Jake Brigance miró fijamente los números rojos de su despertador digital. A las 5.29 tendió el brazo, pulsó un botón y bajó con suavidad los pies al suelo. Carla se dio la vuelta y se arrebujó aún más en las mantas. Jake le dio una palmada en el trasero y los buenos días, sin obtener respuesta. Era lunes, laborable. Carla aún dormiría una hora más antes de abandonar la cama a toda prisa y salir disparada con Hanna hacia el colegio. En verano aún dormía hasta más tarde, y ocupaba el día en cosas de chicas y lo que le apeteciese hacer a Hanna. En cambio el horario de Jake casi nunca variaba: se levantaba a las cinco y media, llegaba al Coffee Shop a las seis y se presentaba en el despacho antes de las siete. Pocos atacaban la mañana como Jake Brigance, aunque ahora, desde la madurez de sus treinta y cinco años cumplidos, se preguntase con mayor frecuencia por qué se levantaba tan temprano, y a qué se debía su insistencia por llegar al despacho antes que cualquier otro abogado de Clanton. Las respuestas ya no estaban tan claras como antes. El sueño que albergaba desde la facultad, el de llegar a ser un gran abogado penalista, seguía intacto, como sus ambiciones. Lo que le incordiaba era la realidad. Después de diez años en las trincheras, su despacho seguía repleto de testamentos, escrituras y disputas contractuales de tres al cuarto, sin un solo caso penal decente, ni un solo accidente de tráfico prometedor.
Atrás quedaba su momento de gloria. Carl Lee Hailey había sido absuelto hacía tres años. A veces Jake temía haber tocado techo. Al final, como siempre, desechó sus dudas y se recordó que solo tenía treinta y cinco años. Era un gladiador con muchas y grandes victorias ante sí en los tribunales.
Ya no tenían perro al que pasear. Max se les había muerto en el incendio que había destruido tres años antes su bonita, querida e hipotecadísima casa victoriana de Adams Street, a la que había prendido fuego el Ku Klux Klan en julio de 1985, cuando más encendidos estaban los ánimos por el juicio de Hailey. Primero habían quemado una cruz en el jardín, y después habían intentado volar la casa. La decisión de Jake de alejar a Carla y Hanna había resultado de lo más sensata. Después de un mes intentando matarle, al final el Ku Klux Klan había reducido su casa a cenizas. Jake había pronunciado sus conclusiones con un traje prestado.
El asunto de adoptar un perro nuevo era demasiado incómodo para hacerle frente. Lo habían tanteado un par de veces, pero al final siempre lo rehuían. Hanna quería un perro, y probablemente lo necesitase, por ser hija única y quejarse a menudo de que se aburría jugando sola, pero Jake y, sobre todo, Carla sabían muy bien quién correría con la responsabilidad de adiestrar al cachorro y cuidar de él. Por si fuera poco vivían de alquiler, y distaban mucho de tener la vida resuelta. Un perro podía aportar cierta normalidad, o todo lo contrario… Jake solía dar vueltas al tema durante los primeros minutos del día. Lo cierto era que echaba de menos tener perro.
Después de una ducha rápida se vistió en el pequeño dormitorio de invitados que usaban Carla y él para guardar la ropa. De hecho, todas las habitaciones eran pequeñas en aquella casa endeble que, por no ser, no era ni suya. Todo era provisional. El mobiliario consistía en una triste colección de regalos y restos de mercadillo, de la que se desprenderían por completo si llegaban a cumplirse sus planes, aunque, por mucho que le doliera tener que reconocerlo, casi nada estaba saliendo bien. Su demanda contra la compañía de seguros se había empantanado en tecnicismos antes de llegar a los tribunales, y parecía un caso perdido. Jake la había interpuesto seis meses después del veredicto de Hailey, cuando estaba en la cresta de la ola, lleno de confianza. ¿Cómo se atrevía una aseguradora a intentar fastidiarle le vida? Que le pusieran frente a un nuevo tribunal en el condado de Ford y lograría otro veredicto espléndido. Poco a poco, sin embargo, su arrogancia se había esfumado, a medida que Carla y él y se daban cuenta de las graves carencias de su cobertura. Seguían teniendo su solar a cuatro manzanas de distancia, vacío, chamuscado y cubierto de hojas secas. Su vecina, la señora Pickle, le echaba un ojo, pero no había mucho que vigilar. El resto del vecindario aún esperaba ver alzarse una casa nueva y bonita, y asistir al regreso de los Brigance.
