6

A las cuatro menos cinco del martes por la tarde, cuando el coche de Ozzie apareció discretamente por el aparcamiento de la Iglesia Cristiana de Irish Road, este estaba medio lleno. Era un coche poco llamativo, sin grandes letras o números (Ozzie prefería no llamar la atención), pero bastaba un simple vistazo para darse cuenta de que era el del sheriff: varias antenas, una lucecita azul medio escondida en el salpicadero, y el propio modelo, un Ford grande marrón de cuatro puertas con las ruedas negras, prácticamente idéntico al de todos los sheriffs del condado.

Aparcó al lado de un Saab rojo apartado de los otros coches y bajó al mismo tiempo que Jake. Cruzaron juntos el aparcamiento.

—¿Alguna novedad? —preguntó Jake.

—Nada —dijo Ozzie. Llevaba un traje negro y botas negras de vaquero. Jake vestía igual, salvo por las botas—. ¿Y tú?

—Nada. Supongo que la mierda se destapará mañana.

Ozzie se rio.

—Estoy impaciente.

La iglesia había sido una capilla de ladrillo rojo con un campanario un poco achaparrado sobre una doble puerta, pero con el paso del tiempo la congregación había añadido los obligatorios edificios de metal: uno al lado, que dejaba pequeña la capilla, y otro detrás, donde jugaban los jóvenes al baloncesto. Cerca, en una loma, había un cementerio con árboles que daban sombra, un sitio plácido y bonito para ser enterrado.

Unos cuantos fumadores, hombres de campo, reacios a ponerse sus viejos trajes, daban las últimas caladas. Hablaron enseguida con el sheriff, y saludaron a Jake amablemente con la cabeza. Dentro había una multitud considerable, distribuida por los bancos de roble con manchas oscuras. La luz era tenue. Un organista tocaba una triste melodía fúnebre que preparaba a los reunidos para la tristeza del momento. El ataúd cerrado de Seth, cubierto de flores, estaba debajo del púlpito, y los portadores del féretro a la izquierda, muy juntos y cariacontecidos cerca del piano.

Jake y Ozzie se sentaron solos en una de las filas del fondo y empezaron a mirar a todas partes. No muy lejos había un pequeño grupo de cinco personas negras. Ozzie las señaló con la cabeza.

—La del vestido verde es Lettie Lang —susurró.

Jake asintió.

—¿Y los otros? —susurró a su vez.

Ozzie sacudió la cabeza.

—Desde aquí no los veo.

Observando la cabeza de Lettie por detrás, Jake trató de imaginarse qué aventuras estaban a punto de vivir. Aún no la conocía. Hasta el día anterior nunca había oído su nombre, pero faltaba poco para que se conocieran a fondo.

Ajena a todo ello, Lettie tenía las manos juntas en el regazo. Por la mañana había trabajado tres horas antes de que Herschel le pidiera que se fuese y de camino le informase de que a las tres del miércoles, el día siguiente, concluiría su empleo. En aquel momento la casa quedaría cerrada con llave, y no entraría nadie hasta nueva orden de los tribunales. Lettie tenía cuatrocientos dólares en su cuenta corriente, que no podía tocar Simeon, y otros trescientos en un tarro de conserva escondido en la despensa. Solo tenía ese dinero, y sus perspectivas de encontrar un trabajo más o menos digno eran escasas. Llevaba casi tres semanas sin hablar con su marido. De vez en cuando, Simeon volvía con un cheque o un poco de dinero en efectivo, aunque la mayoría de las veces solo llegaba borracho a dormir la mona.

A las puertas del paro, con facturas que pagar y bocas que alimentar, podría haberse preocupado por el porvenir mientras oía las notas del órgano, pero no lo hizo. El señor Hubbard le había prometido más de una vez que cuando muriera, momento que sabía inminente, le dejaría algo. ¿Poco, mucho? Eso ya eran conjeturas. «Si tú supieras», pensó Jake cuatro filas más atrás… Lettie ignoraba que Jake estuviera en la iglesia y por qué había venido. Más tarde dijo que reconocía su nombre por el juicio de Hailey, pero que nunca había visto en persona al señor Brigance.

