Russell Amburgh estaba en una mesa del fondo de The Café, escondido detrás del periódico. No era cliente habitual, ni una cara conocida del pequeño pueblo de Temple. Vivía ahí por una mujer, su tercera esposa, y salían poco de casa. Además, trabajaba para un hombre que valoraba la discreción y el secretismo, cosa que a él le iba de perlas.
Pocos minutos después de las siete cogió mesa, pidió un café y empezó a leer. Sobre el tema del testamento o testamentos de Seth Hubbard no sabía nada. Aunque llevara casi una década al servicio del señor Hubbard, sabía muy poco de su vida privada. Habría podido identificar la mayoría de sus bienes (seguro que no todos), pero sabía desde el primer momento que a su jefe le encantaban los secretos. Habían hecho muchos viajes juntos por el sudeste en la época en que el señor Hubbard iba formando su grupo de empresas, aunque nunca habían tenido mucha confianza. Nadie la tenía con Seth Hubbard.
Justo a las siete y media entró Jake y encontró a Amburgh en la mesa del fondo. The Café estaba lleno a medias. Al no ser conocido, fue objeto de algunas miradas al pasar. Jake y Amburgh se dieron la mano e intercambiaron los cumplidos de rigor. Por su conversación del día anterior, Jake se esperaba frialdad y resistencia a colaborar, aunque no le preocupaban demasiado las primeras reacciones de Amburgh Seth Hubbard le había encargado un trabajo, y si encontraba obstáculos se ampararía en los tribunales. El caso, sin embargo, fue que encontró a Amburgh relajado y bastante receptivo. Después de unos minutos hablando de fútbol y del tiempo, Amburgh fue al grano.
—¿Ya está legitimado el testamento? —preguntó.
—Sí, desde ayer a las cinco de la tarde. Al salir del funeral fui corriendo al juzgado de Clanton.
—¿Me ha traído una copia?
—Sí —dijo Jake sin llevarse la mano al bolsillo—. Se le designa a usted como albacea. Como ahora es de dominio público, puede tener todas las copias que quiera.
Amburgh hizo un gesto con las manos.
—¿Estoy entre los beneficiarios? —preguntó.
—No.
Asintió muy serio. Jake no supo si se lo esperaba.
—¿El testamento no me deja nada? —preguntó Amburgh.
—No, nada. ¿Le sorprende?
Amburgh tragó saliva con dificultad y miró a su alrededor.
—No —dijo con poca convicción—, la verdad es que no. Con Seth no existen las sorpresas.
—¿No le sorprendió que se suicidase?
—En absoluto, señor Brigance. Los últimos doce meses fueron una pesadilla. Seth se cansó de sufrir. Así de simple. Sabía que se estaba muriendo. Nosotros también lo sabíamos. Vaya, que no, que no me sorprendió.
—Espere a leer el testamento.
Llegó una camarera, tan lanzada que apenas frenó para llenarles las tazas de café. Amburgh tomó un sorbo.
—Cuénteme algo sobre usted, señor Brigance —dijo—. ¿De qué conocía a Seth?
—No le conocía —dijo Jake, y se embarcó en la versión abreviada de por qué estaba sentado a aquella mesa.
Amburgh escuchó con atención. Tenía la cabeza pequeña y redonda, lisa en la parte superior, y la costumbre, por nerviosismo, de ponerse la mano derecha en la frente y deslizarla hacia atrás, como si fuera necesario atusar constantemente sus escasos mechones de pelo oscuro. Llevaba una camisa de golf, unos chinos viejos y una cazadora fina. Más que el hombre de negocios del funeral, parecía un jubilado.
—¿Podríamos decir —preguntó Jake— que era usted su mano derecha?
—No, en absoluto; de hecho, no me explico muy bien que Seth haya querido implicarme. Se me ocurren otras personas con quienes tenía más trato. —Otro sorbo, más largo, de café—. Nosotros tuvimos nuestras diferencias. Pensé en marcharme más de una vez. Cuanto más dinero ganaba Seth, más se arriesgaba. Llegué a pensar que quería quemarse, quebrar a lo grande y esconder las ganancias en algún paraíso fiscal… Se volvió temerario. Daba miedo.
