3

La actual secretaria tenía treinta y un años y cuatro hijos; Jake solo la había contratado por falta de otras candidatas, hacía cinco meses, cuando él estaba desesperado y ella, disponible. Respondía al nombre de Roxy, y entre sus pros se encontraban que cada mañana se presentaba hacia las ocho y media o pocos minutos después y se mostraba más o menos cumplidora al responder al teléfono, saludar a los clientes, ahuyentar a la chusma, mecanografiar, archivar y mantener cierta organización en sus dominios. En el lado negativo, que pesaba algo más, estaban su desinterés por el trabajo, que veía como algo provisional hasta encontrar algo mejor, su manía de salir a fumar al porche trasero, el que el olor la delatase, su insistencia en lo poco que cobraba, sus comentarios (vagos pero malévolos) sobre lo ricos que eran según ella todos los abogados, y lo desagradable de su compañía en términos generales. Natural de Indiana, se había visto arrastrada al sur al casarse con un militar y, como mucha gente del norte, no soportaba la cultura que la rodeaba. Vivir en un poblacho, con una educación como la suya… Jake no se lo había preguntado, pero albergaba la clara sospecha de que no estaba en absoluto contenta de su vida conyugal. El marido se había quedado sin trabajo por negligencia. Roxy le había pedido a Jake que presentara una demanda a su favor, y aún estaba resentida por la negativa de su jefe. Encima faltaban unos cincuenta dólares en calderilla, y Jake se temía lo peor.

Tendría que despedirla, aunque no quería ni pensarlo. Cada mañana, durante sus momentos de tranquilidad, rezaba y le pedía a Dios paciencia para convivir con aquella última incorporación a la lista de secretarias.

Y qué lista tan larga… Las había contratado jóvenes porque había muchas y cobraban menos. Las mejores se casaban, se quedaban embarazadas y pretendían estar seis meses de baja. Las peores tonteaban, se ponían minifaldas ceñidas y hacían comentarios insinuantes. Una de ellas, a la que Jake despidió, le amenazó con una falsa denuncia de acoso sexual. Al final la detuvieron por firmar cheques sin fondo y se fue.

También las había contratado maduras, para evitar las tentaciones físicas, pero en general le habían salido mandonas, maternales, menopáusicas y tenían más citas médicas, amén de más achaques y dolores sobre los que hablar, y más entierros a los que acudir.

El despacho había estado varias décadas al mando de Ethel Twitty, presencia legendaria que había gestionado el bufete Wilbanks en sus momentos de esplendor y que, a lo largo de más de cuarenta años, había mantenido a raya a los abogados, aterrorizado al resto de las secretarias y reñido con los socios de menor edad, que en ningún caso duraban más de uno o dos años. Pero Ethel ya estaba jubilada. Jake se había librado de ella por la fuerza, durante el circo del caso Hailey. Su marido había recibido una paliza de una banda de matones, probablemente del Ku Klux Klan, aunque el caso estaba pendiente de resolución, y la investigación daba palos de ciego. Jake se había mostrado encantado con su marcha. Ahora casi la echaba de menos.

A las ocho y media, ni un minuto más, se sirvió otro café en la cocina. Después pasó un rato por el almacén, como si buscara un expediente antiguo. A las 8.39, hora en que Roxy cruzó la puerta trasera, Jake mataba el tiempo hojeando un documento al lado de la mesa de su secretaria, y una vez más se cercioraba de que Roxy llegaba con retraso. A él le importaba muy poco que tuviera cuatro hijos, un marido en paro y conflictivo, y un trabajo que no le gustaba (encima de mal pagado, según ella), sin contar toda una ristra de problemas. Si Roxy le hubiera parecido simpática, tal vez se hubiera compadecido de ella, pero a medida que pasaban las semanas le caía cada vez peor. Jake iba acumulando pruebas, engrosando el expediente de sanciones no impuestas y armándose de razones para que, llegado el momento de sentarse con ella y mantener la charla que tanto temía, no anduviera falto de hechos. Le parecía una mezquindad tener que tramar el despido de una secretaria indeseable.

—Buenos días, Roxy —dijo, lanzando un vistazo a su reloj de pulsera.