En el centro, justo delante del ataúd, estaba Ramona Dafoe, con Ian a su izquierda y Herschel a su derecha. Ninguno de sus hijos, los nietos de Soth, había podido venir. Estaban demasiado ocupados. Tampoco sus padres habían insistido mucho. Detrás de ellos se alineaban parientes tan lejanos que habían tenido que presentarse los unos a los otros en el aparcamiento, y ya ni se acordaban de los nombres. Los padres de Seth Hubbard habían muerto hacía décadas. Su único hermano, Ancil, se había marchado mucho tiempo atrás. La familia nunca había sido muy numerosa, y el paso de los años se había encargado de mermarla.

Detrás de la familia se distribuían por la penumbra del santuario varias decenas de personas: empleados de Seth, amigos, feligreses de la iglesia… A las cuatro en punto, cuando el pastor Don McElwain subió al púlpito, sabía, como todos, que la ceremonia sería breve. Dirigió la oración y recitó una pequeña necrológica: Seth había nacido el 10 de mayo de 1917 en el condado de Ford, donde había fallecido el 2 de octubre de 1988. Era hijo de tal y cual, ambos difuntos. Dejaba dos hijos, unos cuantos nietos, etc.

Jake vio a su izquierda un perfil conocido, varias filas más adelante. Era un hombre bien trajeado, de su misma edad y de su misma promoción: el capullo de Stillman Rush, tercera generación de una distinguida saga de abogados que siempre se había movido en las altas esferas de los negocios y los seguros, al menos tan altas como era posible en el sur rural. Rush & Westerfield, el mayor bufete del norte de Mississippi, con sede en Tupelo y oficinas «en el centro comercial que más convenga a nuestra distinguida clientela». Seth Hubbard mencionaba el bufete Rush en su carta a Jake; también lo hacía en su testamento manuscrito, de modo que no cabía duda de que Stillman Rush y los otros dos hombres elegantes junto a él habían venido a echar un vistazo a su inversión. En el mundo de los seguros se solía trabajar en pareja. Hasta para las labores más triviales hacían falta dos: presentar documentación en un tribunal, dos; comparecer en audiencia previa, dos; en vista sin oposición de las partes, dos; moverse en coche, dos; y, por supuesto, engordar los honorarios y el expediente, dos. Los bufetes grandes eran adoradores convencidos de la ineficacia; más horas equivalían a mayores honorarios.

Pero ¿tres? ¿Para un funeral rápido en el quinto pino? Era impactante, y emocionante. Implicaba dinero. La mente hiperactiva de Jake albergó la certeza de que los tres habían puesto en marcha el taxímetro al salir de Tupelo, y ahora fingían estar tristes a doscientos dólares la hora por cabeza. Según las últimas palabras de Seth, en septiembre de 1987 había otorgado testamento ante un tal Lewis McGwyre. Supuso que sería uno de los tres. Él no le conocía, pero bueno, había tantos abogados en aquel bufete… Al haberse encargado del testamento, darían por hecho (y era lógico) que también lo legitimarían.

Jake pensó que volverían al día siguiente. Quizá fueran dos, aunque no se podía descartar un nuevo trío. Llevarían la documentación a la primera planta del juzgado de Jake, al registro del tribunal de equidad, e informarían con arrogancia a Eva o a Sara de que su intención era iniciar los trámites de certificación de la masa hereditaria del señor Seth Hubbard. Y Eva o Sara se aguantarían la sonrisa, al tiempo que fingían quedar desconcertadas. Habría movimiento de papeles, preguntas y por último una gran sorpresa: llegan un poco tarde, señores. ¡El testamento al que se refieren ya está en trámite!

