No tenía ni noción del tiempo que llevaba allí. Cuando despertó, su linterna, su reloj de pulsera, su revólver y su máquina fotográfica habían desaparecido. Le dolía la cabeza, y tenía la boca tan seca como si empezara a recuperarse de una borrachera de tres días. Aquel gas debía tener efectos en extremo relajantes, ya que se había mojado los pantalones y los calzoncillos. O tal vez se los hubiera mojado al desaparecer los escalones de debajo de sus pies y comenzar la caída. Había sentido la necesidad de orinar ya antes de caer en la trampilla.
Se encendieron cinco luces. Cuatro de ellas eran lámparas de pie situadas en las esquinas de la habitación y la quinta era un aplique de pared de hierro forjado en forma de antorcha, fijado a la pared con un ángulo de cuarenta y cinco grados.
Ya no estaba en el interior de la cámara acolchada. Yacía sobre una enorme cama de cuatro capiteles con sábanas y colcha escarlatas y un dosel también escarlata ribeteado de negro. La habitación no era ninguna de las que había visto anteriormente. Era muy espaciosa; sus negras paredes estaban ornadas con cortinones escarlata con ribetes amarillos y con dos panoplias de sables cruzados. El suelo era de roble negro, vitrificado, cubierto con unas esterillas carmesí de grueso tejido, con forma de estrella de mar. Había algunas estilizadas sillas de hierro forjado de esqueléticos respaldos y con almohadones carmesí en los asientos, y un alto armario de madera marrón de grano denso.
Mientras observaba la habitación, Childe pensó acerca del miedo al hierro y a la cruz que supuestamente tenían los vampiros. Había objetos de hierro por toda la casa, y, si bien no había visto crucifijo alguno, había visto profusión de objetos, tales como aquellos sables cruzados, en forma de cruz. Si Igescu era un vampiro (Childe se sentía ridículo tan sólo de pensarlo), no cabía duda de que no le importaba el contacto con el hierro o la visión de una cruz.
Quizás (tan sólo quizás), aquellas criaturas habían adquirido algún tipo de inmunidad hacia aquellas cosas, otrora aborrecidas, en el transcurso de millares de años. Si es que realmente habían temido alguna vez al hierro y la cruz, por supuesto. ¿Qué había de los tiempos anteriores a la utilización del hierro por parte del hombre? ¿Con qué guardianes y qué protección contaba en aquellos tiempos el hombre contra estas criaturas?
Tambaleándose, Childe se levantó de la cama y se puso en pie. No tuvo tiempo de buscar una salida secreta por las paredes, que pensó que debía existir y que tal vez hubiera podido encontrar antes del regreso de sus captores, ya que la puerta del extremo más alejado de la habitación se abrió y entró Glam. La habitación pareció de pronto mucho más pequeña. Se detuvo muy cerca de Childe y le miró desde lo alto. Por ver primera Childe vio sus ojos de color castaño claro. La cara era pesada y maciza como un peñasco, pero aquellos ojos parecían refulgir como si fueran piedras radioactivas. De sus cavernosas fosas nasales salían unos pelos como estalactitas. Su aliento apestaba como si acabara de devorar un pulpo podrido.
—El barón dice que baje usted a cenar —dijo como un trueno lejano.
—¿Con estas ropas?
Glam dirigió su mirada a la mancha de humedad que adornaba el frente de los pantalones de Childe. Al alzar la vista sonrió un instante, fue como una calabaza ahuecada una fracción de segundo antes de que la vela de su interior se apagara.
—El barón dice que puede usted cambiarse si así lo desea. Hay ropa de su talla en el armario.
El armario era casi tan grande como una habitación pequeña. Alzó las cejas al ver la variedad de ropas masculinas y femeninas. ¿A quiénes pertenecían y dónde estaban? ¿Estaban acaso muertos? ¿Acaso algunas de aquellas ropas llevarían etiquetas con los nombres de Budler o Colben, o mejor la habrían llevado, ya que el barón no hubiera sido sin duda lo suficientemente estúpido como para dejar intacta semejante identificación?
Tal vez fuera estúpido, a fin de cuentas. Si no, ¿por qué enviar las películas al Departamento de Policía de Los Angeles?
Aunque, en realidad, no creía que el barón fuera precisamente estúpido.
