Childe avanzó un paso. Seguía sin producirse el más mínimo ruido, excepto lo que oía su oído mental. Era una especie de chisporroteo, como si la intrusión de una masa nueva hubiera perturbado un campo magnético. Como si las líneas de fuerza hubieran sido empujadas hacia afuera.
Con el sable sujeto con la punta en alto, avanzó hacia el enorme tronco que reposaba sobre la cama. El chisporroteo insonoro se hizo más intenso. Se detuvo y miró bajo el armazón. Allí no había nada.
Algo pesado le golpeó la espalda y le derribó boca abajo. Rodó sobre sí mismo, gritando. Un fuego devorante le escocía en la espalda, las nalgas y el dorso de los muslos, pero se puso en pie y emprendió la huida, mientras algo bufaba y gruñía a sus espaldas. Dio la vuelta a la cama y se giró bruscamente, con el sable todavía empuñado, aunque no recordaba haberlo aferrado, ni siquiera haber pensado en ello. Si su espíritu se había aflojado por un instante, su puño no lo había hecho.
La cosa era de una belleza terrible: un pelo sedoso, con manchas negras y blancas, unos ojos muy fijos de color verde amarillento, que reflejaban la desagradable luz de los cirios, y unos delgados labios negros, con afilados dientes amarillos. Era demasiado pequeño para ser un leopardo pero lo bastante grande como para asustar a Childe, incluso una vez que el miedo producido por su inesperado ataque hubiera desaparecido. Se había escondido en la cavidad del tronco, agazapado sobre el cuerpo de Igescu, esperando pacientemente a que aquello se acercara.
Volvió a prepararse para atacar, gruñendo y enseñando los dientes, con los ojos llameando con ferocidad, las garras al descubierto.
Pegó un salto, por encima de la cama y el ataúd. Childe, inclinándose sobre el cuerpo del barón, lanzó una estocada. El felino quedó ensartado en la hoja, que le atravesó el cuello. Una zarpa relampagueó ante sus ojos, y sus uñas no le alcanzaron por muy poco. Childe cayó de espaldas, y el sable se le fue de las manos. Cuando se levantó, vio que el leopardo, una hembra, estaba dando las últimas boqueadas. Yacía sobre su costado derecho, con la boca abierta, mientras la vida desaparecía poco a poco de sus ojos, como una bandada de aves de deslumbrante colorido, abandonando, una tras otra, la rama donde estaban posadas, para empezar su peregrinación al sur, a la llegada del invierno.
Childe estaba jadeante y tembloroso, y el corazón parecía que iba a salírsele por la boca. Arrancó el sable del cuerpo, empujando con el pie, y después trepó sobre el armazón de roble. Alzó la espada con el puño asido con las dos manos. Su extremo estaba, dirigido hacia abajo, paralelamente a su cuerpo. Lo sostenía como si fuera un monje sosteniendo una cruz para ahuyentar al mal, lo que, en cierto modo, no se alejaba demasiado de la verdad. Abatió la hoja salvajemente con todas sus fuerzas; la punta de la hoja se hundió en la piel de Igescu y atravesó su corazón y, a juzgar por la resistencia que encontraba y los chasquidos sordos producidos, fracturó algunos huesos.
El cuerpo se estremeció con el impacto, y la cabeza hizo un pequeño movimiento hacia un costado. Eso fue todo. Nada de borbotones de sangre saliendo por la herida, ni siquiera una sola gota.
El instrumento de la ejecución era de acero y no de madera, pero la empuñadura tenía forma de cruz. Confiaba en que el símbolo fuera más importante que el material. Tal vez ninguna de las dos cosas tuvieran significado alguno. Podría ser falsa sabiduría popular la que aseguraba que un vampiro, para quedar verdaderamente muerto, debía ser atravesado con una estaca de madera, y que los muertos vivientes temían a la cruz con un pavor pagano y perdían sus poderes en su presencia.
Childe recordó también, de su lectura de Drácula, que se remontaba a muchos años atrás, algo acerca de la necesidad de decapitar al monstruo, después de haberlo matado.
Se dijo que, de todo lo que se afirmaba respecto a esos seres, muchas cosas debían ser falsas y otras muchas simplemente se desconocían. Aunque todo aquello fuera superstición, iba a hacer todo lo que estuviera en su mano para asegurarse de que la muerte fuera lo más definitiva posible.