Una de las dos, Eva o Sara, les mostraría la nueva documentación, y ellos se quedarían boquiabiertos al ver el sucinto testamento escrito a mano que revocaba y rechazaba específicamente aquel otro tan prolijo y por el que tanto aprecio sentían. Entonces empezaría la guerra. Maldecirían a Jake Brigance, pero al serenarse se darían cuenta de que sería una guerra provechosa para todos los letrados.

Lettie se enjugó una lágrima, y cayó en la cuenta de que probablemente era la única que lloraba.

Delante de los abogados había unos cuantos individuos con aspecto de hombres de negocios, uno de los cuales se giró para susurrar algo a Stillman Rush. Jake pensó que podía ser uno de los ejecutivos de Seth. Por quien más curiosidad sentía era por Russell Amburgh, que según el testamento manuscrito había sido vicepresidente del grupo empresarial de Seth y el mayor conocedor de sus bienes y deudas.

La señora Nora Baines cantó tres estrofas de «The Old Rugged Cross», una canción de infalibles virtudes lacrimógenas en cualquier funeral, salvo en el de Seth, donde no provocó emoción alguna. El pastor McElwain leyó un pasaje de los Salmos y se explayó un poco en la sapiencia de Salomón, antes de que dos adolescentes con granos tarareasen algo moderno guitarra en mano, una canción afectada que no habría sido del gusto de Seth. Al final Ramona se desmoronó y recibió el consuelo de Ian. Herschel se limitó a mirar el suelo al pie del ataúd, sin un solo parpadeo o movimiento. Otra mujer respondió con un fuerte sollozo.

El cruel plan de Seth consistía en guardarse la noticia de su último testamento hasta después de la ceremonia. El texto exacto de su carta a Jake era el siguiente: «No mencione usted mi testamento hasta después del funeral. Deseo que mi familia se vea obligada a cumplir todos los rituales del luto antes de descubrir que no recibirán nada. Obsérvelos fingir. Se les da muy bien. A mí no me quieren». Durante la cansina ceremonia, quedó claro que el teatro brillaba por su ausencia. Lo poco que quedaba de la familia de Seth no le quería lo suficiente ni para fingir. «Qué manera más triste de morirse», pensó Jake.

Siguiendo las indicaciones de Seth no hubo discurso fúnebre. El único en hablar fue el pastor, aunque todo hacía pensar que a micrófono abierto tampoco habría habido voluntarios. El pastor acabó con una maratón de plegarias, cuyo objetivo era a todas luces consumir algo de tiempo. A los veinticinco minutos de haber empezado, despidió a los asistentes con la invitación de trasladarse al cementerio de al lado para la inhumación. Al salir, Jake consiguió esquivar a Stillman Rush y los otros abogados. Se topó con uno de los hombres de traje.

—Perdone, busco a Russell Amburgh —dijo.

El del traje señaló educadamente a otra persona.

—Ahí le tiene.

Russell Amburgh, que estaba a tres metros encendiéndose un cigarrillo, oyó la pregunta de Jake. Se dieron la mano, muy serios, mientras se presentaban mutuamente.

—¿Podríamos hablar un momento a solas? —le pidió Jake.

Amburgh se encogió un poco de hombros.

—Claro que sí —dijo en voz baja—. ¿Qué pasa?

La gente desfilaba despacio en dirección al cementerio. Jake no pensaba asistir al entierro. Tenía otras ocupaciones.

—Soy un abogado de Clanton —dijo cuando estuvieron lo bastante lejos como para que no los oyera nadie—. No conocía al señor Hubbard, pero ayer recibí una carta suya. Iba acompañada por su testamento, en el que le designa a usted como albacea. Tenemos que hablar lo antes posible.

Amburgh se detuvo en seco y, tras acomodarse el cigarrillo en un lado de la boca, miró a Jake con mala cara y echó un vistazo a su alrededor para comprobar que estuvieran solos.

—¿Qué tipo de testamento? —dijo en una nube de humo.