Entró de puntillas en el cuarto de Hanna, le dio un beso en la mejilla y le subió un poco la manta. Ya tenía siete años. Su única hija. No tendrían más. Iba a segundo curso en la escuela primaria de Clanton, y su aula casi tocaba la sección de parvulario, donde trabajaba su madre de maestra.
Entró en la cocina estrecha, encendió la cafetera y se la quedó mirando hasta que empezó a hacer ruido. Después abrió su maletín, tocó la pistola semiautomática de nueve milímetros y guardó unos cuantos expedientes. Se había acostumbrado a ir a todas partes con pistola, cosa que le entristecía. ¿Cómo se podía tener una vida normal con un arma cerca a todas horas? Normalidades al margen, sin embargo, era una necesidad. Te incendian la casa después de haber intentado volarla con una bomba; amenazan por teléfono a tu mujer; queman una cruz en tu patio; le pegan una paliza tan brutal al marido de tu secretaria que al final no sobrevive; recurren a un francotirador que, en vez de pegarte un tiro a ti, se lo pega a un vigilante; hacen uso del terror durante todo el juicio, y se reafirman en sus amenazas mucho después de todo haya terminado…
Ahora cuatro de los terroristas cumplían condena en la cárcel: tres de ellos en un centro federal y el otro en Parchman. Solo cuatro, se recordaba constantemente Jake. A esas alturas las condenas ya deberían haber sido doce, y esta opinión la compartían Ozzie y otros líderes negros del condado. Al menos una vez a la semana, por costumbre y frustración, llamaba al FBI para preguntar si había novedades en la investigación. Después de tres años no siempre devolvían sus llamadas. También escribía cartas. El expediente ocupaba todo un archivador de su despacho.
Solo cuatro. Sabía muchos más nombres de sospechosos, o de quienes al menos él consideraba como tales. Algunos se habían ido a otro lugar. Otros se habían quedado. Sin embargo, todos tenían en común que seguían viviendo como si no hubiera ocurrido nada. Por eso Jake llevaba una pistola, con todos los permisos y todo el papeleo necesarios. Tenía una en el maletín, otra en el coche, dos en el despacho y alguna más. Sus escopetas de caza se habían quemado en el incendio, pero poco a poco iba recomponiendo su colección.
Salió al pequeño porche de ladrillo y respiró hondo el aire frío. Justo enfrente de la casa había un coche de la policía del condado, con un tal Louis Tuck al volante, un agente a tiempo completo que hacía el turno de noche y cuya principal misión consistía en dejarse ver desde el anochecer al alba por el barrio, y más concretamente permanecer aparcado todas las mañanas al lado del buzón a las seis menos cuarto, hora exacta en que, de lunes a sábado, el señor Brigance salía al porche e intercambiaban saludos. Los Brigance habían sobrevivido una noche más.
Mientras el sheriff del condado de Ford fuera Ozzie Walls, que ocuparía el cargo como mínimo tres años más, él y sus hombres harían cuanto estuviera en sus manos para proteger a Jake y su familia. Jake había aceptado el caso de Carl Lee Hailey y había echado toda la carne en el asador, esquivando balas, haciendo oídos sordos a amenazas muy reales y perdiéndolo casi todo hasta obtener un veredicto de inocencia cuyos ecos aún resonaban en el condado. Protegerle era la principal prioridad de Ozzie.
Tuck se fue a dar la vuelta a la manzana. En pocos minutos, cuando se hubiera ido Jake, volvería y se quedaría vigilando la casa hasta que la luz de la cocina le indicase que Carla se había levantado.