Childe se lavó la cara, las manos, los genitales y los muslos en el más lujoso cuarto de baño que jamás hubiese visto. Luego, tras ponerse un smoking, siguió los pasos de Glam por varios pasillos y después descendieron una escalera. No reconoció ninguno de los alredores ni tampoco el comedor. Había esperado ir a parar al mismo comedor donde había estado el día anterior, pero era otro. La casa era decididamente inmensa.
La decoración de aquella habitación era de un estilo que hubiera definido como italiano-victoriano-pompier. Las paredes eran de mármol gris veteado de rojo. En un extremo se hallaba una enorme chimenea de mármol rojo, sobre la que había el retrato de un anciano de pelo blanco de aspecto feroz, con unos espesos mostachos. Vestía una casaca color burdeos de anchas solapas y una camisa blanca con chorreras en torno al cuello.
El suelo era de mármol negro con pequeños mosaicos en cada uno de los ocho ángulos. El mobiliario era grande y pesado, de una madera negra y lisa. Un blanco mantel de damasco cubría la mesa principal; estaba servida con macizos platos y copas de plata, así como con cubiertos del mismo material, y largos y gruesos candelabros de plata sostenían gruesas velas rojas. Había al menos cincuenta velas, todas ellas encendidas. Un gran candelabro de cuarzo tallado sustentaba también una serie de velas rojas, pero éstas estaban sin encender.
Glam se detuvo y le indicó una de las sillas. Childe se aproximó a ella lentamente. El barón, sentado a la cabecera de la mesa, se puso en pie para darle la bienvenida. Su sonrisa fue amplia pero breve.
—Bienvenido, señor Childe —dijo aun a pesar de las circunstancias. Por favor, siéntese ahí, junto a la señora Grasatchow.
Había cuatro hombres y seis mujeres sentados a la mesa.
El barón.
Magda Holyani.
La señora Grasatchow, que podía aspirar al título de la mujer más gorda que jamás hubiera visto.
La bisabuela del barón, que debía de tener al menos un centenar de años.
Vivienne Mabcrough, la mujer del pelo rojo que llevaba la serpiente de cabeza humana en su vagina.
O’Riley O’Faithair, un hombre bien parecido, de pelo negro, de unos treinta y cinco años, que hablaba con un encantador acento irlandés. Y de cuando en cuando se dirigía al barón y a la Mabcrough en una lengua desconocida.
El señor Hierba Inclinada, que tenía una cara muy ancha y de pómulos muy altos, adornada por una enorme nariz aguileña y enormes ojos muy oscuros y ligeramente avellanados. Parecía el sosias de Toro Sentado, pero algo que comentó con la señora Grasatchow indicaba su procedencia crow. Se refirió al hombre de las montañas, Jeremiah Johnston, «Johnston el Comehígados», como si hubiera sido coetáneo suyo.
Fred Pao, un chino alto y enjuto, con facciones que parecían talladas en teca, llevaba un bigote y una perilla estilo Fu-Manchú.
Panchita Pocyotl, una india mejicana menuda y bien proporcionada.
Rebecca Ngima, una hermosa y esbelta negra africana, vestida con una larga chilaba blanca.
Iban todos lujosa y elegantemente vestidos, y, aunque su habla no estaba totalmente desprovista de acentos extranjeros, su inglés era fluido e incluso sofisticado, y rico en alusiones literarias, filosóficas, históricas y musicales. Se hacían también referencias a sucesos, personas y lugares que Childe ignoraba, a pesar de ser hombre de amplias lecturas. Parecían haber estado en todas partes y (en este momento sintió como el frío se enhebraba en la aguja de sus nervios), haber vivido en épocas muy antiguas.
¿Acaso todo esto era otra comedia? ¿Un capítulo más de la superchería?
¿Pero era realmente una superchería? En aquel momento recibió otra desagradable sorpresa: el barón se dirigió a él llamándole señor Childe. Se dio cuenta de que era la segunda vez que lo hacía. La primera vez estaba demasiado atontado como para darse cuenta de lo que esto significaba.
—¿Cómo averiguó usted mi nombre? Yo no llevaba encima ninguna identificación.
—¿No esperará usted que vaya a decírselo? —dijo él barón sonriendo.
Childe se encogió de hombros y empezó a comer. Había una gran abundancia de variados platos en una mesita accesoria. De la amplia gama de posibilidades eligió una chuleta cortada estilo New York y una patata asada. En el plato de la señora Grasatchow, sentada a su izquierda, había un atún entero y un inmenso cuenco de ensalada. Antes, durante y después de la comida iba trasegando de una jarra de Bourbon de cuatro litros de capacidad. Cuando se sentó a la mesa estaba llena, y cuando se retiraron los platos de la mesa no quedaba ni una gota.