—Uno escrito a mano el sábado pasado. Está claro que ya pensaba en suicidarse.

—Pues entonces no debía de estar en plena posesión de sus facultades mentales —dijo Amburgh despectivamente. Era el primer ruido de sables de la guerra que se avecinaba.

Jake no se lo esperaba.

—Eso ya lo veremos. Supongo que se determinará más tarde.

—Yo he sido abogado, señor Brigance, mucho antes de encontrar un trabajo como Dios manda. Sé de qué va.

Jake dio una patada a una piedra y miró a su alrededor. La comitiva se acercaba a la entrada del cementerio.

—¿Podemos hablar?

—¿Qué dice el testamento?

—Ahora no puedo explicárselo, pero mañana sí.

Amburgh echó la cabeza hacia atrás y le lanzó a Jake una mirada torva por encima de la nariz.

—¿Cuánto sabe de los negocios de Seth?

—Digamos que nada. Según el testamento, usted está muy al corriente de sus bienes y sus deudas.

Otra calada y otro gesto despectivo.

—Deudas no hay ninguna, señor Brigance; solo bienes, y muchos.

—Quedemos para hablar en algún sitio, por favor. Todos los secretos se revelarán dentro de poco, señor Amburgh. Solo necesito hacerme una idea. Según el testamento, usted es el albacea y yo, el abogado de la sucesión.

—No me cuadra. Seth odiaba a los abogados de Clanton.

—Sí, lo decía muy claro. Si pudiéramos quedar mañana por la mañana le enseñaré con mucho gusto una copia, y aclararé todas sus dudas.

Amburgh volvió a caminar. Jake le siguió unos pasos. Ozzie esperaba a la entrada del cementerio. Amburgh volvió a detenerse.

—Vivo en Temple. En la carretera 52, al oeste del pueblo, hay un café. Le espero a las siete y media de la mañana.

—Vale. ¿Cómo se llama el café?

—The Café.

—Muy bien.

Amburgh se fue sin decir nada más. Jake miró a Ozzie, hizo un gesto de incredulidad con la cabeza y señaló el aparcamiento. Se alejaron del cementerio. Por hoy ya estaban hartos de Seth Hubbard. Su despedida acababa ahí.

Veinte minutos más tarde, exactamente a las 16.55, Jake entró a toda prisa en el registro del tribunal de equidad y sonrió a Sara.

—¿Dónde estabas? —soltó ella, que le estaba esperando.

—Si no son ni las cinco —replicó él, abriendo el maletín.

—Ya, pero acabamos de trabajar a las cuatro, al menos los martes. Los lunes a las cinco, y los miércoles y jueves a las tres. Los viernes, tenéis suerte si venimos.

Sara hablaba sin parar, y era de lengua rápida. Después de veinte años de toma y daca diario con los abogados, tenía afiladas las réplicas al máximo.

Jake le puso los papeles en la mesa.

—Necesito abrir la sucesión de Seth Hubbard.

—¿Testada o intestada?

—Pues con más de un testamento, mira. Ahí está la gracia.

—¿No se suicidó hace poco?

—Sabes perfectamente que sí. Por algo trabajas en este juzgado, donde vuelan las noticias, se alimentan rumores y no existen los secretos.

—Me ofendes —dijo Sara a la vez que sellaba la petición. La hojeó un poco y sonrió—. Oh, qué bien, un testamento manuscrito. Maná para la abogacía.

—Tú lo has dicho.

—¿Quién se lo lleva todo?

—Soy una tumba.

Entre broma y broma Jake sacó más papeles de su maletín.

—Bueno, señor Brigance, usted será una tumba, pero este expediente está claro que no. —Sara selló algo con teatralidad—. Acaba de pasar oficialmente al dominio público, siguiendo las leyes de este noble estado, a menos, claro está, que traiga usted un escrito en el que solicite la no divulgación del expediente.

—No, no lo traigo.

