XV

Si el barón la había visto, no dio muestra alguna de ello. Se inclinó ligeramente indicando a Childe que le precediera. Echaron a andar por el amplio pasillo —Dolores había desaparecido— y llegaron de nuevo al comedor. O' Faithair estaba tocando desenfrenadamente un piano de cola. Childe no fue capaz de identificar la música. Los demás estaban sentados a la mesa o en sofás o de pie junto al piano. Glam y las dos mujeres habían retirado los platos de las mesas auxiliares. La señora Grasatchow estaba ahora atacando una botella de champán. Magda Holyani estaba sentada en una silla de hierro, con su elegante falda hasta los pies recogida en torno a la cintura, dejando a la vista sus piernas perfectas hasta la altura del liguero. Un canuto de marihuana a medio fumar reposaba junto a ella en un cenicero, sobre la mesita.

Estaba mirando una fotografía con ayuda de un estereoscopio antiguo. Childe tiró de su falda, ya que la visión del vello púbico de ella le alteraba, y dijo:

—Me extraña que te distraigas con juegos tan inocentes. A menos que la fotografía sea…

Ella alzó la vista sonriendo:

—Mira —dijo—. Echa tú mismo un vistazo.

Él se llevó el estereoscopio a los ojos y ajustó el enfoque hasta que los detalles quedaron nítidos y en tres dimensiones. Mostraba a tres hombres en un bote de vela, y una montaña perdida al fondo. La fotografía había sido tomada lo suficientemente cerca como para que pudieran distinguirse los rostros de los hombres.

—Uno de ellos se parece a mí —dijo.

—Por eso la saqué del álbum —dijo ella. Hizo una pausa, dio una profunda chupada a la marihuana, mantuvo el humo en sus pulmones un largo tiempo y después exhaló—. Ese es Byron. Los otros son Shelley y Leigh Hunt.

—Oh, vamos —dijo Childe, mirando aún la fotografía—. Pero yo pensaba… Estoy seguro… que la cámara fotográfica no se había inventado aún.

—Muy cierto —dijo Magda—, eso no es una fotografía.

Cuando iba a pedirle que se explicara, súbitamente dos brazos enormes le rodearon desde detrás, levantándole del suelo. La señora Grasatchow, chillando de risa, le arrojó sobre un sofá. Hizo ademán de levantarse. Estaba lo suficientemente irritado como para golpearla, levantó el puño, pero ella le derribó de nuevo. No sólo era muy pesada; debajo de toda aquella grasa se ocultaban unos músculos muy poderosos.

—Quédate ahí. ¡Quiero hablar contigo y también quiero hacer otras cosas! —dijo.

Childe se encogió de hombros. Ella se sentó junto a él y el sofá cedió bajo su peso. Le tomó de la mano, apretándole contra ella, y reemprendió el monólogo deshilvanado que había mantenido durante la cena. Le contó la cantidad de hombres que la habían perseguido apasionadamente y lo que ella había hecho con ellos. Childe empezaba a sentirse un tanto extraño. Las cosas parecían como desenfocadas. Comprendió que lo debían haber drogado.

Un momento más tarde, estuvo seguro de ello. Había visto al barón caminar hasta la puerta, apartó la vista un instante y cuando volvió a mirar, vio que el barón había desaparecido. Un murciélago volaba por el pasillo.

El cambio se había producido tan de prisa que era como si hubieran cambiado varios fotogramas en la secuencia de una película.

¿Pero había sido realmente una metamorfosis? Nada hubiera impedido al barón escurrirse a un costado y soltar un murciélago. O quizás objetivamente no existiera murciélago alguno, que lo estuviera viendo bajo el efecto de un alucinógeno y a causa de la sugestión de que Igescu fuera un vampiro.

