestos… No está mal… Más o menos un año… Lo digo en serio… Ya te contaré.

Mientras seguía conduciendo, sonrió contemplando el follaje y soñó con una vida mejor. Aunque acabaran divorciándose, una parte de la herencia se la quedaría él, ¿no? Se le ocurrió llamar a su abogado, pero tuvo la prudencia de esperar. De repente sonó el teléfono, que le sobresaltó y despertó a Ramona.

—¿Diga? —contestó.

—Hola, Ian —dijo con tirantez una voz masculina—. Soy Stillman Rush. Espero no molestarle. Estamos volviendo para Tupelo.

—No, qué va. Nosotros estamos en Natchez Trace. Aún nos quedan un par de horas. No tenemos nada que hacer aparte de hablar.

—Ya… Mire, es que se han complicado un poco las cosas, así que iré al grano.

Su voz delataba cierto nerviosismo. Ian supo enseguida que pasaba algo. En el asiento de atrás, Ramona se irguió y se restregó los ojos hinchados.

—Esta mañana, después de hablar con ustedes, no hemos podido abrir la sucesión del señor Hubbard porque ya había otro testamento —explicó Stillman—. Se ve que ayer por la tarde un abogado de Clanton fue corriendo al juzgado y presentó un testamento manuscrito que supuestamente redactó el señor Hubbard el sábado pasado, un día antes de morir. Los testamentos manuscritos aún son válidos, a condición de que cumplan determinados requisitos. Este es un desastre. No le deja nada a la familia (excluye específicamente a Ramona y Herschel), y en cambio le da el 90 por ciento de la herencia a Lettie Lang, la asistenta.

—¡Lettie! —consiguió articular Ian sin aliento, mientras pisaba la línea divisoria, lo cual remedió con un golpe de volante.

—Sí, Lettie Lang —repitió Stillman—. Debía de tenerle mucho cariño.

—¡Es ridículo! —saltó Ian, cuya voz había subido de golpe varias octavas. Miró el retrovisor con los ojos fuera de las órbitas—. ¿El 90 por ciento? ¿Ha dicho el 90 por ciento?

—Sí, eso he dicho. Tengo una copia del testamento y pone claramente el 90 por ciento.

—¿Manuscrito? ¿Es una falsificación?

—Aún no lo sabemos. Estamos en los preliminares.

—Hombre, Stillman, está claro que no se sostiene por ninguna parte, ¿no?

—Por supuesto que no. Hemos hablado con el abogado que legitimó el testamento y no piensa retirarlo, así que hemos quedado en reunirnos pronto con el juez, para que lo resuelva.

—¿Que lo resuelva? ¿En qué sentido?

—Bueno, le pediremos que descarte el testamento manuscrito y valide el legítimo, el que hemos visto esta mañana. Si por alguna razón dijera que no, iríamos a juicio y habría que dirimir cuál de los dos prevalece.

—¿Cuándo iremos a juicio? —preguntó Ian con beligerancia, aunque su voz tenía también un toque de desesperación, como si empezara a notar que se le iba la fortuna de las manos.

—Aún no estamos seguros, pero dentro de unos días le llamo. Lo solucionaremos, Ian.

—¡Pues claro! ¡Por narices! Si no, llamo al bufete Lanier de Jackson, que es de los grandes y hace tiempo que me representa. Esos sí que saben de juicios. Ahora que lo pienso, lo más seguro es que llame a Wade Lanier ahora mismo, en cuanto colguemos.

—No hace falta, Ian. Al menos de momento. Ahora mismo lo que menos nos conviene son más abogados. Dentro de unos días le llamo.

—Más le vale.

Ian colgó de golpe y miró con mala cara a su mujer.

—¿Qué pasa, Ian? —preguntó ella.

Ian respiró hondo y soltó el aire.

—No te lo vas a creer —dijo.

