4

De Memphis al condado de Ford solo había una hora en coche, pero como Herschel Hubbard siempre hacía el viaje solo, se le hacía eterno. Era volver sin desearlo a su pasado, y por muchos motivos emprendía el viaje tan solo en caso de necesidad, lo cual no ocurría a menudo. Se había ido de casa a los dieciocho años, aliviado y resuelto a regresar lo menos posible. Víctima inocente de una guerra entre sus padres, después de la separación se había puesto del lado de su madre, y se distanció del condado y de su padre. Veintiocho años más tarde le costaba creer que finalmente el viejo hubiera muerto.

Había habido algún intento de reconciliación, casi siempre a instancias de Herschel. En honor a la verdad, Seth había aguantado un poco, intentando tolerar a su hijo y sus nietos, pero la aparición de una segunda esposa, y de nuevos problemas conyugales, había complicado la situación. Hacía una década que a Seth no le importaba nada que no fuera su trabajo. Llamaba casi todos los cumpleaños, y mandaba una felicitación navideña cada cinco años, pero sus desvelos paternos no iban más allá. Cuanto más trabajaba, más despectivo se mostraba con la trayectoria profesional de su hijo, aspecto que constituía uno de los grandes motivos de tensión entre ambos.

Herschel tenía un bar de estudiantes cerca del campus de la universidad del estado de Memphis, y la verdad es que le iba bien. Pagaba las facturas y le daba para esconder un poco de dinero. Digno hijo de su padre, aún acusaba el terremoto de un divorcio muy duro cuya clara vencedora había sido su ex, que se había quedado con los dos niños y prácticamente todo el dinero. Ya hacía cuatro años que se veía obligado a vivir con su madre en una casa vieja y decadente del centro de Memphis, con varios gatos y de vez en cuando algún vagabundo gorrón que ella acogía. También su madre arrastraba las secuelas de una convivencia ingrata con Seth, y como suele decirse estaba mal de la chaveta.

Su humor empeoró aún más al cruzar la frontera del condado de Ford. Iba en un deportivo, un Datsun pequeño de segunda mano comprado más que nada porque su difunto padre aborrecía los coches japoneses, como todo lo japonés, de hecho, un primo suyo había muerto durante la Segunda Guerra Mundial a manos de sus carceleros japoneses, y Seth se regodeaba en un justificado fanatismo.

Sintonizó una emisora country de Clanton, y sacudió la cabeza al oír los comentarios infantiles que soltaba el locutor con voz gangosa. Había entrado en otro mundo, el que habría abandonado tiempo atrás con la esperanza de olvidarlo para siempre. Sentía lástima por sus amigos que aún vivían en el condado de Ford y no se irían nunca. Dos tercios de sus compañeros de promoción del instituto de Clanton seguían en la zona, trabajando en fábricas, conduciendo camiones y cortando madera para pulpa. La reunión de aniversario de los diez años le había entristecido tanto que se había saltado la de los veinte.

Tras el primer divorcio, la madre de Herschel había puesto pies en polvorosa para rehacer su vida en Memphis. Después del segundo había sido la madrastra de Herschel la que había huido para rehacer su vida en Jackson. Seth había conservado la casa y las tierras aledañas, por lo que Herschel no tenía más remedio que revisitar la pesadilla de su infancia cada vez que iba a verle, cosa que hasta la aparición del cáncer hacía una sola vez al año. La casa, de ladrillo, era una especie de rancho de una planta, apartado de la carretera del condado y protegido por la tupida sombra de abundantes robles y olmos. Delante había un amplio césped donde Herschel había jugado de pequeño, pero nunca con su padre. Jamás habían compartido un partido de béisbol o de fútbol. Ni siquiera habían instalado una portería infantil, o practicado pases. Al enfilar el camino de entrada y mirar el césped, volvió a sorprenderse de lo pequeño que le parecía ahora. Aparcó detrás de otro coche, con matrícula del condado de Ford, que no reconoció. Se quedó mirando la casa un momento.

