XVII

Cuando pudo recuperar el control de su cuerpo, se levantó y se dirigió tambaleándose hacia la puerta. Aunque su verga ya no seguía manando, seguía estando tan dura como antes y carecía de aquella sensación de vaciado agradable que sigue habitualmente al orgasmo. Sí que sentía incubarse un nuevo placer, como si su cuerpo estuviera preparándose para otro coito. No obstante, de momento, podía ignorarlo.

La señora Grasatchow yacía de espaldas, los brazos y las piernas fláccidos, la boca abierta, y los ojos en blanco, como si le hubieran metido huevos duros en las cuencas.

Vio una gran boñiga extendida en la alfombra entre él y la mujer. De modo que «se había cagado de miedo» en algún momento de la pelea. No se había dado cuenta en qué momento había expelido el excremento, pero no tenía mayor importancia. Estaba seguro de que había sido él y no ella quien había expelido la cagada; aunque también era posible que hubiera sido ella cuando él saltó sobre su cara. No obstante, lo dudaba: estaba demasiado lejos de ella.

Esquivando cuidadosamente el excremento, fue hacia su bolso, que estaba cerca de la puerta; allí encontró la llave de la puerta, que ella había cerrado con llave después de inspeccionar el pasillo. Abrió, y, llevándose consigo el bolso, siguió pasillo abajo hacia la habitación donde había sido retenido la primera vez.

Aunque la idea de cualquier, retraso se le hacía odiosa, quería investigar todas las habitaciones del pasillo. Siempre existía la posibilidad de que allí hubiera más prisioneros. Tal vez Sybil estuviera encerrada en una de ellas. Seis de las puertas estaban cerradas. Tres estaban abiertas y no ocultaban nada de interés. Otras tres se abrieron con la llave del bolso de la mujer obesa.

Las dos primeras eran habitaciones pequeñas con paredes y suelo acolchados. La tercera, más vasta, estaba amueblada estilo danés moderno; había una televisión en color, un bar bien equipado, una mesa de billar, y cartones de cigarrillos y cajas de habanos, frascos con píldoras de diversos tamaños, formas y coloridos y cajas de canutos de marihuana. Parecía una habitación de descanso o de recreo. Los ocupantes podían relajarse en ella entre dos sesiones de «trabajo» en la otra pieza. Había también un buró con un espejo, que no le pareció falso. Su parte superior estaba atestada de cosméticos, y había también algunas pelucas.

Abrió los cajones, con la esperanza de encontrar alguna ropa que ponerse. Antes de que pudiera examinar el primero, se vio estremecido por otro orgasmo epiléptico y eyaculó sobre las ropas colgadas en su interior. Había un lavabo que utilizó para lavarse los genitales, la cara y las manos. Bebió varios vasos de agua y regresó al buró.

Había algunas camisetas y unos shorts de gimnasia. Encontró unos que eran casi de su talla y se los puso. Entonces se le ocurrió pensar que pronto tendría otro orgasmo y que no resultaría nada cómodo con los shorts empapados de esperma. Se resignó a dejarse la polla fuera del short, aunque se sentía ridículo. Ridículo que constató al mirarse al espejo. Un caballero andante con una frágil y rechoncha lanza. ¡Valiente caballero andante! ¡Valiente detective! ¡Un detective privado que se había vuelto público![4]

Había algunos calcetines, pero no zapatos. Se puso los calcetines y continuó con su búsqueda. Si tan sólo encontrara algún arma. No tendría esta suerte. Por supuesto era esperar demasiado. Los dos cajones inferiores estaban atestados de sobres de plástico transparente que contenían algo indefinible. Abrió uno y vació su contenido. Salió flameando algo parecido a una bandera transparente de casi dos metros de largo, con una espesa mata de pelo en un extremo y un mechón circular en el centro. Justamente al lado de la espesa mata de pelo había una pequeña válvula roja semejante a la de los colchones hinchables. Empezó a soplar y se quedó exhausto antes de terminar su tarea.

Cuando vio el resultado, aunque había sospechado cuál iba a ser, quedó petrificado de horror.

