XVIII

Una vez terminado el orgasmo, volvió a asomar la cabeza por la puerta entreabierta. La bisabuela del barón, posada sobre un taburete alto, estaba inclinada sobre un pupitre parecido a los utilizados por los atareados contables de las novelas de Dickens. Childe no podía ver exactamente lo que había en la mesa, salvo que era una hoja de papel de grandes dimensiones. Las mandíbulas de la vieja se movían, desgranando una especie de letanía, pero Childe no acertaba a discernir si se expresaba o no en inglés, ya que sólo alcanzaba a oír un confuso murmullo. La única luz procedía de una sola lámpara suspendida del techo justo encima de la anciana. Iluminaba vagamente las paredes donde, pintados con trazos gruesos, se veían enigmáticos signos cabalísticos y una larga mesa con hileras de botellas llenas de líquidos misteriosos. Un globo terráqueo recubierto de finos círculos negros estaba posado en un extremo de la mesa. En una esquina, una gran jaula sobre una consola albergaba un cuervo dormido con la cabeza metida debajo del ala; y una túnica colgaba de un gancho fijado en la pared.

Tras varios minutos mascullando, la baronesa descendió del taburete. Sus huesos chasqueaban y crujían, Childe no creyó que fuera capaz de llegar hasta la túnica, tan lenta y temblorosamente se movía. Pero consiguió descolgarla y ponérsela con dificultad y después se dirigió, arrastrando lentamente los pies, hacia la mesa. Se inclinó, refunfuñando por el esfuerzo y volvió a enderezarse con más crujidos. Apresaba con las dos manos un enorme libro que había tomado de una estantería que se encontraba bajo la mesa.

No parecía probable que pudiera llegar lejos con aquella carga adicional, pero, jadeando y rechinando como un viejo automóvil, llegó hasta el pupitre, consiguiendo incluso alzar el libro sobre su cabeza para deslizado sobre el pupitre. El libro fue detenido en su caída por una moldura de madera fijada horizontalmente en mitad del pupitre. Otra moldura, en el borde inferior del mismo, evitaba la caída de la hoja de papel. Childe pudo ver que era un mapa de Los Angeles, del tipo que las estaciones de servicio regalan a sus clientes.

Su visión del mismo quedó bloqueada por la baronesa, que volvió a subirse a lo alto del taburete, tambaleándose hasta tal punto que Childe estuvo a punto de echar a correr para evitar que se cayera. Finalmente consiguió asentarse firmemente y él se relajó, preguntándose qué demonios le importaba si ella se caía o no. Pero los reflejos condicionados se ponían en funcionamiento en los momentos más insospechados, y le habían enseñado a ser educado y respetuoso con las ancianas.

La parte trasera de la túnica era blanca y estaba cubierta de símbolos negros de gran tamaño, muchos de los cuales reproducían los que estaban pintados en las paredes. La anciana alzó las manos sacudiendo las anchas mangas, como si fuera un pájaro muy viejo a punto de realizar su postrer viaje. Comenzó a salmodiar en alta voz en una lengua extraña, que se parecía a la utilizada en ocasiones por otros miembros de su grupo. Sus brazos se agitaban. Intermitentemente, el gran anillo de oro que llevaba puesto en un dedo reflejaba la luz con un brillo apagado. Childe tuvo la impresión de que era un ojo que le hacía guiños.

Al cabo de un rato dejó de canturrear, bajándose de nuevo del taburete. Se dirigió hacia la mesa con su paso tambaleante y mezcló varios de los líquidos de las botellas en un vaso, bebiéndose después su contenido. Eructó cavernosamente, de forma tan imprevista que Childe dio un respingo. Ella volvió a escalar el taburete y comenzó a pasar las páginas del enorme libro, leyendo tan sólo, aparentemente, unas cuantas frases de cada página.

Childe adivinó que estaba asistiendo a un ritual mágico genuino, genuino al menos en cuanto la bruja creía en su propia magia. Un ritual cuyo significado le era completamente desconocido. Pero se estremeció al pensar de pronto que tal vez la vieja, mediante aquel ritual, estuviera intentando localizarle o incluso hechizarle. No es que lo creyera posible, pero la idea le disgustaba profundamente. En otro momento y otras circunstancias, se hubiera limitado a reírse de ello. Pero aquella noche habían ocurrido ya demasiadas cosas como para tomarse a broma nada de lo que ocurría en aquella casa.