Siempre había supuesto que no le afectaría la muerte de su padre, aunque más de un amigo le hubiera avisado de lo contrario. Te haces mayor, te enseñan a controlar las emociones, no abrazas a tu padre porque no es muy de abrazos, no le mandas regalos ni cartas, y cuando se muere sabes que te será fácil sobrevivir sin él. Un poco de pena en el entierro, a lo sumo un par de lágrimas… pero en cuestión de días se te pasa el mal trago y vuelves a tu vida intacto. Además, los amigos en cuestión tenían cosas buenas que decir sobre sus padres. Los habían visto envejecer y enfrentarse a la muerte sin pensar mucho en después, y a todos los había pillado por sorpresa el dolor.

Herschel no sentía nada, ni pérdida, ni pena por el cierre de un capítulo, ni compasión por un hombre con tantos problemas como para suicidarse. Sentado en su coche, mirando la casa, admitió no sentir nada por su padre, salvo acaso un vago alivio por que ya no estuviera y que su muerte supusiera una complicación menos.

Se acercó a la puerta de la casa, que justo en ese momento se abrió. En el umbral estaba Lettie Lang, llevándose a los ojos un pañuelo de papel.

—Hola, señor Hubbard —dijo con una voz quebrada por la emoción.

—Hola, Lettie —dijo él al detenerse en la alfombrilla de goma del porche de cemento.

Si se hubieran conocido más quizá Herschel le hubiera dado un abrazo, o le hubiera hecho algún gesto de pena compartida, pero no tuvo fuerzas. Solo se habían visto tres o cuatro veces, y nunca en condiciones. Era la asistenta, para colmo negra, y en ese sentido se esperaba que permaneciese al margen cuando estaba la familia en casa.

—No sabe cuánto lo siento —dijo Lettie al apartarse.

—Yo también —contestó Herschel.

Entró detrás de ella. Cruzaron la sala de estar y, al llegar a la cocina, Lettie señaló una cafetera.

—Está recién hecho.

—¿El coche de fuera es tuyo? —preguntó él.

—Sí.

—¿Por qué lo has aparcado en la entrada? Creía que tenías que dejarlo en este lado, donde está la camioneta de papá.

—Lo siento. Ha sido sin pensar. Voy a moverlo.

—No, da igual. Sírveme un café con dos de azúcar.

—Ahora mismo.

—¿Dónde está el coche de papá, el Cadillac?

Lettie vertió cuidadosamente el café en una taza.

—Se lo llevó el sheriff. En principio tenía que traerlo hoy.

—¿Por qué se llevaron el coche?

—Tendría que preguntárselo a ellos.

Herschel sacó una silla de debajo de la mesa, se sentó y cogió la taza con las dos manos. Después del primer sorbo frunció el ceño.

—¿Cómo te enteraste de lo de papá? —dijo.

Lettie se apoyó en la encimera, con los brazos cruzados en el pecho. Herschel le dio un repaso de arriba abajo. Llevaba el mismo vestido de algodón de siempre, hasta la rodilla, un poco apretado en la cintura, algo gordita, y mucho en el pecho, generoso.

A Lettie no se le pasó por alto aquella mirada. Nunca se le pasaban por alto. A sus cuarenta y siete años, y tras cinco partos, aún conseguía atraer algunas miradas; de blancos nunca, eso no.

—Ayer por la noche me llamó Calvin para explicarme lo que había pasado —dijo—. Me pidió que abriera la casa esta mañana y los esperase a ustedes.

—¿Tienes llave?

—No, nunca la he tenido. La casa estaba abierta.

—¿Quién es Calvin?

—Un blanco que trabaja aquí en la finca. Dijo que el señor Seth le llamó ayer por la mañana para quedar con él a las dos en el puente. Y allí estaba.

Lettie interrumpió la narración el tiempo justo para secarse los ojos con el pañuelo de papel. Herschel bebió un poco más de café.

—Me ha dicho el sheriff que papá dejó una nota y unas instrucciones.

—Yo no he visto nada, pero Calvin sí. Dice que el señor Seth escribió que se iba a suicidar.

Lettie rompió en llanto. Herschel la escuchó un momento; una vez que estuvo tranquila, él volvió a hacerle preguntas.

—¿Cuánto tiempo hace que trabajas aquí, Lettie? —le dijo.

Ella respiró profundamente y se secó las mejillas.

