7

Después de cenar, tarde y deprisa, un sándwich de queso y sopa de tomate, Jake y Carla quitaron la mesa y fregaron los platos (no tenían lavavajillas) antes de ponerse cómodos en la sala de estar, que empezaba donde terminaba la cocina, a unos dos metros de la mesa. Tres años y pico viviendo en poco espacio exigían una reevaluación constante de las prioridades y las actitudes, así como estar en guardia contra la irritabilidad. Hanna los ayudaba muchísimo. A los niños pequeños les importan muy poco las cosas materiales que tanto impresionan a los adultos. Mientras reciban mimos de sus padres, no importa nada más. Carla la ayudaba con la ortografía, y Jake le leía cuentos. Así pasaban la tarde, en equipo, a la vez que seguían la actualidad por la prensa y los canales de noticias. A las ocho en punto Carla bañaba a la niña, a la que ambos padres arropaban en la cama media hora después.

Al fin estaban juntos, envueltos en la misma manta en el precario sofá.

—Bueno, ¿qué, qué pasa? —dijo Carla.

—¿Cómo que «qué pasa»? —contestó Jake, que estaba hojeando una revista de deportes.

—No te hagas el tonto. Algo pasa. ¿Un caso nuevo? ¿Un nuevo cliente que puede pagar medio bien, o hasta muy bien, y rescatarnos de la pobreza? Di que sí, por favor.

Jake dejó caer la manta al suelo y se levantó de un salto.

—Pues mira, cariño, resulta que hay muchas probabilidades de que hayamos dicho adiós a la pobreza.

—Lo sabía. Siempre me doy cuenta cuando consigues un buen accidente de tráfico. Te pones nervioso.

—No es ningún accidente. —Jake había metido la mano en el maletín. Sacó una carpeta y le dio a Carla unos papeles—. Es un suicidio.

—Ah, eso.

—Sí, eso. Ayer por la noche te hablé de la triste muerte del señor Seth Hubbard, pero lo que no te conté fue que antes de morir redactó un testamento exprés, lo mandó por correo a mi bufete y me nombró abogado de la herencia. Lo he legitimado esta tarde. Como ahora es de dominio público, ya puedo hablar sobre él.

—¿Es aquel hombre a quien no conocías?

—Exacto.

—¿El del entierro al que has ido sin conocer al muerto?

—Ese.

—Y ¿por qué te ha elegido?

—Por mi fama de águila. Lee el testamento, por favor.

—Pero si está escrito a mano —dijo ella nada más mirarlo.

—No me digas.

Jake volvió a acurrucarse con su mujer en el sofá, y la observó mientras leía las dos páginas del testamento. Carla fue abriendo la boca y los ojos. Al acabar miró a Jake con incredulidad.

—¿«Que mueran con dolor»? ¡Qué desgraciado!

—Obviamente. Yo al señor Hubbard no le conocí, pero Harry Rex intervino en su segundo divorcio y no tiene un gran concepto de él.

—La mayoría de la gente tampoco tiene un gran concepto de Harry Rex.

—Es verdad.

—¿Quién es Lettie Lang?

—La asistenta negra de la casa.

—Madre mía, Jake… Es un escándalo.

—Eso espero.

—¿Y tenía dinero, este hombre?

—¿Has leído la parte donde pone «Mis propiedades son considerables»? Parece que Ozzie, que le conocía, está de acuerdo. Mañana iré temprano a Temple para hablar con Russell Amburgh, el albacea. A mediodía sabré mucho más.

Carla dio una especie de sacudida a las dos hojas.

—¿Esto es válido? —preguntó—. ¿Se puede hacer un testamento así?

—¡Pues claro! Primero de Testamentos y Patrimonios, con el profesor Robert Weems, titular de la asignatura durante cincuenta años en la facultad de derecho de Ole Miss. Me puso matrícula. Mientras el difunto lo haya escrito todo, y haya puesto su firma y la fecha, es un testamento perfectamente válido. Seguro que lo impugnan sus dos hijos, pero, bueno, ahí es donde empezará la diversión.

—Y ¿por qué se lo deja casi todo a su asistenta negra?

—Debía de gustarle cómo limpiaba la casa. No sé. Tal vez hiciera otras cosas aparte de limpiar.

—¿Como cuáles?