Tampoco tenía motivo alguno para estar allí agazapado en la puerta, como un feto esperando a nacer. Tenía que salir de allí y la única salida era una puerta situada al otro extremo de la mesa; debía, pues, atravesar la habitación de la baronesa. Aquella puerta probablemente era la única salida de la rotonda, exceptuando el camino por el que había venido. Quizá diera a algún pasillo que condujera a la escalera que descendía a los pisos inferiores o por lo menos a una ventana que diera al tejado de algún porche.

No creía que pudiera pasar junto a ella sin ser visto. Tendría que dejarla inconsciente o, si fuera necesario, matarla. No existía razón alguna para andarse con miramientos. La vieja estaba perfectamente al corriente de lo que ocurría en aquella casa, y probablemente había participado en su juventud, quizás aún siguiera haciéndolo.

Con el sable en la mano, se levantó y avanzó lentamente hacia ella. Después, se detuvo. Una bruma verdosa, casi impalpable, formando una especie de tentáculos ganchudos, se había materializado súbitamente encima de la vieja. Aquello sería explicable si ella estuviera fumando, pero no era así. Y la neblina fue haciéndose más espesa y extendiéndose hacia los costados y hacia el suelo, pero no hacia arriba.

Childe parpadeó intentando ahuyentar aquella visión. El humo fluía por encima del moño gris de la vieja, descendiendo por la nuca y por encima de los hombros de la túnica. Su canturreo se había ido haciendo más intenso y pasaba las hojas del libro cada vez más rápido. Sin embargo, ya no podía levantar los ojos y mirar el libro, tan absorta estaba en la contemplación del mapa.

Childe volvió a sentirse completamente desorientado. Era como si algo no marchara bien en el mundo, al menos en lo que a él concernía. Sacudió la cabeza y decidió intentar pasar de puntillas junto a ella. La vieja parecía tan concentrada que quizá no le viera. Si el humo se espesaba aún más, o mejor dicho, si de hecho existía aquel humo y no estaba siendo víctima de otra alucinación, le ocultaría a los ojos de la vieja.

En› efecto, el humo se expandió y se hizo más denso. Ella estuvo pronto rodeada por una especie de nube, y súbitamente se puso a toser. El empuje de su aliento agujereaba el humo, pero después se volvió a rellenar el hueco con los etéreos zarcillos. Childe recibió una bocanada en plena cara y reculó un paso. El humo era acre y ardiente; parecía la quintaesencia de las emanaciones de un millón de tubos de escape y de centenares de chimeneas de fábricas de productos químicos y de refinerías.

Ahora estaba ya frente a la vieja y pudo ver que la nube se había extendido hacia abajo y comenzaba a cubrir el mapa.

Ella alzó la vista, como si hubiera detectado de repente su presencia. Dio un chillido y se cayó de espaldas de lo alto del taburete pero consiguió darse la vuelta y cayó a cuatro patas. Se levantó de un salto y se precipitó por la puerta por la que Childe había entrado. Por un momento, se quedó paralizado ante su rapidez y su agilidad, pero se recuperó y echó a correr tras ella. Antes de que pudiera detenerla, ella había salido, cerrando con un portazo, y cuando intentó hacer girar el picaporte para abrirla, se dio cuenta de que estaba cerrada con llave. Era inútil echarla abajo; cuando lo hubiera logrado, ella habría descendido las escaleras y atravesado el pasillo.

Quedaba aún Dolores. Tal vez cortara el paso a la anciana. Aunque quizás no hiciera nada. Su postura en todo aquel embrollo resultaba por lo menos ambigua. Childe sospechaba que ella haría lo que más le conviniera. Y aquello podía no coincidir con lo que le conviniera a él. El sentido común le sugería abandonar la persecución de la baronesa e intentar salir de allí antes de que pudiera avisar a los demás.