—No sé, unos tres años. Empecé limpiando dos días por semana, los lunes y los miércoles, unas horas al día. No hacía falta mucho tiempo, porque el señor Seth vivía solo, y para ser hombre era bastante ordenado. Al cabo de un tiempo me pidió que le cocinase, y yo accedí encantada. Eran más horas. Le hacía un montón de comida y se la dejaba en el horno o en la nevera. Al final, cuando se puso enfermo, me pidió que viniera todas las mañanas a cuidarlo. En los peores momentos de la quimio estaba casi todo el día y la noche en la cama.

—Creía que pagaba a una enfermera.

Lettie sabía lo poco que habían visto a su padre el señor Herschel y la señora Dafoe a lo largo de la enfermedad. Lo sabía todo, y ellos casi nada. Pero sería respetuosa, como siempre.

—Durante una temporada sí, pero llegó un momento en que ya no le gustaban. Se las cambiaban cada dos por tres. Nunca sabías quién vendría.

—Entonces ¿cuánto tiempo hace que trabajas aquí a jornada completa?

—Más o menos un año.

—¿Cuánto te pagaba papá?

—Cinco dólares la hora.

—¡Cinco! Parece mucho para el servicio doméstico, ¿no? Vaya, que yo vivo en Memphis, que es una ciudad grande, y mi madre a su asistenta le paga cuatro y medio la hora.

Lettie se limitó a asentir. No tenía respuesta. Podría haber añadido que el señor Seth le pagaba en efectivo, y que a menudo le añadía un plus; que le había prestado cinco mil dólares cuando su hijo se metió en líos y fue a la cárcel, y que cuatro días antes había condonado el préstamo sin mediar nada por escrito.

Herschel bebió café con cara de reproche. Lettie fijó la vista en el suelo.

Se oyeron dos puertas de coche en la entrada.

Ramona Hubbard Dafoe ya se había echado a llorar antes de cruzar la puerta. Abrazó a su hermano mayor en el porche, y en honor a la verdad Herschel logró mostrarse bastante conmovido: los ojos cerrados, los labios fruncidos, la frente arrugada… Un hombre que sufría de verdad. Los lamentos de Ramona parecían brotar de un sincero dolor, aunque Herschel tuvo sus dudas.

Ramona entró, y poco después se abrazó a Lettie como si ambas fuesen hijas naturales de un mismo padre bondadoso. Mientras tanto Herschel se quedó en el porche y saludó al marido de Ramona, por quien sentía un odio que era recíproco. Ian Dafoe era un pijo de una familia de banqueros de Jackson, la capital y la ciudad más grande del estado, donde calculando por lo bajo vivían la mitad de los gilipollas de todo Mississippi. De los bancos ya hacía tiempo que no quedaba nada; se habían hundido, pero Ian nunca dejaría de aferrarse a sus aires de niño privilegiado, pese a haberse casado con alguien de menor posición, y que ahora le costase lo mismo que a cualquiera ganarse la vida.

Mientras se estrechaban la mano con educación, Herschel miró por encima del hombro de Ian para ver el coche en el que habían venido y no se llevó ninguna sorpresa: un Mercedes blanco y reluciente, de aspecto nuevo, el último de una larga serie de vehículos similares. Gracias a que Ramona hablaba tanto como bebía, Herschel sabía que el bueno de Ian tenía los coches en leasing durante treinta y seis meses y los devolvía antes de tiempo. Poco importaba que los pagos provocasen cierto ahogo en la economía familiar. Para los señores Dafoe era mucho más importante que los vieran por el norte de Jackson en un coche a su altura.

Al final se reunieron todos en la sala de estar y se sentaron. Lettie les sirvió café y refrescos de cola antes de desaparecer diligentemente en la oscuridad, por la puerta abierta de un dormitorio que quedaba justo al lado, en el pasillo, lugar donde tenía por costumbre situarse cuando escuchaba las conversaciones telefónicas del señor Seth en la sala de estar. Desde ahí lo oía todo. Ramona lloró un poco más y expresó su incredulidad. Los dos hombres se limitaron a escuchar, mostrarse de acuerdo y pronunciar de vez en cuando alguna sílaba. No tardaron en ser interrumpidos por el timbre. Eran dos señoras de la iglesia, que traían un pastel y un guiso. No se les podía negar la entrada. Lettie, incansable, llevó la comida a la cocina, mientras las señoras se plantaban en la sala de estar sin esperar a que las invitasen, y empezaban la pesca de los cotilleos. A Seth le habían visto ayer mismo en la iglesia, con muy buen aspecto. Ya estaban al corriente del cáncer de pulmón, pero parecía que Seth lo hubiera vencido, caramba.

