9

En su último día de trabajo, Lettie llegó media hora antes con la vana esperanza de impresionar con su puntualidad al señor Herschel y la señora Dafoe, que tal vez así se replanteasen su decisión y la dejaran seguir en el puesto. A las siete y media aparcó su Pontiac de doce años de antigüedad al lado de la camioneta del señor Seth. Hacía meses que había dejado de llamarle «señor», al menos cuando estaban solos. En presencia de otros empleaba el tratamiento, pero solo por las apariencias. Respiró profundamente y se aferró al volante, consternada por la idea de volver a verlos. Se irían pronto, lo antes posible. Los había oído quejarse de que tuvieran que pasar dos noches en la casa. Estaban ansiosos por volver a sus hogares, que se caían a pedazos. Menudo engorro, enterrar a su padre… No sentían otra cosa más que desdén por el condado de Ford.

Lettie había dormido poco. Durante toda la noche habían resonado en su cabeza las palabras del señor Brigance: «una parte considerable de sus bienes». A Simeon no le había dicho nada. Quizá más tarde. O quizá lo dejara en manos del señor Brigance. Pese a la insistencia de su marido en saber por qué había venido el abogado y qué le había dicho, Lettie estaba demasiado perpleja y asustada para hacer el esfuerzo de explicarse. Además, ¿cómo explicarlo si ni ella misma lo entendía? A pesar de su desconcierto, sabía que la mayor imprudencia que podía cometer era pensar que el desenlace sería positivo. Se lo creería cuando viera el dinero. Ni un día antes.

La puerta entre el garaje y la cocina no estaba cerrada con llave. Entró deprisa y se paró a escuchar, por si se oía alguna actividad. En la sala de estar estaba encendida la tele. En la encimera se estaba colando café. Tosió con todas sus fuerzas.

—¿Eres tú, Lettie? —dijo una voz.

—Sí —contestó ella con dulzura.

Entró en la sala de estar con una sonrisa falsa y se encontró a Ian Dafoe sentado en el sofá, todavía en pijama, entre papeles, inmerso en los detalles de un negocio inminente.

—Buenos días, señor Dafoe —dijo.

—Buenos días, Lettie —contestó él, sonriendo—. ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias, ¿y usted?

—Como se puede estar. Me he pasado casi toda la noche despierto con esto —dijo, indicando con un gesto del brazo sus queridos papeles, como si Lettie supiera muy bien a qué se refería—. ¿Me harías el favor de traerme un café? Solo.

—Ahora mismo.

Cuando Lettie se lo llevó, el señor Dafoe no dijo nada ni hizo ningún gesto, inmerso de nuevo en sus cosas. Lettie volvió a la cocina, se sirvió un café y al abrir la nevera para sacar la leche vio una botella de vodka casi vacía. Nunca había visto bebidas alcohólicas en aquella casa. Seth no las tenía. Una vez al mes traía unas cuantas cervezas, las guardaba en la nevera y solía olvidarse de ellas.

El fregadero estaba lleno de platos sucios. ¿Poner ellos el lavavajillas, teniendo una criada a sueldo? Lettie empezó a fregarlo. En ese momento apareció en la puerta de la cocina el señor Dafoe.

—Me parece que voy a ducharme. Ramona no se encuentra bien. Lo más probable es que sea un resfriado.

«¿Un resfriado o el vodka?», pensó Lettie.

—Lo siento —dijo—. ¿Puedo ayudarla en algo?

—La verdad es que no, aunque estaría bien poder desayunar. Huevos con beicon. Los míos, revueltos. Los de Herschel, no sé.

—Se lo preguntaré.

Ya que tanto la familia como la criada se iban y cerrarían la casa a cal y canto con vistas a venderla o quitársela de encima como fuese, Lettie decidió vaciar la despensa y la nevera. Frio beicon y salchichas, hizo masa de crepes, huevos revueltos, tortillas y crema de maíz con queso. También calentó galletas compradas de la marca favorita de Seth. Cuando se sentaron a desayunar los tres, se encontraron la mesa cubierta de cuencos y bandejas de los que salía humo, y todo fueron quejas sobre el exceso de comida y de preparativos. Aun así comieron. Ramona, muy callada, con los ojos hinchados y la cara roja, dio muestras de una especial avidez con las grasas. Lettie se quedó unos minutos, sirviéndoles como estaba mandado. El ambiente era tenso. Sospechó que habían pasado una velada horrible, entre copas, discusiones y el esfuerzo de sobrevivir a la última noche en una casa que odiaban. Al entrar en los dormitorios se alegró de ver que habían hecho el equipaje.

