Childe durmió, aunque con un sueño agitado, durante un día, una noche y la mayor parte del día siguiente. Se levantaba de cuando en cuando para vaciar su vejiga o sus intestinos, para comer cereales o bien un sándwich; se despertaba eyaculando, después de un sueño erótico.
Aunque sus sueños eran en general terroríficos, en ocasiones disfrutaba de copulaciones razonablemente agradables. Unas veces, la señora Grasatchow o Vivienne o Dolores le violaban y se despertaba eyaculando y gimiendo. Otras veces, era él quien montaba a Sybil, o a otra antigua amiga, o a alguna mujer sin rostro. Y tuvo al menos dos sueños en los que tomaba por detrás a un animal hembra, la primera vez una preciosa pantera, y la otra una loba.
Al despertar, se preguntaba sobre sus sueños, sabiendo que los freudianos afirman que todos los sueños, por terroríficos u horribles que sean, eran siempre la expresión de un deseo profundo.
Cuando consiguió recuperar el sueño perdido, su pijama y las sábanas estaban hechos una pena, pero los efectos del coño habían desaparecido. Se sintió muy feliz al ver su pene fláccido. Se duchó y desayunó, y después recorrió la última edición del Los Angeles Times. La vida había vuelto casi a la normalidad. Los periódicos se estaban repartiendo según los horarios habituales. Las industrias volvían a funcionar. El éxodo inverso continuaba pero se había ya convertido en algo desdeñable. Las empresas de pompas fúnebres estaban desbordadas y se realizaban funerales hasta altas horas de la noche. La policía no daba abasto a las llamadas sobre personas desaparecidas. Pero, por lo demás, la ciudad funcionaba como de costumbre. El smog empezaba a acumularse de nuevo, pero no habría peligro mientras persistiera la brisa.
Childe leyó la primera página y algunos artículos. Después cogió el teléfono y marcó el número de Sybil. No había nadie en su casa. Una llamada a San Francisco le puso en contacto con la hermana de Sybil, Cherril, quien le dijo que su madre había muerto, que Sybil debía venir al entierro, pero que la habían esperado en vano. Sin embargo, le había dicho que saldría en seguida, nada más terminar de hacer el equipaje. No había podido tomar el avión y su automóvil se estropeó, de modo que había telefoneado a su hermana diciendo que iba para allá con un amigo que también quería salir de Los Angeles.
¿Quién era aquel «amigo»? Cheryl no tenía ni idea. Pero estaba muy inquieta por Sybil y había intentado ponerse en contacto con ella. Después de cinco intentos sin que contestaran el teléfono, había decidido renunciar. La policía estatal le había informado que Sybil no figuraba entre las víctimas de ninguno de los múltiples accidentes ocurridos entre Los Angeles y San Francisco, durante aquel período de tiempo.
Childe le dijo a Cherril que no se preocupara, que mucha gente seguía sin aparecer, que Sybil aparecería en el momento menos pensado, sana y salva, que él no descansaría hasta encontrarla, y así sucesivamente.
Cuando colgó el teléfono, se sintió completamente vacío.
Al día siguiente seguía sintiéndose igual de vacío y tuvo que admitir que no había logrado averiguar más de lo que Chery le había contado. Al Porthouse, el «amigo» con el que sospechaba que podría haberse ido Sybil, negó haberla visto en las últimas dos semanas.
Childe se rindió por el momento, y dedicó su atención a otras cuestiones. La casa del barón había ardido casi por completo, aunque la lluvia había limitado en parte los efectos del fuego. No se habían encontrado cadáveres entre las ruinas, el patio ni en los bosques. El bolso de la señora Grasatchow tampoco había sido hallado.
Childe recordó el automóvil con el que se había cruzado al salir de la finca del barón. Quienes quiera que fueran los seis desconocidos, habían realizado una limpieza concienzuda.
¿Pero qué le había ocurrido a Dolores?
Condujo hasta la finca y volvió a escalar el muro, ya que la policía había cerrado la verja principal. No logró descubrir nada. La policía por supuesto no conocía su historia. Childe juzgó que sería preferible no contarles nada, salvo que había visitado al barón en una única ocasión y que esta visita había sido breve. Después de interrogarle, le comentaron que estaban desconcertados por la desaparición del barón, la secretaria, los sirvientes y el chófer, pero que hasta el momento no habían conseguido información alguna. Todo lo que sabían, era que los ocupantes de la casa habían partido con destino desconocido; pensaban que la casa había ardido por accidente, y que en un momento dado el barón se pondría en contacto con ellos.
A última hora de aquella noche, Childe regresó a su apartamento. Estaba absorto en sus pensamientos, centrados en la posibilidad de irse a vivir a algún lugar donde el smog no fuera a constituir un problema hasta transcurridos un buen número de años. Tardó algún tiempo en darse cuenta de que el teléfono debía haber sonado al menos una docena de veces. Ahora se dio cuenta de que había empezado a hacerlo mientras abría la puerta.
Era una agradable voz de barítono.
—¿Señor Childe? Usted no me conoce. Nunca nos hemos visto, afortunadamente para usted, aunque creo que nos cruzamos en la carretera, cerca de la finca del barón Igescu, hace varios días.
Childe tardó un momento en responder.
—¿Qué es lo que quiere? —dijo finalmente.
Su voz era firme. Había pensado que se le quebraría como si estuviera cristalizada junto con el hielo que se había abatido sobre él.
—Ha sido usted muy discreto, señor Childe, al no hablar con la policía. De hecho, por lo que sabemos, al no hablar con nadie. Pero deseamos poder estar seguros de ese silencio, señor Childe. Podríamos asegurarnos fácilmente por métodos que, a estas alturas, usted ya conoce bien. Pero nos agrada saber que usted conoce nuestra existencia, pero no puede hacer nada contra nosotros.
