10

Que un aburrido miércoles por la mañana recorrieran el juzgado dándose humos tres abogados bien vestidos de fuera de la ciudad debía llamar forzosamente la atención, aunque a ellos por lo visto no les importase lo más mínimo. De aquel trámite podría haberse encargado sin problema un solo abogado, pero tres cobrarían el triple. Ignorando a los abogados del lugar, a los secretarios y a los habituales del juzgado que ocupaban los pasillos, entraron resueltos en el registro del tribunal de equidad, donde fueron recibidos por Sara. Estaba avisada por Jake Brigance, a quien había avisado a su vez una llamada sorpresa de Lettie Lang desde la casa de Seth que le informaba de que acababa de salir para Clanton toda una cuadrilla de abogados.

Stillman Rush disparó una sonrisa irresistible a Sara, quien masticaba despacio un chicle mientras miraba a los tres hombres con mala cara, como a tres intrusos.

—Somos del bufete Rush de Tupelo —anunció Stillman.

Ni una sola de las otras tres secretarias levantó la cabeza. Tampoco cesó la música ambiental de una radio.

—Enhorabuena —dijo Sara—. Bienvenidos a Clanton.

Lewis McGwyre, mientras tanto, había abierto su estupendo maletín y sacaba papeles.

—Muy bien, muy bien —dijo Stillman—. Venimos a presentar una solicitud de legitimación de una herencia.

Los papeles aterrizaron con un pequeño silbido delante de Sara, que los miró sin tocarlos, mientras masticaba.

—¿Quién se ha muerto? —preguntó.

—Se llamaba Seth Hubbard —dijo Stillman una octava más aguda que antes, aunque siguió sin llamar la atención de nadie en el registro.

—No me suena —dijo Sara inexpresiva—. ¿Vivía en el condado?

—Sí, cerca de Palmyra.

Finalmente tocó los papeles: los cogió e inmediatamente empezó a fruncir el ceño.

—¿Cuándo murió? —preguntó.

—El domingo pasado.

—¿Ya le han enterrado?

Stillman estuvo a punto de espetarle «¿Y a usted qué le importa?», pero se aguantó. No estaba en su terreno. Ganarse la antipatía de los subordinados solo servía para crearse problemas. Tragó saliva y consiguió sonreír.

—Ayer —dijo.

Sara miró hacia el techo, como si algo no cuadrase.

—¿Seth Hubbard? ¿Seth Hubbard? Oye, Eva —dijo por encima del hombro—, ¿no nos habían traído algo sobre Seth Hubbard?

Eva contestó a diez metros.

—Sí, ayer a última hora. Un expediente nuevo, en aquel archivador.

Sara dio unos pasos, sacó una carpeta y la consultó mientras los abogados observaban todos sus movimientos, petrificados.

—Sí —dijo Sara finalmente—, nos llegó una solicitud de validación del testamento del señor Henry Seth Hubbard; se registró ayer a las cinco menos cinco de la tarde.

Los tres abogados intentaron hablar al mismo tiempo, pero ninguno lo logró.

—Pero ¿qué dice? —consiguió decir Stillman en voz baja.

—No la cursé yo —dijo Sara—. Solo soy una humilde secretaria.

—¿Es de dominio público? —preguntó el señor McGwyre.

—Sí.

Sara empujó la carpeta por el mostrador. Tres cabezas se agolparon sobre ella, chocándose unas contra otras. Sara se giró, les guiñó el ojo a las chicas y volvió a su mesa.

Cinco minutos después Roxy llamó a Jake por el intercomunicador.

—Señor Brigance, quieren verle unos señores.

Desde el balcón, Jake los había visto salir como furias del juzgado y desfilar en dirección a su bufete.

—¿Tienen cita?

—No, pero dicen que es urgente.

—Estoy en una reunión. Aún tardaré media hora —dijo Jake desde su despacho vacío—. Si quieren esperar no tengo inconveniente.