—Hola. Perdona que llegue tarde. Es que he tenido que llevar a los niños al colegio.

Otra cosa que le tenía harto eran sus mentiras, por pequeñas que fuesen. A los niños los llevaba y los traía el marido en paro. Jake lo sabía por Carla.

—Mmm —masculló al coger un fajo de sobres que Roxy acababa de dejar sobre la mesa.

Cogió el correo antes de que ella pudiera abrirlo y miró si había algo interesante. Era el típico montón de correo basura y bobadas de abogados: cartas de otros bufetes, una de la oficina de un juez, gruesos sobres con copias de escritos, mociones, instancias… Cosas que él no abría. Era trabajo de la secretaria.

—¿Buscas algo? —preguntó Roxy al dejar el bolso y la cartera y empezar a instalarse.

—No.

Se la veía bastante descuidada, como siempre, sin maquillar y peinada de cualquier manera. Fue rápidamente al baño para arreglarse, que a menudo le ocupaba un cuarto de hora. Más motivos de queja.

Al final del fajo, en el último sobre de tamaño normal del día, Jake vio escrito su nombre en tinta azul y letra cursiva. El remite le dejó tan atónito que casi se le cayeron las otras cartas. Tras arrojar al centro de la mesa de Roxy el resto del correo, subió corriendo la escalera, se encerró en su despacho y se sentó en una esquina frente a un escritorio de tapa corredera, bajo un retrato de William Faulkner comprado por el señor John Wilbanks, el padre de Lucien. Examinó el sobre: genérico, normal, blanco, de tamaño carta y de papel barato, probablemente comprado en caja de cien por cinco dólares, con un sello de veinticinco centavos en honor de un astronauta. A juzgar por su grosor podía contener diversas hojas. Estaba dirigido a él: «Jake Brigance, Abogado, 146 Washington Street, Clanton, Mississippi». Sin código postal.

El remite era «Seth Hubbard, Apdo. de Correos 277, Palmyra, Mississippi, 38664».

El sobre llevaba matasellos del 1 de octubre de 1988, el sábado anterior, en la oficina de correos de Clanton. Jake respiró profundamente y se tomó su tiempo para evaluar la situación. Si eran dignos de crédito los cotilleos del Coffee Shop (y no tenía por qué dudarlo, al menos por ahora), Seth Hubbard se había ahorcado hacía menos de veinticuatro horas, el domingo a mediodía. Ahora eran las 8.45 de la mañana del lunes. Para que a la carta le hubieran puesto matasellos en Clanton el sábado, Seth Hubbard, o alguien de su parte, tenía que haberla metido en la ranura de Destinos Locales a última hora del viernes o el sábado antes de mediodía, cuando cerraba la oficina de correos. En Clanton solo ponían matasellos al correo local. El resto lo mandaban en camión a un centro regional de Tupelo, donde lo clasificaban, marcaban y distribuían.

Buscó unas tijeras y recortó meticulosamente una fina tira de papel en uno de los extremos del sobre, el opuesto al del remite, cerca del sello pero no tanto como para deteriorarlo. No se podía descartar que fueran pruebas. Ya lo copiaría todo después. Apretó un poco el sobre y lo sacudió hasta que se cayeron los papeles. Se le aceleró el pulso al desdoblarlos. Eran tres simples hojas blancas sin membrete. Pasó el dedo por los pliegues, alisó las hojas en la mesa y cogió la primera. El autor había escrito en tinta azul y letra pulcra, más de lo normal en un varón:

1 de octubre de 1988

Apreciado señor Brigance:

No me consta que nos conozcamos, ni nos conoceremos. Cuando usted lea esta carta yo estaré muerto, y la horrible ciudad donde usted vive será, como siempre, un nido de cotillas. Me he suicidado, pero solo porque estaba a punto de morir de cáncer de pulmón. Los médicos me han dado pocas semanas de vida, y estoy cansado de sufrir. Estoy cansado de muchas cosas. Si fuma usted, siga el consejo de un muerto y déjelo ahora mismo.