La piel de Colben había sido separada de su cuerpo y convertida en un globo. Todas las aberturas —oídos, boca, ano y el sexo mutilado— habían sido cuidadosamente cosidas con trozos de piel. Sus ojos habían sido pintados de azul, y la boca con un facsímil de rojo de labios. Los pelos del pubis estaban intactos; con la costura entre las piernas le daban un aspecto un tanto femenino.

Childe no tenía tiempo para desinflarle. Al apartarlo de un empujón, se quedó flotando. Después, se puso a sacar frenéticamente el contenido de los demás sobres. Uno era la cabeza de Budler. Supuso que el lobo de la película habría devorado el resto de su persona o la habría mutilado tan irreparablemente que no pudieron utilizarla para hacer un globo. La cabeza partió dando vueltas lentamente por el aire hacia el rincón en el que Colben, cabeza abajo por el peso de su cabello y de la válvula del cuello, reposaba.

Childe encontró muchas mujeres; tan sólo cuatro tenían la longitud y el color de pelo adecuado para poder haber sido Sybil. A pesar de ello, las infló a todas. Cuando hubo terminado con la última, estaba jadeante como si hubiera corrido un kilómetro en medio del smog. El esfuerzo era tan sólo una de las causas. Al hinchar el último globo, había tenido la horrible sensación de que se formaban las facciones de Sybil.

Se sentó y se bebió otro vaso de agua. Había treinta y ocho muñecas hinchables reunidas al otro extremo de la habitación. En su mayor parte estaban cabeza abajo, pero algunas, retenidas por la masa de las otras, se inclinaban en una u otra dirección. Iluminadas por la luz procedente de un aplique en el rincón, parecían una turbamulta de fantasmas borrachos. La corriente del aire acondicionado las mecía dulcemente como si fueran fantasmas de ahogados, flotando entre dos aguas.

Treinta y ocho. Veinticinco varones. Trece hembras. De los varones quince eran blancos, siete negros, tres indios o asiáticos. De las hembras, nueve eran blancas y cuatro negras.

Todos eran adultos. Si hubiera habido algún niño, no habría sido capaz de soportarlo. Hubiera echado a correr, gritando pasillo adelante. Se consideraba un tipo duro, pero no lo bastante como para soportar el espectáculo de unos niños convertidos en globos.

Se sentía iracundo y asqueado. Más iracundo que asqueado, en aquel momento. ¿Qué diablos planeaban hacer con aquellos… cadáveres globo? ¿Rellenarlos de hidrógeno y soltarlos para que revolotearan sobre Los Angeles?

Probablemente aquel fuera precisamente su plan. Estaría a la altura, o mejor, superaría, el afrentoso desafío del envío de las películas.

Se levantó, se armó con una botella de vodka cogida por el gollete y volvió a la habitación en la que había abandonado a la señora Grasatchow. Se detuvo en la puerta; ella estaba vomitando. La sangre fluía aún de sus narices. Al ver a Childe, gruñó enseñándole los dientes y consiguió ponerse en pie. Sangre y vómitos cubrían su inmensa panza.

—¡Me suplicarás que te mate! —chilló.

—¿Por qué habría de hacerlo? —contestó. Penetró en la habitación—. Antes de matarte quiero que me digas por qué mataron a todas esas personas. ¿Por qué les arrancaron la piel?

—¡Te arrancaré las orejas! —rugió ella.

Cargó contra él; se asentó firmemente sobre sus pies, con la botella en alto. Pero ella pisó la cagada y derrapó; sus piernas fueron proyectadas al aire y cayó pesadamente de espaldas. Se quedó allí, al parecer sin conocimiento. Él le asestó con la botella un sólido golpe a un costado de la cabeza, y después salió y cerró la habitación con llave. Con la botella en un mano y el bolso de ella en la otra, y con la verga al aire —¡vaya héroe que estoy hecho!, pensó— penetró en la habitación donde había permanecido encadenado la primera vez.

Pero salió de ella inmediatamente y regresó a la habitación de recreo. Necesitaba pruebas. La policía no querría creer su historia, pero tendrían que creerle, o al menos creerle en parte, cuando les mostrara los restos de Colben y Budler. Y a un tercero que eligió al azar; tal vez tuviera suerte y resultara una persona desaparecida.