Roxy, ya informada de todo, colgó y transmitió el mensaje. Los abogados fruncieron el ceño, resoplaron, se pusieron nerviosos y al final decidieron salir a tomarse un café.

—Por favor —dijo Stillman en la puerta—, explíquele al señor Brigance que es un tema importante.

—Ya se lo he explicado.

—Muy bien, gracias.

Jake sonrió al oír un solemne portazo. Ya volverían. Estaba impaciente por reunirse con ellos. Se concentró otra vez en la última edición semanal del The Ford County Times, que se publicaba los miércoles por la mañana, a primera hora, y abundaba en noticias locales. En la parte inferior de la portada había un pequeño artículo sobre la muerte de Seth Hubbard, «aparentemente, un suicidio». El reportero había atado cabos e investigado un poco por su cuenta. Varias fuentes anónimas dejaban entrever que el señor Hubbard había sido dueño de numerosas propiedades en el sector de la madera, los muebles y los derechos forestales por todo el sudeste. Hacía menos de un año que se había desprendido de la mayoría de sus bienes. Ninguno de sus familiares se había puesto al teléfono. Salía una foto de Seth, mucho más joven. No se parecía en nada al pobre hombre que colgaba de una cuerda en las macabras instantáneas de Ozzie, las del lugar de los hechos; pero, claro, ¿cómo iba a parecerse?

Veinte minutos después aparecieron otra vez los abogados. Roxy los acomodó en la sala de reuniones de la planta baja. Esperaron junto a la ventana, desde donde contemplaban la plaza y eran espectadores del tráfico lánguido de antes de la hora de comer. De vez en cuando susurraban algo, como si hubiera micrófonos y alguien pudiera espiarlos. Finalmente entró el señor Brigance, que les dio la bienvenida. Se sucedieron las sonrisas forzadas y los apretones rígidos pero corteses. Una vez que estuvieron todos sentados, Roxy preguntó si querían café o agua. Nadie pidió nada. Cerró la puerta y desapareció.

Hacía diez años que Jake y Stillman habían terminado los estudios de derecho en Ole Miss. Aunque se habían conocido entonces y habían coincidido en muchas clases, se movían en distintos círculos. Como hijo privilegiado de una familia cuyo despacho de abogados presumía de sus cien años de antigüedad, Stillman tenía el futuro asegurado antes de ocuparse de su primer caso en Contratos. En cambio Jake, y prácticamente todos los demás, se habían visto obligados a buscar trabajo hasta debajo de las piedras. En honor a la verdad, había que decir que Stillman había puesto mucho empeño en demostrar su valía, y que había acabado entre los primeros de su promoción. Jake no andaba muy por detrás. Como abogados, sus caminos se habían cruzado una sola vez desde la facultad, cuando Lucien había mandado a Jake que presentase una demanda poco prometedora de discriminación sexual contra un empresario representado por el bufete Rush. El asunto había quedado en tablas, pero a lo largo del proceso Stillman se había ganado el desprecio de Jake. En la facultad se le podía aguantar, pero después de unos años al pie del cañón se había convertido en un pez gordo de un bufete de los grandes, con su correspondiente ego. Ahora llevaba un poco más largo el pelo rubio, que le rodeaba las orejas haciendo contraste con un traje de lana negro de primera calidad.

A los señores McGwyre y Larkin, Jake no los conocía personalmente, pero sí por su renombre. Era un estado pequeño.

—¿A qué debo el honor, señores? —preguntó.

—Yo creo que a estas alturas ya lo habrás adivinado, Jake —respondió Stillman—. Te vi ayer en el funeral del señor Hubbard. Hemos leído el testamento ológrafo, que habla por sí solo.

—Presenta muchas deficiencias —intervino indignado Lewis McGwyre.

—No lo redacté yo —le espetó Jake al otro lado de la mesa.

