El lunes a mediodía no se hablaba de otra cosa entre los abogados del condado de Ford que de la noticia del suicidio, y sobre todo de algo aún más importante: qué despacho sería el elegido para gestionar la sucesión. La mayoría de las muertes causaban un revuelo semejante, más, huelga decirlo, si eran por accidente de tráfico. No así un vulgar asesinato, ya que la mayoría de los asesinos, al ser de clase baja, no podían costearse honorarios muy suculentos. Al empezar el día Jake no tenía nada entre manos, ni un asesinato, ni un accidente, ni un testamento jugoso que legitimar. En cambio a la hora de la comida ya había empezado a gastar dinero mentalmente.
Siempre podía buscar algo que hacer en el juzgado. El registro de la propiedad estaba en la primera planta, en una sala larga y espaciosa con estanterías colmadas de gruesos parcelarios que se remontaban a dos siglos atrás. En sus años mozos, cuando se aburría como una ostra o se escondía de Lucien, se había pasado horas consultando escrituras y concesiones antiguas como si pudieran depararle algún filón. Ahora, con treinta y cinco años y diez de experiencia profesional a sus espaldas, evitaba ir siempre que podía. Se consideraba abogado litigante, no experto en escrituras; un luchador de los juzgados, no un simple y apocado leguleyo que se conformaba con vivir en los archivos y mover papeles por la mesa. Aun así, a pesar de sus sueños, todos los años había momentos en que, como todos sus colegas de la ciudad, se veía obligado a perderse durante una hora en el registro de la propiedad.
Había mucha gente. Los bufetes más boyantes encargaban el trabajo de investigación a pasantes, de los que había unos cuantos, muy serios y atentos a las páginas de los volúmenes que trajinaban de un lado para otro. Jake habló con un par de abogados que hacían lo mismo; conversaban sobre todo de fútbol, porque nadie quería que lo pillaran rastreando los posibles trapos sucios de Seth Hubbard. Para matar el tiempo consultó el Índice de Testamentos por si algún Hubbard digno de mención había legado tierras o bienes a Seth, pero no encontró nada en los últimos veinte años, así que fue a la sección de familia para examinar viejos legajos de divorcios. Sin embargo, ya había otros abogados husmeando.
Salió del juzgado en busca de mejores fuentes.
El odio de Seth Hubbard a los abogados de Clanton no tenía nada de raro. La mayoría de los litigantes que se enemistaban con Harry Rex Vonner, fuese por un divorcio o por cualquier otra cuestión, se amargaban de por vida y odiaban todo lo relativo a la abogacía. Seth no había sido el primero en suicidarse.
Además de dinero, tierras y cualquier otra cosa que se le pusiera a tiro, Harry Rex sacaba hasta la sangre. Su especialidad era el divorcio, con preferencia por el cuerpo a cuerpo. Se lo pasaba en grande con los trapos sucios, las puñaladas a traición, el combate a puñetazo limpio y la emoción de los teléfonos pinchados o de la foto ampliada de una novia en su descapotable nuevo. Sus juicios eran guerras de trincheras. Conseguía pensiones de récord. Reventaba divorcios de mutuo acuerdo solo para divertirse, y los convertía en dos años de batalla a muerte. Le encantaba denunciar a antiguos amantes por enajenación de afecto; y si no funcionaba ninguno de los golpes bajos de su arsenal, se inventaba alguno nuevo. Tenía casi monopolizado el mercado, la lista de autos controlada y a los secretarios judiciales atemorizados. Los abogados jóvenes le rehuían, y los viejos, ya quemados, guardaban las distancias. Tenía pocos amigos, y aun a esos pocos no les era fácil mantenerse leales.
El único abogado con quien mantenía una relación de confianza mutua era Jake. Durante el juicio de Carl Lee Hailey, en la época en que Jake había perdido sueño, peso y concentración, y había esquivado balas y amenazas de muerte mientras albergaba la seguridad de estar rozando la victoria en el pleito más importante de su vida, un día había entrado discretamente en su despacho Harry Rex y, manteniéndose en segundo plano, había trabajado horas en el caso sin pedir ni un centavo. Harry Rex le había dado numerosos consejos sin esperar nada a cambio a Jake, quien gracias a esto no había perdido la cordura.