Herschel y los Dafoe no decían ni pío. Lettie escuchaba a oscuras.

Las señoras de la iglesia casi no podían aguantarse las preguntas («¿Cómo lo hizo?», «¿Dejó alguna nota?», «¿Quién se quedará el dinero?», «¿Puede haber algo sospechoso?»), pero era más que obvio que su indiscreción no era bien recibida, así que después de veinte minutos de cuasi silencio perdieron el interés y empezaron a despedirse.

A los cinco minutos de que se fueran volvió a sonar el timbre. La entrada de la casa estaba sometida a vigilancia, y los tres coches llamaban la atención.

—¡Lettie, ve a abrir! —vociferó Herschel desde la sala de estar—. Nosotros nos esconderemos en la cocina.

Era la vecina del otro lado de la carretera, con una tarta de limón. Lettie le dio las gracias y le explicó que los hijos del señor Seth estaban, sí, pero «no deseaban compañía». La vecina se quedó un momento en el porche, ansiosa por entrar y meter las narices en el drama, pero Lettie le cerró educadamente el paso en la puerta. Al final la vecina se marchó, y Lettie llevó la tarta a la cocina, donde se quedó en la encimera sin que nadie la tocara.

Alrededor de la mesa de la cocina no se tardó mucho en ir al grano.

—¿Has visto el testamento? —preguntó Ramona, a quien curiosamente se le habían aclarado mucho los ojos, brillantes de intriga y sospecha.

—No —dijo Herschel—. ¿Y tú?

—Tampoco. Vine hace un par de meses…

—En julio —interrumpió Ian a su esposa.

—Eso, en julio. Intenté hablar del testamento con papá. Me dijo que se lo habían redactado unos abogados de Tupelo, y que nadie se quedaría sin nada, pero no me explicó nada más. ¿Tú llegaste a comentarle algo?

—No —reconoció Herschel—. Es que me habría parecido raro, ¿sabes? Él muriéndose de cáncer, y yo preguntando por el testamento… No fui capaz.

Lettie acechaba en el pasillo, asimilando hasta la última palabra desde la oscuridad.

—¿Y sus bienes? —preguntó Ian fríamente.

Su curiosidad estaba más que justificada por la hipoteca que pesaba (y cómo) sobre la mayoría de sus propiedades. Su empresa construía centros comerciales de gama modesta, y cada nueva operación se traducía en un cúmulo de deudas. Ian trabajaba como un poseso para ir siempre un paso por delante de sus acreedores, pero los tenía encima constantemente.

Herschel miró con mala cara a la sanguijuela de su cuñado. Aun así mantuvo la calma. Los tres se olían problemas con la herencia de Seth, así que no tenía sentido darse prisa. Ya empezaría la guerra muy pronto. Herschel se encogió de hombros.

—Ni idea. Ya sabéis lo reservado que era siempre. Esta casa, las ochenta hectáreas de finca, el depósito de madera que hay más lejos, al lado de la carretera… Lo que no sé es qué deudas tenía. De negocios nunca hablábamos.

—Ni de negocios ni de nada —le espetó Ramona al otro lado de la mesa, aunque lo retiró enseguida—. Perdona, Herschel, por favor.

Semejante golpe bajo por parte de una hermana, sin embargo, no pudo ignorarse. Herschel le dedicó una mueca de desprecio.

—No sabía que fuerais tan íntimos, el viejo y tú.

Ian se apresuró a cambiar de tema.

—¿En esta casa tenía algún despacho, algún sitio donde guardara documentos personales? Podríamos echar un vistazo. ¿Por qué no? Seguro que hay extractos, escrituras, contratos… ¡Habrá hasta una copia del testamento en la casa, os lo digo yo!

—Debería saberlo Lettie —dijo Ramona.