El servicio estaba a cargo de Glam y de dos mujeres de corta estatura y piel cetrina que vestían uniformes de doncella. No obstante las mujeres no se comportaban como sirvientes, frecuentemente entablaban breves conversaciones con los huéspedes y el anfitrión, y en varias ocasiones hicieron, en aquella extraña lengua, comentarios que hicieron reír a los comensales. Glam hablaba tan sólo cuando sus deberes así se lo exigían. Aunque miraba a Magda mucho más a menudo de lo que el deber exigía.
La baronesa, sentada en el extremo de la mesa opuesto al de su biznieto, se inclinaba como una interrogación viva, o como un buitre, sobre su sopa. Esto fue lo único que le sirvieron, y ella la dejó enfriar antes de tomársela. Hablaba muy poco y alzó la vista en sólo dos ocasiones, una de ellas para contemplar largo tiempo a Childe. Parecía acabada de traer de alguna pirámide egipcia y que añoraba de nuevo su cripta. Su traje de noche, de cuello alto y pechera con encajes de terciopelo rojo, parecía haber sido comprado en 1890.
La señora Grasatchow, a pesar de ser tan gruesa como dos cerdas preñadas, tenía una piel notablemente blanca, impoluta y lechosa, y unos enormes ojos púrpura. Sin duda, más joven y delgada, debió haber sido una mujer muy hermosa. Hablaba como si se considerara todavía bella, acaso la mujer más bella y deseable del mundo. Hablaba sin remilgos ni inhibiciones acerca de los hombres que habían muerto —algunos de ellos literalmente— por su amor. En medio de la cena, y consumidos casi dos tercios de su botellón de whisky, empezó a hablar un tanto incoherentemente. Childe estaba estupefacto. Había bebido lo suficiente como para matarle a él, y a la mayoría de la gente normal, y el único efecto era tan sólo la lengua ligeramente estropajosa.
Ella había bebido mucho más que el chino Pao, quien había consumido mucho vino durante la noche aunque no gran cosa en comparación con ella. Y no obstante, a nadie se le ocurrió regañarla, mientras que Igescu parecía preocupado por Pao. Estaba hablándole en una esquina y aunque Childe no alcanzaba a oírle, vio la mano de Igescu aferrar la muñeca de Pao y después negar con la cabeza, señalando con el pulgar de la otra mano en dirección a Childe.
De repente, Pao empezó a temblar y se precipitó fuera de la habitación. A pesar dé su prisa por salir, a Childe no le parecía que estuviera a punto de vomitar. No tenía la palidez ni la expresión extraviada de un hombre cuyos intestinos estuvieran a punto de expulsar su contenido.
Los platos fueron retirados y se sirvieron puros, brandy y licores. (¡Santo Dios! ¿Acaso la señora Grasatchow iba realmente a fumarse aquel cigarro de diez dólares y a meterse en el cuerpo aquel enorme balón de brandy encima de todo el whisky que había bebido?).
El barón se dirigió a Childe:
—Se da usted cuenta, por supuesto, de que podría matarle sin problemas por intrusión, violación de domicilio, voyeurismo, etcétera, aunque fundamentalmente por intrusión. Por tanto, acaso ahora no tenga usted inconveniente en decirme qué es lo que desea.
Childe dudó. El barón conocía su nombre y, por lo tanto, debía saber que era un investigador privado y que había sido socio de Colben. Debía ser consciente de que, de alguna manera, Childe había localizado su pista, y debía sentir curiosidad por saber qué había llevado a Childe hasta allí. Quizá también se preguntaba si Childe había advertido a alguien de sus proyectos.
Childe decidió ser franco. Decidió también decirle al barón que la policía estaba al corriente de su presencia allí y que si no tenían noticias de él antes de transcurrido un cierto tiempo, irían a averiguar la razón.
Ignescu le escuchó con una sonrisa aparentemente divertida.
—¡Por supuesto! ¿Y qué encontrarían aquí si es que decidieran venir, cosa harto improbable?
Tal vez encontraran algo que Igescu no sospechaba. Tal vez encontraran dos personas desnudas atadas una contra otra. Igescu tendría dificultades para explicarlo, pero la cosa no pasaría a mayores. Sería simplemente algo desconcertante para la policía y un poco incómodo para Igescu.