El desinflamiento fue tan desagradable como había temido. El aire salía silbando, y Budler y la desconocida se encogieron como diablos salpicados por agua bendita. Pero Colben —siempre había sido escurridizo— se le escapó y salió disparado, volando por toda la habitación, chocando contra otros fantasmas que rebotaban dando tumbos. Finalmente quedó en reposo sobre el bar. Childe lo recogió como había hecho en tantas ocasiones cuando aún estaba vivo. Le enrolló y lo guardó en el bolso sobre la cabeza de Budler y la pelirroja desconocida.

Tras varias intentonas, el panel de la pared se abrió ante él a lo largo de la juntura de los bloques, donde Dolores había apretado. Entró en el túnel con una linterna-bolígrafo que había encontrado en el bolso. El panel se cerró a sus espaldas, y comenzó a avanzar lentamente. El pasadizo era polvoriento y estrecho, y hacía mucho calor. Pasó por delante de varias habitaciones, cada una de las cuales tenía un espejo falso, pero aparentemente carecían de entrada. Eran similares a las que había en el otro pasillo. Se encontró al pie de una escalera. Subió por ella, un poco inquieto, aunque no creía que pudiera ser una trampa, dado que estaba ya a bastante profundidad de subsuelo, pero no había forma de estar seguro. Al llegar al extremo superior, se encontró en un pasadizo que le ofrecía dos posibilidades. En el polvo del suelo se veían huellas, huellas de un zapato largo y puntiagudo que, supuso, pertenecería al barón, y huellas de algo que supuso sería un perro. Las últimas se dirigían a la derecha, de forma que decidió seguirlas. Lo mismo daba un camino que otro, y había que decidirse por alguno.

Su linterna le mostró varios postigos cuadrados en las paredes. Al abrirlos, a través de espejos falsos vio una serie de habitaciones, una de las cuales le pareció reconocer. Era un dormitorio Luis XIV, pero no parecía exactamente el mismo que recordaba. Tenía una entrada secreta a través de un panel. Atravesó la habitación de puntillas e inspeccionó el baño, lo que confirmó que aquella no era la misma habitación, ya que no estaba el espejo deformante. Se dispuso a abrir la puerta para ver si daba a otra habitación o a un pasillo, pero se lo pensó mejor: pegó el oído contra la madera. Se felicitó por su prudencia: al otro lado de la puerta se escuchaba el murmullo de unas voces.

Con la oreja en el ojo de la cerradura podía oír con mayor claridad, pero no lo suficiente. Tras apagar todas las luces de la habitación, giró lentamente el picaporte y entreabrió la puerta con cuidado. Las voces procedían del extremo más alejado del pasillo. Su mirada no alcanzaba a ver a los que estaban hablando. Pero las voces resultaban familiares, a excepción de dos. Estas podían pertenecer a Chornkin o a Krautschner, que no habían articulado palabra ni al serles presentado ni durante la cena. Aunque también podían ser las voces de unos recién llegados.

—… tomado mucha energía de Magda, como os he dicho —decía Igescu con voz tonante. Parecía irritado y, quizás, un poco inquieto—. Opino que Dolores ha conseguido recoger suficiente flujo vital como para adoptar una forma tangible y duradera. Lo suficiente en todo caso para inmovilizar a Magda durante un momento y luego dejarla poco menos que seca. No mató a Magda, pero le faltó condenadamente poco. ¡Y entonces entra en escena el maldito imbécil de Glam! ¡Se merece lo que le ha sucedido! Pero al fin y al cabo, ¿qué puede uno esperar de gentes de su especie? Glam quiso aprovechar la ocasión y joderse a Magda, aunque le había advertido más de una vez de lo que podría pasarle. Supongo que pensó que no corría peligro, que ella no se daría cuenta de nada. Pero el mero hecho de joder le devolvió la energía suficiente para recobrar el conocimiento y encontrarse con Glam dentro de ella. ¡Cómo le odiaba! Ya habéis visto lo que ha hecho con él…

La desconocida voz de varón le interrumpió en voz baja. Childe no consiguió entender lo que estaba diciendo. La respuesta de Igescu fue, por el contrario, muy sonora.

—Sí, ¡Magda obtuvo energía, pero no la suficiente! ¡Se ha quedado atrapada en pleno éxtasis, completamente bloqueada, y no conseguirá librarse a menos de que mate a alguien, lo que significa que tiene que ser alguien de aquí, de esta casa!