—Estaba enfermo, Carla. Se estaba muriendo de cáncer de pulmón. Yo sospecho que Lettie Lang le cuidaba de muchas maneras. Lo que es evidente es que él le tenía cariño. Sus dos hijos buscarán un abogado y pondrán el grito en el cielo, alegando influencia indebida. Dirán que ella intimó demasiado con el viejo y que le susurraba cosas al oído, por no decir otra cosa. Al final decidirá el jurado.

—¿Un juicio con jurado?

Jake sonreía, soñador.

—Ni más ni menos.

—Uau. ¿Quién lo sabe?

—Aún no han empezado los cotilleos, porque la petición la he presentado hoy a las cinco, pero calculo que a las nueve de la mañana el juzgado será una olla a presión.

—Pues acabará explotando, Jake. Un blanco rico deshereda a su familia, se lo deja todo a su asistenta negra y se ahorca. Será una broma, ¿no?

No era broma, no. Carla releyó el testamento mientras su marido cerraba los ojos y pensaba en el juicio. Al acabar dejó las dos hojas en el suelo y miró la habitación.

—Solo por mera curiosidad, cariño: ¿cómo se calculan los honorarios del abogado en un caso así? Perdona que te lo pregunte.

Hizo un gesto vago con el brazo, contemplando aquella sala estrecha con muebles de mercadillo, estanterías baratas hundidas por el peso de demasiados libros, una falsa alfombra persa, cortinas de segunda mano, revistas apiladas en el suelo y el cutrerío general de unos inquilinos que, teniendo mejor gusto, carecían de medios para demostrarlo.

—¿Qué pasa, que quieres una casa más bonita? ¿Un dúplex, o una caravana de lujo?

—No empieces.

—Los honorarios podrían ser sustanciosos, aunque no lo he pensado mucho.

—¿Sustanciosos?

—Claro que sí. Los honorarios se basan en trabajo real, en horas facturables… Todo eso de lo que tan poco sabemos. El abogado de la sucesión ficha cada día y le pagan por tiempo. Es algo inaudito. Todos los honorarios tiene que aprobarlos el juez, que en este caso es nuestro querido amigo Reuben Atlee. Teniendo en cuenta que sabe que nos morimos de hambre, es muy posible que su señoría se sienta generoso. Una gran herencia, un montón de dinero, un testamento muy disputado… y quizá nos salvemos de la ruina.

—¿Un montón de dinero?

—Solo es una manera de hablar, cariño. No es momento de ponernos codiciosos.

—No seas tan condescendiente —dijo ella, viendo brillar sus ojos de letrado ávido.

—Vale, vale.

Carla, sin embargo, ya estaba llenando cajas mentalmente y haciendo preparativos para la mudanza. Un año antes había cometido el mismo error, cuando el bufete de Jake Brigance había atraído a una pareja joven, padres de un niño muerto poco después de nacer en un hospital de Memphis. El examen pericial había reducido a prácticamente nada lo que parecía un caso prometedor de negligencia médica. Al final Jake no había tenido más remedio que pactar la indemnización.

—¿Ya has ido a ver a Lettie Lang? —preguntó Carla.

—Sí. Vive por Box Hill, en un barrio que se llama Little Delta y donde no es que haya muchos blancos. Su marido es un borracho que pasa mucho tiempo fuera. No he entrado en la casa, pero daba la impresión de que estaban bastante apretados. He mirado en el registro y no es de propiedad. Es una casita barata de alquiler, parecida…

—Parecida a este antro, ¿no?

—Parecida a la nuestra. La debió de construir el mismo currante, y seguro que se arruinó. De todos modos, la cuestión es que aquí solo vivimos tres, y en la casa de Lettie vivirán una docena, creo yo.

—¿Es amable?

—Sí, bastante. No hemos hablado mucho tiempo. Me ha dado la impresión de una mujer negra bastante típica de la zona, con la casa llena de niños, marido a ratos, sueldo mínimo y vida dura.

—Qué imagen más cruda.

—Pues es bastante exacta.

—¿Es atractiva?

Jake empezó a hacerle un masaje en la pantorrilla, por debajo de la manta. Pensó un momento.

—No te lo sabría decir. Anochecía muy deprisa. Ronda los cuarenta y cinco, y se la veía bastante bien conservada. Fea no es, eso seguro. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te parece que detrás del testamento del señor Hubbard podría haber algo sexual?