Herschel recibió la llamada al volante de su pequeño Datsun, mientras escuchaba el final de una canción de Springsteen. El Datsun estaba aparcado cerca de la entrada principal del concesionario BMW de Memphis. Decenas de BMW nuevos formaban hileras perfectas y brillantes por la calle. Era una parada ridícula, de la que había intentado disuadirse. Al final solo había cedido con la condición de hablar con un vendedor, pero sin probar ningún coche. Ya habría tiempo. Justo cuando acercaba la mano a la radio para apagarla sonó el teléfono del coche.

Era Stillman Rush.

—Herschel —dijo con voz nerviosa—, hay novedades.

Lettie llegó sola. Jake la siguió por la escalera hasta el despacho grande, cerró la puerta y le mostró el camino hacia un pequeño espacio con sofá y sillones. Después de quitarse la corbata sirvió café e intentó calmar el miedo de Lettie, que le explicó que Simeon había vuelto a irse. Estaba enfadado porque su mujer no le había dicho nada sobre el testamento de Seth. Tras una breve pelea, cuyos ecos se habían propagado por toda la casita, se había marchado.

Jake le entregó una copia del testamento de Seth. Lettie lo leyó y se echó a llorar. Jake le acercó una caja de pañuelos de papel al lado del sillón. Lettie releyó el testamento. Al acabar lo dejó en la mesa de centro, y estuvo un buen rato con la cara entre las manos. Cuando dejaron de correr las lágrimas, se secó las mejillas y se irguió, como si se le hubiera pasado la impresión y estuviera lista para hablar de cosas prácticas.

—¿Por qué lo hizo, Lettie? —preguntó Jake con firmeza.

—No lo sé. Le juro que no lo sé —dijo ella en voz baja, ronca.

—¿Le había dicho algo de este testamento?

—No.

—¿Usted lo había visto?

Lettie sacudía la cabeza.

—No, no.

—¿Él lo había nombrado?

Hizo una pausa, intentando ordenar sus ideas.

—Me había comentado, puede que dos veces en los últimos meses, que algo me dejaría, pero sin concretar. Yo lo esperaba, claro, pero nunca saqué el tema. Nunca he tenido un testamento. Mi mamá tampoco. Es que nosotros en esas cosas no pensamos, señor Brigance.

—Llámame Jake, por favor.

—Lo intentaré.

—¿Tú le llamabas señor Hubbard, señor Seth o Seth a secas?

—Cuando estábamos solos —dijo ella lentamente— le llamaba Seth, porque él me lo pedía. Si había alguien más siempre le llamaba señor Seth o señor Hubbard.

—¿Y él a ti?

—Lettie. Siempre.

Jake le preguntó por los últimos días de Seth, su enfermedad, sus tratamientos, sus médicos, sus enfermeras, su apetito, sus rituales diarios y las ocupaciones de ella. Lettie casi no sabía nada sobre los negocios de Hubbard. Dijo que guardaba los papeles por toda la casa, a cal y canto, y que en los últimos meses los había juntado casi todos en su despacho. Nunca hablaba de negocios con ella, ni tampoco en su presencia. Antes de ponerse enfermo, y después, si se encontraba bien, viajaba mucho y prefería estar fuera de la ciudad. Su casa era un espacio silencioso, solitario y con poca alegría. A menudo Lettie llegaba a las ocho y tenía por delante ocho horas más sin nada que hacer, sobre todo cuando Seth estaba fuera. Si estaba en casa, Lettie cocinaba y limpiaba. Se había quedado a su lado a lo largo de la enfermedad y la agonía. Le daba de comer. Sí, le bañaba y limpiaba todo lo que hacía falta. Algunos momentos habían sido terribles, sobre todo durante la quimio y la radio, cuando Seth no podía salir de la cama y estaba demasiado débil para comer solo.

Jake expuso con delicadeza el concepto de influencia indebida. El ataque jurídico contra el testamento manuscrito sería un ataque contra Lettie, alegando demasiada intimidad con Seth y demasiada influencia. Dirían que le había manipulado para que la incluyese en el testamento. Para que ganase Lettie, era importante que pudiera demostrar lo contrario. A medida que hablaban, y que ella empezaba a relajarse, Jake la imaginó declarando en un futuro próximo, en una sala llena de abogados con ínfulas que pedirían a gritos poder intervenir y acribillarla con preguntas sobre lo que hacían o no ella y el señor Hubbard. Ya se compadecía de ella.