—¡Qué bien! Así podremos empezar a sacar los trapos sucios. Porque alguno habrá, ¿no?

—No lo sé. Aún estoy investigando. Oye, Sara, necesito que me hagas un favor.

—Habla por esa boquita.

—Esto es una carrera al juzgado, y acabo de ganarla. Calculo que pronto, quizá mañana mismo, se presentarán dos o tres abogados de esos que se dan aires y también solicitará abrir la sucesión del señor Hubbard. Lo más seguro es que vengan de Tupelo. Es que resulta que hay otro testamento.

—Me encanta.

—A mí también. Bueno, el caso es que no tienes ninguna obligación de informarles de que llegan en segundo lugar, pero tendría su gracia verles la cara. ¿Qué te parece?

—Que ya tengo ganas de que lleguen.

—Genial. Pues les enseñas el sumario y cuando te hayas reído me llamas y me lo cuentas todo. Pero hasta mañana ni palabra, por favor.

—Trato hecho, Jake. Puede ser divertido.

—Si sale como espero, quizá el caso nos tenga entretenidos todo el año que viene.

En cuanto se fue Jake, Sara leyó el testamento manuscrito que había adjuntado a la petición y llamó a su mesa a los otros secretarios, que también lo leyeron. Una mujer negra de Clanton dijo que no le sonaba de nada el nombre de Lettie Lang. En cuanto a Seth Hubbard, no parecía que le conociera nadie. Charlaron un rato, pero al ser más de las cinco todos tenían otros compromisos, así que dejaron el expediente en su lugar, apagaron las luces y se olvidaron rápidamente de todo lo relativo al trabajo. Ya reanudarían sus especulaciones al día siguiente, hasta llegar al fondo del asunto.

Si la petición y el testamento se hubieran cursado durante la mañana, a mediodía todo el juzgado habría sido un hervidero de rumores y por la tarde lo habría sido toda la ciudad. Ahora los cotilleos tendrían que esperar, aunque no mucho.

Simeon Lang bebía pero sin estar borracho, distinción que, si bien acostumbraba a ser borrosa, su familia solía entender. Beber era sinónimo de una conducta más o menos controlada, que no comportaba peligros. Quería decir que Simeon iba tomando sorbos de cerveza con los ojos vidriosos y la voz pastosa. Estar borracho era sinónimo de momentos de angustia, con huidas de la casa para esconderse en el bosque. En honor a la verdad, a menudo Simeon estaba completamente sobrio, que era el estado preferido, incluso por él mismo.

Después de tres semanas fuera llevando cargamentos de chatarra por el sur profundo, había vuelto cansado, con los ojos limpios y el salario intacto. No explicó (no lo hacía nunca) dónde había estado. Trató de parecer contento, y hasta dócil, pero después de encontrarse a gente y más gente durante unas horas, de escuchar a Cypress, y de intentar evitar el rechazo de su esposa, se comió un bocadillo y salió a tomarse una cerveza al lado de la casa, al pie de un árbol, donde pudiera estar tranquilo, viendo pasar algún coche de vez en cuando.

Siempre era difícil volver. Cuando iba por las carreteras se pasaba horas soñando con una nueva vida, una vida mejor, sin compañía ni molestias. Había tenido mil veces la tentación de seguir conduciendo; dejar el cargamento y no parar. De niño su padre le había abandonado; había dejado a su mujer embarazada, con cuatro hijos, y no había vuelto a dar señales de vida. Simeon y su hermano mayor le habían esperado varios días en el porche, aguantándose las lágrimas. Se había hecho mayor odiando a su padre. Aún le odiaba, pero ahora también él sentía el impulso de la huida. Sus hijos eran mucho mayores. Sobrevivirían.