—¿Sexual? ¿Quién ha hablado de sexo?

—Es exactamente lo que piensas. Se ha quedado la herencia a base de tirárselo.

—Vale, pues sí, es lo que pienso, y es el rumor que correrá mañana a mediodía por toda la ciudad. Todo esto huele a puro sexo. Él se estaba muriendo, y ella le cuidaba. A saber qué harían.

—Eres una malpensada. Me encanta.

La mano de Jake subió por el muslo hasta que algo la frenó. El teléfono los sobresaltó. Jake fue a la cocina, habló y colgó.

—Es Nesbit, que está fuera —le dijo a Carla.

Buscó un puro y una caja de cerillas, y salió. Al llegar al final del corto camino de entrada encendió el puro al lado del buzón. Una nube de humo se fundió con el aire frío de la noche. Un minuto más tarde apareció en la bocacalle un coche patrulla que frenó con suavidad a la altura de Jake. El agente Mike Nesbit sacó su orondo cuerpo del vehículo.

—Buenas noches, Jake —dijo.

Encendió un cigarrillo.

—Buenas noche, Mike.

Se apoyaron en el capó del coche patrulla, echando humo por la boca.

—Ozzie no ha encontrado nada sobre Hubbard —dijo Nesbit—. Ha buscado por todo Jackson, pero ha vuelto con las manos vacías. Parece que guardaba sus juguetes en otro sitio, el buen hombre. En este estado lo único que sale en el registro son su casa, sus coches, su finca y el depósito de madera de Palmyra. Aparte de eso, ni rastro. Cuentas, empresas, sociedades limitadas… nada de nada, oye. Como máximo un par de pólizas de seguros de lo más previsibles. Se rumorea que hacía negocios en otros estados, pero aún no hemos llegado tan lejos.

Jake asintió y siguió fumando. Ya no le sorprendía.

—¿Y Amburgh?

—Russell Amburgh es de Foley, Alabama, muy al sur, cerca de Mobile. Trabajaba de abogado en la ciudad hasta que le inhabilitaron, hace unos quince años. Por mezclar fondos de clientes, aunque no llegaron a acusarle. No tiene antecedentes penales. De ser abogado pasó a dedicarse al negocio de la madera. Lo más lógico es que conociera a Seth Hubbard entonces. Que sepamos nosotros, está todo limpio. Lo que me extraña es que se fuera a vivir a Temple, que es de lo más muerto que hay.

—A Temple iré yo mañana por la mañana. Ya se lo preguntaré.

—Bien.

Pasó una pareja mayor con un caniche no menos entrado en años. Saludaron sin pararse. Después de que se fueran, Jake echó más humo e hizo una pregunta:

—¿Y con Ancil Hubbard, el hermano? ¿Ha habido suerte?

—Nada, ni pío.

—No me extraña.

—Es curioso. Yo, que siempre he vivido aquí, nunca había oído el nombre de Seth Hubbard; y mi padre, que tiene ochenta años y ha vivido aquí toda la vida, tampoco.

—En este condado hay treinta y dos mil personas, Mike. No se puede conocer a todo el mundo.

—Pues Ozzie, sí.

Se rieron un momento. Nesbit tiró la colilla a la calle y se desperezó.

—Me parece que tendría que irme a casa, Jake.

—Gracias por venir. Mañana hablo con Ozzie.

—Vale, hasta luego.

Encontró a Carla en el dormitorio que no usaban, sentada en una silla, frente a la ventana de la calle. El cuarto estaba oscuro. Jake entró sin hacer ruido y se detuvo.

—Qué harta estoy de ver coches de la policía delante de mi casa, Jake —dijo Carla cuando supo que la oía.

Jake respiró hondo y se acercó. Era una conversación demasiado recurrente, que podía ir por malos derroteros a causa de cualquier palabra inoportuna.

—Yo también —dijo en voz baja.

—¿Qué quería? —preguntó ella.

—Nada, algunos datos sobre Seth Hubbard. Ozzie ha estado preguntando, pero no ha averiguado gran cosa.

—¿Y no podía llamarte mañana? ¿Por qué tiene que venir en coche y aparcar justo delante de la casa, para que todo el mundo vea que los Brigance no pueden pasar una noche entera sin que se presente otra vez la policía?

Preguntas sin respuesta.

Jake se mordió la lengua y salió de la habitación.