—Tengo que explicarte las relaciones, Lettie —dijo al verla serena, controlada—. Yo no soy tu abogado. Soy el abogado de la sucesión del señor Hubbard, y como tal mi obligación es defender el testamento y hacer que se cumplan todas sus disposiciones. Tendré que colaborar con el albacea, que suponemos que será el señor Amburgh, en una serie de trámites a los que obliga la legalidad, como avisar a los posibles acreedores, proteger los bienes, levantar un inventario de las pertenencias y todo eso. Si se impugnara el testamento, y estoy seguro de que se impugnará, mi obligación sería ir a juicio y pelearme por el testamento. No soy tu abogado por el hecho de que seas una de sus beneficiarias, al igual que el hermano de Seth, Ancil Hubbard, y que su iglesia. Ahora bien, los dos estamos en el mismo bando, porque los dos queremos que se cumpla el testamento. ¿Lo has entendido?

—Supongo que sí. ¿Y necesito un abogado?

—La verdad es que no, ahora mismo no. No contrates a ninguno hasta que lo necesites.

Pronto empezarían a rondar los buitres y llenarían el juzgado. Quien deje veinte millones en la mesa, que se aparte.

—¿Si lo necesito, me lo dirás? —preguntó ella inocentemente.

—Sí —dijo Jake, pese a no tener ni idea de cómo le daría ese consejo.

Al servir más café se fijó en que Lettie no había tocado el suyo. Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Llevaban media hora reunidos y ella aún no había preguntado por la cuantía de la herencia. Una persona blanca habría sido incapaz de aguantarse cinco minutos. A veces parecía que Lettie asimilase hasta la última palabra, y otras que le rebotasen, como si estuviera superada por las circunstancias.

Lettie volvió a llorar, y se secó las mejillas.

—¿Tienes curiosidad por saber cuánto dinero es? —preguntó Jake.

—He pensado que tarde o temprano me lo dirías.

—Balances aún no he visto ninguno; todavía no he pisado el despacho de Seth Hubbard, aunque debería ir pronto, pero según el señor Amburgh hace poco que vendió su compañía y consiguió unos veinte millones. El señor Amburgh cree que deben de estar en algún banco. Todo en efectivo. También hay algunos otros bienes, parcelas, puede que en varios sitios. Una de mis obligaciones es localizarlo todo y hacer inventario para el tribunal y los beneficiarios.

—¿Y yo soy eso, una… beneficiaria?

—¡Y tanto! Del 90 por ciento.

—¿El 90 por ciento de veinte millones?

—Sí, más o menos.

—Dios mío, Jake…

Lettie cogió la caja de pañuelos de papel y volvió a derrumbarse.

Durante la siguiente hora lograron avanzar un poco. Entre las crisis emocionales de Lettie, Jake expuso los principios básicos de la administración de herencias: los tiempos, las personas implicadas, las comparecencias judiciales, los impuestos, y por último la transferencia de los bienes. Sin embargo, cuanto más hablaba Jake, más se embrollaba Lettie. Jake sospechó que pronto sería necesario repetir gran parte de lo que estaba diciendo. Explicó sin tecnicismos lo que comportaba la impugnación de un testamento, y fue cauto al hacer predicciones sobre lo que podría ocurrir. Conociendo al juez Atlee, y lo poco que le gustaban los pleitos largos y los abogados lentos, Jake creía que el juicio, si lo había, se produciría en doce meses, probablemente antes. Al haber tanto en juego, estaba claro que el bando perdedor apelaría, es decir, que habría que añadir otros dos años antes del desenlace. Al empezar a darse cuenta de lo duro que sería, y del tiempo que podría consumir, Lettie ganó en determinación y puso freno a sus emociones.