En cuanto al leopardo, podría ser simplemente eso, un leopardo. Dado su pequeña talla, sospechaba que podía ser Ngima o Panchita Pocyotl. No parecía probable que Panchita Pocyotl, una india mexicana, algunos de cuyos antecesores sin duda hablaron alguna variante del dialecto Náhuatl, fuera una mujer-leopardo. Una mujer-jaguar, sí, pero no una mujer-leopardo. Si era un auténtico leopardo, sólo podía ser el africano Ngima o quizás el chino Pao.
Fuera lo que fuese, no mostraba signo alguno de metamorfosearse tras su muerte. Tal vez no era realmente sino una mascota entrenada para velar el sueño de Igescu.
¿En qué estoy pensando?, se dijo. Por supuesto que es un leopardo. Los licántropos y los hombres-leopardo y los vampiros no existen. Tal vez existan vampiros: vampiros psicológicos, psicópatas que creen serlo. ¡Pero una auténtica metamorfosis! ¿Qué clase de extraño mecanismo implicaría eso? ¿Huesos que tendrían que fluidificarse, cambiar de forma incluso a nivel de su estructura celular, y endurecerse de nuevo? Bueno, tal vez sus huesos no sean nuestro tipo de huesos. ¿Pero qué hay de la energía que requeriría el cambio? ¡E incluso aunque el cuerpo pudiera cambiar de forma, el cerebro sin duda no podría hacerlo! El cerebro tendría que guardar forzosamente su forma y tamaño, los de un cerebro humano.
Miró hacia el leopardo y se acordó de los dos lobos. Sus cabezas tenían el tamaño normal de las de un lobo, tenían pequeños cerebros de lobo.
Debía olvidarse de todos aquellos absurdos. Le habían drogado; el resto había sido pura sugestión.
Sólo en aquel momento se dio cuenta de que el leopardo, en la fracción de segundo que estuvo aferrado a su espalda, le había hecho muchos más destrozos de los que había pensado. Le había arrancado la camisa y los shorts y el cinturón, y su mano, palpando su espalda y sus caderas y sus piernas, quedó empapada de sangre. Sintió un vivo dolor y esto lo inquietó, pero una exploración minuciosa le convenció de que el leopardo había estropeado más sus ropas que a su persona. Las heridas eran superficiales o, al menos, así lo parecían.
Entró en la habitación contigua, un pequeño cuarto de estudio, y recogió una brazada de periódicos y revistas. Volviendo a la inmensa pieza, arrugó los papeles y arrancó páginas e hizo un montón a cada lado del cuello del bafón. Después roció con la gasolina del encendedor, unas gotas, los papeles, así como el pelo y el pecho del barón, y le pegó fuego.
Después, Childe abrió los grandes ventanales y dispuso otra pira bajo la plancha central del lecho; una tercera, bajo el lado izquierdo del marco, se puso a arder alegremente. Unos minutos más tarde, la silla de madera que había puesto en la pira empezó a arder. Al cabo de un rato, el roble del marco y de la plancha empezaron a chamuscarse, y el tronco empezó a ennegrecerse y a despedir humo. Un hedor a pelo y carne quemados se elevaba del cuerpo del barón.
Con un poco más de papel y de gasolina, Childe hizo arder las cortinas que cubrían las ventanas. Después arrastró el cuerpo del leopardo hasta dejarlo caer sobre el fuego. Con la ayuda de la gasolina del mechero, su cabeza ardió violentamente; su negra nariz perdió su lustre húmedo y se arrugó por el efecto del calor.
Childe abrió la entrada al pasadizo secreto para aumentar la corriente de aire. El humo de la habitación salía a través del agujero de la pared, para engrosar los negros torbellinos que oscurecían ya el pasadizo.
Pero la entrada no era lo suficientemente grande como para poder absorber todo aquel humo, que rápidamente invadió la habitación. Empezó a toser y, de repente, como si las toses hubieran disparado algún mecanismo en su interior, tuvo un prolongado y espasmódico orgasmo, cuyas raíces parecían estar enroscadas en torno a su espina dorsal y parecían arrancarle la médula espinal, expulsándola a través de su verga.