Desde la oscuridad oyó que Herschel e Ian hablaban sobre ir a ver a los abogados. Según Ian era más fácil que vinieran a casa de Seth que ir ellos tres en grupo a Tupelo.

—Claro que pueden venir. ¡Pues vaya! —dijo—. A las diez estarán aquí.

—Vale, vale —cedió Herschel.

Bajaron la voz. Después del desayuno, mientras Lettie quitaba la mesa y apilaba los platos, salieron los tres al patio y se distribuyeron alrededor de la mesa de picnic para tomar café al sol de la mañana. Ramona parecía más animada. Lettie, que vivía con un alcohólico, supuso que las mañanas de la señora Dafoe solían arrancar despacio. Se oyeron risas, señal de una tregua en lo que pudieran haberse echado en cara por la noche.

Llamaron al timbre. Era un cerrajero de Clanton. Herschel le hizo pasar y le explicó en voz alta, para que le oyera Lettie, que querían cambiar las cerraduras de las cuatro puertas exteriores de la casa. Mientras el cerrajero se ponía a trabajar, empezando por la puerta principal, Herschel se asomó a la cocina.

—Lettie, vamos a poner cerraduras nuevas para que no se pueda abrir con las llaves de antes —dijo.

—Yo nunca he tenido llave —respondió Lettie con mal tono, porque no era la primera vez que lo decía.

—Ya —contestó Herschel sin creérselo—. Le dejaremos una a Calvin, y las otras nos las quedaremos. Me imagino que de vez en cuando volveré para ver cómo está todo.

«Tú mismo», pensó Lettie.

—Si quieren que venga y limpie cuando me lo pidan, yo encantada —dijo, sin embargo—. Me abriría Calvin.

—No hará falta, pero gracias. Prepara más café, que hemos quedado aquí a las diez con los abogados. Después nos marcharemos. Me sabe mal, pero a partir de entonces ya no te necesitaremos, Lettie. Lo siento, pero es que la muerte de papá lo cambia todo.

Lettie apretó las mandíbulas.

—Lo entiendo —dijo.

—¿Cada cuánto te pagaba?

—Cada viernes, cuarenta y ocho horas de trabajo.

—¿El viernes pasado te pagó?

—Sí.

—O sea, que te debemos el lunes, el martes y la mitad de hoy, ¿verdad?

—Supongo.

—A cinco dólares la hora.

—Sí, señor.

—Sigo pasmado de que te pagara tanto —dijo Herschel al abrir la puerta y salir al patio.

Cuando llegaron los abogados Lettie estaba deshaciendo las camas. A pesar de los trajes oscuros y de los semblantes serios, podrían haber sido Santa Claus con sacos de juguetes para los niños buenos. Justo antes de que aparcasen en la entrada, Ramona, con tacones, perlas y un vestido mucho más bonito que el del funeral, se asomó una docena de veces a la ventana delantera. Ian, que se había puesto traje y corbata, daba vueltas por el salón mirando el reloj. Herschel, recién afeitado por primera vez desde su llegada, entraba y salía por la puerta de la cocina.

En los últimos tres días Lettie había oído lo suficiente para saber que las expectativas eran altas. Aunque ignorasen cuánto dinero tenía Seth en el banco, eran bastante perspicaces para convencerse de que algo había. Y, en última instancia, eran ganancias imprevistas. Solo la casa y el terreno ya valían al menos medio millón, según los últimos cálculos de Ian. ¿Se tiene a menudo la suerte de poder repartirse medio millón de dólares? También estaba el depósito de madera, y a saber qué más.