Jake le encontró, como todos los lunes, en su mesa, almorzando un submarino. Para los especialistas en divorcios, como Harry Rex, el lunes era el peor día, debido a que los matrimonios se rompían los fines de semana, y los cónyuges que ya estaban en guerra redoblaban su encarnizamiento. Jake entró en el edificio por una puerta trasera, a fin de evitar (1) a las secretarias, famosas por su mal genio, y (2) unas salas de espera llenas de humo y de clientes estresados. La puerta del despacho de Harry Rex estaba cerrada. Pegó la oreja un poco, y al no oír voces, la empujó.
—¿Qué pasa? —gruñó con la boca llena Harry Rex.
Tenía frente a él, sobre un papel de cera, el bocadillo, rodeado por una pequeña montaña de patatas barbacoa. Lo acompañaba todo con una botella de Bud Light.
—¡Buenas tardes, Harry Rex! Perdona si te pillo comiendo.
Harry Rex se limpió la boca con el dorso de una mano gordezuela.
—No me molestas. ¿A qué vienes?
—¿A estas horas y ya bebes? —dijo Jake, sentándose en un enorme sillón de cuero.
—Si tuvieras a mi clientela empezarías a beber a la hora del desayuno.
—Ah, pero ¿no es cuando empiezas?
—Los lunes, no. ¿Cómo está la señorita Carla?
—Muy bien, gracias. ¿Y la señorita… cómo se llama?
—Jane, listillo, Jane Ellen Vonner, y no solo sobrevive a la convivencia con un servidor, sino que parece que disfruta de lo lindo, dando gracias por su suerte. Por fin he encontrado a una mujer que me comprende.
Harry Rex cogió un puñado de patatas, de color rojo intenso, y se lo embuchó en la boca.
—Enhorabuena. ¿Cuándo la conoceré?
—Llevamos dos años casados.
—Ya lo sé, pero es que prefiero esperar cinco. Con la fecha de caducidad que tienen estas muchachas, no tiene sentido precipitarse.
—¿Has venido a insultarme?
—Claro que no.
Jake lo decía en serio. Era una tontería medirse en insultos con Harry Rex, que pese a los más de ciento treinta kilos de peso que paseaba como un oso por la ciudad poseía una lengua de una rapidez y una maldad insólitas.
—Cuéntame algo de lo de Seth Hubbard —le pidió Jake.
Harry Rex se rio, sembrando la mesa de escombros.
—Cretinos hay muchos, pero él se llevaba la palma. ¿Por qué me lo preguntas?
—Ozzie me ha dicho que llevaste uno de sus divorcios.
—Sí, el segundo, hará cosa de diez años, más o menos cuando llegaste tú a la ciudad y empezaste a darte aires de abogado. Pero ¿qué te importa a ti Seth Hubbard?
—Bueno, es que antes de suicidarse me escribió una carta y un testamento de dos páginas. Me han llegado por correo esta mañana.
Harry Rex bebió un poco de cerveza y entornó los ojos para reflexionar.
—¿Le conocías?
—No, de nada.
—Coño, pues qué suerte… No te perdiste nada.
—No hables así de mi cliente.
—¿Qué ponía en el testamento?
—No te lo puedo decir. Tampoco puedo legitimarlo antes del funeral.
—¿Quién se lo queda todo?
—No puedo decírtelo. El miércoles te lo cuento.
—Un testamento de dos páginas redactado el día antes de suicidarse… Me suena a premio gordo. Cinco años de pleito.
—Eso espero.
—Te tendrá ocupado una buena temporada.
—Necesito trabajo. ¿Qué tenía el viejo?
Harry Rex sacudió la cabeza mientras levantaba el bocadillo.
—No lo sé —dijo justo antes de pegarle un mordisco. La mayoría de los amigos y conocidos de Jake preferían no hablar con la boca llena, pero a Harry Rex nunca le habían preocupado los modales—. Que yo recuerde, y te repito que han pasado diez años, tenía una casa en Simpson Road, con algunas hectáreas de terreno. Su mayor propiedad era una serrería y un depósito de madera en la carretera 21, cerca de Palmyra. Mi cliente se llamaba… mmm… Sybil, Sybil Hubbard. Era su segunda mujer, y creo que ella se había casado dos o tres veces.
Tras veinte años, y un sinfín de casos, Harry Rex conservaba una memoria que dejaba atónitos a sus oyentes. Cuanto más jugosos eran los detalles, mejor los recordaba.