Childe decidió no hacer ningún comentario sobre lo que había visto. Nadie más parecía haber notado nada. Aunque también era cierto que no estaban en condiciones de percibir nada que no fuera aquello en lo que estuvieran concentrados. O’Faithair seguía tocando como un loco. Hierba Doblada y Panchita Pocyotl estaban uno frente a otro, retorciéndose y moviendo los pies en una parodia de un baile de moda. La belleza pelirroja, Vivienne Mabcrough, estaba sentada en otro sofá con Rebecca Ngima, la belleza negra. Vivienne bebía de una copa que sostenía en una mano mientras la otra mano se deslizaba bajo el vestido de Ngima. Ngima tenía la suya debajo de la falda de Vivienne. Pao, el chino, estaba tumbado de espaldas, con las piernas recogidas para sostener a Magda, que estaba sobre sus pies disponiéndose a dar un salto mortal hacia atrás. Se había quitado los zapatos y el vestido y llevaba tan sólo el liguero, las medias y un sujetador de redecilla. Cuando consiguió equilibrarse, Pao la levantó y salió disparada hacia arriba y dando un salto mortal cayó sobre sus pies. Childe pensó que sus pies descalzos podían haberse roto con el impacto, pero ella no pareció notar nada en absoluto. Se echó a reír, tomó impulso y dio un salto mortal por encima de Pao, aterrizando frente al sofá en el que estaba sentada la bisabuela de Igescu. La anciana señora extendió una mano retorcida como una zarpa, arrancándole el sujetador. Magda se echó a reír y se alejó haciendo piruetas.

El barón se acercó distraídamente a su bisabuela, y se inclinó para susurrarle algo al oído. La cara de la vieja se iluminó y se echó a reír estridentemente.

Y en ese momento Magda finalizó sus locos giros sobre las rodillas de Childe. La cabeza de Childe se vio oprimida contra sus pechos, que olían a un perfume embriagador, mezclado con un olor a sudor y a otro olor indefinible.

La señora Grasatchow empujó a Magda tan vigorosamente que ésta cayó del regazo de Childe al suelo. Levantó la cabeza y estuvo un momento sin decir nada, como aturdida, con las piernas abiertas de par en par dejando al descubierto su vulva de rojo vello.

—¡Es mío! —chilló la señora Grasatchow—. ¡Mío! ¡Maldita sucia serpiente!

Magda se puso penosamente en pie. Ya no bizqueaba. Abrió su boca y su lengua empezó a entrar y salir de ella, emitiendo una especie de silbido.

—¡No te acerques! —dijo la señora Grasatchow con una voz más profunda. ¿O acaso era un gruñido?

Glam penetró en la habitación. Miró a Magda con gesto de disgusto. Evidentemente no le gustaba verla medio desnuda y coqueteando con Childe. El barón le dejó clavado con una mirada y le hizo un gesto de que abandonara la habitación.

—¿Que no me acerque, eh? —dijo Magda—. No tienes autoridad alguna sobre mí, mujer-cerdo, ni tampoco te tengo miedo.

—Los cerdos se comen a las serpientes —replicó la señora Grasatchow. Lanzó un gruñido— sí, en esta ocasión lo hizo —y poniendo un brazo festoneado de carne en los hombros de Childe, comenzó a desabrocharle la bragueta con la otra mano.

—Siempre te has comido todos los seres y las cosas que has querido, pero aún no has podido ni podrás comerte a esta serpiente —dijo Magda escupiendo saliva.

—¿Dónde están las cámaras? —dijo de pronto Childe, lanzando una mirada circular.

—Esta noche se improvisa todo —dijo la señora Grasatchow—. ¡Oh, te pareces tanto a mi George!

Childe supuso que se refería a George Cordón, Lord Byron, pero no tenía forma de saberlo con seguridad ni ningunas ganas de seguirle el juego.

Apartó la mano en el momento justo en que cerraba dos dedos en torno a su pene que, a pesar suyo, empezaba a responder. No sentía más que repulsión por la obesa mujer, y aun así una parte de él estaba respondiendo. ¿O acaso era la visión de Magda y los efectos de aquella atmósfera general de excitación? Y, sin duda, la responsabilidad podía atribuirse principalmente a la droga que (ahora estaba seguro) le habían suministrado.