Le he elegido porque tiene fama de honrado, y porque admiré su valentía durante el juicio de Carl Lee Hailey. Tengo la clara intuición de que es usted un hombre tolerante, cosa que por desgracia se echa en falta en esta parte del mundo.

Yo a los abogados los desprecio, sobre todo a los de Clanton. A estas alturas de mi vida no voy a dar nombres, pero me moriré con una cantidad enorme de malevolencia no resuelta hacia diversos miembros de su profesión. Buitres. Vampiros.

Adjunto a la presente mi testamento, redactado, fechado y firmado de mi puño y letra. He consultado la legislación del estado de Mississippi y estoy seguro de que responde a todos los requisitos de los testamentos ológrafos y es acreedor por tanto a que lo ejecuten las autoridades judiciales. No hay testigos de la firma, ya que como bien sabe los testamentos ológrafos no los requieren. Hace un año firmé una versión más extensa en el bufete Rush de Tupelo, pero es un documento al que he renunciado.

Lo más probable es que esta nueva versión dé algunos problemas. Por eso quiero que sea usted el abogado de mi herencia. Deseo que este testamento sea defendido a toda costa, y sé que es usted capaz de ello. He excluido específicamente a mis dos hijos adultos, a sus respectivos hijos y a mis dos exesposas. No es buena gente. Prepárese, porque querrán guerra. Mis propiedades son considerables —hasta un punto que ellos ni siquiera sospechan—. Cuando se sepa, atacarán. Luche usted sin cuartel, señor Brigance. Es necesario que venzamos.

Junto a mi nota de suicidio he dejado instrucciones para el funeral y el entierro. No mencione usted mi testamento hasta después del funeral. Deseo que mi familia se vea obligada a cumplir todos los rituales del luto antes de descubrir que no recibirán nada. Obsérvelos fingir. Se les da muy bien. A mí no me quieren.

Le agradezco de antemano el celo con el que velará por mis intereses. No será fácil. Me consuela saber que no estaré presente para soportar tan dura prueba.

Atentamente,

SETH HUBBARD

Jake estaba demasiado nervioso para leer el testamento. Respiró profundamente, se levantó, dio un paseo por el despacho, abrió la cristalera del balcón y, por primera vez aquella mañana, contempló el juzgado y la plaza antes de regresar al escritorio de tapa corredera, donde releyó la carta. Serviría como prueba para determinar que Seth Hubbard estaba en pleno uso de sus facultades al otorgar testamento. Por unos instantes le paralizó la indecisión. Se secó las manos en los pantalones. ¿Qué era mejor: dejar la carta, el sobre y los demás papeles donde estaban y correr en busca de Ozzie, o avisar a un juez?

No. La carta se la habían enviado confidencialmente. Tenía todo el derecho del mundo a examinar su contenido. Aun así tenía la impresión de estar manipulando una bomba de relojería. Apartó lentamente la misiva y contempló la hoja siguiente. Con el corazón desbocado y las manos temblorosas, miró la tinta azul y tuvo la certeza de que aquellas palabras consumirían uno o dos años de su vida.

Decía así:

ÚLTIMA VOLUNTAD Y TESTAMENTO

DE HENRY SETH HUBBARD

Yo, Seth Hubbard, de setenta y un años de edad, en pleno uso de mis facultades mentales, pero en un estado físico de deterioro, dicto por la presente mi última voluntad y testamento:

1. Resido en el estado de Mississippi. Mi domicilio legal es el 4498 de Simpson Road, Palmyra, condado de Ford, Mississippi.

2. Renuncio a cualquier testamento que haya firmado anteriormente, y en concreto al que con fecha de 7 de septiembre de 1987 otorgué ante el señor Lewis McGwyre, del bufete Rush de Tupelo, Mississippi, y en el que a mi vez renunciaba expresamente a otro firmado en mayo de 1985.

3. Este documento se presenta como un testamento ológrafo, enteramente de mi puño y letra, sin colaboración de nadie. Está fechado y firmado por mí. Lo he redactado yo solo, en mi despacho, a fecha de hoy, 1 de octubre de 1988.

4. Me hallo en pleno uso de mis facultades mentales, y en plena capacidad para testar. Nadie ejerce o intenta ejercer ningún tipo de influencia sobre mí.