Entonces habló la desconocida voz femenina; era aún más tenue que la del varón.

—¡Childe podría servir! —dijo Igescu—. ¡Yo tenía otros planes para él, pero puedo prescindir de ellos! ¡Primero hemos de encontrar a Magda y llevarla hasta Childe! En caso contrario…

—¿Y Dolores? —dijo Panchita Pocyotl.

Childe casi creyó ver cómo el barón se encogía de hombros.

—¿Quién sabe? —dijo Igescu—. ¡Ella es X! ¡Una X peligrosa! Si es capaz de hacerle eso a Magda, nos lo puede hacer a cualquiera de nosotros. Pero dudo que pudiera atacar a más de uno de nosotros a la vez y creo que tendría que cogernos desprevenidos, como debió sorprender a Magda. De modo que lo mejor es mantenernos juntos, ya que…

Un grito le interrumpió, seguido de un ruido de pasos precipitados. El grupo corrió doblando la esquina y bajando las escaleras para ver de dónde procedía el alboroto. Se oyeron más gritos. Childe abrió la puerta y se asomó para mirar por el pasillo. La única persona que había quedado era el indio Hierba Doblada; con su sólida y achaparrada figura apoyada contra la pared, estaba mirando en dirección a la escalera. En ese momento alguien le llamó y desapareció.

Childe corrió por el pasillo hasta la única puerta abierta, aquella en cuyo umbral se había reunido el grupo. Asomó la cabeza. La habitación tenía un aspecto singular, evocaba la idea que un decorador de Hollywood podría hacerse de un harén turco. Había alfombras y cortinajes y cojines y otomanas, e incluso un narguilé y una cómoda tan baja que Magda debía haber tenido que sentarse con las piernas cruzadas en el suelo para mirarse al espejo. Había un baño de mármol empotrado en el suelo. Era casi tan grande como una piscina pequeña. Más allá había un habitáculo bajo de mármol que presumiblemente le había servido de cama a Magda, ya que estaba atestado de cojines y embaldaquinado con abundancia de velos de seda multicolores.

Las botas negras de cuero blando de Glam sobresalían por encima del habitáculo. Childe entró en la habitación, dio la vuelta a la bañera, que estaba llena de agua fría, y miró por encima de la barandilla de mármol que rodeaba el lecho. Glam había muerto con las botas puestas. Y también con los pantalones puestos. Se había quitado la camisa y la camiseta, pero había sido vencido por sus ansias y no se había molestado en desnudarse por completo: se había bajado los pantalones sólo hasta las rodillas.

Había sangre en sus pantalones, así como en todo su cuerpo. La sangre había brotado furiosamente de sus oídos, de sus narices, de sus ojos, de su boca, de su ano y de su sexo. Algo le había triturado, literalmente. Las costillas estaban hundidas; los brazos aplastados; los huesos de las caderas habían sido oprimidos el uno contra el otro. No había sido sólo sangre lo que había salido despedido por todas y cada una de las aberturas de su cuerpo. El contenido de sus vísceras y alrededor de dos metros de las propias vísceras habían salido a presión por el ano.

Cerca de la cama, un panel de la pared permanecía abierto. Magda había utilizado aquella salida, o bien Igescu para ver si la había utilizado Magda; eso era algo que Childe no tenía forma de averiguar. Pero más valía no entretenerse allí por más tiempo. Su ruta de escape súbitamente dejó de quedar a su elección. El ruido de voces anunció el regreso de los otros. Tal vez hubiera dispuesto de tiempo para escurrirse por la puerta al pasillo y volver a la habitación Luis XIV, pero no quiso tentar a la suerte. Atravesó el pasaje secreto.

Antes de haber podido dar unos cuantos pasos, tuvo otro orgasmo. Fulminado por el éxtasis, gimiendo desesperadamente, tuvo que afirmarse con las dos manos en las paredes mientras eyaculaba. Después, maldijo amargamente, pero no había nada que pudiera hacer. Siguió caminando. Su verga seguía erguida frente a él, como el mascarón de proa de un barco. El efecto del coño seguía actuando. Sólo Dios sabía lo que podría durar su acción, cuánto tiempo tardaría en disolverse por completo.