Justamente al llegar la última eyaculación, se oyó un chillido que surgía del centro del humo que llenaba la habitación. Childe se dio la vuelta pero no alcanzó a ver nada. Una de las dos víctimas no estaba muerta, y parecía cada vez menos muerta, a juzgar por los alaridos que continuaban resonando con toda intensidad.
Y entonces, antes de que pudiera volverse de nuevo para plantar cara al nuevo sonido, una serie de gruñidos y de berridos porcinos surgieron de la entrada de la pared. Se oyó un golpeteo rápido, mucho más intenso que las zarpas de los lobos, el suelo tembló bajo sus pies, y algo chocó contra él lanzándole violentamente al suelo. Medio atontado, con la pierna izquierda dolorida, logró incorporarse a duras penas. Volvió a toser. Los berridos porcinos se intensificaron y el suelo volvió a temblar bajo sus pies. Rodó hecho un ovillo, para ponerse a cubierto del humo, mientras la cosa que le había golpeado seguía buscándole, arremetiendo a ciegas.
Gateando a lo largo de la pared, con la cabeza pegada al suelo para evitar el humo, se dirigió hacia los ventanales. Los berridos porcinos habían dado paso a una tos profunda. Tras una docena de toses que parecieron suficientes como para acabar con todo el humo de la habitación, se oyó de nuevo el ruido de cascos. Childe llegó a una esquina de la pared y continuó hasta la siguiente. Su mano, tanteando hacia arriba en medio del humo, encontró el reborde inferior del marco de los ventanales. Los que estaban abiertos, si no recordaba mal, estaban a unos tres metros de distancia.
El sonido de cascos cesó bruscamente. Los gritos porcinos se hicieron aún más feroces, menos agudos y más belicosos. De nuevo se oyó el golpeteo de los cascos contra el suelo de madera. Un sonoro siseo punteaba ambos sonidos.
En algún lugar en medio del humo se estaba desarrollando una batalla. En varias ocasiones, las paredes se estremecieron bajo el impacto de pesados cuerpos, y el suelo apenas dejaba de trepidar. Unos golpes —como una enorme mano golpeando un cuerpo macizo y sólido— hacían de contrapunto al chisporroteo de las llamas.
Aunque hubiera querido, Childe no podría esperar a averiguar qué estaba ocurriendo. El humo le hubiera matado antes y el fuego más tarde, pero no mucho más, si no salía de allí. No había tiempo de continuar siguiendo las paredes hasta llegar a la puerta oeste. Las ventanas eran la única salida. Abrió una de ellas, tras soltar la aldabilla del panel inferior y empujarlo hacia afuera. Se suspendió por las manos, y se lanzó. Cayó sobre un arbusto, lo hizo astillas, sintiendo como si él mismo se hubiera hecho también astillas, rodó para librarse de él y se puso en pie. Su pierna izquierda le dolía aún más que antes, pero aparte de esto estaba bien.
Y entonces eyaculó de nuevo, al menos no se había dañado la verga en la caída. Inmovilizado por el éxtasis, vio como dos cuerpos salían despedidos por la ventana por la que acababa de saltar. El panel, arrancado de cuajo, cayó a su lado. Magda Holyani y la señora Grasatchow aplastaron algunos arbustos más y rodaron por el suelo hasta cerca del camino.
Inmediatamente después, varias personas salieron corriendo de la casa y aparecieron en el porche delantero.
Las dos mujeres sangraban profusamente por muchas heridas y estaban ennegrecidas por el humo. Magda, en su caída, había rodado hasta los pies de Childe, justo a tiempo de recibir las últimas gotas de esperma en la frente. Esto, pensó él a pesar del dolor, era una extremaunción digna de ella. La mujer obesa había golpeado el suelo pesadamente como un saco de harina húmeda y yacía inconsciente, con un hueso gris surgiendo de una de sus piernas, mientras la sangre brotaba de sus oídos y su nariz.
Hierba Doblada, Panchita Pocyotl y O’Faithair estaban en el porche. Faltaban pues Chornkin, Frau Krautschner, Ngima, Pao, Vivienne, las dos doncellas, la baronesa y Dolores. Creía saber lo que había ocurrido con los tres primeros. Dos estaban muertos por herida de sable en un pasadizo y uno estaba ardiendo junto con Igescu.