El Saab rojo de Jake, uno de los dos únicos vehículos de aquella marca en todo el condado de Ford, acumulaba más de trescientos mil kilómetros. Ya era hora de cambiarlo, pero Jake no podía permitírselo. En su momento le había parecido buena idea conducir un coche tan exótico por una ciudad pequeña, pero ahora los gastos de reparación eran terribles. El concesionario que quedaba más cerca era el de Memphis, a una hora de camino, por lo que cada visita al taller consumía medio día y mil dólares. Jake ya estaba preparado para pasarse a una marca americana. Pensaba en ello todas las mañanas al girar la llave y aguantar la respiración hasta que el motor se ponía en marcha. Hasta ahora siempre había arrancado, pero desde hacía unas semanas notaba un pequeño retraso, una o dos revoluciones suplementarias de mal agüero, como si estuviera a punto de estropearse algo. Su paranoia le hacía percibir otros ruidos, nuevos traqueteos. Miraba constantemente los neumáticos, cada vez menos perfilados. Salió marcha atrás hacia Culbert Street que, pese a hallarse a pocas manzanas de Adams Street y del solar vacío de los Brigance, pertenecía claramente a una zona de menor nivel. La casa de al lado también era de alquiler. Adams Street estaba bordeada por casas mucho más antiguas y elegantes, y con más carácter, mientras que Culbert era un batiburrillo de bloques de tipo suburbano sembrados sin orden ni concierto antes de que el ayuntamiento se hubiera puesto serio en materia de urbanismo.
Aunque Carla no solía hablar del tema, Jake sabía que tenía ganas de irse a vivir a cualquier otro lugar.
De hecho, lo habían comentado. Habían hablado de marcharse de Clanton. Los tres años transcurridos desde el juicio de Hailey habían sido mucho menos prósperos de lo esperado y deseado. Si el destino de Jake era una larga trayectoria de abogado sin lustre, ¿por qué no esforzarse en otro sitio? Como maestra, Carla podía trabajar donde fuese. Seguro que podrían vivir bien, sin armas ni vigilancia policial a todas horas. Por mucho que Jake gozase de la veneración de los negros del condado de Ford, muchos blancos seguían mirándolo con recelo, y los locos seguían en libertad. Por otro lado, vivir entre tantos amigos aportaba cierta seguridad. Los vecinos de los Brigance vigilaban el tráfico, y ningún coche o camioneta con pinta sospechosa se pasaba por alto. Todos los policías de la ciudad, y del condado, sabían de la enorme importancia que suponía la seguridad de la pequeña familia Brigance.
No, Jake y Carla no se irían, aunque a veces resultara divertido jugar a «dónde te gustaría vivir», un simple juego, porque Jake era consciente de la cruda realidad, la de que nunca encajaría en un bufete importante de una ciudad importante, ni encontraría nunca una localidad, fuera del estado que fuese, que no estuviera ya a reventar de abogados ambiciosos. Tenía claro su futuro y lo aceptaba. Solo necesitaba ganar algo de dinero.
Al pasar junto al solar vacío de Adams Street masculló unas palabrotas contra los cobardes que habían prendido fuego a su casa. Aceleró tras dedicarle otras lindezas similares a la compañía de seguros y circuló por Jefferson y Washington, calle esta última que discurría de este a oeste por el lado norte de la plaza principal de Clanton. Tenía allí su despacho, frente al solemne edificio del juzgado. Aparcaba todas las mañanas en el mismo lugar a las seis en punto, una hora en la que había sitio donde elegir. En la plaza aún quedaban dos horas de calma, hasta que abriesen sus puertas el juzgado, las tiendas y las oficinas.
En cambio, el Coffee Shop le recibió con un trajín de obreros, granjeros y policías, a los que saludó. Como siempre, era el único con traje y corbata. Los oficinistas se reunían una hora después al otro lado de la plaza, en el Tea Shoppe, para hablar de los tipos de interés y de política internacional. En el Coffee Shop se hablaba de fútbol, de política local y de la pesca de la lubina. Jake era uno de los pocos profesionales liberales bien integrado en el local, por toda una serie de razones: porque caía bien, porque le resbalaba todo y por su buen talante. También porque siempre se le podía pedir algún consejillo legal gratis si un mecánico o un camionero se metía en líos. Colgó la chaqueta en la pared y encontró un asiento vacío en la misma mesa que un policía, Marshall Prather. Dos días antes Ole Miss, la Universidad de Mississippi, había perdido por tres touchdowns contra Georgia. Era el tema del día. Dell, la camarera, siempre con su chicle, siempre insolente, le echó café al tiempo que lograba propinarle un golpe con su generoso culo: lo mismo seis días por semana. En cuestión de minutos trajo lo que Jake nunca pedía: una tostada de avena, gachas de sémola y jalea de fresa, como siempre. Mientras Jake sacudía el tabasco para echárselo en la sémola, Marshall le hizo una pregunta:
—Una cosa, Jake: ¿tú conocías a Seth Hubbard?