El smog encima del pupitre estaba reabsorbiéndose rápidamente. Cuando abandonó la habitación había desaparecido por completo. La puerta llevaba directamente a un ascensor que debía datar de 1890. Detestaba la idea de verse atrapado en él, pero no había otra salida posible. Oprimió el botón de bajada. No ocurrió nada, excepto que se encendió una lucecita encima del botón. Advirtiendo una palanca junto al botón, tiró de ella hacia abajo, y el ascensor comenzó un lento descenso. La bajó completamente y la velocidad aumentó un poco. Cuando volvió a poner la palanca en su posición inicial, el elevador se detuvo. Oprimió el botón de subida moviendo luego la palanca hacia arriba, y el ascensor comenzó a subir. Satisfecho de haber aprendido a manejarlo, lo hizo bajar de nuevo, deteniéndose en el segundo piso. Si se había dado ya la alarma, le estarían esperando en la planta baja. También podían estar esperándole en todos los pisos, pero tenía que correr el riesgo.

La puerta por la que salió del ascensor era exactamente igual a las demás puertas, lo que explicaba por qué no se había dado cuenta hasta ahora de su existencia. Se encontraba cerca de la puerta del dormitorio de Magda. En aquel momento oyó aproximarse rápidos pasos y el sonido de voces escaleras arriba. No tenía tiempo de probar las otras puertas del pasillo. Se deslizó de nuevo en el interior de la habitación. El cadáver de Glam seguía estando en el habitáculo de mármol con las botas asomando. El panel de la pared seguía abierto. Por un momento acarició la idea de esconderse bajo los cojines y almohadones amontonados en el habitáculo, pero pensó que si decidían llevarse el cadáver de Glam lo descubrirían. No le quedaba otra solución que esconderse de nuevo en el pasadizo detrás de la pared.

Se deslizó tras el pasadizo y esperó. El primero que pusiera un pie en su escondrijo se iba a encontrar con un sablazo en las tripas. El arma temblaba en su mano; en parte a causa de la fatiga, y en parte a causa del nerviosismo. Carecía por completo de experiencia en la esgrima. Jamás había recibido una sola lección y carecía de reflejos condicionados para ello, de modo que de pronto se dio cuenta de que no resultaba tan temible como le hubiera gustado. Para manejar diestramente un sable, una persona tenía que saber los puntos que debía atacar y los que no debía atacar. Un sablazo mal dirigido podía dar contra un hueso y resbalar, dejando a la pretendida víctima tan sólo ligeramente herida y presta para huir o incluso —en el caso de que fuera una persona lo bastante coriácea y experimentada— para atacar.

Childe empezó a maldecir. Había estado tan concentrado en sus problemas de esgrima, que no se había apercibido de que su verga estaba a punto de tener otro orgasmo. Fue tan violento, que soltó la espada, que cayó al suelo con estrépito; en aquel momento no prestó la menor atención al ruido. Eyaculó, y fue envuelto por el olor acre de su esperma, multiplicado por la atmósfera confinada del pasadizo. En seguida recogió la espada y se puso de nuevo al acecho, pero sintiéndose aún más inquieto que antes. Era posible que aquella gente tuviera un olfato más desarrollado que el de los humanos (ahora ya estaba dispuesto a admitir que no eran humanos, al menos no en el sentido ordinario del término) y tal vez pudieran detectar con facilidad el olor de su esperma. ¿Acaso sería preferible alejarse? En tal caso, ¿hacia dónde? ¿A repetir una vez más el mismo circuito?

No. Ya había corrido bastante. Había llegado el momento de combatir el fuego con el fuego. Fuego.

Miró a través de la abertura. La puerta de la habitación seguía cerrada. Al otro lado se escuchaban fuertes voces. Se produjo un berrido salvaje que le heló la sangre en las venas. Sonaba como un cerdo iracundo. Más gritos. Otro berrido estridente. Las voces parecieron alejarse pasillo adelante. Salió de su escondrijo e inspeccionó la habitación. Encontró lo que buscaba. Había libros en las estanterías, cuyas páginas arrancó. Sobre las hojas de un Los Angeles Times, apiló las páginas arrancadas y desgarró varias almohadas vaciando su contenido sobre la pila. Con el encendedor que había en el bolso de la señora Grasatchow prendió fuego a los papeles, que pronto se transformaron en una pira que empezó a alimentarse de los cortinones bajo los que había encendido el fuego.