—A ella mejor no meterla —dijo Herschel—. ¿Sabíais que le pagaba cinco pavos la hora a jornada completa?

—¿Cinco pavos? —repitió Ian—. ¿Nosotros a Berneice cuánto le pagamos?

—Tres cincuenta —dijo Ramona—. Por veinte horas.

—En Memphis pagamos cuatro y medio —informó orgullosamente Herschel, como si los cheques los firmara él, y no su madre.

—¿Cómo se entiende que un viejo tacaño como Seth le pagara tanto a una criada? —se preguntó Ramona, sabiendo que era una pregunta sin respuesta.

—Pues mejor que lo disfrute —dijo Herschel—, porque tiene los días contados.

—Ah, pero ¿vamos a despedirla? —preguntó Ramona.

—Inmediatamente. No tenemos más remedio. ¿O queréis seguir pagando esa fortuna? Escucha, hermana, este es el plan: esperamos a que pase el funeral, le decimos a Lettie que lo ordene todo, la despachamos y cerramos la casa. Y la semana que viene la ponemos a la venta, esperando que nos paguen un buen precio. A cinco dólares la hora no hay ninguna razón para que se quede.

Lettie bajó la cabeza en la oscuridad.

—Tan rápido… No sé —dijo Ian educadamente—. Pronto veremos el testamento y averiguaremos quién será el albacea. Probablemente alguno de vosotros dos. Suele ser el cónyuge, si ha sobrevivido al muerto, o alguno de sus hijos. El albacea dispondrá de la masa hereditaria siguiendo los términos del testamento.

—Todo eso ya lo sé —dijo Herschel, aunque en realidad no lo supiera.

Al tratar cada día con abogados, Ian solía ejercer las funciones de experto jurídico de la familia, una de las muchas razones por las que Herschel lo despreciaba.

—La verdad, aún no me creo que esté muerto —dijo Ramona, y encontró una lágrima que secarse.

Herschel la miró con mala cara, y tuvo la tentación de lanzarse por encima de la mesa para darle un bofetón. Que él supiera, su hermana había hecho el viaje al condado de Ford una vez al año, casi siempre sola, porque Ian no soportaba el sitio y Seth no soportaba a Ian. Ramona salía de Jackson hacia las nueve de la mañana, insistía en comer con Seth siempre en el mismo restaurante de carretera, a quince kilómetros al norte de Clanton, y luego se iba con él a la casa, donde a las dos del mediodía ya solía aburrirse, y de la que acostumbraba a marcharse a las cuatro. Sus dos hijos, que iban ambos a un colegio privado, llevaban años sin ver a su abuelo. En realidad tampoco Herschel podía acreditar una relación muy estrecha, pero al menos no lloraba lágrimas de cocodrilo, como si le echara de menos.

Los sobresaltaron unos golpes fuertes en la puerta de la cocina. Habían llegado dos policías de uniforme. Herschel abrió y los invitó a pasar. Las presentaciones, junto a la nevera, fueron tensas. Los policías se quitaron sus gorras y repartieron apretones.

—Perdonen que les interrumpamos —dijo Marshall Prather—, pero al agente Pirle y a mí nos manda el sheriff Walls, que les envía su más sincero pésame, por cierto. Traemos el coche del señor Hubbard.

Le entregó las llaves a Herschel.

—Gracias —dijo este.

El agente Pirle se sacó un sobre del bolsillo.

—Es lo que había dejado el señor Hubbard en la mesa de la cocina —dijo—. Lo encontramos ayer, después de encontrarle a él. El sheriff Walls ha hecho copias, pero considera que los originales le corresponde tenerlos a la familia.

Entregó el sobre a Ramona, que volvía a sorber por la nariz. Todos le dieron las gracias. Después de otra incómoda tanda de apretones y saludos con la cabeza, los agentes se fueron y Ramona abrió el sobre, del que extrajo dos hojas de papel. La primera era el mensaje para Calvin, en el que Seth confirmaba que su muerte había sido un suicidio. La segunda no iba dirigida a sus hijos, sino «A quien corresponda», y decía así:

Instrucciones para el funeral:

Deseo una ceremonia sencilla en la Iglesia Cristiana de Irish Road, el martes 4 de octubre a las 16.00, oficiada por el reverendo Don McElwain. Quiero que la señora Nora Baines cante «The Old Rugged Cross», y que nadie pronuncie ningún discurso fúnebre. De hecho dudo que le apeteciera a alguien. Aparte de eso, que el reverendo McElwain diga lo que quiera. Media hora, como máximo.