Preguntó dos veces si había alguna manera de que no se divulgase. Jake le explicó pacientemente que no, que no sería posible. Lettie tenía miedo de Simeon y su familia de forajidos. Sopesó la posibilidad de irse a vivir a otro sitio. Sobre eso Jake no tenía nada que aconsejarle, aunque ya había previsto el caos que se adueñaría de su vida a medida que cayeran parientes del cielo y surgieran nuevos amigos de la nada.

Al cabo de dos horas, Lettie se marchó a regañadientes. Jake la acompañó a la puerta. Ella miró la acera y la calle a través del cristal, como si hubiera preferido quedarse dentro, donde se sabía a salvo. Primero el susto del testamento, y después el peso abrumador de la ley. En esos momentos la única persona de quien se fiaba era Jake. Finalmente salió con los ojos llorosos.

—¿Son lágrimas de alegría o es que está muerta de miedo? —preguntó Roxy cuando Jake cerró la puerta.

—Yo diría que las dos cosas.

Roxy agitó un papel rosa para mensajes telefónicos.

—Ha llamado don despistes, Dumas Lee —dijo—. Está sobre la pista.

—¡Qué dices!

—En serio. Ha dicho que quizá se pase esta tarde para echar un vistazo a los trapos sucios de Seth Hubbard.

—¿Qué tienen de sucios? —preguntó Jake al coger la nota.

—Para Dumas todo es sucio.

Dumas Lee escribía para The Ford County Times, y era famoso por confundirse siempre con los datos y esquivar a duras penas las denuncias por difamación. Aunque frutos del descuido, y fácilmente evitables, sus errores solían ser de escasa importancia, inofensivos. Nunca habían llegado al nivel de la difamación pura y dura. Hacía estropicios con las fechas, nombres y lugares, pero nunca había dejado a nadie gravemente en evidencia. Tenía oído para la voz de la calle, y un olfato asombroso para enterarse de las noticias justo después de que ocurriesen, o en el momento mismo en que ocurrían; y aunque fuera demasiado perezoso para investigar durante mucho tiempo, se podía contar con él para agitar el cotarro. Prefería informar sobre el juzgado, más que nada porque quedaba justo enfrente de la redacción, y porque muchos de sus archivos eran públicos.

Aquel miércoles por la tarde entró con paso decidido en el bufete de Jake Brigance, tomó asiento junto a la mesa de Roxy y exigió ver al abogado.

—Sé que está —dijo con una sonrisa deslumbrante que Roxy ignoró.

Le gustaban las mujeres, y se engañaba permanentemente pensando que todas le miraban.

—Tiene trabajo —dijo ella.

—Yo también.

Abrió una revista y empezó a silbar por lo bajo.

—Ya puedes pasar —dijo Roxy diez minutos después.

Jake y Dumas se conocían desde hacía años, y nunca habían tenido problemas. Jake era de los pocos abogados de la plaza que no habían amenazado con denunciarle ni una sola vez, cosa que Dumas valoraba.

—Háblame de Seth Hubbard —dijo mientras sacaba un bloc de notas y destapaba el bolígrafo.

—Supongo que habrás visto el testamento —contestó Jake.

—Tengo una copia. Están por todas partes. ¿Cuánto tiene?

—Nada. Está muerto.

—Ja, ja. Bueno, pues ¿cuánto tenía?

—De momento no puedo hablar, Dumas. Sé poco, y no puedo decir nada.

—Bueno, vale, pues off the record.

Con Dumas no había nada off the record. Eso lo sabía cualquier abogado, juez o secretario.

—Ni off the record ni on the record. No pienso decir nada, Dumas. Así de sencillo. Puede que más tarde.

—¿Cuándo irás a juicio?

—El funeral fue ayer, ¿eh? No hay prisa.

—¿Ah, no? ¿No hay prisa? Pues ¿por qué presentaste tu solicitud veinte minutos después del funeral?

Jake se calló. Le habían pillado, estaba trincado. Muy buena pregunta.

—Bueno, vale, quizá tuviera mis motivos para acelerar la solicitud.