—Personalmente no —dijo él, mientras le miraban varios ojos—. He oído el nombre un par de veces. Tenía una casa cerca de Palmyra, ¿no?
—Sí.
Prather masticó un trozo de salchicha, mientras Jake tomaba sorbos de café.
—Me imagino —dijo Jake tras esperar un poco— que a Seth Hubbard le ha pasado algo malo, porque lo has dicho en pasado.
—¿Qué dices que he hecho? —preguntó Prather.
El policía tenía la engorrosa costumbre de soltar en voz alta una pregunta malintencionada durante el desayuno, seguida de un silencio. Estaba al corriente de todos los detalles y los trapos sucios, y siempre tanteaba a los demás por si tenían algo que añadir.
—Hablar en pasado. Has dicho «conocías», no «conoces», que querría decir que aún está vivo, ¿no?
—Supongo.
—Pues eso, ¿qué ha pasado?
—Que ayer se suicidó —dijo en voz alta Andy Furr, un mecánico de la Chevrolet—. Le encontraron colgado de un árbol.
—Hasta dejó una nota —añadió Dell al acercarse con la cafetera.
Teniendo en cuenta que el café llevaba una hora abierto, seguro que Dell ya estaba al corriente de toda la información disponible sobre el fallecimiento de Seth Hubbard.
—Ya. ¿Y qué ponía en la nota? —preguntó tranquilamente Jake.
—Eso no puedo decírtelo, cariño —trinó ella—. Es un secreto entre Seth y yo.
—Pero si tú no conocías a Seth —dijo Prather.
Dell era gata vieja, y tenía la lengua más viperina de toda la ciudad.
—Nos acostamos una vez, o dos, no sé… A veces me falla la memoria.
—Claro, es que ha habido tantos… —comentó Prather.
—Pues sí, chaval, pero tú lo tienes crudo —dijo ella.
—No tienes mala memoria tú ni nada —replicó Prather, provocando algunas risas.
—¿Dónde estaba la nota? —preguntó Jake, en un intento por devolver la conversación a su cauce.
Prather se llenó la boca de tortitas y estuvo un rato masticando.
—En la mesa de la cocina —contestó cuando acabó—. Ahora la tiene Ozzie. Aún la están investigando, pero no da para mucho. Se ve que Hubbard fue a la iglesia y que le vieron bien. Después volvió a su finca, cogió una escalera de mano y una cuerda, y lo hizo. Le encontró ayer hacia las dos uno de sus peones, balanceándose bajo la lluvia con sus mejores galas de domingo.
Interesante, insólito, trágico, pero a Jake le costó compadecerse de un desconocido.
—¿Tenía algo? —preguntó Andy Furr.
—No lo sé —dijo Prather—. Creo que Ozzie le conocía, pero apenas suelta prenda.
Dell les sirvió más café y se quedó a charlar un rato.
—No, yo no le conocía —dijo con una mano en la cadera—, pero tengo un primo que conoce a su primera esposa; tuvo al menos dos, y según la primera Seth tenía tierras y dinero. Decía que Seth intentaba no llamar la atención, tenía secretos y no se fiaba de nadie. También comentaba que era un hijo de puta y un cabrón, pero bueno, eso siempre lo dicen después de divorciarse.
—Lo sabrás por experiencia —añadió Prather.
—Pues sí, chaval. A experiencia te gano de largo.
—¿Hay testamento? —preguntó Jake.
Las sucesiones no eran su campo favorito, pero si los bienes eran de cierta enjundia alguien de la ciudad se cobraría sus buenos honorarios. Era todo papeleo, más un par de comparecencias en los tribunales; nada difícil, ni especialmente aburrido. Jake sabía que a las nueve de la mañana todos los abogados de Clanton estarían intentando averiguar quién había redactado el testamento de Seth Hubbard.