5. Designo como albacea de mis bienes a Russell Amburgh, del 762 de Ember Street, Temple, Mississippi. El señor Amburgh ha sido vicepresidente de mi grupo empresarial y posee un conocimiento directo de mis activos y de mis pasivos. Al señor Amburgh le emplazo a contratar los servicios del señor Jake Brigance, abogado de Clanton, Mississippi, a efectos de representación jurídica. Es mi voluntad que ningún otro abogado del condado de Ford toque mis bienes o gane un solo centavo validándolos.

6. Tengo dos hijos, Herschel Hubbard y Ramona Hubbard Dafoe, padres a su vez, aunque no sé de cuántos hijos, ya que hace tiempo que no nos hemos visto. Excluyo específicamente a todos mis hijos y nietos de heredar cualquiera de mis bienes. No recibirán nada. Ignoro cuál es el término jurídico para decir que se «saca» a una persona de una herencia, pero mi intención, por la presente, es evitar por completo que mis hijos y nietos obtengan algo de mí. Si impugnan este testamento, y pierden, es mi voluntad que corran de su cuenta todos los gastos judiciales y de representación letrada en que hayan incurrido movidos por la codicia.

7. Tengo dos exmujeres a quienes no nombraré. Dado que en los respectivos divorcios se lo quedaron prácticamente todo, no les asigno ningún bien en el presente documento. Las excluyo específicamente. Que mueran con dolor, como yo.

8. Doy, lego, entrego, transfiero (o como demonios se diga) el 90 por ciento de mis propiedades a mi amiga Lettie Lang, en gratitud por la entrega y amistad que me ha demostrado en los últimos años. Su nombre completo es Letetia Delores Tayber Lang, y su dirección el 1488 de Montrose Road, Box Hill, Mississippi.

9. Doy, lego, etc., el 5 por ciento de mis propiedades a mi hermano Ancil F. Hubbard, en caso de que aún esté con vida. Hace años que no tengo noticias suyas, aunque he pensado con frecuencia en él. Fue un niño desatendido, que se merecía algo mejor. De niños fuimos testigos de cosas que ningún ser humano debería ver, y Ancil quedó traumatizado de por vida. Si en estos momentos estuviera muerto, su 5 por ciento pasaría a formar parte de la masa hereditaria.

10. Doy, lego, etc., el 5 por ciento de mis propiedades a la Iglesia Cristiana de Irish Road.

11. Solicito a mi albacea que venda mi casa, mis tierras, mis bienes inmuebles, mis pertenencias personales y mi depósito de madera situado cerca de Palmyra al valor de mercado, en cuanto sea conveniente, y añada el fruto de la venta a mi masa hereditaria.

SETH HUBBARD

1 de octubre de 1988

La firma era pequeña, pulcra, bien legible. Jake volvió a secarse las manos en los pantalones. Releyó el testamento. Ocupaba dos páginas, con una letra dispuesta en renglones perfectos, como si Seth hubiera usado metódicamente algún tipo de regla.

Había una docena de preguntas que requerían su atención a gritos. La más evidente, ¿quién narices era Lettie Lang? La segunda, con poca diferencia, ¿qué había hecho exactamente para merecer el 90 por ciento? Y una más: ¿cuál era la cuantía de la herencia? Si de verdad era tan grande, ¿qué parte se llevaría el impuesto de sucesiones? Pregunta a la que siguió rápidamente otra: ¿a cuánto podían ascender los honorarios del abogado?

Sin embargo, antes de dejarse llevar por la codicia, dio otro paseo por el despacho. Le daba vueltas la cabeza, y se le había disparado la adrenalina. Qué reyerta jurídica más soberbia. Habiendo dinero de por medio, seguro que la familia de Seth sacaría su propio arsenal de abogados y atacaría con furia el testamento. Pese a no haberse encargado nunca de ningún gran litigio por cuestiones sucesorias, Jake sabía que se dirimían en los tribunales, y a menudo con jurado. En el condado de Ford era raro que un muerto dejara gran cosa tras de sí, pero de vez en cuando fallecía alguien de cierta riqueza sin tener bien planeada su sucesión, o con un testamento sospechoso, y esas ocasiones eran un filón para los abogados del lugar, que entraban y salían del juzgado sin descanso, mientras se evaporaban los bienes en gastos legales.