—Pero lo presentas para que lo legitimen —dijo Stillman—. Evidentemente, debes de considerarlo válido.

—No tengo ningún motivo para pensar lo contrario. Recibí el testamento por correo, me pidieron que lo legitimase y aquí estamos.

—Pero ¿cómo puede defender algo tan chapucero? —preguntó Larkin mientras levantaba con delicadeza una copia del testamento.

Jake le lanzó una mirada asesina, preñada de todo el desprecio del que fue capaz. El típico capullo de gran bufete; muy superior a todos los demás porque cobra por horas y le pagan. A su parecer, tan instruido y erudito, este testamento es «chapucero» y, por lo tanto, inválido. A partir de ahí lo lógico es que todo el mundo opine en la misma línea.

Conservó la calma.

—Es una pérdida de tiempo estar aquí sentados discutiendo las virtudes del testamento manuscrito del señor Hubbard. Tiempo habrá en el juicio.

Fue el primer aldabonazo. A fin de cuentas, era en los juzgados donde se había forjado su reputación, fuera la que fuera. El señor McGwyre elaboraba testamentos y el señor Larkin contratos. En cuanto a Stillman, por lo que sabía Jake, su especialidad era defender casos de incendios provocados por negocios, aunque él se considerase un agresivo litigante.

Era en la sala, en la de Jake, al otro lado de la calle, dentro del juzgado, donde no hacía ni tres años que había hecho furor el gran proceso Hailey, y aunque los otros tres no quisieran admitirlo también ellos lo habían observado de lejos pero con enorme atención, verdes de envidia por el protagonismo de Jake, como cualquier abogado del estado.

—¿Sería legítimo preguntarte por tu relación con Seth Hubbard? —inquirió educadamente Stillman.

—No llegué a conocerle. Falleció el domingo, y el lunes llegó el testamento a mi buzón.

Quedaron atónitos por el dato, que tardaron cierto tiempo en asimilar. Jake decidió insistir.

—Reconozco que nunca he llevado un caso así. Nunca he legitimado un testamento manuscrito. Me imagino que tendrán ustedes muchas copias del anterior, el que preparó su bufete el año pasado. ¿Sería demasiado pedir que me facilitasen una?

Se removieron en sus sillas, mirándose.

—Bueno, Jake —dijo Stillman—, es que si lo hubieran admitido a trámite sería de dominio público, y te daríamos una copia, pero lo hemos retirado al enterarnos de que ya había otro testamento en juego. Vaya, que nuestro documento aún es confidencial.

—Me parece justo.

Los tres abogados siguieron mirándose con nerviosismo. Se notaba que ninguno sabía muy bien qué hacer. Jake no dijo nada, aunque disfrutó al verlos tan incómodos.

—Esto… —dijo Stillman, el especialista en pleitos—. Jake, te vamos a pedir que retires el testamento manuscrito y nos dejes proseguir con el auténtico.

—La respuesta es no.

—No me sorprende. ¿Qué propones que hagamos?

—Muy sencillo, Stillman: presentar una petición conjunta al tribunal para que examine la situación en vista previa. El juez Atlee leerá ambos testamentos, y les aseguro que se le ocurrirá algún plan. Yo ejerzo cada mes en su sala, y no hay ninguna duda sobre quién se ocupará del caso.

—A mí se me había ocurrido lo mismo —dijo Lewis McGwyre—. Conozco a Reuben desde hace muchos años, y creo que es por quien tenemos que empezar.

—Lo concertaré con mucho gusto —dijo Jake.

—O sea, ¿que aún no has hablado con él? —preguntó Stillman.

—Pues claro que no. No sabe nada. Les recuerdo que el funeral fue ayer.

Lograron despedirse cordialmente y separarse de manera pacífica, aunque los cuatro supieran que pronto habría guerra.