—Ya que ha salido el tema, hablemos del dinero de Seth.
—Está bien. Voy a decirle lo que sé, que no es todo.
—De acuerdo —dijo Jake con calma, como si hablaran de nuevo sobre el tiempo.
Hacía cuarenta y ocho horas que le consumía la pregunta de qué bienes poseía Seth, y por fin iba a saberlo. No tenía libreta ni bolígrafo, solo una taza de café.
Amburgh volvió a mirar a su alrededor, pero no los escuchaba nadie.
—Lo que estoy a punto de contarle lo sabe poca gente. No es que sea confidencial, pero Seth era un experto en no divulgar nada.
—Ahora saldrá a la luz, señor Amburgh.
—Ya lo sé. —Tomó un poco de café como si necesitara gasolina y se inclinó algo más hacia Jake—. Seth tenía mucho dinero. Lo ganó todo en los últimos diez años. El segundo divorcio le dejó amargado, resentido con el mundo, arruinado y también decidido a enriquecerse. Su segunda esposa le gustaba de verdad. Al verse abandonado tuvo ganas de vengarse, y eso para Seth significaba ganar más dinero del que recibió ella en el divorcio.
—Yo conozco mucho al abogado de la ex.
—¿Aquel tan alto y gordo? ¿Cómo se llamaba…?
—Harry Rex Vonner.
—Harry Rex. Oí a Seth insultarle unas cuantas veces.
—No era el único.
—Sí, eso dicen. Bueno, la cuestión es que Seth se quedó con la casa y el terreno, que usó como aval para pedir un crédito enorme y comprar una serrería importante cerca de Dothan, en Alabama. Era donde trabajaba yo, comprando madera. Así nos conocimos. La consiguió barata, en el mejor momento. Fue a finales de 1979. Se había disparado el precio del contrachapado, y nos iba muy bien a todos. La temporada de huracanes estaba siendo buena: muchos destrozos y mucha demanda de conglomerado y madera maciza. Seth usó la serrería como aval para hacerse con una fábrica de muebles cerca de Albany, en Georgia. Hacían esas mecedoras tan grandes que se ven por todo el país en los porches de los restaurantes Griddle. Seth negoció un contrato con la cadena, y de la noche a la mañana casi había demasiada demanda para servirla. Después usó de aval el stock, pidió otro crédito y se compró una fábrica de muebles cerca de Troy, en Alabama. Por esa misma época encontró al dueño de un pequeño banco de Birmingham que intentaba hacerlo crecer. Era un hombre agresivo, en la misma línea de Seth. Empezaron a sucederse los negocios: más fábricas, más serrerías, más concesiones madereras… Seth tenía olfato para los negocios infravalorados o con problemas, y su banquero casi nunca le decía que no. Yo le avisé de que no era bueno endeudarse tanto, pero él era demasiado temerario para hacerme caso. Quería demostrar algo. Se compró un avión, que tenía en Tupelo para que aquí no se enterase nadie, y volaba en él.
—¿Acaba bien, la historia?
—Sí, muy bien. En los últimos diez años, más o menos, Seth compró unas tres docenas de empresas, sobre todo fábricas de muebles en el sur, que en algunos casos trasladó a México, pero también depósitos de madera y serrerías, además de muchas hectáreas de bosque. Todo a base de préstamos. Le he hablado de un banquero, el de Birmingham, pero hubo más. Cuanto más crecían sus negocios, menos le costaba a Seth conseguir créditos. Ya le digo que a veces daba miedo, pero nunca se pilló los dedos. No vendía nada de lo que compraba. Aguantaba hasta que apareciese otra operación. Para Seth comprar y endeudarse era como una adicción. Hay hombres que juegan, otros que beben, otros que persiguen faldas… A Seth le encantaba el olor del dinero ajeno al comprarse una nueva empresa. También le gustaban las mujeres.