Metió en una carpeta el sobre y las tres hojas, con delicadeza, y se la llevó abajo, a la mesa de Roxy, cuyo aspecto había mejorado un poco. Estaba abriendo el correo.

—Lee esto —dijo Jake—. Despacio.

Roxy hizo lo que le pedía.

—Uau —dijo al acabar—. Buena manera de empezar la semana.

—No para Seth —dijo Jake—. Haz el favor de fijarte en que ha llegado en el correo esta mañana, 3 de octubre.

—Ya me fijo. ¿Por qué?

—Quizá algún día las fechas sean decisivas en los tribunales. Sábado, domingo, lunes.

—¿Tendré que declarar?

—Puede que sí y puede que no. De momento solo tomamos precauciones, ¿vale?

—Tú eres el abogado.

Jake hizo cuatro copias del sobre, la carta y el testamento. Una de ellas se la dio a Roxy para que inaugurase el nuevo expediente del bufete. Las otras dos las guardó bajo llave en un cajón de su escritorio. Esperó. En cuanto dieron las nueve salió del despacho con el original y una copia. A Roxy le dijo que iba al juzgado. Cruzó la puerta de al lado, la del Security Bank, y depositó el original en la caja fuerte del bufete.

Ozzie Walls tenía su oficina en la cárcel del condado, a dos manzanas de la plaza, en un achaparrado búnquer de cemento construido escatimando recursos hacía una década. Más tarde habían añadido una especie de anexo para alojar al sheriff, su equipo y los alguaciles, lleno de mesas baratas, sillas plegables y una moqueta sucia toda deshilachada en los zócalos. Normalmente las mañanas de los lunes eran de mucho trabajo, ya que había que poner orden en la juerga del fin de semana. Llegaban mujeres cabreadas para pagar la fianza de sus maridos resacosos y sacarlos de la cárcel. Otras entraban como furias para firmar el documento que llevaría a sus esposos a prisión. Los padres esperaban asustados los detalles de la redada antidroga en la que habían pillado a sus hijos. Los teléfonos sonaban más que de costumbre, y en muchos casos nadie respondía. Todo era un ir y venir de policías que engullían dónuts y café cargado. Si al frenesí habitual se le añadía el extraño suicidio de un hombre misterioso, el resultado era una mañana de lunes más ajetreada aún de lo normal.

Al fondo del anexo, y de un pequeño pasillo, había una puerta maciza donde ponía en letras grandes, pintadas a mano: OZZIE WALLS, SHERIFF DEL CONDADO DE FORD. Estaba cerrada. El sheriff, que los lunes llegaba temprano, estaba hablando por teléfono. Su interlocutora era una mujer compungida de Memphis cuyo hijo había sido pillado al volante de una camioneta que, entre otras cosas, transportaba una cantidad nada desdeñable de marihuana. Los hechos se habían producido el sábado por la noche, cerca del lago Chatulla, en una zona forestal conocida por ser escenario de prácticas ilícitas. El chaval era inocente, por supuesto. La madre se moría de ganas de ir a Clanton y sacarle de la cárcel de Ozzie.

No tan deprisa, le advirtió este último. Llamaron a la puerta. Tapó el auricular.

—¡Adelante! —dijo.

La puerta se abrió unos centímetros. Por la rendija asomó la cabeza de Jake Brigance. Ozzie sonrió inmediatamente y le hizo señas de que entrara. Jake cerró la puerta y se sentó en una silla. Ozzie estaba explicando que, aunque el crío tuviera diecisiete años, le habían pillado con casi un kilo y medio de maría, y por lo tanto no podían dejarle en libertad bajo fianza hasta que lo dictaminara un juez. Al oír despotricar a la madre, Ozzie frunció el ceño y apartó el auricular de la oreja. Sacudió la cabeza y volvió a sonreír. El rollo de siempre. Jake también lo había oído muchas veces.