Lucien estaba sentado en el porche, bebiendo lo que parecía limonada. Lo hacía de vez en cuando, cuando el whisky le ofuscaba hasta tal punto el cuerpo y la vida, que conseguía librarse de él aproximadamente una semana y pasar por los horrores de la desintoxicación. El porche rodeaba una casa vieja construida sobre una colina justo a las afueras de Clanton, con vistas a la ciudad, dominada en su centro por la cúpula del juzgado. Como la mayoría de las propiedades y las cargas de Lucien, la casa venía de unos antepasados que él consideraba horribles, pero que, vista la situación en perspectiva, habían hecho gala de una eficacia admirable a la hora de garantizarle una vida cómoda. Lucien tenía sesenta y tres años, pero ya era un viejo de rostro arrugado y barba canosa a juego con el pelo, largo y descuidado. El whisky y los cigarrillos iban añadiendo aún más arrugas a su rostro, y el hecho de pasar demasiado tiempo en el porche ensanchaba su cintura y volvía aún más taciturno su estado de ánimo, que siempre había sido complicado.

Hacía nueve años que le habían expulsado del colegio de abogados. Según los términos de la expulsión, ya podía solicitar el reingreso. Le había soltado el notición a Jake un par de veces, para ver cómo reaccionaba, pero no había conseguido nada; al menos nada visible, aunque justo por debajo de la superficie a Jake le mortificaba la idea de recuperar a un socio que, además de ser dueño del edificio, era insufrible como compañero de trabajo o como jefe. Si Lucien ejercía de nuevo, y se instalaba otra vez en el bufete donde ahora trabajaba Jake para empezar a demandar a todo el que se cruzara en su camino y defender a pedófilos, violadores y asesinos, Jake no duraría ni seis meses.

—¿Qué tal, Lucien? —dijo al subir por la escalera.

—Muy bien, Jake —repuso Lucien, sobrio y con los ojos límpidos, sintiéndose rehecho—. Siempre es un placer verte.

—Me has invitado a comer. ¿Alguna vez he rechazado una invitación?

Si lo permitía el tiempo, comían juntos al menos dos veces al mes en el porche.

—Que yo recuerde no —dijo Lucien, descalzo, y le tendió la mano.

Después de un cálido apretón, y de esas palmadas fugaces en la espalda a que recurren los hombres cuando no les apetece nada darse un abrazo, se sentaron en unas sillas blancas de mimbre que ya tenían sus años, y que desde la primera visita de Jake, hacía una década, no se habían movido más de quince centímetros.

Al final salió Sallie para saludar a Jake, que aceptó con mucho gusto un té helado. Sallie se alejó tranquilamente. Nunca tenía prisa. Contratada como asistenta, la habían ascendido a enfermera después de que Lucien se fuera de parranda y tardara dos semanas en volver. Con el tiempo se había instalado en la casa, lo que había provocado una oleada de rumores en Clanton cuya existencia fue breve, ya que en el fondo nadie se escandalizaba por nada de lo que hiciera Lucien Wilbanks.

Sallie trajo el té helado y sirvió más limonada.

—¿Te has vuelto abstemio? —preguntó Jake cuando se quedaron los dos solos.

—No, eso nunca. Solo hago una pausa. Me gustaría vivir veinte años más, Jake, y me preocupa mi hígado. No quiero morirme, pero tampoco quiero renunciar al Jack Daniel’s, o sea, que tengo un dilema constante. Es algo que siempre me preocupa. Al final, de tanto preocuparme, el estrés y la presión se vuelven insoportables y solo puedo aliviarlas con el Jack.

—Perdona que te lo haya preguntado.

—¿Tú bebes?

—La verdad es que no; una cerveza de vez en cuando, pero en casa no tenemos alcohol. Carla no lo ve con buenos ojos.

—Mi segunda mujer también lo veía mal, y no duró ni un año. Claro que no era tan guapa como Carla.

—Gracias, supongo.

—No hay de qué. Sallie está cocinando verduras. ¿Te va bien?