—¿Qué han hecho ustedes con Sybil? —vociferó Childe.
—¿Sybil? ¿Quién es Sybil? —dijo la voz, después de un largo silencio.
—¡Mi mujer! ¡Quiero decir mi exmujer! ¡Lo sabe usted perfectamente, maldito sea! ¿Qué ha hecho con ella, monstruo repugnante, bestia…?
—Nada, se lo aseguro, señor Childe. La voz era fría y burlona.
—De hecho le admiramos bastante, señor Childe, a causa de sus logros. Felicitaciones. Consiguió usted matar, de manera definitiva, a una serie de amigos nuestros que habían conseguido sobrevivir durante mucho tiempo, señor Childe. No podría haberlo hecho sin ayuda de Dolores del Osorojo, por supuesto, pero contábamos con ella. El barón no supo preverlo y este descuido, o esta ignorancia, tuvo que pagarlo muy caro, tanto él como todos los suyos. O al menos casi todos.
Aquella era su última oportunidad para averiguar algo acerca de ellos.
—¿Por qué las películas? —preguntó—. ¿Por qué enviarlas a la policía?
—Las películas son realizadas para nuestra utilización privada, como entretenimiento, señor Childe, nos las intercambiamos entre nosotros en todo el mundo. Por medio de nuestros propios correos, por supuesto. El barón decidió romper un precedente y dejar que los otros tuvieran acceso a algunas de ellas. Pensó que sería divertido contemplar el furor y la agitación de la policía. La agitación, de hecho, de todos los humanos. En cualquier caso, el barón y su grupo iban a emigrar en breve, de modo que no había posibilidad de que se nos relacionara con las películas. El barón había pensado enviar todas sus películas a la policía, empezando por las más recientes, y operando cronológicamente hacia atrás. La mayor parte de los sujetos estaban clasificados como personas desaparecidas, ¿sabe usted? Y los primeros casos habían sido ya olvidados de puro antiguos. Usted encontró sus pieles. Y las perdió. Tuvo usted suerte, o fue muy hábil. Utilizó un método de investigación heterodoxo y tropezó con la verdad. Entonces el barón pensó que no podía dejarle marchar porque sabía demasiado, de forma que decidió convertirle en su último sujeto. Pero ahora, el barón ya no tendrá necesidad de abandonar esta área para alejarse del smog…
—¡Yo vi a la anciana, a la baronesa, intentando suscitar el smog! —dijo Childe—. Qué es lo que…
—¡Estaba intentando hacerlo desaparecer, estúpido! ¡Este solía ser un lugar agradable para vivir, pero ustedes los humanos…!
Childe pudo notar cómo la cólera le estrangulaba la voz. No obstante, cuando volvió a hablar su voz era de nuevo fría y burlona:
—Le sugiero que mire en su dormitorio. Y recuerde que debe mantenerse en silencio, señor Childe. En caso contrario…
Colgó el teléfono, pero, justo antes de interrumpirse la comunicación, Childe escuchó sonido de campanas y un órgano que entonaba el primer compás de Gloomy Sunday. Podía imaginarse el resto de la música y el chirrido de bisagras oxidadas del Inner Sanctus.
Se quedó un rato petrificado, con el teléfono en la mano. ¿Woolston Heepish? ¿Aquella llamada procedía de la casa de Woolston Heepish?
¡Tonterías! Tenía que haber otra explicación. No quería pensar siquiera lo que esto significaría si… No, olvídalo.
Colgó el teléfono. Se acordó bruscamente de lo que aquel hombre le había aconsejado hacer. Se dirigió lentamente al dormitorio. Alguien había encendido la lámpara de la cabecera durante su ausencia.
Ella estaba en la cama, mirando fijamente hacia arriba. Una sábana la cubría hasta el nacimiento de sus pechos desnudos. Su negro cabello estaba desparramado sobre la almohada.
Se acercó más a ella y murmuró:
—Jamás pensé que pudieran hacerte daño, Dolores…
Retiró la sábana esperando encontrar las pruebas de alguna horrenda tortura. Estaba intacta.
Pero su cuerpo se arqueó hacia arriba; los pies en primer lugar, luego las rígidas piernas y finalmente el tronco, se elevaron hacia el techo. El peso de la abundante cabellera y de la pequeña válvula roja de la nuca evitaron que se escapara hasta el techo.
El maquillaje era perfecto. Le daba a su piel un aspecto carnal, sólido, y disimulaba bien su transparencia.
Childe tuvo que abandonar la habitación y se dejó caer en una silla.
Al regresar, al cabo de un buen rato, atravesó a Dolores con un alfiler. Ella explotó con un fuerte ruido, como un pistoletazo. Cortó su piel a tiras con unas tijeras y la arrojó al water. Sólo quedó el cabello, que metió en el cubo de la basura.
Un siglo y medio de fantasmales apariciones, una breve reencarnación, unas cuantas copulaciones violentas y apresuradas, unas cuantas muertes de antiguos enemigos. Y todo había terminado en aquello. Un ojo negro, unas largas pestañas, una espesa ceja, los últimos restos, se arremolinaron en el agua antes de ser también engullidos.
Al menos no había encontrado la piel de Sybil en su cama.
¿Dónde estaba ella? Tal vez no lo averiguara nunca. No creía que aquellos «seres» lo supieran. La perplejidad de su interlocutor no parecía fingida.
Aquellos «seres» no eran forzosamente responsables de la desaparición de Sybil. Entre los humanos podían encontrarse suficientes monstruos, al fin y al cabo.
FIN