»Luego, desgraciadamente, se puso enfermo. Hace más o menos un año que le diagnosticaron un cáncer de pulmón. Hasta entonces iba a tope. Los médicos le dieron como mucho un año. Le sentó como un tiro, qué le voy a decir… Decidió venderlo todo sin consultar a nadie. Hace pocos años encontramos el bufete Rush de Tupelo, y a partir de entonces Seth empezó a fiarse de alguien. Odiaba a los abogados, y era tan rápido en despedirlos como en contratarlos, pero el bufete Rush le convenció de que lo consolidase todo en un solo grupo empresarial. En noviembre pasado lo vendió por cincuenta y cinco millones de dólares a un grupo de LBO de Atlanta y saldó tranquilamente todas sus deudas, que ascendían a treinta y cinco millones.
—¿Le quedaron veinte netos?
—Eso, más o menos veinte netos. Quedaban algunos flecos, entre ellos yo, que al tener una participación en el grupo salí bien parado. A finales del año pasado me jubilé. Lo que hizo desde entonces Seth con el dinero, no lo sé. Lo enterraría en el jardín. También acumuló otros bienes que no había incluido en su grupo de empresas, como una cabaña en las montañas de Carolina del Norte y bastantes otras cosas. Probablemente haya una o dos cuentas en paraísos fiscales.
—¿Probablemente?
—Es que no se lo puedo asegurar, señor Brigance. Son cosas que oye uno con los años. Ya le digo que al señor Hubbard le encantaban los secretos.
—Pues mire, señor Amburgh, entre usted, que es su albacea, y yo, que soy su abogado, tendremos que localizar todos los bienes.
—No debería ser muy difícil. Tendremos que tener acceso a su oficina.
—¿Dónde está?
—En el depósito de madera de cerca de Palmyra. Era la única oficina que tenía. La lleva una secretaria que se llama Arlene. El domingo por la noche hablé con ella y le aconsejé que lo tuviera todo bien cerrado hasta recibir noticias de los abogados.
Jake bebió un poco más de café, intentando asimilar toda la información.
—Veinte millones, ¿eh? No conozco a nadie en todo el condado de Ford con ese dineral.
—En eso no puedo ayudarle, señor Brigance. Nunca he vivido en el condado de Ford. Ahora bien, le aseguro que en el de Milburn no hay nadie ni una décima parte de rico.
La camarera trajo copos de avena para el señor Amburgh y unos huevos revueltos para Jake.
—¿A sus hijos los ha desheredado? —preguntó Amburgh mientras echaban azúcar o sal en sus platos.
—Sí.
Una sonrisa y un gesto de aquiescencia, sin rastro de sorpresa.
—¿Se lo esperaba? —preguntó Jake.
—Yo no me espero nada, señor Brigance, ni me sorprende nada —contestó con suficiencia Amburgh.
—Pues le tengo guardada una sorpresa —dijo Jake—. Seth desheredó a sus dos hijos, a sus dos exmujeres, que por cierto no tienen derecho a nada, y a todo el mundo, con dos excepciones: su hermano Ancil, cuyo rastro se perdió hace tiempo, y que probablemente ya esté muerto (si no lo está, se llevará el 5 por ciento), y a su iglesia, con otro 5 por ciento. El resto, es decir, ni más ni menos que el 90 por ciento, se lo ha dejado a su asistenta negra de los últimos tres años, una tal Lettie Lang.
Amburgh dejó de masticar y entrecerró los ojos, mientras bajaba la mandíbula y se le formaban profundos surcos en la frente.
—No me diga que no le ha sorprendido —dijo Jake, victorioso, antes de llevarse más comida a la boca.
Amburgh respiró profundamente y tendió una mano vacía. Jake sacó de su bolsillo una copia del testamento y se la dio. Los surcos se pronunciaron aún más durante la lectura de las dos páginas. Amburgh empezó a hacer gestos de incredulidad con la cabeza. Después de releer el documento lo dobló y lo dejó en la mesa.
—¿No conocerá a Lettie Lang, por casualidad? —preguntó Jake.
