XVI

El le explicó que estaba perdiendo el tiempo. No le dijo que, un en el supuesto de que no se encontrara vacío y agotado, habría sido incapaz de responder a sus encantos. Los enormes y pendulares pechos, su tremenda panza, que pendía sobre los genitales hasta tal punto que los ocultaba entre sus sombras y sus pliegues, las caderas como sacos de sebo, las piernas como troncos de árbol, todo le repugnaba. Dudaba que hubiera conseguido empalmarse aunque hubiera estado en la mejor de las condiciones y se hubiera pasado un mes sin correrse.

—Esa puta fantasma te dejó seco, ¿eh? —dijo la señora Grasatchow, y se echó a reír. Estaba muy cerca suyo; el impacto de su aliento alcohólico le hizo sentir ganas de vomitar. Debía tener al menos ocho litros enterrados en aquella panza del tamaño de un pony.

Ella había traído consigo a la habitación un gran bolso de piel de oso, una botella de vino y una de whisky. Vertió el vino sobre su vientre y sus genitales y después se arrodilló para lamerlo. No obtuvo reacción alguna.

Se levantó del suelo como una roca despedida por una erupción volcánica. Su mano le golpeó en la mandíbula. Childe vio cometas y cayó hacia atrás, semiinconsciente, contra la pared.

—¡Niñato de mierda! —chilló—. ¡Puede que te parezcas a George, pero desde luego no eres la mitad de hombre de lo que era él!

Se acercó a su bolso, balanceando su enorme culo, y sacó un coño plateado de unos cinco centímetros de longitud.

—¡Esto va a despertarte, ya verás! ¡Espera que te lo meta dentro!

Se aproximó a él sonriendo como una gárgola. Childe se apelotonó contra la pared y después saltó hacia ella, intentando golpearla. Riéndose, ella le cogió por la muñeca y se la retorció hasta hacerle gritar de dolor y se dobló hacia delante, pero la cadena le impidió caer de rodillas. Medio estrangulado, intentó levantarse de nuevo, pero ella le obligó a permanecer en aquella posición hasta que quedó inconsciente.

Recuperó los sentidos para encontrarse vuelto de espaldas, de cara a la pared. Algo —sólo podía ser el coño— le estaba siendo introducido por el ano.

—¡En tu vida habrás experimentado nada como esto, hombrecillo! —canturreó ella—. ¡Jamás! ¡Nunca olvidarás esta noche mientras vivas! ¡Ay, hombrecillo, me gustaría estar ahora en tu lugar para poder joderme a mí misma!

Al principio, el coño ardía en su interior haciéndole sentir ganas de cagar. Al cabo de medio minuto aproximadamente, pareció volverse gélido y pesado, como si fuera una plomada recién sacada del congelador. La sensación de frío y pesadez se comunicaron a sus intestinos, a lo largo de sus circunvalaciones, como una serpiente corriendo frente a la era glacial, sólo que demasiado lentamente; penetró en sus testículos, que se transformaron en campanas que tintineaban de frío, se insinuó en su plexo solar y, por el otro extremo, en su verga. Nitrógeno líquido bombeado en cada tubo de su organismo.

Le sacudieron espasmos convulsivos mientras el líquido se expandía por sus piernas y aleteaba ascendiendo por su torso en perezosas espirales. Las poderosas manos de la mujer le apretaron más fuerte; le dijo:

—¡Tranquilo, machito mío! ¡No te hará daño, y te convertirás en el hombre que nunca fuiste!

El peso glacial subía a lo largo de su médula. Notaba como se le cristalizaban las vértebras cervicales y su bulbo raquídeo. Podía distinguir cada vértebra y cada célula de su cerebelo como entidades aisladas por el hielo. También podía sentir cómo cada venilla de su verga se iba llenando lentamente de sangre medio congelada.

Para entonces, la señora Grasatchow le había dado ya la vuelta de nuevo y apoyándose sobre sus elefantiásicas rodillas empezaba a chupársela. Gruñía como si fuera una cerda atacando una mazorca de maíz, pero, por lo poco que podía notar, le estaba tratando con aceptable delicadeza. Sus mandíbulas no se movían, sólo sus labios, que rodeaban estrechamente su glande. No sentía absolutamente nada. Era como si hubiera recibido un centenar de inyecciones de morfina por todo el cuerpo y una dosis masiva en el pene. Pero si bien su cerebro no recibía mensaje táctil alguno, cierta parte de su cuerpo sí lo estaba recibiendo. La verga, que parecía una criatura independiente, se hinchaba poco a poco como una sanguijuela que estuviera aspirándole a ella la sangre de su lengua, se iba poniendo erecta.