Tomó un traguito de cerveza y continuó:
—Era simpática —siguió explicando—, bastante guapa, y lista de narices. Trabajaba en el depósito; bueno, de hecho lo llevaba ella. Cuando Seth decidió ampliar el negocio funcionaba bastante bien. A él le dio por comprar un depósito de madera en Alabama, y empezó a hacer viajes. El caso es que se fijó en una secretaria de la oficina y se fue todo al garete. A Seth le pillaron con el culo al aire, y Sybil me contrató para darle bien dado por ahí. Fue lo que hice. Convencí al tribunal de que ordenara la venta de la serrería y el depósito de madera, el de cerca de Palmyra. El otro no llegó a funcionar bien. Los doscientos mil dólares de la venta se los quedó mi cliente. Tenían un apartamento la mar de agradable en el golfo, por la zona de Destin, que también se quedó Sybil. Te lo estoy resumiendo, porque el expediente tiene un palmo de ancho. Si quieres puedes consultarlo.
—Quizá más tarde. ¿Tienes idea de cómo está ahora mismo el saldo de Hubbard?
—No, le perdí el rastro. Después del divorcio ha estado muy callado. La última vez que hablé con Sybil vivía en la playa y me dijo que se lo pasaba muy bien con su nuevo marido, bastante más joven. Me contó que corría el rumor de que Seth había vuelto al negocio de la madera, pero aparte de eso no sabía gran cosa. —Harry Rex tragó con fuerza y engulló lo que tenía en la boca. Después, sin rastro de vacilación o de vergüenza, emitió un fuerte eructo—. ¿Has hablado con los hijos?
—Aún no. ¿Tú los conoces?
—Los conocí. Pondrán salsa en tu vida. Herschel es un fracasado del copón, y su hermana… ¿Cómo se llamaba?
—Ramona Hubbard Dafoe.
—Esa. Tiene unos años menos que Herschel, y es de esa típica gente del norte de Jackson. Ninguno de los dos se llevaba bien con Seth. Siempre tuve la impresión de que él tampoco era un padrazo precisamente. Tenían muy buena relación con Sybil, su madrastra, y cuando quedó claro que el divorcio lo ganaría ella y que se llevaría el dinero, se pasaron a su bando. A ver si lo adivino: ¿no les deja nada, el viejo?
Jake asintió con la cabeza, aunque no abrió la boca.
—Pues van a alucinar. Irán por la vía judicial. Lástima que yo no pueda meter mano y cobrar parte de los honorarios.
—No veas.
Un último mordisco al submarino y las últimas patatas. Harry Rex formó una bola con el envoltorio, la bolsa y las servilletas y la arrojó bajo la mesa, con la botella vacía. Después abrió un cajón, sacó un puro largo y negro y se lo encajó en un lado de la boca, sin encenderlo. Ya no fumaba, pero aún se le iban diez cigarros al día en mordiscos y escupitajos.
—He oído que se ahorcó. ¿Es verdad?
—Sí. Lo planeó todo muy bien.
—¿Sabes por qué?
—Seguro que has oído los rumores. Se estaba muriendo de cáncer. Es lo único que sabemos. ¿Quién le defendió en el divorcio?
—Se equivocó contratando a Stanley Wade.
—¿Wade? ¿Desde cuándo se dedica a los divorcios?
—Ahora ya no —dijo Harry Rex con una carcajada. Después hizo ruido con los labios y se puso serio—. Oye, Jake, me sabe mal decirlo, pero en este asunto lo que pasó hace diez años no tiene ninguna importancia. Yo le quité a Seth Hubbard todo su dinero, y me quedé un pellizco, cómo no. El resto se lo di a mi cliente, y expediente cerrado. Lo que hiciera Seth después de su segundo divorcio no es de mi incumbencia. —Señaló con un gesto el vertedero que tenía por mesa—. En cambio, todo esto es mi lunes. Si quieres que tomemos una copa luego, yo encantado, pero ahora mismo no doy abasto.
En el caso de Harry Rex, «tomarse una copa luego» solía significar más tarde de las nueve.
—Vale, vale, ya comentaremos la jugada —dijo Jake sorteando legajos de camino a la puerta.
—Una pregunta, Jake, ¿puedo suponer que Hubbard renunció a un testamento anterior?
—Sí.
—¿Y ese testamento se lo redactó un bufete un poco mayor que el tuyo?
—Sí.
—Pues yo de ti correría al juzgado y presentaría la primera instancia de legalización.