Abrió la puerta que daba al pasillo para crear una corriente, si es que había aire. Llevándose consigo la sección de anuncios del Times, y una serie de libros, salió al pasadizo. Una vez localizado un falso espejo, lo rompió con la empuñadura del sable para crear otra corriente o un refuerzo para la primera. Encendió otra hoguera en el pasadizo. La madera era vieja y muy seca, y en breve estaría ardiendo como la maleza de las colinas al final de una temporada de sequía. Después entró en la habitación cuyo espejo había roto y encendió un tercer fuego bajo una inmensa cama de dosel.

¿Por qué no había hecho esto antes? Simplemente, porque se había visto demasiado apurado como para pararse a pensar. Por eso.

No había otro motivo. Pero ahora estaba dispuesto a devolver golpe por golpe.

Si conseguía encontrar una habitación que diera al exterior, saldría por ella, aunque supusiera saltar desde un segundo piso. Mientras sus anfitriones se ocupaban del fuego, podría saltar los muros y llegar a su automóvil y luego dirigirse a la comisaría.

Oyó voces fuera de la habitación y volvió a entrar en el pasadizo secreto. Corrió a lo largo iluminándose con la linterna, aunque los reflejos del incendio le suministraban una luz más que suficiente. Pero al doblar una esquina, aquella Iuz desapareció. Se detuvo y lanzó el rayo de su linterna por un corredor para inspeccionar el camino; estaba vacío. Empezó a darse la vuelta para inspeccionar el corredor al otro extremo de la intersección, y se quedó quieto como una estatua. Se había oído un gruñido al final del corredor.

Era el aullido de un lobo.

De repente, el golpeteo, hasta ahora intermitente, se fue acelerando. El lobo aulló de nuevo. Apuntó con su linterna a la esquina del pasadizo que estaba en el extremo más alejado, justo a tiempo para ver surgir una gran forma gris, los ojos resplandecientes a la luz de la linterna. La forma, gruñendo amenazadoramente, echó a correr hacia él.

Y detrás de ella, venía otra.

Childe lanzó un sablazo casi a ciegas contra la forma que se abalanzaba sobre él. Su sable iba dirigido en la dirección de la bestia en el momento mismo de saltar ésta, pero su rapidez y su ferocidad y sus gruñidos le habían desconcentrado. Sin embargo, la hoja se clavó sólidamente en algún lugar de su cuerpo. El impacto sacudió su brazo hasta el hombro, y aunque se había inclinado hacia delante, intentando un facsímil razonable de los movimientos de un esgrimista tirándose a fondo, se sitió proyectado hacia atrás. Cayó sentado, pero se puso en pie a toda prisa gritando. La linterna, caída en el suelo, iluminaba por debajo al segundo lobo. Este, que se encontraba a unos pasos de distancia, avanzaba lentamente hacia Childe, dispuesto para saltar.

Era más pequeño que el otro, posiblemente la hembra. Debía haber frenado su ataque para ver qué pasaba, antes de abalanzarse sobre él.

Childe no deseaba exponer su flanco a la loba, pero tampoco quería enfrentarse a ella desarmado. Aferró al mango del sable, puso el pie sobre el cuerpo, y tiró salvajemente. El cadáver estaba pálidamente iluminado por los reflejos de la linterna. La hoja del sable brillaba sombríamente y la piel que rodeaba el cuello de la bestia estaba manchada de negro. El sable se había hundido casi por entero, atravesando el cuello y saliendo por la nuca.

El sable salía con dificultad, pero bastante rápidamente. La loba gruñó enseñando los dientes y echó a correr hacia delante, sus uñas repiqueteando brevemente. A Childe aún le faltaban por extraer unos centímetros del sable. La situación era desesperada. Las mandíbulas de la loba iban a cerrarse sobre su espalda o su cabeza, y aquello sería el fin. Los colmillos de los lobos eran lo suficientemente robustos como para arrancarle la mano a una hombre de un solo mordisco.