—Delicioso.

Había una lista no escrita de temas que siempre tocaban y que solían abordar en un orden tan previsible que a menudo Jake sospechaba que Lucien se lo apuntaba en algún sitio: la familia (Carla y Hanna), el bufete, la secretaria del momento y los casos rentables que pudieran haber aparecido desde la última visita, la demanda contra la compañía de seguros, las investigaciones sobre el Ku Klux Klan, las últimas noticias de Mack Stafford (el abogado que había desaparecido con el dinero de su clientela), cotilleos sobre otros abogados y jueces, fútbol universitario, y por supuesto el tiempo.

Se trasladaron a la otra punta del porche, a una mesita donde Sallie estaba distribuyendo la comida: judiones, calabaza, tomates estofados y pan de maíz. Se sirvieron. Sallie volvió a marcharse.

—¿Conocías a Seth Hubbard? —preguntó Jake después de unos bocados en el más absoluto silencio.

—Lo he visto esta mañana en el periódico. Qué triste. Hablé con él una o dos veces por un asuntillo legal, hace quince años. Lo que no hice nunca, y me arrepiento, es denunciarle. Quizá tuviera bienes. Siempre he procurado demandar a todo el que tuviera bienes, que ya sabes que por esta zona no es una categoría que incluya a mucha gente. ¿Por qué?

—Voy a plantearte una hipótesis.

—¿No podría ser más tarde? Es que estoy comiendo.

—No, escucha. Eres una persona de buena posición, sin esposa ni hijos, con algunos parientes lejanos y una asistenta negra muy simpática que según algunos indicios es algo más que una simple asistenta.

—Me da la impresión de que te estás metiendo en lo que no te importa. ¿Adónde quieres llegar?

—Si hoy redactaras un nuevo testamento, ¿quién se llevaría tus bienes?

—Tú no, seguro.

—No me sorprende. Tranquilo, que tú tampoco apareces en el mío.

—No me pierdo nada. Por cierto, aún no has pagado el alquiler del mes pasado.

—Ya he enviado el cheque. ¿Puedes contestar a mi pregunta?

—No, es que no me gusta.

—Venga, sígueme la corriente. Dame el gusto. Si ahora redactases un nuevo testamento, ¿quién se lo quedaría todo?

Lucien metió en su boca un trozo de pan de maíz y masticó despacio.

—No es de tu incumbencia —dijo por último, tras mirar a todas partes para cerciorarse de que no les escuchara Sallie—. ¿Por qué?

Jake metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó unos papeles.

—Echa un vistazo. El testamento de Seth Hubbard, escrito el sábado pasado al meditar largo y tendido sobre lo que se disponía a hacer el domingo. Recibí el original en mi buzón el lunes.

Lucien se ajustó las gafas de lectura, bebió un poco de limonada y leyó el testamento de Seth. Al pasar a la segunda página se le relajó mucho el semblante, y empezó a sonreír. En las últimas líneas ya movía la cabeza en señal de acuerdo con el bueno de Seth.

—Me gusta —dijo con una sonrisa, bajando los papeles—. Me imagino que Lettie será la asistenta.

—Exacto. Hasta ayer yo no la conocía. ¿Te suena de algo el nombre?

Lucien reflexionó sin soltar el testamento. Ya no se acordaba de la comida.

—No me suena ningún Tayber. Lang puede que uno o dos. Box Hill es una parte rara del condado, nunca he estado.

Lo releyó mientras Jake seguía comiendo.

—¿De cuánto es la herencia? —preguntó al doblar las dos hojas y devolvérselas a Jake.

—Más o menos de veinte millones —dijo Jake tranquilamente, como si fuera un patrimonio normal para el condado de Ford—. Le fue bien con los muebles y la madera.

—Evidentemente.

—Ahora es casi todo dinero en efectivo.

Lucien se empezó a reír.