—Mi cliente quiere que espere hasta después del funeral.
—¿Cuándo será?
—Mañana a las cuatro.
—El juzgado cierra a las cinco. Ya iré yo. Siempre es mejor ser el primero.
—Gracias, Harry Rex.
—No hay de qué.
Harry Rex eructó y cogió una carpeta.
Toda la tarde fue un flujo constante de vecinos, feligreses y otras amistades que se desplazaban en visita solemne al domicilio de Seth para llevar comida y dar el pésame, pero sobre todo para corroborar los rumores que corrían como la pólvora por el límite nordeste del condado de Ford. La mayoría fueron educadamente despedidos por Lettie, encargada de abrir y cerrar la puerta, coger los guisos, aceptar los pésames y decir una y otra vez que la familia «se lo agradece mucho, pero no desea compañía». Aun así, hubo algunos que lograron asomarse a la sala de estar y quedarse mirando como papamoscas la decoración, tratando de impregnarse de una parte de la vida de su querido y difunto amigo. Ni habían estado allí nunca, ni sus nombres le sonaban a Lettie de nada. A pesar de todo estaban muy apenados. Qué manera tan trágica de abandonar este mundo… ¿De veras se había ahorcado?
La familia estaba oculta en el patio trasero, reagrupada en torno a una mesa de picnic, lejos del trajín. No habían encontrado nada provechoso al registrar el escritorio y los cajones de Seth. Cuando le preguntaron, Lettie afirmó no saber nada, aunque ellos tuvieron sus dudas. Les daba respuestas afables, lentas y meditadas, que alimentaban aún más sus sospechas. A las dos del mediodía, aprovechando una pausa en las visitas, les sirvió la comida en el patio. Ellos insistieron en que cubriera la mesa de picnic con un mantel, pusiera servilletas de tela y sacase la vajilla de los festivos, aunque la colección de Seth se resintiera tras varios años de total descuido. Su sentir, no expresado pero tácito, era que por cinco dólares la hora lo mínimo exigible era comportarse como una criada de verdad.
Mientras iba de un lado para otro, Lettie los oyó discutir sobre quién iría al funeral y quién no. Ian, por ejemplo, estaba intentando cerrar un magnífico negocio que muy posiblemente afectaría al futuro económico de todo el estado. Tenía concertadas reuniones importantes para el día siguiente y no acudir podría causar problemas.
Herschel y Ramona aceptaron a regañadientes que ninguno de los dos podría librarse de la ceremonia, aunque por momentos Lettie tuvo la impresión de que intentaban buscar alguna excusa. El estado de salud de Ramona empeoraba sin tregua. No estaba segura de poder aguantar mucho más tiempo. Quien seguro no estaría sería la exmujer de Herschel, por deseo expreso de este último. Nunca había sentido simpatía por Seth, que a su vez, la despreciaba. Herschel tenía dos hijas, una en Texas, en la universidad, y la otra en Memphis, en el instituto. La universitaria no podía saltarse más clases. Herschel reconoció que no había tenido una relación muy estrecha con su abuelo. «No me digas», pensó Lettie al retirar más platos. También la hija pequeña estaba en duda.
Seth tenía un hermano, el tío Ancil, a quien no conocían personalmente y de quien lo ignoraban todo. Según lo poco que sabía la familia sobre sí misma, Ancil había ingresado en la marina a los dieciséis o diecisiete años, tras mentir acerca de su edad. Herido en el Pacífico, había sobrevivido y había viajado por el mundo entero, cambiando varias veces de trabajo, siempre en el ámbito de la navegación. Hacía décadas que Seth había perdido el contacto con su hermano, de quien nunca hablaba. Era imposible localizar a Ancil. De hecho, no hacía falta ni intentarlo, estaba claro. Lo más probable era que estuviese tan muerto como Seth.
Hablaron de una serie de parientes a quienes no habían visto en años, ni tenían ganas de volver a ver. «Qué familia más triste y más rara», pensó Lettie al servirles unos pasteles. Estaban empezando a perfilar una ceremonia rápida y con pocos asistentes.
—A ver si la echamos —dijo Herschel cuando Lettie regresó a la cocina—, que a cinco dólares la hora es un timo.
—¿«Echamos»? ¿Desde cuándo la pagamos nosotros? —preguntó Ramona.
—Bueno, de alguna manera ahora cobra de nosotros. Todo sale de la herencia.