Cuando ella percibió que estaba todo lo inflamado y rígido que podía estar, se puso en pie.

—¡No vas a ir a ninguna parte! —dijo—, ¡no ahora precisamente!

Abrió él collar y guardó la llave en su inmenso bolso. Él intentó correr hacia la puerta, pero sus piernas habían dejado de obedecerle.

Ella se tiró al suelo y abrió las piernas todo lo que fue capaz: aquello era como el Mar Rojo abriéndose para dejar paso a las hordas de Moisés.

—¡Devórame! —ordenó.

Obedientemente, aunque su congelado cerebro intentó enviar un mensaje de rechazo a sus nervios, se dejó caer y abrió los labios de la vulva disponiéndose a lamer primero el clítoris, como tenía por costumbre.

—¡No, idiota! —dijo ella—. ¡Al revés! ¡Un sesenta y nueve!

Gateó sobre ella y se dio la vuelta. Ella engulló su polla hasta que el vello le tocó los labios. Él seguía sin sentir nada, pero al mirar a través del intersticio que separaba sus cuerpos, alcanzó a ver sólo el vello y la estrecha banda de la raíz del pene. Él pasó la punta de la lengua sobre el «pequeño pene». ¡«Pequeño pene»! Jamás había visto un clítoris tan grande. No obstante, tuvo ciertas dificultades en abrirse paso hasta él, a causa de la enorme barriga. Era como verse obligado a doblarse sobre una coanil, boca abajo, y tener que lamer un hilillo de agua de una grieta situada muy al fondo.

Lo peor de todo era no sentir excitación sexual alguna, tan sólo repugnancia. Pero se veía obligado a hacer exactamente lo que ella le decía, y sus órganos, a excepción del cerebro, debían estar respondiendo a alguna forma de estimulación sensorial.

En respuesta a otra orden, retiró la verga de su boca y dándose la vuelta se la metió en la vagina. Empezó a moverse lentamente dentro de ella, pero aceleró sus movimientos en respuesta a sus órdenes. Ella empezó a gemir y a balbucear, lanzando gritos en una lengua desconocida, meneando sus inmensas caderas de un lado a otro, agarrando las nalgas de Childe, estirándole y empujándole.

Childe no tenía ni idea del tiempo que llevaban en aquella posición, ni si había eyaculado o no. Al fin ella le apartó, su verga salió sonora y húmedamente de su coño; ella se puso encima suyo y se dejó caer suavemente sobre su polla, moviendo el cuerpo tan suave y rápidamente como si fuera un globo de juguete al extremo de un cordel. Tras lo que parecieron ser un centenar de orgasmos (a juzgar por el número de sus ataques de frenesí), se levantó y se fue al rincón donde había dejado la botella de whisky. Childe se apercibió de que sus miembros volvían a obedecerle, así que se volvió para observarla. Sentada en la alfombra, recostada contra la pared, parecía un montón de masa para el pan con exceso de levadura.

Childe se dio cuenta de que estaba jadeando. Su respiración hacía un ruido de forja, pero no alcanzaba a sentir el martilleo de su corazón ni el movimiento de su caja torácica.

La señora Grasatchow ingirió al menos un cuarto de litro de whisky y después miró su reloj.

—Cuarenta y cinco minutos —dijo—. Igescu se pondrá furioso.

Se levantó con grandes esfuerzos.

—¡Hum! Algo va mal. Dijo que enviaría a alguien a buscarme.

Abrió la puerta y miró hacia afuera. Childe intentó abalanzarse sobre ella en aquel momento, esperando derribarla con su propia inercia y escapar por el pasillo. Apenas consiguió, tras un tiempo aparentemente muy largo, ponerse en pie. Aún no le era posible saber si había agotado todas sus fuerzas. La recesión de las señales procedentes de sus músculos seguía estando interrumpida.

Al ver que él se movía, la mujer alzó las cejas y dijo:

—¿No sientes arder el supositorio?

—No —respondió él—, sigue siendo frío y pesado.

—Lo sentirás en un momento. ¡Te va a parecer que alguien te ha metido un globo de aire caliente por el culo!

La estremeció un huracán de risas. Cuando se hubo calmado dijo:

—Esta sustancia tiene un efecto muy peculiar. No sentiste nada mientras estabas jodiéndome, pero espera y verás. Ojalá entonces te tuviera a mi alcance, pero tendrás que arreglártelas solo.