Estuvo a punto de esconderse en el pasadizo, cerca del panel que había dejado abierto, para escuchar qué decían. Pero cada segundo que permaneciera en aquella casa podía significar ser capturado de nuevo y morir; estaba atemorizado por lo que le había pasado a Glam y por lo que Igescu había dicho de Magda. Miedo tal vez no fuera una palabra excesivamente expresiva: estaba al borde del pánico. Era curioso. Su terror debería haberle impedido cualquier excitación sexual. Bajo semejantes circunstancias no debería ser capaz de empalmarse. Pero allí estaba con la verga enhiesta, independiente de todas sus otras sensaciones, como si alguien le hubiera dado a un interruptor que hubiera puesto a sus genitales en un circuito diferente. El coño, cualquiera que fuese la sustancia de que estuviera hecho, debía ser no sólo la causa primera de su estado, sino también su alimento esencial. Tenía que aportar la energía suficiente para que siguiera fabricando toda aquella cantidad de esperma en tan poco tiempo. Por lo general, cuando se sentía inhabitualmente estimulado, al principio de enamorarse, o en ocasiones cuando la marihuana era excepcional, conseguía tener tres o cuatro orgasmos durante la misma noche. Pero habitualmente si eyaculaba más de una vez en una hora quedaba ya liquidado para las siguientes cuatro o cinco. La autoironía le llevaba a decir que era el detective privado más infra-sexuado de la historia; aunque, por supuesto, aquello era sólo una broma. Pero ahora parecía dotado con el cuerno de la abundancia. Y, por supuesto, tenía que sucederle en una situación en la que era lo último que podía desear.

Así, cuando estimó estar lo suficientemente lejos del panel abierto, encendió la linterna. Y vio la blanca figura de Dolores corriendo hacia él. Le sonreía, sus brazos estaban abiertos. Sus ojos estaban entrecerrados y sin embargo brillaban, y en sus muslos se podían apreciar dos zonas de humedad. Parecía formar parte de su mala suerte el estar tropezando siempre con mujeres que lubricaban en exceso. No obstante, tras un siglo y medio de abstinencia forzada, difícilmente podía echársele la culpa.

Dolores le obstruía el paso. Era de carne perfectamente sólida, no había nadie que lo supiera mejor que él, y aun así dudó. No quería correr la misma suerte de Magda. Por otra parte, existía la posibilidad de que si hacía lo que ella deseaba, se disiparan los efectos del coño. Al menos era una remota posibilidad. Y pensó que, en cualquier caso, probablemente no tuviera elección. De modo que dejó el bolso en el suelo, apagó la linterna y se quitó los pantalones. Ella lo arrastró consigo al suelo y él la penetró inmediatamente y empezó a joder sin más preliminares. Había tenido la esperanza de correrse en seguida, pero aunque ahora sentía la suave y húmeda carne de la vagina rodeando su polla, no podía escapar al automatismo del coño.

Finalmente consiguió correrse, y entonces, al intentar retirarse, no pudo hacerlo. Al tacto, los brazos de Dolores eran femeninos y suaves, pero cada uno tenía la fuerza de una serpiente pitón.

El pensar en pitones le hizo pensar en Magda, y se sintió aún más alarmado. Si daba con ellos en aquel momento, él estaría indefenso… aquellos anillos… Glam… Se estremeció, pero sin embargo empezó a moverse de nuevo dentro de ella. Su piel se había vuelto helada y sus cabellos parecían estar erizados por el terror. Su ano era como un punto de hielo, un blanco para Magda si se acercaba arrastrándose por detrás y alzaba su cabeza para asestar un golpe como un martillo pilón.

Gimió murmurando:

—¡Debo de estar totalmente loco, estoy creyéndome de verdad toda esa mierda! —y después gimió de nuevo, en esta ocasión porque estaba corriéndose otra vez.

Era inútil. Joder con Dolores no estaba sirviendo ni para neutralizar ni siquiera para disminuir los efectos del coño. Y, desde luego, no era lo bastante estúpido como para dedicarse a follar con ella por simple placer, mientras su vida corría peligro. Especialmente considerando que había experimentado suficientemente aquel «placer» como para quedar ahíto para una buena temporada.