Magda volvió a sentarse en su regazo rodeando su cuello con los brazos. La señora Grasatchow, enseñando los dientes, alzó su enorme mano para golpearla, pero la dejó caer cuando la baronesa lanzó un grito estridente desde el otro lado de la habitación. En aquel momento, se abrió una puerta de doble batiente. Childe, captando el movimiento por el rabillo del ojo, giró la cabeza. El barón estaba en el umbral de la puerta. A sus espaldas estaba la sala de billar o una sala de billar, muy parecida a la que Childe ya había visto. Los jóvenes rubios, Chornkin y Frau Krautschner, estaban jugando una partida.

El barón atravesó la habitación y se detuvo a unos pasos detrás de Childe.

—La policía no sabe que está aquí —dijo.

Childe estalló. Se levantó del sofá derribando a Magda al suelo, saltando después por encima suyo en su carrera hacia la puerta más cercana. Llegó hasta el pasillo, pero fue violentamente arrancado del suelo por Glam, quien le dio la vuelta y le oprimió con fuerza. Sus inmensos brazos le paralizaban por completo, a excepción de las piernas. Glam debía llevar unas gruesas botas bajo los pantalones, ya que no pareció que le afectaran las patadas de Childe. No parecía ni siquiera notarlas. Quizás las fuerzas de Childe fueran ya muy escasas.

Glam, sujetándole de la mano, le introdujo de nuevo en el salón como si fuera un niño pequeño.

—Magnífico —dijo el barón—. Bien por los dos. Conseguiste reprimir tu impulso de matarle. Muy encomiable, Glam.

—¿Tendré una recompensa? —dijo Glam.

—La tendrás. Una participación. Podrás divertirte un poco con él. En cuanto a Magda, si no quiere saber nada de ti, y así lo afirma, está en su perfecto derecho de seguir mandándote al infierno. Mi autoridad tiene sus límites. Además, tú en realidad no eres uno de los nuestros.

—Tienes suerte que no te haya matado ya, Glam —dijo Magda.

—Eres un depravado, Glam —dijo la señora Grasatchow—. Serías capaz de follar con una serpiente si alguien le sujetara la cabeza, ¿no es cierto? Yo ya te he ofrecido ayuda…

—Ya basta —dijo Igescu—. En cuanto a Childe, vosotros dos podéis jugároslo a los dados o al billar, y que la ganadora haga con él lo que quiera. Pero debe reservarme un pedazo, ¿entendido?

—Con los dados irá más rápido —dijo Magda. El barón le hizo una seña a Glam, que aferró a Childe por un hombro y lo condujo fuera de la habitación.

—¡Pronto nos veremos, amor mío! —le gritó Magda.

—¡Por el culo de un cerdo! —dijo la señora Grasatchow jurando a la cosaca.

—Como gane, tú serás quien tendrá el culo de un cerdo —replicó Magda, riendo.

—¡No sigas provocándome! —chilló la obesa mujer.

Glam empujó a Childe hasta el extremo del pasillo y luego le hizo bajar dos tramos de escaleras. Se encontraron en un vasto corredor de paredes cubiertas de grandes bloques grises de piedra. Se detuvieron ante una puerta de gruesa madera negra con ornamentos de hierro que dibujaban el contorno de una gárgola de horrible sonrisa. La mano de Glam pasó del hombro al cuello de Childe y apretó. Childe sintió como si la sangre fuera a escapársele por la coronilla. Cayó de rodillas y apoyó la cabeza contra la pared medio inconsciente por el terrible dolor del cuello. Glam sacó una llave, abrió la puerta, y arrastró con una mano a Childe hasta el interior de k habitación, hasta la pared del fondo. Desnudó por completo a Childe, que sólo pudo resistirse débilmente, le levantó y le puso al cuello un grillete de metal que se cerró con un siniestro chasquido. Después recogió las ropas y salió, cerrando la puerta a sus espaldas.

La pieza estaba iluminada por una desnuda bombilla en el centro del techo. En el suelo, cubiertas de paja, había unas pocas mantas. Tanto las paredes como el techo estaban pintados de un rojo pálido.