Muchas veces, cuando iba por la carretera, se extrañaba de sus ganas de volver. Odiaba vivir en una casa pequeña de alquiler con su suegra, dos nietos intratables que él no había pedido y una mujer que siempre le daba la lata con que se esforzara más. En los últimos veinte años Lettie le había amenazado mil veces con el divorcio. Para Simeon era un milagro que siguieran juntos. «¿Quieres que nos separemos? Pues nos separamos», decía entre trago y trago de cerveza. Claro que eso también lo había dicho cien veces.

Cuando Lettie salió al patio trasero y se acercó despacio al árbol de Simeon por la hierba, ya era casi de noche. Él estaba sentado en una de las dos sillas de jardín, distintas la una de la otra, con los pies apoyados en una vieja caja de leche y el enfriador de cerveza a su lado. Le ofreció la otra silla a su mujer, pero ella no quiso sentarse.

—¿Cuánto tiempo te quedas? —preguntó Lettie en voz baja, mirando la carretera, como él.

—Acabo de llegar y ya tienes ganas de que me vaya.

—No lo decía en ese sentido, Simeon. Es por curiosidad.

Como no pensaba contestar, Simeon tomó otro trago de cerveza. Casi nunca estaban solos, y cuando lo estaban ya no se acordaban de cómo hablar. Pasó un coche por la carretera del condado. Se lo quedaron mirando, como fascinados.

—Lo más probable —dijo ella finalmente— es que mañana me quede sin trabajo. Ya te conté que el señor Hubbard se suicidó, y su familia me ha pedido que a partir de pasado mañana ya no vaya.

Simeon tenía sentimientos encontrados. Por un lado, esto le hacía sentirse superior, porque volvería a ser la fuente principal de ingresos, el cabeza de familia. Le daban mucha rabia los aires de Lettie al cobrar más que él. Le molestaban sus quejas y sus burlas cuando se quedaba sin trabajo. Pese a dedicarse a simples labores domésticas, a Lettie se le había subido a la cabeza que un blanco confiase tanto en ella. Por otro lado, sin embargo, era un dinero muy necesario para la familia, y la pérdida de un sueldo inevitablemente comportaría problemas.

—Lo siento —dijo con dificultad.

Otro largo silencio. Oían voces y ruidos dentro de la casa.

—¿Sabes algo de Marvis? —preguntó Simeon.

Lettie bajó la cabeza.

—No, han pasado dos semanas y no ha escrito.

—¿Y tú a él?

—Le escribo todas las semanas, Simeon, ya lo sabes. ¿Tú cuánto tiempo hace que no le mandas una carta?

Simeon sintió rabia, pero se contuvo. Estaba orgulloso de haber llegado sobrio a casa, y no pensaba estropearlo con una pelea. Marvis Lang, de veintiocho años, dos de ellos en la cárcel y al menos otros diez en perspectiva. Tráfico de drogas y agresión con arma mortal.

Se acercó un coche, que frenó un par de veces como si el conductor no estuviera muy seguro de qué hacer. Avanzó unos metros y se metió por el camino de entrada. Aún quedaba bastante luz diurna para ver que era un modelo raro, extranjero, de color rojo. Se apagó el motor y salió un hombre solo. Llevaba una camisa blanca y la corbata suelta. Iba con las manos vacías. Después de unos metros se le vio dubitativo.

—Aquí —dijo en voz alta Simeon.

El joven se puso tenso, como si tuviera miedo. No los había visto al pie del árbol. Se acercó con cautela por el jardincito.

—Busco a Lettie Lang —dijo lo bastante fuerte para que le oyeran.

—Estoy aquí —dijo ella al verle.

El joven se detuvo a tres metros.

—Hola, me llamo Jake Brigance —dijo—. Soy abogado en Clanton y tengo que hablar con Lettie Lang.

—Usted estaba hoy en el entierro —dijo ella.

—Sí, es cierto.

Simeon se levantó de mala gana. Los tres se dieron la mano. Simeon le ofreció una cerveza y volvió a su asiento. Jake la rechazó, aunque le habría gustado tomársela. A fin de cuentas venía por trabajo.