—La carrera de siempre al juzgado, ¿eh? —dijo Dumas con una sonrisa bobalicona mientras escribía algo en el bloc.

—Sin comentarios.

—No consigo encontrar a Lettie Lang. ¿Tú sabes dónde está?

—Sin comentarios. Además, contigo no hablará, ni con ningún otro reportero.

—Ya veremos. He localizado a un tío de Atlanta que escribe para una revista de negocios y dice que un grupo de LBO compró por cincuenta y cinco millones un conglomerado de empresas cuyo dueño era Seth Hubbard. Fue el año pasado. ¿Te dice algo?

—Sin comentarios, Dumas —dijo Jake, impresionado por la cantidad de llamadas que había hecho el reportero, conocido por su pereza.

—Yo de negocios no es que sepa mucho, pero lo lógico es que el viejo tuviera alguna deuda, ¿no? Sin comentarios, ¿verdad? —Jake asintió con la cabeza. Sin comentarios, en efecto—. Pero no consigo encontrar sus bancos. Cuanto más escarbo, menos sé de tu cliente.

—Yo no le conocía —dijo Jake.

Se arrepintió enseguida. Dumas se lo apuntó.

—¿Sabes si tenía alguna deuda? El señor Amburgh se ha cerrado en banda y me ha colgado.

—Sin comentarios.

—Vaya, que si digo que el señor Hubbard lo vendió todo por cincuenta y cinco millones, y no menciono ninguna deuda por falta de fuentes, mis lectores se llevarán la impresión de que su herencia vale mucho más de lo que vale de verdad, ¿no?

Jake asintió. Tras observarle un rato, Dumas empezó a escribir. Después cambió de tema.

—Bueno, Jake, pues la gran pregunta es por qué un millonario cambia su testamento el día antes de suicidarse, jode a toda su familia al revisarlo y se lo deja todo a la asistenta.

«Tú lo has dicho, Dumas: esa es la gran pregunta». Jake siguió asintiendo, pero sin decir nada.

—Y la segunda podría ser qué presenciaron Seth y su hermano pequeño para que Seth quedara tan impresionado como para mencionarlo décadas después, ¿verdad?

—Sí, es una gran pregunta —contestó Jake—, pero no estoy seguro de que sea la segunda.

—Bueno, vale. ¿Tienes alguna idea de por dónde anda Ancil Hubbard?

—Ninguna en absoluto.

—He encontrado a un primo de Tupelo que dice que hace décadas que la familia le da por muerto.

—No he tenido tiempo de buscar a Ancil.

—Pero ¿le buscarás?

—Sí, el testamento le nombra entre los beneficiarios. Tengo la obligación de localizarle, si es posible, o averiguar qué le pasó.

—Y ¿cómo piensas hacerlo?

—Ni idea. La verdad es que aún no lo he pensado.

—¿Cuál es la primera fecha en el juzgado?

—Aún no la han fijado.

—¿Le dirás a tu chica que me avise cuando se haya fijado alguna?

—Sí, a menos que sea a puerta cerrada.

—Me parece bien.

La última visita de la tarde fue la de su arrendador. Lucien estaba en la sala de reuniones de la planta baja, donde se guardaban los libros de derecho. Tenía la mesa llena. Estaba inmerso en algo, evidentemente. Al entrar, saludar y ver una docena de libros abiertos, Jake respiró hondo, con una sensación de mal agüero en el estómago. No recordaba haberle visto consultar libros jurídicos. Su expulsión del colegio de abogados se había producido poco después de la entrada de Jake en el bufete. Desde entonces Lucien se había mantenido a distancia, tanto del bufete como de la profesión. Ahora había vuelto.

—¿Qué, entretenido? —preguntó Jake, dejándose caer en un sillón de cuero.

—Nada, poniéndome un poco al día en derecho sucesorio. Nunca lo había tocado mucho. Es bastante soso, salvo si te cae un caso así, claro. Aún no sé si te interesa un jurado o no.

—Yo me inclino por el sí, pero todavía es pronto.