Childe empezó a recuperar fuerzas; el grillete de metal estaba sujeto por medio de una delgada cadena a una anilla empotrada en la pared. Miró en torno suyo pero no alcanzó a ver nada que pudiera indicar la presencia de cámaras u objetivos electrónicos. Tanto las paredes como el techo parecían carecer de aberturas. No obstante, era posible que alguno de los bloques de piedra fuera de hecho una falsa ventana.

Se produjo un ruido en la puerta. Una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió lentamente. Magda entró; no llevaba nada puesto, si se exceptúa la llave que tenía en la mano. Se quedó en la puerta sonriendo. Súbitamente se dio la vuelta, dijo «¿Quién está ahí?», y él apenas pudo ver por un momento su espalda y sus caderas ovoides, mientras salía corriendo rápidamente al pasillo.

Se oyó un golpe sordo, seguido de un gemido. Después, silencio.

Childe no tenía ni la más remota idea de lo que estaba ocurriendo, pero supuso que Glam o la Grasatchow habían atacado a Magda. Hubiera sido por su parte de una audacia sorprendente, ya que el barón había dejado bien claro hasta dónde podían llegar.

Esperó. Hasta él llegó el sonido de un cuerpo desnudo al ser arrastrado sobre el suelo de piedra. Después, de nuevo silencio. Después, como un susurro. Este último sonido no procedía de garganta humana, era un fru-fru de seda.

Childe dio un respingo.

Dolores del Osorojo acababa de entrar. Su falda revoloteó, mientras se daba la vuelta para cerrar la puerta. Luego se giró y echó a andar lentamente en su dirección, con sus blancos brazos extendidos hacia él. No era transparente en absoluto. Era tan sólida como pueda serlo cualquier carne joven. Su pelo negro y su blanca cara y sus labios rojos y su blanco y turgente busto eran bien carnales. Deliciosamente carnales.

Dolores le abrazó; Childe sintió la punta de sus senos que se aplastaban contra su pecho, sus labios que se apretaban contra los suyos, pero estaba demasiado asustado para reaccionar. Aunque el aliento de ella era cálido y la lengua que restregaba contra la suya estaba ardiendo, él seguía helado. Un hilo de tibia saliva se deslizaba de la boca jadeante de Dolores, sobre su barbilla, bajando hacia su pecho.

Childe intentó apartarse, pero la pared le detuvo. Ella le abrazó aún más fuerte y le faltó la voluntad o la fuerza para intentar apartarla. Aún seguía temblando sin poder contenerse.

La mujer murmuró algo en español. Él no comprendía las palabras, pero el tono era tranquilizador. Ella dio un paso atrás y empezó a desvestirse a toda prisa. Primero el traje, luego las tres enaguas y finalmente la ropa interior hasta la rodilla, las largas medias negras y el corsé. Desnuda, Dolores era aún más bella. Sus pechos eran turgentes y los pezones, del tamaño casi de los extremos de los pulgares de Childe, eran ligeramente respingones. Su pubis estaba cubierto por un espeso vello negro, y una línea de pelo se extendía hacia el ombligo, como el humo de un fuego distante. El fluido que empezaba a empapar su vello y a deslizarse por sus muslos era prueba de su profunda impaciencia.

Al ver esto, Ghilde se sintió menos asustado. Ella parecía excesivamente protoplásmica, y prácticamente nada ectoplásmica, como para que en el fondo de su mente pudiera creer que fuera realmente un fantasma.

No obstante, estaba lejos de sentirse tranquilo. Y cuando intentó utilizar el poco castellano que sabía para preguntarle si podría liberarle, se dio cuenta de que ella no tenía la menor intención de hacerlo, o por lo menos no estaba en su poder.

Insistió y le pidió por segunda vez que le quitara la llave a Magda. Ella negó con la cabeza; eso quería decir o bien que rehusaba hacerlo o bien que no le entendía. Tal vez —era su única esperanza— le liberaría en cuanto hubiera obtenido lo que deseaba. Y lo que ella deseaba, por la razón que fuera, era a Childe.