Si alguna persona de raza negra quiere asistir a mi funeral, se le tendrá que permitir. En caso contrario mejor que no haya funeral y que me metan en el hoyo.

Portadores del féretro: Harvey Moss, Duane Thomas, Steve Holland, Billy Bowles, Mike Mills y Walter Robinson.

Instrucciones para el entierro:

Acabo de comprar una parcela en el cementerio de Irish Road, detrás de la iglesia. He hablado con el señor Magargel, de la funeraria, que ha recibido el dinero del ataúd. No quiero panteón. Deseo un sepelio rápido justo después de la ceremonia religiosa (máximo cinco minutos antes de bajar el ataúd).

Adiós. Nos vemos en el otro mundo.

SETH HUBBARD

Después de haber hecho circular la hoja por la mesa, y de haber guardado un momento de silencio, se sirvieron más café. Herschel cortó un trozo de tarta de limón y señaló que estaba deliciosa. Los Dafoe no quisieron probarla.

—Parece que vuestro padre lo tenía todo bastante planeado —observó Ian al releer las instrucciones—. Rápido y sencillo.

—¿No deberíamos plantearnos si ha sido un asesinato? —soltó Ramona—. Aún no lo ha dicho nadie, ¿no? ¿Os parece si sacamos el tema, al menos? ¿Y si no se suicidó? ¿Y si le mató alguien y ahora intenta taparlo? ¿Tan seguros estáis de que papá podía suicidarse?

Herschel e Ian se la quedaron mirando como si acabaran de salirle cuernos. Los dos tuvieron tentaciones de regañarla y burlarse de su estupidez, pero al final nadie dijo nada durante una pausa larga y tensa. Herschel tomó despacio un poco más de tarta. Ian levantó suavemente las dos hojas.

—Cariño —dijo—, ¿cómo se podría falsificar esto? La letra de Seth se reconoce a diez metros.

Ramona, que lloraba, se secó las lágrimas.

—Ya se lo he preguntado al sheriff —añadió Herschel—, y él está seguro de que fue un suicidio.

—Ya, ya lo sé —farfulló ella entre sollozos.

—Tu padre se estaba muriendo de cáncer —dijo Ian—, con muchos dolores y todo eso, y prefirió tomar la iniciativa. Parece que no se le olvidó nada.

—No me lo puedo creer —dijo ella—. ¿Por qué no nos lo dijo?

«Pues porque vosotros nunca hablabais de nada», pensó Lettie en la oscuridad.

—Es bastante normal en los que se suicidan —dijo el gran experto, Ian—. Nunca le dicen nada a nadie, y pueden esmerarse muchísimo en la planificación. Hace dos años mi tío se pegó un tiro y…

—Tu tío era un borracho —dijo Ramona al dejar de llorar.

—Sí, es verdad, y cuando se lo pegó estaba borracho, pero aun así consiguió planearlo todo.

—¿Y si hablamos de otra cosa? —dijo Herschel—. No, Mona, aquí no ha pasado nada raro. Lo hizo todo Seth, que es quien dejó los mensajes. Yo propongo registrar la casa por si encontramos documentación, extractos bancarios… Hasta el propio testamento. Cualquier cosa que podamos necesitar. Somos sus familiares, y a partir de ahora los responsables. No tiene nada de malo, ¿verdad?

Ian y Ramona asintieron. En cuanto a Lettie, por extraño que pareciera, sonrió. El señor Seth se había llevado todos sus papeles y los había guardado con llave en un archivador de la oficina. Durante el último mes había despejado meticulosamente el escritorio y los cajones, se había llevado toda la documentación de interés, y a ella le había dicho: «Lettie, si me pasa algo, todo lo importante está muy bien guardado en mi oficina; ya se ocuparán los abogados, no mis hijos».

También había dicho: «Y te dejaré alguna cosita a ti».