Las ropas de los tres que se hallaban en el porche estaban desgarradas, sus cabellos revueltos, y sangraban por una serie de heridas. Debían haberse tenido que enfrentar con Magda o con la señora Grasatchow o con Dolores o con alguna combinación de las tres. Pero estaban aún en condiciones de luchar, y en aquel momento estaban buscándole. Vio como sus labios se movían y sus manos le señalaban.
Childe fue cojeando, pero rápidamente, hasta el Rolls-Royce aparcado unos cuantos metros más allá. A su espalda, oyó un grito y ruido de zapatos golpeando los peldaños del porche. El Rolls estaba sin cerrar, y con la llave de contacto puesta. Se puso al volante y arrancó, mientras Hierba Doblada y O’Faithair golpeaban las ventanas con los puños y aullaban como lobos. De repente, se soltaron y echaron a correr hacia otro coche, un Jaguar rojo.
Childe detuvo el Rolls, dio marcha atrás, y apretó el acelerador hasta el suelo. Marcha atrás, el Rolls golpeó a O’Faithair con la parte derecha del parachoques trasero y lo lanzó por los aires, cayendo luego al suelo con estrépito. Hierba Doblada se dio la vuelta justo antes de que el Rolls le aplastara contra el Jaguar. Su oscura y ancha cara quedó encuadrada en el retrovisor durante un instante, luego miró a Childe con los ojos vidriosos y desapareció.
Childe puso la primera; se acercó hasta el cuerpo del indio, convertido en pulpa sanguinolenta de los muslos para abajo. Estaba estirado con la boca pegada al suelo. Los contornos de su cuerpo parecieron desvanecerse; parecía estar hinchándose.
Childe no tenía tiempo para seguir mirando. Detuvo el Rolls de nuevo, lo hizo retroceder para pasar por encima de O’Faithair, que estaba empezando a enderezarse, volvió a pasar sobre él, dio la vuelta y aplastó cuidadosamente por tres veces los cuerpos de Holyani, Grasatchow, Hierba Doblada y O’Faithair. Panchita Pocyotl, que había estado lanzándole imprecaciones, amenazándole con su diminuto puño, corrió a refugiarse en la casa cuando él se acercó al porche. Torbellinos de humo y llamas salían de una docena de ventanas de los tres pisos del ala izquierda y de una de las ventanas del núcleo central. Si no se controlaba, el primero destruiría el edificio entero en una o dos horas. Y no había nadie para detenerlo.
Se alejó en el coche. Al tomar la curva, justo antes de tomar la carretera que atravesaba los bosques, vio de refilón el patio delantero de la casa. Vivienne, la del pelo rojo, cuyo desnudo cuerpo lechoso parecían aún más blanco bajo la repulsiva luz del incendio, Panchita Pocyotl, que había perdido los zapatos, y las dos doncellas corrían a refugiarse en el bosque. Detrás de ellas corría Dolores, completamente desnuda, con su larga y negra cabellera ondeando al viento. Su gesto adusto y decidido, parecía inspirado en las peores intenciones. Las otras tenían también gesto decidido, pero su determinación estaba inspirada por el pavor.
Childe ignoraba lo que Dolores les haría si las atrapaba, pero ellas parecían saberlo y no parecían tener ninguna gana de plantarle cara. Sospechaba que era la intervención de Dolores la que había impedido que Pao y la baronesa salieran de la casa al mismo tiempo que sus acólitos, a menos que Magda o la señora Grasatchow las hubieran matado. No podía estar seguro de esto, por supuesto, pero sospechaba que ambas se habían metamorfoseado respectivamente en serpiente y cerda, y habían quedado fuera de todo control. Las mujeres habían desaparecido entre los árboles.
Se dio una palmada en la frente. ¿Acaso se estaba tomando en serio todas aquellas historias estúpidas de metamorfosis? Miró hacia atrás. Desde aquel pequeño altozano, alcanzaba a ver a Hierba Doblada y a la señora Grasatchow. Las ropas del indio parecían haberse desgarrado, y se había convertido en una masa oscura, que evocaba la forma de un oso. La mujer obesa, asimismo, no era más que una masa informe. Su cadáver tenía algo de inhumano.
En aquel momento, el zorro negro más grande que jamás hubiera visto surgió de detrás de la casa y corrió como una flecha hacia los bosques que habían engullido a las mujeres. Aulló tres veces y después volvió la cabeza hacia él. Childe tuvo la impresión de que se estaba burlando.