—Me imagino —dijo Lettie sin impertinencia— que no pasaba usted por aquí sin más.

—No, la verdad es que no.

—Brigance —dijo Simeon entre dos sorbos—. ¿No representó a Carl Lee Hailey?

Ah, la manera habitual de romper el hielo, al menos con los negros.

—Sí —dijo Jake con modestia.

—Ya me parecía. Enhorabuena, lo hizo muy bien.

—Gracias. Mire, la cuestión es que vengo por trabajo y… pues que tendría que hablar con Lettie en privado. No se ofenda ni nada, pero es que tengo que decirle algo confidencial.

—¿El qué? —preguntó ella, perpleja.

—¿Por qué es privado? —preguntó Simeon.

—Porque lo dice la ley —contestó Jake, yéndose un poco por la tangente.

La ley no tenía nada que ver con aquella situación. De hecho, en la confusión de aquel encuentro, Jake empezó a darse cuenta de que, después de todo, su noticia bomba tal vez no fuera tan confidencial. Estaba claro que Lettie se lo contaría todo a su marido antes de que Jake hubiera sacado el coche a la carretera. Ahora el testamento de Seth Hubbard era de dominio público, y en veinticuatro horas lo habría examinado hasta el último abogado de la ciudad. ¿Qué tenía eso de privado y de confidencial?

Simeon, enfadado, tiró una lata de cerveza contra el árbol, mojando el tronco con un chorro de espuma, y se levantó.

—Vale, vale —rezongó mientras le daba una patada a la caja de leche.

Metió la mano en la nevera, sacó otra cerveza y se marchó como una furia, murmurando palabrotas. Se metió entre los árboles hasta ser devorado por la oscuridad. Seguro que los observaba y escuchaba.

—Lo siento mucho, señor Brigance —dijo Lettie, casi susurrando.

—No pasa nada. Señora Lang, tenemos que hablar lo antes posible de una cuestión muy importante. Lo mejor sería mañana, en mi despacho. Es sobre el señor Hubbard y su testamento.

Lettie se mordió el labio inferior y miró a Jake con unos ojos como platos. Quería saber más.

—El día antes de morir —continuó Jake— el señor Hubbard redactó un nuevo testamento y lo echó al correo para que yo lo recibiera después de su muerte. Todo apunta a que es un testamento válido, pero estoy seguro de que la familia lo impugnará.

—¿Y en el testamento salgo yo?

—¡Y tanto! De hecho le ha dejado una parte considerable de sus bienes.

—Ay, Dios mío…

—Sí. Quiere que yo sea el abogado de la sucesión, cosa que estoy seguro de que también impugnarán. Por eso tenemos que hablar.

Lettie se tapó la boca con la mano derecha.

—Señor, Señor… —musitó.

Jake miró la casa, con la luz de las ventanas recortándose en la oscuridad. Al otro lado se movió una sombra, probablemente la de Simeon, que estaba dando un rodeo. De pronto tuvo ganas de subir pitando al viejo Saab y volver cuanto antes a la civilización.

—¿Se lo explico a él? —preguntó Lettie, señalando con la cabeza.

—Eso es cosa suya. Yo se lo habría contado, pero es que he oído que bebe, y no sabía cómo me lo encontraría; aunque si quiere que le sea sincero, señora Lang, es su marido, y debería venir mañana con usted. Si es que está en condiciones, claro.

—Lo estará, se lo prometo.

Jake le dio su tarjeta.

—Mañana por la tarde, a la hora que le vaya bien —dijo—. Los estaré esperando en mi despacho.

—Allí estaremos, señor Brigance. Y gracias por venir.

—Es muy importante, señora Lang. Me ha parecido que tenía que hablar personalmente con usted. Es posible que pronto nos embarquemos juntos en una pelea larga y dura.

—No sé si le entiendo.

—Ya lo sé. Mañana se lo explicaré.

—Gracias, señor Brigance.

—Buenas noches.