No es que hubiera ningún misterio acerca de lo que deseaba. El misterio estaba en por qué precisamente él era el elegido. De momento no había nada que pudiera desvelarlo.

Ella le besó ávidamente y luego empezó a juguetear con su miembro mientras le besaba. Él no conseguía excitarse; el contacto de sus dedos le ponía la carne fría como la de un muerto. Childe intentaba apartarse de ella. Se sentía, literalmente, aterrorizado.

Finalmente, ella despego su boca de la suya. Se apartó de él de nuevo inspeccionándole con lanzadas de sus negros ojos. Después frunció el ceño, pero se acercó de nuevo hablándole en un castellano tranquilizador aunque incomprensible. Se arrodilló en la paja y tomó su fláccido pene introduciéndoselo en su cálida boca. Empezó a chupar lentamente, mientras las puntas de sus dedos le acariciaban el perineo con dulzura. Childe empezó a caldearse; su sexo, como si la sangre antes congelada se hubiera vuelto fluida súbitamente, empezó a hincharse. Volvieron aquellas sensaciones, viejas y familiares, pero nunca aburridas. Puso sus manos sobre su pelo y quitándole la peineta dejó que cayera libre, cubriéndole los hombros. Empezó a mover las caderas atrás y adelante.

Súbitamente Dolores dejó de chuparle y empezó de nuevo a besarle, recorriendo el interior de su boca con la lengua. Luego tomó su polla y, poniéndose de puntillas, se dejó caer encima. Childe la penetró; ella hizo unos movimientos de vaivén y él se corrió.

Hay orgasmos y orgasmos.

Aquel fue tan exquisito que se desmayó un instante durante la eyaculación.

Fue como si ella hubiera descargado una chispa en la cámara de su vagina, como si un siglo y medio de castidad descargara de golpe en la verga de Childe, o como si ella hubiera generado una relampagueante corriente eléctrica. Tan intensa había sido la sensación, que pensó si no se le hubieran fundido los plomos. Tal vez, realmente, se hubiera producido algún tipo de descarga eléctrica.

Childe se había restringido a una posición erguida a causa de la cadena. Le dijo a la mujer, o al fantasma, o a lo que fuera, que fuera a buscar la llave de Magda, pero ella parecía no entenderle. Él no alcanzaba a comprender por qué no quería librarlo, ya que el hacerlo iría en beneficio suyo. Y entonces se le ocurrió pensar que ella podía temer que él saliera huyendo y la abandonara. Y eso era algo que ella no deseaba en absoluto; le faltaba mucho para saciarse, pensaba Childe.

Él se veía limitado en su área de actividad y en su ángulo de posición, pero Dolores era ingeniosa. Se la chupó de nuevo hasta conseguir una nueva erección; con la acción inversa a la de hinchar un balón conseguía el mismo efecto; al mismo tiempo, le lamía el resto de esperma de la verga, tragándoselo golosamente. Luego se puso a cuatro patas, se volvió de espaldas y se levantó apoyándose sobre sus manos y sus piernas abiertas de par en par. Se dejó caer, y colocó sus dos pies contra la pared a ambos lados de Childe. Tras aproximarse a la pared un poco, con ayuda de las manos, se encontró en la posición que deseaba. Al principio Childe pensó en negarse a colaborar, pero considerando que si lo hacía ella sería capaz de dejarlo encadenado, se aferró a sus caderas. Su verga pasó bajo las nalgas de Dolores y penetró en la vagina; ella empezó a balancearse hacia atrás y hacia delante.

Igual que Magda, era capaz de oprimir su verga con los músculos de la vagina. Childe apenas se movía, contentándose con tirar de sus caderas hacia él, con breves y salvajes impulsos. Al cabo de unos segundos ella empezó a temblar y gemir, parecía tener un orgasmo tras otro. Gritaba palabras en castellano. Childe conocía poco aquella lengua, pero consiguió entender: «¡Oh, santa jodida virgen María! ¡Oh, padre de la polla inmensa! ¡Jódeme! ¡Mierda! ¡Dame la leche! ¡Oh Cristo, Jesús bendito, oh dulce Jesús, bendíceme, me está follando! ¡Jódeme, polla bendita! ¡Métemela toda!».