—Aún no lo sé —dijo Prather.
—Los testamentos no son públicos, ¿verdad, Jake? —preguntó Bill West, electricista en la fábrica de zapatos del norte de Clanton.
—Hasta que no mueres, no. No tendría sentido, porque puedes cambiarlos en el último momento. Además, quizá no quieras que se sepa lo que pone en tu testamento antes de que te hayas muerto… Cuando ya lo estás, y se ha legitimado el documento, se presenta en el juzgado y se hace público.
Mientras hablaba, Jake miró a su alrededor y contó al menos a tres hombres a quienes había redactado el testamento. Los hacía cortos, rápidos y baratos, como era bien sabido en la ciudad. Así siempre tenía clientela.
—¿Cuándo empieza la legitimación? —preguntó Bill West.
—No hay límite de tiempo. El testamento lo suelen encontrar el cónyuge o los hijos de la persona difunta y lo llevan al abogado. Van al juzgado y ponen en marcha el procedimiento más o menos un mes después del entierro.
—Y ¿si no hay testamento?
—Es el sueño de cualquier abogado —dijo Jake entre risas—. Se monta un pollo… Si el señor Hubbard se ha muerto sin testar, y ha dejado a dos exmujeres, y puede que a unos cuantos hijos adultos, o nietos, a saber, lo más probable es que se pasen los próximos cinco años peleándose por sus bienes, siempre y cuando los tuviera, claro.
—Tranquilo, que los tenía —dijo desde el fondo del bar Dell, que siempre llevaba encendido el radar: si tosías, te preguntaba por tu salud; si estornudabas, se acercaba corriendo con un pañuelo de papel; si estabas más callado que de costumbre, se entrometía en tu vida familiar o en tu trabajo; si intentabas hablar en voz baja, la tenías enseguida al lado de la mesa, rellenando las tazas de café sin importarle que estuvieran llenas; no se le escapaba nada, de todo se acordaba, y nunca dejaba de recordarles a sus chicos algo que podían haber dicho tres años antes en sentido contrario a como lo decían ahora.
Marshall Prather puso los ojos en blanco como diciéndole a Jake: «Está como una cabra». Sin embargo, tuvo la prudencia de no hablar. Se acabó las tortitas y ya no pudo quedarse más tiempo.
Tampoco Jake tardó en marcharse. A las 6.40 pagó la cuenta y salió del Coffee Shop, no sin antes darle un abrazo a Dell, cuyo perfume barato estuvo a punto de asfixiarle con sus efluvios. El alba teñía de naranja el cielo al este. Las lluvias del día anterior habían dejado el ambiente fresco y despejado. Jake fue hacia el este, como siempre, en dirección opuesta a su despacho, con la rapidez de quien llega tarde a una reunión importante, cuando en realidad no tenía ninguna en todo el día más allá de un par de visitas rutinarias de gente con problemas.
Dio su paseo matinal por la plaza de Clanton, con sus bancos, sus aseguradoras, sus inmobiliarias, sus tiendas y sus bares, todos pegados los unos a los otros, y cerrados a esas horas. Salvo contadas excepciones, los edificios eran de ladrillo y de dos plantas, con balcones de hierro forjado sobre las aceras, que dibujaban un rectángulo perfecto alrededor del juzgado y su césped. No podía decirse que la economía de Clanton fuera muy boyante, pero a diferencia de muchas localidades del sur rural tampoco agonizaba. Según el censo de 1980 su población era ligeramente superior a ocho mil habitantes, la cuarta parte de la de todo el condado, y se preveía que las cifras aumentasen un poco en el siguiente recuento. No había locales vacíos ni tapiados. Tampoco carteles de SE ALQUILA tristemente colgados en las ventanas. Jake era de Karaway, un pueblo de dos mil quinientos habitantes, a veintinueve kilómetros al oeste de Clanton, con una calle principal que sufría el abandono de los comerciantes, el cierre de los bares y el paulatino traslado de los abogados a la capital del condado. Ahora en la plaza de Clanton había veintiséis, número en alza que provocaba la asfixia de la competencia. Jake se preguntaba a menudo cuántos más podían aguantar.