—Claro. —Lucien cerró un libro y lo empujó por la mesa—. Me has dicho que esta tarde tenías una cita con Lettie Lang. ¿Cómo ha ido?

—Muy bien, Lucien. Y sabes perfectamente que de nuestras conversaciones privadas no puedo hablar.

—Ya, ya. ¿Te ha caído bien?

Jake hizo una pausa de un segundo, recordándose que debía ser paciente.

—Sí, es buena persona. Se impresiona fácilmente, y lo mínimo que puede decirse de esto es que impresiona.

—Pero ¿a un jurado le caería bien?

—¿Te refieres a uno de blancos?

—No lo sé. Yo a los negros los entiendo mucho mejor que a la mayoría de los blancos. No soy racista, Jake. En este condado hay como mínimo una docena de personas que no se dejan cegar por el racismo, y yo soy una de ellas. Fui el primer y único miembro blanco de la NAACP local, la asociación nacional de las personas de color. En un momento dado casi todos mis clientes eran negros. Conozco a los negros, Jake, y su presencia en este jurado podría dar problemas.

—Lucien, que el funeral fue ayer. ¿No es un poco prematuro?

—Quizá, pero tarde o temprano se hablará del tema, y para ti será una suerte tener a alguien como yo a tu lado, Jake. Sígueme la corriente. Habla conmigo. Muchos negros tendrán celos de Lettie Lang, porque de momento es una más, pero si consigue el dinero se convertirá en la persona más rica del condado de Ford. Y por aquí no hay negros ricos. Es algo sin precedentes. Ya no será negra: será rica, se le subirán los humos y mirará a todo el mundo por encima del hombro, sobre todo a los suyos. ¿Me sigues, Jake?

—Hasta cierto punto, pero sigo prefiriendo que haya negros en el jurado. La verán con mejores ojos que una pandilla de blancos paletos con dificultades para pagar la hipoteca.

—Paletos tampoco.

Jake se rio.

—Hombre —preguntó—, si ya descartas a los negros y a los paletos, ¿quién compondrá tu jurado perfecto?

—Aún lo estoy estudiando. Me gusta el caso, Jake. Le he estado dando vueltas desde la comida, y me ha recordado por qué me gustaba tanto el derecho. —Lucien se apoyó en los codos y miró a Jake como si estuviera a punto de atragantarse—. Quiero estar en el juicio, Jake.

—Te estás precipitando, Lucien. Si hay juicio será dentro de meses.

—Ya, ya lo sé, pero necesitarás ayuda. Y mucha. Me aburro, Jake. Estoy cansado de sentarme a beber en el porche. Además, no puedo beber tanto. Si quieres que te diga la verdad, me preocupa.

Con motivo…

—Me gustaría venir más por aquí —continuó Lucien—. No te molestaré. Ya sé que la mayoría de la gente me evita, y lo entiendo. ¡Me evitaría yo mismo, si pudiera! Así estaré ocupado y tendré algo que me aparte de la botella, al menos durante el día. Por otro lado, sé mucho más de leyes que tú. Y quiero estar en el juicio.

Era la segunda vez que lo decía. Jake supo que no era algo pasajero. La sala del juzgado era grande y majestuosa, con varias zonas y un gran aforo. ¿Qué quería Lucien, sentarse entre el público y ver el espectáculo? ¿O en la mesa de los abogados? En este último caso, la vida de Jake estaba a punto de complicarse. Si Lucien quería volver a ejercer tendría que someterse al duro trance del examen de ingreso en el colegio de abogados. En caso de aprobarlo ya tendría licencia para trabajar, lo cual, naturalmente, le metería de nuevo en la vida profesional de Jake.

La imagen de Lucien en una mesa de abogados, a menos de cinco metros del jurado, daba miedo. Para la mayoría de los blancos era una leyenda tóxica, un viejo loco y borracho que había abochornado a una familia con un pasado digno de orgullo, y que ahora estaba amancebado con su asistenta.

—Ya veremos —dijo Jake, precavido.