En aquel momento no se paró a pensar en sus palabras; se limitó a registrarlas, pero luego, al recordarlas, le intrigaron mucho. Siendo la hija del viejo Osorojo, la protegida hija de un Grande de España, estaba en posesión de un vocabulario sorprendente. Aunque, por otra parte, después de un siglo y medio de merodear entre gente viva de toda calaña, podía haber aprendido palabras posiblemente desconocidas para ella antes de su muerte. ¿Pero cómo explicarse que no hubiese aprendido inglés en todo ese tiempo?

Pero en aquel momento, no estaba para reflexiones. Tardaba mucho en llegar al orgasmo, tanto que pudo darle a ella la vuelta. Con los pies apoyados en la pared, apretando el coño contra él, Dolores lo movía atrás y adelante mientras él, pasando las manos bajo su cuerpo, le machucaba las tetas. Ella tenía una poderosa musculatura; era capaz de permanecer en aquella posición de arco humano con la cabeza colgando y aun así seguía balanceándose atrás y adelante; incluso llegaba a dar grandes culadas sin poder ayudarse, como antes, con las manos de Childe cogiéndole las nalgas.

Tras lo que pareció un tiempo muy largo, Childe eyaculó. Dolores gritaba en un crescendo de climax. Después, dejó que sus pies se deslizaran pared abajo. Childe la ayudó sujetando sus nalgas con sus manos, cogiéndole después las piernas y la dejó deslizarse hasta el suelo. Tumbada de espaldas, sin aliento, abrió la boca para recoger las últimas gotas de esperma. Después se desplazó un poco hacia un lado para que las gotas cayeran sobre su pecho y se untó con las manos el pegajoso fluido. Un acre olor a esperma y a sudor impregnó toda la habitación.

Cuando su respiración volvió a la normalidad, Dolores se levantó y le dio un largo y profundo beso perfumado de esperma. Con una mano le acarició los testículos.

Él apartó la cabeza y dijo:

—Basta ya, Dolores, o quienquiera o lo que quiera que seas.

Le temblaban las piernas. Si joder estirado resultaba para Childe suficiente ejercicio, el follar de pie era doblemente agotador y tenía la impresión de que Dolores disponía de medios para extraerle más dosis de energía de la normal. Al principio, durante breves segundos, ella le había transmitido energía —juraría que ella le había suministrado corriente a su verga—, pero después los dos orgasmos habían sido tan sublimes que habían abierto las compuertas, dejando agotadas sus reservas.

Carecía de razones objetivas para pensarlo, pero sentía que ella le había robado una parte de su energía vital con la que se estaba nutriendo y solidificando. Aunque, desde el primer contacto, Dolores le había parecido bien pulposa, pero ahora parecía haberse vuelto incluso más sólida.

Dolores, viendo que temblaba como una hoja, le dijo algo, sonrió y alzó un dedo como para decirle que le esperara (¿qué otra cosa podía hacer?), y abandonó la habitación. Transcurridos unos segundos, estaba de vuelta con una botella de vino rojo y una gran tajada de filet mignon. (¿Acaso conocía algún acceso secreto que le permitía llegar a la cocina en segundos?). Rehusó el vino pero devoró ansiosamente la carne. Aunque acababa de cenar hacía tan sólo una media hora, estaba muy hambriento.

Dolores se llevó la botella a los labios y bebió. Childe casi esperaba ver bajar por su garganta una columna oscura hasta su estómago, como en el anuncio del alka-seltzer. Pero no vio más que el movimiento de la nuez.

Si él estaba hambriento, ella estaba sedienta. Mantuvo la botella contra sus labios hasta dejarla medio vacía. Tal vez la hubiera terminado, pero se oyó un ruido al otro lado de la puerta, que había dejado entornada. Dolores dio un respingo y dejó caer la botella, que cayó de costado vertiendo su rojo contenido sobre la paja.