Un escalofrío glacial le recorrió la espalda; se sentía tan helado como la primera vez que había visto a Dolores. Recordó algo en aquel instante. Algo que había leído largo tiempo atrás. El zorro de China que se transforma en hombre, y que perdía la capacidad de controlar su forma si bebía demasiado vino. Y, aquella primera noche, el barón había intentado impedir que Pao bebiera demasiado vino. ¿Por qué? ¿Acaso porque no deseaba que Childe fuera testigo de la metamorfosis del chino? ¿O acaso había alguna otra razón? Probablemente por alguna otra razón, ya que al barón no debía preocuparle la posibilidad de que Childe escapara y pudiera contar lo que había visto.
Se encogió de hombros y siguió conduciendo. Estaba ya harto de todo aquello y lo único que deseaba era salir de allí. Estaba empezando casi a creer que un hombre de 75 kilos de peso podía volverse fluido, moldear su carne y sus huesos según un patrón no humano, y, durante la metamorfosis, perder unos buenos sesenta kilos, guardándolos simplemente en algún lugar para ser recuperados más tarde, según las necesidades. A menos que esta masa eliminada no lo siguiera de alguna manera, como la estela invisible de un avión a reacción, una cola de energía constantemente dispuesta para su reconversión. Había llegado frente a la verja del muro interior. La abrió y la atravesó, y pronto se vio detenido por el muro exterior. Allí abandonó el Rolls en la avenida, tras eliminar las huellas digitales de su interior con un trapo que encontró en la guantera, y franqueó la gran verja a pie, hasta llegar a su propio automóvil, aparcado bajo los árboles al final de la carretera.
Encontró la llave que había escondido —¿hacía cuánto?, parecían días— y se alejó en el coche. Estaba desnudo, ensangrentado, lleno de hematomas, y dolorido, y seguía teniendo una erección que estaba automáticamente llevándole a otro —¡oh, cielos!— orgasmo, que sufrió estoicamente. En cuanto llegara a su apartamento, el resto del mundo, el smog, los monstruos, y todo lo demás incluido, podía irse al infierno, cosa que por otra parte llevaban haciendo ya algún tiempo.
Al cabo de un kilómetro, carretera abajo, un gran Lincoln negro pasó a toda velocidad junto a él en dirección a la finca de Igescu. En él iban seis pasajeros, tres hombres y tres mujeres, todos muy hermosos y vestidos a la última moda. Las caras, no obstante, reflejaban cierta preocupación, y adivinó que su destino era la finca de Igescu, y que iban a toda velocidad porque llegaban con retraso a algún siniestro conciliábulo al que habían sido convocados. O bien porque alguien de la casa les había llamado en solicitud de ayuda. El automóvil tenía matrícula de California. Tal vez vinieran de San Francisco. Sonrió débilmente. Se iban a llevar una desagradable sorpresa. Mientras tanto, lo mejor sería quitarse de en medio; no sabía si habían tomado nota o no de su matrícula.
Antes de recorrer otros dos kilómetros, el cielo se había oscurecido aún más. Tronaba y los relámpagos surcaban el aire. Un fuerte viento se levantó, haciendo jirones el smog, y después la lluvia lavó el aire y la tierra sin interrupción durante una hora y media.
Aparcó el automóvil en el garaje subterráneo y tomó el ascensor hasta su piso. No vio a nadie, aunque tenía la impresión de que le estaban espiando. Carecía de excusa alguna que justificara el estar desnudo y empalmado, y sabía que la vida era lo bastante irónica como para que le detuvieran por exhibicionismo y sabe Dios qué otros cargos más —el colmo, después de todo lo que le había sucedido, a él, víctima inocente del más fenomenal abuso. Pero nadie le vio y, después de cerrar la puerta y echar la cadena, se duchó, se secó, se puso un pijama, engulló un sándwich de jamón y queso, vació una botella de leche de medio litro y se arrastró hasta la cama.
Justo antes de quedarse dormido, unos segundos más tarde, extendió la mano en busca de algo. ¿Qué era lo que estaba buscando? Se dio cuenta de que buscaba maquinalmente el bolso de la señora Grasatchow, donde había guardado las pruebas: las muñecas hinchables. En algún lugar, entre el dormitorio del barón y su propio cuarto, lo había extraviado.