Se reunieron en la sala de estar. Tres abogados y tres posibles beneficiarios, todos bien vestidos, con modales perfectos y buen humor. La criada, con su mejor vestido blanco de algodón, les sirvió café y pastel, y se retiró a escuchar en la penumbra.

Los abogados dieron solemnes el pésame. Conocían a Seth desde hacía años y le admiraban mucho. Qué hombre… Era muy posible que tuvieran en mejor concepto a Seth que sus propios hijos, aunque en aquel momento no se tuvo en cuenta. Durante la primera parte de la conversación, Herschel y Ramona desempeñaron no ya bien, sino admirablemente sus papeles. Ian parecía aburrido con los preliminares y con ganas de ir al grano.

—Tengo una idea —dijo Herschel—. Cabe la posibilidad de que nos estén escuchando otros oídos. Con el buen día que hace podríamos salir al patio, donde será todo… digamos que más confidencial.

—Herschel, por favor —protestó Ramona.

Ian, sin embargo, ya había empezado a levantarse. Cruzaron la cocina en grupo y salieron al patio, donde se redistribuyeron alrededor de la mesa de picnic. Una hora antes, Lettie, que se lo esperaba, había abierto un poco una ventana del cuarto de baño. Ahora estaba sentada al borde de la bañera, desde donde oía mejor que nunca.

El señor Lewis McGwyre abrió su pesado maletín y sacó una carpeta. Después hizo circular tres copias de un documento de varias páginas.

—Esto se lo redactó nuestro bufete a su padre hace más de un año —empezó a explicar—. Perdonen por la cantidad de formulismos, pero es que hay que ponerlos.

—Ya lo leeré después —dijo Ramona, nerviosa y con los ojos todavía enrojecidos—. Por favor, dígannos ustedes qué pone en el testamento.

—Muy bien —dijo el señor McGwyre—. Para no andarnos por las ramas, cada uno de ustedes, Herschel y Ramona, recibe el 40 por ciento de la herencia. Hay una parte en fideicomiso, pero el caso es que heredarán el 80 por ciento de los bienes del señor Hubbard.

—¿Y el veinte restante? —consultó Ian.

—El 15 por ciento se ingresará en un fondo para los nietos, y el otro 5 por ciento se donará directamente a la Iglesia Cristiana de Irish Road.

—¿De qué bienes estamos hablando? —preguntó Herschel.

—Los activos son considerables —contestó tranquilamente Stillman Rush.

Media hora después, cuando Lettie apareció con una cafetera recién hecha, el ambiente había experimentado un cambio sorprendente. El nerviosismo inicial, la expectación o la nota previa de tristeza y luto se habían esfumado para dejar paso al vértigo que solo la riqueza repentina y no ganada puede provocar. Al haber tanto dinero en el aire, la aparición de Lettie provocó un hermetismo inmediato en los seis, que no dijeron una sola palabra mientras esta les servía el café. Cuando Lettie se fue y cerró la puerta de la cocina, la conversación se reavivó.

Lettie escuchaba, cada vez más perpleja.

El testamento que había encima de la mesa designaba a Lewis McGwyre como albacea, así que, además de haber redactado el documento, sería el principal responsable de legitimarlo y gestionarlo. El tercer abogado, Sam Larkin, que había sido el principal asesor de Seth en los asuntos económicos, dio muestras de querer adjudicarse cuanto antes el mérito de su increíble éxito y se deshizo en alabanzas sobre una serie de operaciones, deleitando a su público con las intrépidas hazañas de Seth, que al parecer había sido de lo más temerario al pedir préstamos. Al final había resultado que Seth era el más listo de todos. Ian fue el único que se cansó con la historia.

El señor McGwyre explicó que habían pensado aprovechar su estancia en el condado de Ford para ir al juzgado y presentar los documentos necesarios para el proceso de legitimación. El periódico del condado publicaría en sus páginas durante noventa días un aviso a los acreedores, y una invitación a reclamar cualquier posible deuda. La verdad era que el señor McGwyre dudaba de que hubiera acreedores desconocidos. Seth era consciente de que le quedaba poco tiempo de vida. Habían hablado hacía menos de un mes.