Disfrutaba pasando junto a los otros bufetes y mirando sus puertas cerradas y sus recepciones vacías. Era una especie de vuelta de honor. Satisfecho, podía plantarle cara al día mientras sus competidores aún no habían despertado. Pasó junto al bufete de Harry Rex Vonner, quizá su mejor amigo dentro de la profesión, un guerrero que rara vez llegaba antes de las nueve, y que se encontraba a menudo con la recepción plagada de clientes en proceso de divorcio y con los nervios de punta. Casado varias veces, Harry Rex tenía una vida familiar caótica que le hacía preferir el trabajo nocturno. Jake pasó al lado del odiado bufete de Sullivan, sede de la mayor colección de abogados del condado: nueve, según el último recuento. Nueve tontos de capirote a quienes Jake, entre otras cosas por envidia, procuraba evitar. Sullivan tenía a los bancos y las aseguradoras. Sus abogados eran los que más dinero ganaban. Pasó junto al problemático bufete, cerrado con candado, de un viejo amigo, Mack Stafford, de quien hacía dieciocho meses que nadie sabía nada. Al parecer se había fugado en plena noche con el dinero de sus clientes. Su mujer y sus dos hijas todavía le esperaban. También le esperaba una acusación formal. Jake albergaba la secreta esperanza de que Mack estuviera en alguna playa, tomando combinados de ron sin intención de volver. Había sido un infeliz, infelizmente casado. «Sigue corriendo, Mack», decía cada mañana al tocar el candado sin detenerse.
Pasó al lado de las oficinas de The Ford County Times; del Tea Shoppe, que apenas empezaba a despertarse; de una sastrería donde se compraba los trajes en rebajas; de un bar propiedad de unos negros, el Claude’s, donde comía todos los viernes con otros liberales blancos de la ciudad; de una tienda de antigüedades a cuyo dueño, un timador, había denunciado dos veces; de un banco donde había hipotecado su casa por segunda vez y con el que aún estaba enzarzado en demandas; y de un edificio administrativo donde trabajaba el nuevo fiscal del distrito cuando estaba en la ciudad. El anterior, Rufus Buckley, ya no ocupaba el puesto; le habían expulsado los votantes y se había retirado permanentemente de cualquier cargo electo. Al menos así lo esperaban Jake y muchos otros. Jake y Buckley habían estado a punto de estrangularse mutuamente durante el juicio de Hailey, y el odio entre ambos seguía siendo intenso. El antiguo fiscal había vuelto a su localidad de origen, Smithfield, en el condado de Polk, donde se lamía las heridas mientras pugnaba por ganarse las lentejas en una calle mayor atestada de bufetes.
Ya había dado la vuelta. Abrió con la llave la puerta de su bufete, que solía considerarse el más bonito de la ciudad. El edificio, como muchos de la plaza, lo había construido la familia Wilbanks hacía un siglo, casi el mismo tiempo durante el que algún Wilbanks en su interior había ejercido la abogacía, tradición que se rompió cuando Lucien, el último superviviente de los Wilbanks, y con toda certeza el más chiflado, fue expulsado del colegio de abogados. En esa época acababa de contratar a Jake, recién salido de la facultad con todos sus ideales intactos. Lucien pretendía corromperle, pero no tuvo tiempo, porque el colegio de abogados del estado le expulsó definitivamente. En ausencia de Lucien y de cualquier otro representante de los Wilbanks, Jake había heredado unas oficinas espléndidas, aunque solo usaba cinco de las diez salas disponibles. En la planta baja había una recepción enorme, donde la actual secretaria trabajaba y recibía a los clientes. Arriba, en una majestuosa sala de cien metros cuadrados, Jake pasaba el tiempo detrás de una gran mesa de roble que habían usado Lucien, el padre de Lucien y su abuelo. Si se aburría, cosa frecuente, iba a las puertas acristaladas y las abría para salir al balcón, con bonitas vistas del juzgado y la plaza.
A las siete, con gran puntualidad, se sentó a la mesa y bebió un poco de café. Después miró la agenda del día y reconoció en su fuero interno que no parecía ni prometedora ni provechosa.