Ella se inclinó y recogió todas sus ropas, las enrolló en un bulto que se puso bajo el brazo derecho y después le dio un rápido beso. Su aliento olía a vino y esperma. Corrió hasta la pared de la derecha, su mano izquierda oprimió la intersección de dos bloques grises: con un gemido y rechinando, una sección de la pared formada por seis bloques de alto y cuatro de ancho, se abrió hacia dentro sobre el lado izquierdo. El interior estaba oscuro. Dolores se dio la vuelta y sonrió mientras le arrojaba un objeto brillante. Se lanzó a recogerlo, pero la cadena cortó su movimiento dejándole sin respiración; el objeto rebotó en su pie izquierdo, cayendo sobre la paja.

Era la llave del collar que le sujetaba el cuello.

La oscuridad se tragó a Dolores. El panel, chirriando y gimiendo de nuevo, se cerró.

Una cabeza inmensa con enormes mandíbulas, grandes ojos púrpura y un peinado alto negro-azulado apareció por la puerta entreabierta. La señora Grasatchow.

Detrás de ella se oían voces excitadas. Al verle, los ojos de la mujer obesa se abrieron de par en par. Empujó la puerta para abrirla y arrastrando los pies entre la paja se aproximó a Childe. Este, muy lentamente, retiró el pie que había extendido hacia la llave.

La señora Grasatchow husmeó ruidosamente y después gritó:

—¡Esperma! —gruñó como una cerda a punto de dar a luz—. ¿Quién ha estado aquí? ¿Quién? ¡Dímelo! ¿Quién?

—¿Es que no la has visto? —dijo Childe—. Se fue pasillo abajo.

—¿Quién?

—Dolores del Osorojo.

La piel de la señora Grasatchow era pálida de natural y el polvo que usaba la empalidecía aún más. A pesar de esto, aún consiguió ponerse más blanca.

El barón entró en la habitación, con un largo cigarro en la mano.

—Pensé que sería Dolores. Tan sólo ella… —dijo.

La mujer obesa se volvió velozmente con la gracia de un rinoceronte (los rinocerontes, por enormes que sean, pueden tener movimientos muy graciosos).

—Tú dijiste… Tú te burlaste de Dolores. ¡Dijiste que no podía hacer nada contra ninguno de nosotros!

El barón lanzó una mirada de inteligencia a Childe antes de responder. Chupó de su cigarro y dijo:

—No parecía probable que jamás pudiera obtener suficiente sustancia como para solidificarse. Pero estaba equivocado.

—¿Qué es lo que le ha hecho a Magda? —preguntó la señora Grasatchow.

El barón se encogió de hombros.

—Eso tendremos que preguntárselo a Magda cuando vuelva en sí. Si es que lo hace.

El umbral de la puerta estaba ahora ocupado por el cuerpo de Glam. Llevaba en sus brazos a Magda, aún desnuda. Su cabeza se balanceaba, su largo y rubio cabello pendía hacia el suelo, sus brazos y sus piernas estaban fláccidos.

—¿Qué hago con ella? —preguntó.

—Llévala arriba a su habitación. Métela en la cama. Dile a Vivienne que la examine.

La expresión marmórea de Glam se iluminó un instante.

—Ahora está indefensa, es cierto —dijo el barón—, pero si yo estuviera en tu lugar no intentaría aprovechar la circunstancia.

Glam no dijo nada. Se dio la vuelta y se fue llevándose a la mujer. Los dos jóvenes rubios, Chornkin y Frau Krautschner, se asomaron cada uno en un lado de la puerta, en perfecta simetría.

—¿Habéis visto a Dolores? —preguntó el barón.

Negaron con la cabeza. El barón dirigió la mirada al panel de la pared que se había abierto para dejar paso a Dolores. Abrió la boca y Childe creyó que iba a decirles que se había ido por allá y enviarlos en su busca, pero volvió a cerrarla.