Tras escuchar un poco más, Ozzie prometió hacer lo que pudiese, que obviamente no era mucho, y colgó. Se levantó a medias para darle la mano a Jake.

—Buenos días, señor letrado.

—Buenos días, Ozzie.

Hablaron de todo y de nada, hasta llegar al tema del fútbol. Ozzie había jugado una breve temporada con los Rams antes de destrozarse la rodilla, y aún seguía religiosamente al equipo. Dado que Jake era hincha de los Saints, como la mayoría de la gente en el estado de Mississippi, había poco de que hablar. Detrás de Ozzie, toda la pared estaba cubierta de recuerdos deportivos: fotos, premios, placas, trofeos… A mediados de los años setenta, cuando jugaba en el equipo de la universidad pública de Alcorn, le habían distinguido como uno de los mejores jugadores del país. A la vista estaba el esmero con que conservaba sus recuerdos.

Otro día, en otro momento, y preferiblemente con más público (por ejemplo en el juzgado, durante un descanso, con otros abogados escuchando), Ozzie podría haber tenido la tentación de referir la anécdota de cuando le había partido la pierna a Jake, que entonces era un quarterback flacucho de segundo curso en Karaway, un instituto mucho más pequeño que, por algún motivo, mantenía la tradición de ser aplastado por Clanton en la final de cada temporada. El partido, anunciado como el gran derbi del año, en ningún momento había tenido color. Ozzie, el placador estrella, había aterrorizado a la defensa de Karaway durante tres cuartos, y hacia el final del último se había lanzado a puntuar. El fullback, ya lesionado y atemorizado, ignoró a Ozzie, que atropelló a Jake, desesperado por huir. Ozzie siempre decía que había oído partirse el peroné. Según la versión de Jake, él solo había oído los bufidos y rugidos de un Ozzie sediento de sangre. Era una anécdota que, más allá de sus versiones, lograba contar al menos una vez al año.

Sin embargo, era lunes por la mañana, los teléfonos no paraban de sonar y los dos tenían trabajo. Era evidente que Jake venía por algo.

—Creo que me ha contratado Seth Hubbard —dijo.

Ozzie entrecerró los ojos mientras examinaba a su amigo.

—Creo que ya no está para contratar a nadie. Le tienen en el depósito de Magargel.

—¿Cortaste tú la cuerda?

—Digamos que le bajamos al suelo.

Ozzie cogió un expediente, lo abrió y sacó tres fotos en color de veinte por veinticinco que deslizó por la mesa. Jake las cogió. De frente, de espaldas y por el lado derecho; todas la misma imagen de Seth triste y muerto bajo la lluvia. Jake se quedó un segundo en estado de shock, pero disimuló. Estudió el rostro grotesco, tratando de reconocerlo.

—Nunca le había visto —farfulló—. ¿Quién le encontró?

—Uno de sus peones. Se ve que el señor Hubbard lo tenía todo planeado.

—Y que lo digas. —Jake metió la mano en el bolsillo de su americana y sacó las copias para acercárselas a Ozzie—. Esto ha llegado en el correo de esta mañana. Recién salido de imprenta. La primera página es una carta para mí. La segunda y la tercera se presentan como su testamento.

Ozzie cogió la carta y la leyó despacio. Después hizo lo propio con el testamento, sin traicionar ninguna emoción. Al acabar lo dejó todo en la mesa y se frotó los ojos.

—Vaya —consiguió decir—. ¿Es legal, Jake?

—En principio sí, pero seguro que lo va a impugnar la familia.

—¿Cómo lo impugnará?

—Con todo tipo de alegaciones: que si el viejo estaba mal de la cabeza, que si la mujer en cuestión le llevaba por el mal camino y le convenció de que cambiase el testamento… Hazme caso: si hay dinero en juego, tirarán con bala.

—La mujer en cuestión —repitió Ozzie, y sonrió, moviendo despacio la cabeza.

—¿La conoces?

—¡Y tanto!

—¿Negra o blanca?

—Negra.