Pero la loba resbaló con algo y se deslizó sobre una paletilla hasta los cuartos traseros del lobo muerto. Childe saltó hacia atrás, con el sable en la mano, y sin perder un instante se abalanzó hacia ella y la atravesó por el hombro cuando se estaba poniendo de nuevo en pie. La loba gruñó furiosamente e intentó darle dentelladas, pero él se apoyó la espalda con todo su peso, haciéndola retroceder hasta que cayó sobre el lobo muerto. Continuó empujando; tenía la sensación de que sus talones se clavaban contra el suelo. La hoja penetró aún más profundamente y finalmente la punta tropezó contra el suelo. Antes de que esto ocurriera, la loba se había quedado ya quieta y en silencio.

Temblando como una hoja, respirando rasposamente, como si sus pulmones necesitaran aceite, sacó la espada limpiándola en la piel de la loba. Recogió la linterna e iluminó a los lobos para asegurarse de que estaban muertos. Sus contornos empezaban a hacerse indistintos. Se sintió mareado y tuvo que cerrar los ojos y apoyarse en la pared. Pero había tenido tiempo de ver qué había hecho resbalar a la loba: un charquito de esperma.

Se oyeron voces al otro lado de la esquina por donde los lobos habían salido. Echó a correr por el pasadizo, con la esperanza de que se encontraran demasiado ocupados en combatir el incendio, como para pensar en seguirle. El corredor se cruzaba con otro en ángulo recto y giró a la izquierda. La luz de su linterna, bailando ante él, iluminó un panel de la pared y un mecanismo de cierre. Lo abrió y atravesó el panel, con la espada dispuesta, pero fue incapaz de reprimir sus jadeos. Cualquier posible ocupante de la habitación, a menos que fuera sordo, estaría sobre aviso.

La habitación era amplia y de techo elevado. Tan elevado que pensó que debía ocupar el espacio de dos habitaciones por encima; incluso era posible que llegara hasta el tejado. Las paredes estaban cubiertas de paneles de roble oscuro e inmensas vigas de roble sin desbastar sustentaban el techo, inmerso en la penumbra. El suelo era también de roble oscuro, pero pulimentado. La cama era un emparrillado de ocho tablones gruesos de roble sin desbastar, cabezal y pies bajos y con planchas de madera dispuestas sobre la estructura.

Sobre las planchas había un inmenso tronco de roble con las esquinas en ángulo recto. Había sido vaciado por la parte superior a golpes de hacha y cincel. El hueco resultante era lo bastante grande y hondo como para contener a un hombre alto. Así era. El barón, cubierto hasta el cuello con una piel de oso, yacía en el hueco boca arriba, sobre un colchón de tierra que se elevaba, a modo de almohada, bajo su cabeza.

Su cara estaba vuelta hacia arriba. Su nariz parecía desmesuradamente larga. Su labio inferior se había contraído ligeramente dejando al descubierto sus largos y blancos dientes. Su cara tenía un tinte gris verdoso, como un cadáver. Esto podía ser debido a la extraña luz verdosa producida por la alarma vacilante de cuatro gruesos cirios verdes situados uno en cada esquina del tosco ataúd de roble.

Childe retiró la piel de oso. El barón estaba completamente desnudo. Puso la mano sobre su pecho y le tomó el pulso. No se detectaba latido alguno y el pecho estaba inmóvil. Al levantarle un párpado, sus ojos estaban en blanco.

Childe dejó al barón y abrió las cortinas. Dos enormes ventanales quedaron al descubierto. Era ya de día, pero la luz era aún muy oscura como si la noche hubiera dejado una mancha indeleble. El cielo era gris oscuro con chorretones de color gris verdoso colgando aquí y allá.

Childe escrutó las tinieblas bajo las planchas que sostenían el tronco-ataúd. Encontró una tapa de roble burdamente trabajada. Sintió mucho frío. El silencio, los borboteantes cirios verdes, la pesada, oscura y omnipresente madera, las pesadas vigas que parecían gotear sombras, el aspecto rugoso, incluso arcaico, de la inmensa pieza, el barón catatónico, todos estos detalles, tan previsibles y aun así tan sorprendentes, cayeron como pesadas mortajas, una tras otra, sobre él. Se le había hecho un nudo en la garganta.