—No, de nada. Yo nunca he visto la casa de Seth, señor Brigance. La verdad es que nunca le oí hablar de ella, ni de nadie que trabajase en ella. Seth lo tenía todo compartimentado, y la mayoría de los compartimentos no podía tocarlos nadie. ¿Usted la conoce?
—Desde ayer. Vendrá esta tarde a mi bufete.
Amburgh empujó despacio el plato y el cuenco con las puntas de los dedos. Había acabado de desayunar. Ya no tenía hambre.
—¿Por qué lo hizo, señor Brigance?
—Yo pensaba preguntarle lo mismo.
—Hombre, sentido no tiene, está claro… Por eso no le veo mucho futuro al testamento. Seth no estaba en su sano juicio. Sin capacidad para testar, no se puede otorgar un testamento válido.
—No, por supuesto, pero de momento hay pocas cosas claras. Por un lado, parece que el señor Hubbard planeó su muerte hasta el último detalle, como si supiera perfectamente lo que hacía. Por otro, resulta inconcebible que se lo dejase todo a su asistenta.
—A menos que ella influyera en él…
—Seguro que lo alegarán.
Amburgh metió la mano en un bolsillo.
—¿Le importa si fumo? —dijo.
—No.
Encendió un mentolado y dejó caer las cenizas en los copos de avena. Le daba vueltas la cabeza. Era todo tan absurdo…
—No estoy muy seguro de tener el aguante necesario, señor Brigance —dijo al fin—. Ser nombrado albacea no comporta ninguna obligación.
—Me dijo que había sido abogado. Se nota en su forma de hablar.
—En mis tiempos fui un currante de pueblo, como los hay a millones, en Alabama, aunque las leyes de certificación de testamentos no cambian mucho entre estados.
—Tiene razón, no está obligado a ser albacea.
—¿A quién puede apetecerle este fregado?
«Pues a mí, para empezar», pensó Jake, aunque se mordió la lengua. La camarera despejó la mesa y llenó las tazas de café. Amburgh volvió a leer el testamento y encendió otro cigarrillo.
—Vamos a ver, señor Brigance —dijo tras haber vaciado los pulmones—. Déjeme pensar en voz alta. Seth hace referencia a un testamento anterior preparado el año pasado por el bufete Rush de Tupelo. Tal como los conozco, puedo asegurarle que es un documento mucho más largo, mucho mejor redactado y pensado para aprovechar una buena planificación fiscal, desgravaciones por donativos, cambios de titularidad para saltarse el impuesto de sucesiones… Toda la parafernalia que se puede usar para proteger la sucesión y ahorrarse el máximo de impuestos por la vía legal. ¿Me sigue?
—Sí.
—En el último momento Seth escribió este texto tan tosco que revoca el testamento auténtico, se lo deja prácticamente todo a su asistenta negra y garantiza que gran parte de lo que intenta legar se lo coma el fisco. ¿Aún me sigue?
—En impuestos se irá más o menos el 50 por ciento —dijo Jake.
—La mitad de un plumazo. ¿A usted le parece propio de un hombre con las ideas claras, señor Brigance?
No, pero Jake no estaba dispuesto a ceder ni un milímetro.
—Seguro que se alegará durante el juicio, señor Amburgh —dijo—. Mi trabajo es certificar la sucesión y cumplir los deseos de mi cliente.
—Así habla un abogado de verdad.
—Gracias. ¿Será usted el albacea?
—¿Cobraré algo?
—Sí, habrá honorarios, aunque tendrá que aprobarlos el juez.
—¿Cuánto tiempo supondría?
—Puede que mucho. Si se impugna el testamento, como parece probable, podríamos tener horas o días de juicio por delante; y usted, como albacea, tendría que estar presente y escuchar a todos los testigos.
—Pero, señor Brigance, es que a mí este testamento no me gusta. Me parece mal lo que hizo Seth. El otro, el largo, no lo he visto, pero estoy bastante seguro de que me gustaría más. ¿Por qué tengo que defender esta chapuza de última hora, escrita a mano, que se lo deja a todo a una asistenta negra que no se lo merece y que probablemente influyera demasiado en Seth? ¿Me entiende?