Para Jake, que ya lo sospechaba, no fue una sorpresa ni una decepción. Al contrario: en ese instante empezó a sentir un primer brote de entusiasmo. Un hombre blanco con dinero, un testamento de última hora en que se lo dejaba todo a una mujer negra por quien evidentemente sentía un gran cariño, y un pleito a muerte ante un jurado, con él, Jake, en el ojo del huracán…

—¿Cuánto la conoces? —preguntó.

Era bien sabido que Ozzie conocía a todas las personas negras del condado de Ford, censadas o no, dueñas de tierras o indigentes, con trabajo o en paro voluntario, las que ahorraban o las que asaltaban domicilios, las de misa dominical o las de tugurio.

—La conozco —dijo, tan cauto como siempre—. Vive por Box Hill, en una zona que se llama Little Delta.

Jake asintió con la cabeza.

—Sí, he pasado en coche.

—Es el culo del mundo. Solo hay negros. Su marido se llama Simeon Lang y es un vago que vive a salto de mata y se engancha cada poco tiempo a la botella.

—Yo no conozco a ningún Lang.

—Pues a este no hace falta que le conozcas. Creo que cuando está sobrio conduce un camión y maneja un bulldozer. Sé que ha trabajado una o dos veces en plataformas de petróleo. Es un tío inestable, con cuatro o cinco hijos, uno de ellos en la cárcel, y creo que una en el ejército. Yo diría que Lettie tiene unos cuarenta y cinco años. Es una Tayber, y no hay muchos por aquí. Él es un Lang, que por desgracia los hay de sobra. No sabía que Lettie trabajase para Seth Hubbard.

—¿Conocías a Hubbard?

—Un poco. Me dio veinticinco mil dólares no declarados para mis campañas, sin pedir nada a cambio; de hecho, prácticamente me evitó durante mis primeros cuatro años. Le vi el verano pasado, al presentarme a la reelección, y me dio otro sobre.

—¿Lo aceptaste?

—No me gusta tu tono, Jake —dijo Ozzie, sonriendo—. Pues sí, acepté el dinero porque quería ganar. Además, mis rivales también aceptaban dinero. Es duro ser policía por aquí.

—No, si a mí me da igual. ¿Cuánto dinero tenía el viejo?

—Bueno, él dice que bastante. Personalmente no lo sé. Siempre ha sido un misterio. Se rumorea que lo perdió todo al divorciarse sin llegar a un acuerdo (le desplumó Harry Rex), y que desde entonces no ha soltado prenda sobre sus negocios.

—Muy listo.

—Tiene tierras, y siempre se ha dedicado al tema de la madera. Aparte de eso, no sé nada.

—¿Y sus dos hijos adultos?

—Con Herschel Hubbard hablé ayer hacia las cinco de la tarde para darle la mala noticia. Vive en Memphis, pero no conseguí mucha información. Dijo que llamaría a su hermana Ramona, y que vendrían cuanto antes. Seth dejó un papel con instrucciones sobre cómo quería que le despidiesen. Mañana a las cuatro se celebra el funeral en la iglesia, y luego le enterrarán. —Ozzie hizo una pausa y releyó la carta—. Parece un poco cruel, ¿no, Jake? Seth quiere que su familia cumpla con el luto antes de enterarse de que su padre se los ventila en el testamento.

Jake se rio, socarrón.

—Ah, pues a mí me encanta —dijo—. ¿Quieres ir al funeral?

—Solo si vas tú.

—Cuenta conmigo.

Se quedaron un momento en silencio, escuchando voces y teléfonos fuera. Ambos sabían que tenían trabajo, pero eran tantas las preguntas, y se avecinaba un espectáculo de tal magnitud…

—Me gustaría saber qué vieron los dos niños —dijo Jake—. Seth y su hermano.

Ozzie sacudió la cabeza. No tenía la menor idea. Echó una mirada al testamento.

—Ancil F. Hubbard. Si quieres intento localizarle. Buscaré el nombre en la red, por si tiene antecedentes.

—Sí, por favor. Gracias.

—Jake —dijo Ozzie después de otra pausa molesta—, esta mañana la tengo cargadita.

Jake se levantó de un salto.

—Yo también —dijo—. Gracias. Luego te llamo.