¿Sería acaso aquella habitación una reproducción de alguna sala del ancestral castillo de Transilvania? ¿Por qué todo aquel roble sin desbastar? ¿Y por qué aquel ataúd primitivo, cuando Igescu podía ofrecerse lo mejor de lo mejor?

Algunos detalles allí presentes se correspondían con las supersticiones de siempre (que, para él, habían dejado de ser supersticiones). Pero había otras cosas que no alcanzaba a explicarse.

Tuvo el presentimiento de que aquella habitación había sido dispuesta conforme a unas especificaciones mucho más antiguas que las medievales, que el roble y el tronco y los cirios habían sido utilizados mucho antes de que las montañas de Transilvania recibieran su nombre, mucho antes de que Rumania existiera como colonia de los romanos, muchos antes de que la ciudad madre, Roma, existiera, y probablemente mucho antes de que los primitivos indoeuropeos empezaran a extenderse desde la tierra madre de lo que algún día llegaría a llamarse Hungría, y después Austria-Hungría. Bajo una forma u otra, existía ya un modelo de esta habitación, y un modelo del hombre dormido en el tronco, o en Europa central o en otro lugar, donde los hombres hablaban lenguas extintas y cuando usaban aún instrumentos de sílex.

Cualesquiera que fueran los orígenes de su especie, por mucho o poco que se asemejara al vampiro del folklore, la leyenda y la superstición, Igescu se veía obligado a comportarse como si estuviera muerto con la llegada del día. Los rayos del sol contenían alguna fuerza responsable de aquella forzada hibernación. A menos que algún otro fenómeno, relacionado con la acción del sol fuera el causante de aquella extraña catalepsia. ¿O tal vez fuera al revés, y la causa estuviera en la ausencia de la luna? No, aquello no era lógico, ya que la luna aparecía a menudo durante el día. Aunque quizá entonces el efecto de la luna se viera muy amortiguado por la otra luminaria.

Si Igescu no se hubiera visto obligado a hacerlo, jamás hubiera abandonado la persecución de Dolores y de Childe. ¿Por qué entonces no había escogido un lugar menos vulnerable? Él sabía que tanto Dolores como Childe se encontraban en los pasadizos secretos.

Childe sintió aún más frío que antes, exceptuando un punto punzante entre los omoplatos: tenía la impresión de que una mirada oculta estaba fija en su espalda.

Echó una mirada circular en torno a la habitación. Escrutó las tinieblas del techo, encima de las vigas, bajo el marco de roble de la cama, aunque ya lo había inspeccionado, desplazó también los escasos sillones. No encontró nada especial.

El cuarto de baño estaba vacío. Igualmente vacía estaba la habitación a la que daba la puerta de roble de la pared oeste. No había allí nada vivo, pero en una esquina se encontraba un macizo ataúd de caoba con apliques de oro y asas chapadas también en oro.

Childe alzó la tapa, esperando encontrar un cuerpo. Estaba vacío. O bien había dado cobijo a algún otro cataléptico en otra época, o bien el barón lo reservaba para algún caso de emergencia. Childe arrancó el forro de satén y se encontró con un lecho de tierra.

Volvió a la habitación de roble. Nada había cambiado visiblemente. Y aun así el silencio parecía restallar. Era como si la intrusión de alguna cosa hubiera tensado aún más la atmósfera. Las sombras parecían súbitamente más oscuras; la verdosa luz de los cirios era más pesada y, si fuera posible, aún más siniestra.

Se quedó en la puerta, con el sable dispuesto, inmóvil, conteniendo la respiración para poder escuchar mejor.

Algo había entrado en aquella habitación, ya fuera a través del pasadizo o a través de la puerta de la pared oeste. Childe dudaba que hubiera utilizado la entrada del pasadizo, ya que si hubiera habido situado, le hubiera impedido a él entrar en la habitación.

Tenía que provenir de la habitación vecina, y debía haber estado espiándole desde el principio, a través de alguna abertura que Childe no alcanzaba a ver. No le había atacado inmediatamente porque no había intentado hacerle daño al barón.

Tal vez aquello fuera una ilusión, producida por sus nervios sobreexcitados. No alcanzaba a ver nada, nada que pudiera alarmarle.

Pero no era verosímil que el barón no hubiera dejado a su persona sin protección, mientras dormía.