Childe se dijo que tal vez el barón prefería guardar para él ciertos secretos. ¿Acaso no confiaba en aquellos dos? ¿O acaso pensaba que sería fútil el perseguir a Dolores? En cualquier caso, debía haber comprendido que Childe había sido testigo de su salida.

—Debe tener ya la suficiente carne como para follar —dijo la señora Grasatchow—. Fíjate en lo rojo que tiene el capullo.

—No estoy ciego —dijo el barón secamente—. La llave de Magda ha desaparecido. Childe, ¿la tiene usted?

Childe negó con la cabeza. Igescu se aproximó a los dos jóvenes y susurraron algo durante unos instantes. Después, los jóvenes se dieron la espalda y partieron cada uno en una dirección, curvados los dos, husmeando como perros de caza. El barón volvió a entrar en la habitación y dijo:

—Aparta tus ojos de su verga y ayúdame a buscar esa llave.

—¡Aquí está! —dijo la señora Grasatchow. Se inclinó, la recogió y se enderezó gruñendo. El barón la cogió y se la puso en el bolsillo de la chaqueta. Childe apretó los labios.

Ahora sí que estaba listo, a menos que Dolores volviera para ayudarle. No creía que lo hiciera. Aunque le había lanzado la llave, no se aseguró de que pudiera cogerla, habiendo tenido tiempo de sobra para hacerlo. Su gesto parecía querer decir que podría escapar si era lo suficientemente ágil y astuto. Tal vez ella quiso vengarse de su larguísima prisión en el mundo de lo incorpóreo. Tal vez quería que Childe también sufriera. Al fin y al cabo, ella le había poseído no por afecto o amor, sino porque necesitaba un objeto con el que desahogarse.

Pero estaba, al menos en parte, de su lado. Aquélla era de momento su única esperanza.

El barón abandonó la habitación, y a los pocos segundos reaparecieron los dos jóvenes. Chornskin tenía la llave del collar. Abrió el grillete y ambos, tomando a Childe cada uno de un brazo, le sacaron a empujones de la habitación. Pasaron frente a dos puertas y entraron en la tercera, que estaba abierta. Aquella era una habitación del mismo tamaño que la que acababa de abandonar, pero sus paredes estaban cubiertas de paneles de roble, el techo estaba pintado de azul pálido y el suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra persa ilustrada profusamente con cruces gamadas rodeadas por un círculo. Pero había también una serie de grilletes que colgaban de cadenas sujetas a anillas hincadas en la pared. Childe se encontró de nuevo aherrojado como antes.

Aquella habitación no debía tener accesos secretos.

El barón miró su reloj de pulsera.

—Tenemos que hacer algo con Dolores —dijo—. No fue peligrosa hasta que consiguió encarnarse. Pero todo tiene sus desventajas. Ahora es peligrosa, pero también es vulnerable. Debemos ocuparnos de ella y lo haremos. Voy a convocar una asamblea general.

La señora Grasatchow dijo, enfurruñada:

—Ahora que Magda está fuera de combate, había pensado…

—Media hora. Ni un minuto más —dijo Igescu—. Después mandaré a alguien para que te escolte. Creo que preferirás no tener que subir sola.

La mujer obesa dio un respingo. Fue como si una ola inmensa estuviera recorriendo sus carnes.

—¿Quieres decir que yo… yo… debo preocuparme? ¿Que yo estoy en peligro?

Se echó a reír con estentóreas carcajadas.

—Todos lo estamos —dijo el barón—. Como por ensalmo, nuestra seguridad se ha esfumado. Este individuo —señaló a Childe con el pulgar— tiene algo que ver con ello, pero no sé qué. Desprende un magnetismo muy particular. Tal vez Dolores haya estado esperando a alguien como él durante todos estos años.

—Media hora —dijo—, hablo en serio. Y no lo agotes totalmente. Sigo queriendo mi parte.

El barón salió, cerrando la puerta a sus espaldas. La señora Grasatchow empezó a quitarse la ropa. Las piernas de Childe comenzaron a temblar de nuevo.