Intentó librarse de su abrazo. Los brazos de Dolores no se tensaron, pero tampoco se relajaron. No iba a dejarle ir hasta que no hubiera quedado satisfecha o hasta que no fuera capaz de trempar. Y ella iba a tardar en quedar satisfecha; él no sabría decir cuánto tiempo podría durar, pero sospechaba que podía ser cuestión de horas y más horas.

Recordando la táctica utilizada con la señora Grasatchow en el transcurso de su pelea, mordió el pezón de Dolores. No se lo arrancó, pero resultó lo suficientemente doloroso como para que abriera los brazos y se pusiera a gritar. Se desembarazó de su abrazo y se puso de un salto fuera de su alcance, se subió los shorts, recogió el bolso y la linterna, y echó a correr pasadizo adelante mientras Dolores seguía gritando.

El ruido, desde luego, se oiría desde la habitación de Magda si el panel seguía abierto, y los otros entrarían a investigar. La luz de su linterna rebotaba arriba y abajo y de repente se perdió en la oscuridad de una esquina. Se detuvo y palpó en las tinieblas. Aparentemente había llegado a un callejón sin salida, pero se negaba a creerlo. Empezó a oír gritos a sus espaldas, y se puso a palpar las paredes frenéticamente en un intento de activar el mecanismo de apertura. Sintió que alguien rozaba su hombro, alguien habló en español, y un brazo alabastrino pasó sobre él tocando una cornisa.

Otro hizo lo propio con otra cornisa simétrica. La pared desapareció, convirtiéndose en un rectángulo de oscuridad en el que el delgado rayo de la linterna desaparecía. Una mano le empujó para que pasara —había quedado paralizado durante unos segundos— y se volvió justo a tiempo de ver cómo el muro se cerraba. Apenas tuvo tiempo de apercibir la luz vacilante de una linterna grande.

Una mano, aún pegajosa de esperma, se deslizó en la suya y la blanca figura le condujo por un pasadizo y después por unas escaleras arriba. Allí el aire estaba cargado de polvo; estornudó sonoramente un par de veces. Igescu no tendría problemas para seguirles, sólo debería seguir sus huellas. Tenían que salir de los pasadizos secretos, al menos provisionalmente.

Dolores, que dejaba unas huellas tan nítidas como las suyas, pareció darse cuenta de que éstas les delataban. Se detuvo ante una pared y soltó varios cerrojos hasta que un panel se deslizó hacia atrás. Penetraron en una habitación con paredes de mármol gris y blanco, un techo de mármol rojo, suelo de mármol rojo y negro y muebles de mármol blanco o negro. El candelabro era un gran móvil compuesto de delgadas piezas curvas de mármol coloreado en lugar de velas.

Dolores le guió a través de la habitación. Había soltado su mano y tenía la suya apretada contra el pecho, que debía dolerle mucho. Su rostro carecía de expresión alguna, pero los ardientes ojos negros parecían prometer venganza. Evidentemente, si hubiera querido, podría haberle dejado abandonado en el pasadizo. Tal vez deseara tomarse su venganza personalmente.

Pudo entrever una imagen de los dos al pasar frente a un gran espejo. Parecían dos amantes que hubieran sido sorprendidos en la cama y que estuvieran en plena huida de algún marido celoso. Ella estaba desnuda, y la verga de él, húmeda aún, y con una gota de esperma en su extremo, asomaba por la bragueta. Tenían un aspecto notablemente cómico; el bolso de piel de oso añadía un toque incongruente, ambiguo.