—Pues yo no pienso limpiar la casa. ¿Tú sí, Herschel?
—Claro que no.
Fue el momento en que intervino Ian.
—Mejor que nos lo tomemos con calma y esperemos hasta después del funeral. Entonces le decimos que limpie la casa, y el miércoles, cuando nos vayamos, la cerramos con llave.
—¿Y quién le dice que se ha quedado sin trabajo? —preguntó Ramona.
—Yo mismo —dijo Herschel—. No pasa nada. Solo es una criada.
—No sé por qué, pero me escama —dijo Ian—. No me pidáis que os lo explique, pero tengo la sensación de que sabe algo más que nosotros, y que es algo importante. ¿Vosotros también lo notáis?
—Algo ocurre, está claro —dijo Herschel, contento de estar de acuerdo con su cuñado por una vez.
En cambio Ramona disentía.
—No, solo es el susto y la tristeza. Es de la pocas personas a quienes aguantaba Seth, o que podían aguantarlo a él, y ahora le da pena que se haya muerto. Encima está a punto de quedarse sin trabajo.
—¿Tú crees que sabe que la despediremos? —preguntó Herschel.
—Preocupada seguro que está.
—Solo es una criada.
Lettie llegó a su casa con un pastel que había tenido la amabilidad de darle Ramona. Era una tarta baja, de una sola capa, con una cobertura de vainilla industrial y rodajas de piña tostada, seguro que la menos apetecible de la media docena distribuida sobre la encimera de la cocina del señor Hubbard. La había traído un hombre de la iglesia, que entre otras cosas le había preguntado si la familia pensaba vender la camioneta Chevrolet de Seth. Lettie no tenía ni idea, pero le había prometido trasladar la pregunta, cosa que no había hecho.
Se había planteado seriamente dejar el pastel en una zanja de camino a casa, pero era incapaz de tirar comida. Claro que a su madre, enferma de diabetes, no le convenía más azúcar, suponiendo que quisiera probarlo…
Aparcó en la gravilla de la entrada, y se fijó en que no estaba el viejo camión de Simeon. Lógico, puesto que su marido llevaba varios días fuera. Lettie lo prefería así, aunque nunca sabía cuándo reaparecería. Ni en los mejores momentos era un hogar feliz, y su marido casi nunca hacía que las cosas fuesen mejor.
Los niños aún estaban en el autobús que los traía del colegio. Lettie entró por la cocina y dejó el pastel sobre la mesa. Como siempre, encontró a Cypress en la sala de estar, viendo la televisión mil horas seguidas.
Cypress sonrió y levantó los brazos para desentumecerlos.
—Hola, mi niña —dijo—. ¿Cómo ha ido el día?
Lettie se agachó y le dio un abrazo de cortesía.
—Con bastante trabajo. ¿Y tú?
—Nada, aquí, viendo la tele —contestó Cypress—. ¿Cómo llevan los Hubbard que se haya muerto su padre, Lettie? Siéntate a hablar un poco, anda, por favor.
Lettie apagó la tele, se sentó en un taburete al lado de la silla de ruedas de su madre y le explicó cómo había transcurrido aquel día sin margen para el aburrimiento: primero la llegada de Herschel y los Dafoe, que pisaban la casa de su infancia sin que viviera su padre por primera vez, luego el ir y venir de vecinos y comida, el desfile interminable… En resumidas cuentas, un día de lo más emocionante, que se esmeró en narrar sin hacer alusión a ningún tipo de conflicto. Cypress tomaba gran cantidad de medicamentos que a duras penas controlaban su tensión, capaz de dispararse ante el menor atisbo de problemas. Ya le daría Lettie la noticia de que se quedaba sin trabajo; no tardaría en hacerlo, con delicadeza, pero en un momento más oportuno.
—¿Y el funeral? —preguntó Cypress mientras acariciaba el brazo de su hija.
Lettie se lo explicó al detalle. Le dijo que pensaba ir, y que le había encantado la insistencia del señor Hubbard en que se permitiera el acceso de los negros a la iglesia.
—Seguro que te hacen sentarte en la última fila —dijo Cypress con una sonrisa de burla.
—Seguro, pero estaré.
—Me gustaría poder acompañarte.
—Y a mí que vinieras.