Volvió a mirar su reloj.

—Tal vez no me vaya. Me da la impresión de que Igescu se ha olvidado de mí. O de que sabe que me volveré loca de rabia si no te aprovecho hasta la última gota. Ahora quédate donde estás, mi pastelito de crema. Te voy a poner otra dosis, así se duplicará el efecto. No quiero que hagas comedia.

Como una marea invirtiéndose y retirándose de nuevo hacia el mar, el frío y la pesadez se convirtieron en calidez y ligereza. El efecto secundario comenzó allá donde había terminado el primero, en el cerebro y en el extremo del glande. La calidez y ligereza convergieron hacia su interior desde toda la periferia y se concentraron en la región donde estaba el coño, en su ano, donde, por un segundo, sintió un fuego como si un meteorito hubiera terminado su llameante descenso en él.

Aulló de dolor.

—¡Oh, ya está! ¡Ya ha ocurrido! —dijo la mujer, y cargó contra él, con una mano abierta para agarrarle y otro coño en la otra mano. Pareció volverse tan grande como la pared. Sus carnes se agitaban como un blusón sacudido por una tempestad. Childe se abalanzó sobre ella, con las manos extendidas para aferrar sus orejas; tenía la firme intención de arrancárselas. Tendría que combatir con toda su furia si quería llegar hasta la puerta. Incluso en posesión de todas sus fuerzas, ella tenía una musculatura más fuerte que la suya, por no hablar del peso.

Sus manos asieron las orejas, y su cara se incrustó violentamente contra uno de sus pechos con la misma violencia que si le hubieran arrojado contra ella desde el techo. Ella chilló, ya que él había mordido salvajemente la primera protuberancia que encontró. Ella le arrojó al suelo; al levantarse, se dio cuenta de que le había cortado un pezón. Escupió el pezón y un poco de carne que lo rodeaba, y se levantó tembloroso. Ella seguía chillando y retorciéndose por el suelo, una mano crispada sobre su pecho mutilado.

Childe no esperó a recobrarse por completo del impacto contra el suelo. Luchando contra el atontamiento y un fuerte dolor en el hombro, la pateó entre las piernas cuando ella empezó a acercársele. El pulgar de su pie desapareció por un instante en el interior de su vagina. Ella chilló de nuevo salvajemente. Le derribó con un convulsivo movimiento de brazos y cayó atravesado sobre su vientre. Ella le aferró con los brazos por las nalgas, y una de sus manos empezó a deslizarse hacia abajo para cogerle por los testículos. Con una convulsión desesperada, se dio la vuelta, se agarró a un pecho y se lo retorció.

La mujer le soltó y volvió a chillar. Childe descendió a lo largo de sus piernas abajo. Era como rodar por un talud. Esquivó sus convulsos patadones, saltó y se dejó caer con los dos pies juntos sobre su cara. La cabeza de la mujer golpeó con violencia contra el suelo; la nariz quedó aplastada; la sangre brotó a borbotones; sus ojos empezaron a bizquear.

De nuevo saltó y aterrizó con los dos pies sobre su estómago. Se hundió profundamente en ella. Su respiración salió como un huracán, parecía una corriente de aire de una destilería. Estuvo a punto de vomitar. Pero saltó por tercera vez, de nuevo sobre su cara. Su nariz quedó aún más plana. Se quedó con los ojos en blanco. Tenía la boca abierta de par en par, tensa como una vela contra el viento de su agonía, mientras intentaba recuperar el aliento.

Y, en aquel momento preciso, el coño invirtió su efecto. Fue como si todo su coito con ella hubiera sido grabado mientras entre él y sus terminaciones nerviosas había una placa de cristal que le permitía ver pero no oír. Ahora, el cristal había sido retirado, y podía escuchar la grabación en playback. Con una diferencia: ya no estaba «congelado». Sentía todo con tremenda exquisitez; podía sentir la verga en su boca y entre sus pechos y en su coño, aunque ya no estuviera allí.

En el transcurso de la pelea, aunque no se había dado cuenta de ello, había tenido una erección. Ahora tuvo una eyaculación. El orgasmo, tanto rato retardado, fue devastador. Como un verdadero ciclón, una tormenta con mil relámpagos. Sacudido por irreprimibles espasmos, Childe rodó por el suelo, dejándose llevar por el éxtasis. Por el momento, no podía hacer otra cosa.