Jake asintió un poco y frunció el ceño, sumamente receloso. Después de media hora con Amburgh estaba casi seguro de que no quería pasar todo un año con él. Normalmente no costaba mucho sustituir a un albacea. Sabía que podría convencer al juez de la necesidad de desprenderse de aquel individuo.
—No tiene sentido —dijo Amburgh en voz baja después de mirar otra vez alrededor—. Seth se pasó los últimos diez años de su vida sudando para acumular una fortuna. Corrió unos riesgos enormes, pero tuvo suerte. Y al final se lo echa todo en las faldas a una mujer que no ha tenido ni las más remota relación con su éxito. A mí me da un poco de asco, señor Brigance. Y me hace sospechar.
—Pues entonces no sea el albacea, señor Amburgh. Estoy seguro de que el tribunal podrá encontrar un sustituto. —Jake cogió el testamento, lo dobló por los pliegues y se lo guardó otra vez en el bolsillo—. De todos modos, consúltelo con la almohada, que no hay prisa.
—¿Cuándo empieza la guerra?
—Pronto. Los otros abogados se presentarán con el testamento anterior.
—Promete ser fascinante.
—Gracias por dedicarme su tiempo, señor Amburgh. Tenga, mi tarjeta.
Jake dejó sobre la mesa su tarjeta de visita y un billete de cinco. Tras salir a toda prisa se quedó un momento dentro del coche, intentando ordenar sus ideas y concentrarse en una disputada herencia cuyo valor era de veinte millones de dólares.
Un año antes, una demanda judicial sobre el seguro de una planta de fertilizantes que había ardido en circunstancias misteriosas había convertido Clanton en un hervidero de rumores. El dueño era un sinvergüenza de la ciudad, Bobby Carl Leach, con un historial de tejemanejes que ya incluía otros edificios incendiados y demandas. Por suerte Jake no había participado en el litigio; huía de Leach como de la peste, pero durante el juicio salió a relucir que el valor neto de los bienes del demandado era de unos cuatro millones de dólares. Su balance carecía de cualquier liquidez, pero al restar sus deudas de sus activos se obtenía un patrimonio neto bastante impresionante. La situación había desembocado en un sinfín de disputas y debates sobre quién era la persona más rica del condado de Ford. La polémica encendía los bares de la plaza en horario matinal, y también a la salida del trabajo, sin olvidar el juzgado, donde los letrados formaban corro para exagerar los testimonios más recientes; en resumen, que la controversia se había extendido literalmente por toda la ciudad.
Estaba claro que la lista la encabezaba Bobby Carl con sus cuatro millones. De no ser por Lucien, que había dilapidado la fortuna familiar hacía décadas, el clan Wilbanks habría estado en la cúspide. También se hablaba de varios granjeros, aunque solo por costumbre; el dinero les venía «de familia», cosa que a finales de los años ochenta significaba que tenían tierras, pero también dificultades para llegar a fin de mes. Ocho años antes un tal Willie Traynor había vendido The Ford County Times por un millón y medio de dólares, y se rumoreaba que había doblado la suma jugando en bolsa, aunque los rumores sobre Willie casi nadie se los tomaba en serio. Una mujer de noventa y ocho años tenía seis millones en acciones bancarias. En un momento dado, apareció una lista anónima en el despacho de un secretario judicial, que no tardó en divulgarse vía fax por toda la ciudad. Llevaba un título ingenioso: «Lista Forbes de los diez habitantes más ricos del condado de Ford». El hecho de que nadie se quedara sin su copia engrosó los rumores. La lista fue corregida, aumentada, detallada, enmendada, modificada y hasta ficcionalizada. En ningún momento, sin embargo, incluyó a Seth Hubbard.
Las conjeturas se alargaron unas cuantas semanas, hasta que a la ciudad se le pasó el entusiasmo y se apagaron por sí solas. Jake, como era previsible, no llegó a verse en la lista.
Rio por dentro al pensar en el ingreso, inminente y espectacular, de Lettie Lang en el catálogo.