Cypress casi nunca salía de casa, a causa de su peso y de su falta de movilidad. Llevaba viviendo cinco años entre aquellas paredes, cada mes más gruesa y con más dificultades para desplazarse. Entre las múltiples razones por las que Simeon estaba siempre fuera, la madre de Lettie ocupaba uno de los primeros lugares.
—La señora Dafoe nos ha dado un pastel —dijo Lettie—. ¿Quieres un trocito?
—¿De qué es?
Aunque Cypress pesara una tonelada, no comía cualquier cosa.
—Pues de piña, o algo así. No sé si lo había visto antes, pero quizá valga la pena probarlo. ¿Lo quieres con un poco de café?
—Sí, pero ponme solo un trocito.
—Vámonos fuera, mamá, que así respiramos aire fresco.
—Con mucho gusto.
La silla de ruedas casi no cabía entre el sofá y la tele, y a duras penas encajaba en el estrecho pasillo por el que se accedía a la cocina. Rozó la mesa, cruzó despacio la puerta de atrás y, empujada suavemente por Lettie, salió rodando al porche de madera que había montado Simeon algunos años antes.
Cuando hacía buen tiempo a Lettie le gustaba salir a tomarse un café o un té helado antes de que anocheciera, lejos de los ruidos y el ambiente cargado de aquella casa tan pequeña. Eran demasiados para tres dormitorios y tan poco espacio. Uno lo ocupaba Cypress, el otro Lettie y Simeon (si estaba en casa), casi siempre con uno o dos nietos, y en el tercero lograban sobrevivir hombro con hombro sus dos hijas. Clarice, de dieciséis años, iba al instituto y no tenía hijos. Phedra, de veintiuno, tenía dos, uno de parvulario y otro de primero, y no estaba casada. El hijo pequeño, Kirk, de catorce años, dormía en el sofá de la sala de estar. No era raro que alguno de sus sobrinos se quedara con ellos unos meses mientras sus padres resolvían sus problemas.
Cypress tomó un sorbo de café instantáneo y pinchó unos trocitos de pastel con un tenedor. Se metió uno en la boca, despacio, y frunció el ceño al masticar. A Lettie tampoco le gustó, así que tomaron café y hablaron sobre la familia Hubbard, en la que reinaba el desconcierto. Se rieron de los blancos y sus funerales, y de que tuvieran tanta prisa por enterrar a sus muertos, hasta el punto de que muchas veces solo esperaban dos o tres días. Los negros se lo tomaban con más calma.
—Te veo ausente, cielo. ¿En qué piensas? —preguntó Cypress con dulzura.
Pronto llegarían los niños del colegio, y luego Phedra del trabajo. Era el último momento de calma hasta la hora de acostarse. Lettie respiró profundamente.
—Los he oído hablar, mamá, y me van a despedir. Seguramente esta semana, poco después del funeral.
Cypress sacudió su cabeza, grande y redonda. Parecía a punto de llorar.
—Pero ¿por qué?
—Supongo que no necesitan que les cuiden la casa. La venderán, porque no la quiere nadie.
—Santo cielo.
—Están impacientes por echar mano al dinero. Para venir a verle nunca tenían tiempo, pero ahora dan vueltas como buitres.
—Los blancos siempre igual.
—Les parece que el señor Hubbard me pagaba demasiado, y ahora tienen prisa por quitarme de en medio.
—¿Cuánto te pagaba?
—Mamá, por favor…
Lettie nunca le había contado a nadie de su familia que el señor Hubbard le pagaba la hora a cinco dólares contantes y sonantes. Era en efecto un sueldo alto para el servicio doméstico en una zona rural de Mississippi, y Lettie no era tan tonta como para crear problemas. Su familia podía querer un extra. Sus amistades podían hablar. «Guarda los secretos, Lettie —le había dicho el señor Hubbard—. No digas nunca el dinero que tienes». Simeon perdería la poca motivación que le hacía aportar algo en casa. Sus ingresos eran tan erráticos como su presencia. No hacía falta presionarle mucho para que ganase aún menos.
—He oído que me llamaban criada —dijo Lettie.
—¿Criada? Hacía tiempo que no oía esa palabra.
—No es buena gente, mamá. Dudo que el señor Hubbard fuera buen padre, pero sus hijos dan pena.
—Y ahora se quedarán con todo el dinero.
—Supongo. Lo que está claro es que cuentan con él.
—¿Cuánto tenía?
Lettie sacudió la cabeza y bebió un sorbo de café frío.
—Ni idea. No estoy segura de que nadie lo sepa.