—A grandes rasgos nos lo planteamos como una validación de rutina —dijo Stillman Rush—, pero llevará su tiempo.

«Más honorarios», pensó Ian.

—Dentro de unos meses presentaremos en el juzgado las cuentas y el inventario de todos los bienes y las deudas de su padre. Para ello habrá que recurrir a los servicios de una empresa contable acreditada que localice todos los bienes. Nosotros conocemos unas cuantas. Hay que tasar todos los bienes inmuebles, y hacer una lista de todas las propiedades personales. Es un proceso.

—¿Cuánto durará? —preguntó Ramona.

Los tres abogados empezaron a moverse en sus asientos a la vez, reacción habitual cuando se les solicitaba información concreta. Lewis McGwyre, el de más jerarquía de los tres, se encogió de hombros.

—Yo diría que entre doce y dieciocho meses —dijo sin mojarse.

Ian lo oyó con una mueca, pensando en todos los préstamos que tenía que devolver durante los seis meses siguientes. Herschel frunció el ceño, aunque intentó disimular, como si sus cuentas estuvieran más que saneadas y no existiera ningún tipo de presión. Ramona sacudió la cabeza, enojada.

—¿Por qué tanto tiempo?

—Buena pregunta —respondió el señor McGwyre.

—Gracias.

—La verdad es que para este tipo de cosas doce meses no es mucho. Hay muchos preparativos. Por suerte su padre tenía bienes considerables, lo cual no ocurre en la mayoría de los casos. Si se hubiera muerto sin blanca, todo el proceso de legitimación podría cerrarse en noventa días.

—En Florida el tiempo medio de legitimación son treinta meses —dijo el señor Larkin.

—No estamos en Florida —dijo Ian mirándolos con frialdad.

—Además —se apresuró a añadir Stillman Rush—, la ley contempla un reparto parcial, es decir, que podrían estar autorizados para disponer de una parte de lo que les corresponde antes de que se hayan cumplido todos los trámites.

—Eso ya me suena mejor —dijo Ramona.

—¿Podemos hablar de impuestos? —insistió Ian—. ¿Por qué cantidades nos moveríamos?

El señor McGwyre se apoyó en el respaldo y cruzó las piernas con seguridad.

—En una herencia de estas dimensiones —dijo entre gestos de aquiescencia, sonriendo—, sin cónyuge vivo, los impuestos serían brutales, ligeramente por encima del 50 por ciento, pero gracias a la previsión del señor Hubbard, y a nuestros conocimientos, pudimos preparar un plan… —Levantó una copia del testamento—. Usando una serie de fideicomisos y otros recursos, hemos reducido la tasa impositiva real más o menos al 30 por ciento.

A Ian, el experto en números, no le hizo falta una calculadora. Restando el 30 por ciento a algo más de veinte millones de masa hereditaria, la cosa quedaba más o menos en catorce millones de dólares, 40 por ciento de ellos para su querida esposa: su parte, por lo tanto, sería más o menos de cinco millones seiscientos mil. Netos, sin impuestos, puesto que tanto los del estado como los federales se sustraerían de la masa hereditaria. En aquel momento Ian y sus múltiples socios y empresas debían más de cuatro millones a una plétora de bancos, y la mitad, aproximadamente, ya debería haber sido devuelta.

En cuanto a Herschel, mientras su calculadora interna operaba a trancas y barrancas, se sorprendió canturreando en voz baja. Al cabo de unos segundos también él llegó a una cantidad vecina a los cinco millones y medio. Qué harto estaba de vivir con su madre… Por no hablar de sus hijos; adiós a los quebraderos de cabeza de los gastos escolares.

—Veinte millones, Ian —dijo Ramona en un arranque de maldad, mientras clavaba una mirada hostil en su marido—. No está mal para… ¿Qué decías tú siempre? Un leñador medio analfabeto.

Herschel cerró los ojos y expulsó el aire por la nariz.

—Dilo, Ramona —contestó Ian.

De repente a los abogados les interesaban mucho sus zapatos. Ramona volvió a la carga.

—Tú no ganarás veinte millones en toda tu vida. En cambio papá los ganó en diez años. Y tu familia, habiendo tenido tantos bancos, nunca ha llegado a cantidades así. ¿No te parece increíble, Ian?