Pero la manada que les perseguía no tenía nada de cómico. Él se pegó a los talones de Dolores, exhortándola a que fuera más de prisa. Ella le respondió algo y salió de la pieza a buen paso. Atravesaron un salón lujosamente amueblado, hollando apresuradamente la gruesa alfombra. Cerca del final del pasillo, junto a una escalera curva con escalones de mármol de Carrara y pasamanos de caoba, Dolores abrió otra puerta de un empujón. Allí había una especie de suite de cuatro habitaciones ricamente decoradas al estilo eduardiano. En el dormitorio había una entrada secreta; una librería se deslizó hacia un lado para revelar una verja de hierro de dos batientes cerrada por medio de un cerrojo de combinación. Dolores hizo girar el disco rápidamente; parecía tener mucha práctica. Los dos batientes de la verja se apartaron. Cuando estuvieron al otro lado, volvió a cerrarlo e hizo girar la combinación por el lado de dentro. Aparentemente, aquella acción activaba algún mecanismo, ya que la librería se deslizó de nuevo a su sitio. Childe había podido observar que no estaban en un pasadizo sino en una pequeña habitación. Alrededor suyo se movía un aire fresco. Dolores encendió una lámpara. Vio varios sillones, una cama, una televisión, un bar, una cómoda con su espejo; pilas de libros y armarios empotrados. Estos contenían latas de conservas y diversas vituallas; uno de ellos era en realidad una atestada nevera. Una puerta daba a un cuarto de baño y a un armario lleno de ropa. Igescu se había arreglado un escondrijo ideal; podría subsistir allí largo tiempo, en caso de apuro. Dolores habló en español, muy lentamente:

—Aquí estamos a salvo por el momento. La frase era lo bastante simple como para que Childe la entendiera.

—Acerca del mordisco que te di, Dolores —dijo—, no tuve más remedio que hacerlo. Tengo que salir de aquí.

Ella pareció no haberle oído. Miró su pecho herido en el espejo y murmuró algo. Marcas de dientes y una aureola roja rodeaban el pezón. Se volvió hacia Childe y agitó su dedo índice y después sonrió. Él comprendió que le estaba regañando gentilmente por haber sido demasiado apasionado. Después de esta advertencia, le tomó de la mano y le arrastró hacia la cama.

Él se zafó de un tirón.

—¡De eso nada! —exclamó—. ¡Enséñame cómo salir de aquí! ¡Vámonos! ¡Pronto!

Empezó a inspeccionar las paredes. Ella empezó a hablar lentamente detrás suyo. Comprendió lo que quería decir, no podía ser más claro: si se quedaba un rato con ella, le enseñaría el camino para salir. Pero no más mordiscos.

—No más nada —dijo él—. Basta.

Encontró lo que buscaba, una pieza tallada en una esquina que pivotaba sobre un eje. La cómoda se desplazó sobre un ángulo. Se deslizó por la abertura y echó a correr, mientras Dolores le gritaba desde la habitación. Aunque no entendiera una palabra, sonaba tan parecido a cuando Sybil le daba la lata, que le fue muy fácil ignorarla. Llevaba en una mano un sable de afilada hoja, que había cogido de una panoplia mural, y la linterna en la otra. El asa del bolso estaba sobre su hombro izquierdo. El sable le daba confianza. Ya no se sentía tan indefenso. Estaba firmemente decidido a abandonar el pasadizo y a salir por la puerta delantera a la primera ocasión, y si se interponían en su camino les cortaría en rodajas. Esto le aliviaría.

Pero la salida no era fácil de encontrar. El pasadizo desembocaba en una escalera muy empinada, que se perdía en las sombras. Desanduvo lo andado en busca de falsos espejos o de entradas a habitaciones, pero no pudo encontrar ningún control de apertura. Regresó a la escalera, por la que ascendió con sus pies más ligeros. Se había puesto el sable al cinto y sujetó la linterna entre los clientes a fin de tener las manos libres para agarrarse a las paredes, si las escaleras se convertían de pronto en un tobogán.

Las escaleras se mantuvieron quietas, y se encontró en un exiguo descansillo. La puerta se podía abrir fácilmente con una prosaica manija. Salió cuidadosamente a una habitación de paredes curvas con una gran ventana iluminada por la luna, un ojo desdibujado y pálido en medio de la neblina. Mirando a través de la ventana, vio el patio y los árboles y el camino de acceso a la parte frontal de la parte central. Se encontraba en la cúpula situada sobre el ala izquierda, justamente al lado de la edificación original española. Estaba compuesta de tres habitaciones, dos de las cuales estaban vacías. La puerta que daba a la tercera estaba entreabierta, y de la ranura salía un hilo de luz. Se acuclilló junto a ella y avanzó lentamente la cabeza. Pero la retiró en seguida: le había venido otro orgasmo. Eyaculó entre violentas contorsiones, apretando los dientes y mordiéndose los labios para no gemir.