—Justo lo que necesita esta ciudad —dijo, temblando de risa—. Una nueva millonaria negra con más dinero que nadie.

—Todavía no lo tiene —dijo Jake, disfrutando de la broma—. Acabo de hablar con unos abogados del bufete Rush y, para resumir, han prometido guerra.

—Normal. ¿Tú no te pelearías por esa cantidad?

—Pues claro, y por mucho menos.

—Yo también.

—¿Has llevado algún caso desagradable de litigio por un testamento?

—Ah, conque a eso íbamos: necesitas consejos gratis de un abogado expulsado de la profesión.

—Son casos bastante excepcionales.

Lucien masticó y tragó un bocado, se rascó la barba y sacudió la cabeza.

—No, ninguno —dijo—. Mira, hace cien años que la familia Wilbanks discute por sus tierras, sus acciones y sus cuentas. Ha habido riñas por todo, algunas bastante implacables. Hemos tenido peleas a puñetazos, divorcios, suicidios, amenazas de muerte… Todo lo que te puedas imaginar ya lo habrá hecho un Wilbanks. Pero siempre hemos conseguido mantenerlo al margen de los tribunales.

Apareció Sallie, que les llenó los vasos. Comieron durante unos minutos en silencio. Lucien contemplaba el césped con los ojos brillantes, mientras pensaba a gran velocidad.

—Fascinante, ¿eh, Jake?

—Y que lo digas.

—Y cualquiera de ambos bandos puede exigir un juicio con jurado, ¿no?

—Sí, en eso no ha cambiado la ley. Además, la petición de juicio con jurado tiene que dirimirse antes de cualquier vista, o sea, que hay que resolverla pronto. Es en lo que quiero que pienses, Lucien, el gran tema del día, ¿me presento ante un jurado o me fío de lo que decida el juez Atlee?

—¿Y si Atlee se recusa?

—No, no se recusará, porque el caso es demasiado divertido. La herencia más grande que ha visto y verá, la sala a reventar, mucho teatro y, si hay jurado, Atlee podrá presidir todo el circo al mismo tiempo que se esconde detrás del veredicto.

—Puede que tengas razón.

—La cuestión es si se puede uno fiar de un jurado del condado de Ford. Tres negros, o cuatro a lo sumo.

—Si mal no recuerdo, en lo de Hailey todo el jurado era blanco.

—Esto no tiene nada que ver con Carl Lee Hailey, Lucien. Ni remotamente. Aquello era un tema estrictamente racial. Aquí se trata solo de dinero.

—En Mississippi todo es racial, Jake. Que no se te olvide nunca. Una simple mujer negra a punto de heredar lo que podría ser la mayor fortuna que se ha conocido en la historia del condado, y la decisión en manos de un jurado predominantemente blanco; se trata de raza y de dinero, Jake, que por aquí es una combinación insólita.

—Vaya, que tú no te arriesgarías al jurado.

—No he dicho eso. Déjame pensarlo un poco, ¿vale? Aunque te salgan gratis, mis valiosos consejos a menudo requieren pensar como Dios manda.

—Me parece bien.

—Es posible que me pase por el bufete esta tarde. Ando buscando un libro viejo que podría estar en el desván.

—Eres el dueño —dijo Jake, apartando su plato.

—Y tú no estás al día con el alquiler.

—Denúnciame.

—Me encantaría, pero estás arruinado. Vives en una casa de alquiler, y tu coche tiene casi tantos kilómetros como el mío.

—Me parece que debería haberme dedicado a los muebles.

—A todo menos al derecho. Me gusta este caso, Jake. Quizá quiera participar.

—Claro, Lucien —logró decir Jake sin titubeos—. Pásate esta tarde y lo comentamos.

Se levantó y dejó caer la servilleta en la mesa.

—¿No quieres café?

—No, es que tengo prisa. Gracias por la comida. Despídeme de Sallie.