Lo único que pudo hacer él fue mirarla boquiabierto. De haber estado solos, seguro que le habría echado las manos al cuello. Se sintió impotente. «Tranquilo —se dijo, aguantándose la rabia—; más vale mantener la calma, que esta zorra sentada a menos de dos metros, esta que tanto se burla, está a punto de heredar varios millones, y aunque lo más probable es que la herencia destruya el matrimonio, algo me quedará».

Stillman Rush cerró su maletín.

—Bueno —dijo—, nosotros tenemos que marcharnos. Ahora iremos directamente al juzgado para ponerlo todo en marcha. Si no hay impedimento por su parte, deberíamos vernos muy pronto.

Lo dijo mientras se levantaba. De repente tenía muchas ganas de no estar con aquella familia. McGwyre y Larkin también se pusieron en pie, cerrando sus respectivos maletines, y se despidieron con la misma hipocresía. No quisieron que los acompañaran a la puerta. A la vuelta de la esquina prácticamente echaron a correr.

Después de que se fueran, se instaló en el patio un largo y letal vacío de silencio, en el que ninguno de los tres miraba a los demás, y todos se preguntaban quién sería el primero en hablar. Cualquier palabra inoportuna podía desencadenar otra pelea, o incluso algo peor. Al final fue Ian, el más irritado, quien le hizo una pregunta a su mujer.

—¿Por qué has dicho eso delante de los abogados?

—No —terció Herschel—, por qué lo has dicho y punto.

Ramona ignoró a su hermano.

—Porque hace mucho tiempo que quería decirlo, Ian —gruñó—. Siempre nos has despreciado, sobre todo a mi padre, y ahora de repente cuentas su dinero.

—Como todos, ¿no?

—Cállate, Herschel —replicó, ignorándole mientras miraba fijamente a Ian—. Ahora me divorciaré. Ya lo sabes.

—Poco tardas.

—Sí.

—Ya está bien —pidió Herschel. No era la primera amenaza de divorcio que presenciaba—. Venga, vamos a acabar de hacer el equipaje y marchémonos.

Los dos hombres se levantaron despacio y se fueron. Ramona se quedó mirando los árboles de la parte trasera del jardín, un bosque donde había jugado de pequeña. Hacía años que no se sentía tan libre.

Antes de mediodía llegó otro pastel, que Lettie intentó rechazar. Al final lo dejó en la encimera donde fregaba cacharros por última vez. Los Dafoe se despidieron rápidamente, pero solo porque era imposible marcharse sin hacerlo. Ramona prometió mantener el contacto, y tal y cual. Lettie vio que subían al coche sin decirse nada. El viaje a Jackson se haría largo.

A mediodía llegó Calvin, tal como estaba planeado, y Herschel le dio una llave de las cerraduras nuevas junto a la mesa de la cocina. Tenía que pasar cada dos días para comprobar que estuviera todo en orden, cortar el césped y quitar las hojas secas: lo típico.

—Bueno, Lettie —dijo Herschel después de que Calvin se fuera—, he calculado que te debemos dieciocho horas, a cinco cada una, ¿no?

—Lo que usted diga.

Extendió un cheque sin sentarse, al lado de la encimera.

—Noventa dólares —masculló, ceñudo. Aún tenía ganas de quejarse de que el sueldo era excesivo. Firmó el cheque y lo arrancó—. Toma —dijo como si fuera un regalo.

—Gracias.

—A ti, Lettie, por cuidar a papá, la casa y todo. Ya sé que no es un momento fácil.

—Lo entiendo —dijo ella con firmeza.

—Tal como van las cosas, dudo que volvamos a verte, pero quiero que sepas que te agradecemos mucho lo que hiciste por nuestro padre.

«A otro perro con ese hueso», pensó Lettie, aunque le dio las gracias otra vez.

Se le empañaron los ojos al doblar el cheque.

—Bueno, Lettie —dijo Herschel después de una pausa incómoda—, ahora me gustaría que te fueras, para poder cerrar la casa.

—Como usted diga.