En aquel momento, Vasili Chornkin y Frau Krautschner, ambos vestidos, entraron en la habitación. Se detuvieron un instante, miraron a Childe, y después siguieron su camino. La rubia se detuvo junto a Igescu para susurrar algo en su oído. El hombre se sentó y pidió que le sirvieran de comer. Igescu miró a Childe, frunció el ceño y sonrió. Le dijo algo a Frau Krautschner, quien se echó a reír y se sentó junto a Chornkin.
Childe se sentía cada vez más atrapado. No había nada que pudiera hacer excepto tal vez intentar huir a la carrera, pero no pensaba que llegaría muy lejos. Sólo podía dejarse llevar por la corriente de los caprichos de Igescu y esperar a que surgiera alguna oportunidad para huir.
El barón, mirándole por encima del balón de brandy que sujetaba justo bajo su nariz, dijo:
—¿Tuvo usted oportunidad de leer a Le Garrault, señor Childe?
—No, no la tuve. Por otra parte tengo entendido que la biblioteca de la universidad está cerrada a causa del smog. El barón se puso en pie.
—Vayamos a la biblioteca a conversar. Estaremos más tranquilos.
La señora Grasatchow se levantó pesadamente de su sillón, resoplando como una ballena alcohólica. Puso un brazo en torno a los hombros de Childe; sus carnes colgaban como marañas de lianas, de la jungla:
—Yo iré contigo, pequeño, seguro que no quieres irte sin mí.
—Por el momento puedes quedarte aquí —dijo Igescu.
La señora Grasatchow lanzó al barón una mirada iracunda, pero dejó caer el brazo y se sentó.
La biblioteca era una habitación grande y sombría, con paredes tapizadas en cuero y macizas librerías empotradas de madera oscura, que contenían al menos cinco mil volúmenes, algunos de ellos con el aspecto de tener siglos de antigüedad. El barón se sentó en un sillón confortable forrado de cuero, cuyo respaldo era de madera tallada que representaba a un diablo con alas de murciélago. Childe se sentó en una silla similar, cuyo respaldo representaba un troll.
—Le Garrault —empezó a decir el barón.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —dijo Childe—. ¿A qué viene todo este festejo?
—¿Acaso no le interesa Le Garrault?
—Ya lo creo que me interesa, pero en mi opinión hay en este momento cuestiones de mucho mayor interés para mí. Por ejemplo, mi supervivencia.
—Eso es cosa suya, por supuesto. La supervivencia de uno es siempre cosa suya. Los otros tan sólo interpretan el papel que nosotros les otorgamos. En fin, esto no es más que otra teoría. Por el momento imaginémonos que es usted mi huésped y que puede salir de aquí en el momento en que lo desee… lo que por otra parte podría ser la verdadera situación. Créame, no estoy hablándole de Le Garrault tan sólo para pasar el rato.
El barón seguía sonriendo. Childe pensó en Sybil y se irritó. Pero era consciente de que no serviría de nada interrogar al barón acerca de ella. Si él la había raptado, tan sólo lo admitiría si le reportaba algún beneficio.
—El viejo estudioso belga sabía más de ocultismo y de lo sobrenatural y de lo llamado extraordinario que ningún otro hombre. No quiero decir con esto que supiera más que nadie. Quiero decir que sabía más que cualquier otro ser humano.
El barón hizo una pausa para dar una chupada a su cigarro. Childe sintió como iba poniéndose tenso, a pesar de sus esfuerzos por relajarse.
—El viejo Le Garrault encontró documentos que otros estudiosos no habían descubierto, o bien vio en ellos algo que los demás habían pasado por alto. O posiblemente hablara con algunos de los… —¿cómo llamarlos?, ¿no hombres?— algunos de los nohombres, los pseudo-hombres, y obtenido sus datos, que abordaremos en su momento, directamente de ellos. Sea como fuere, Le Garrault especulaba que los llamados vampiros, licántropos, fantasmas y demás, bien pudieran ser criaturas vivientes procedentes de una serie de universos paralelos. ¿Sabe usted lo que es un universo paralelo?
—Es un concepto creado por algún autor de ciencia-ficción, si no me equivoco —dijo Childe—. Me parece recordar que la teoría es que una serie, tal vez infinita, de universos, podrían ocupar la misma porción de espacio. Esto ocurriría porque estarían polarizados o perpendiculares entre ellos. En realidad, esos términos carecen de significado, pero pretenden explicar un fenómeno físico que permitiría a más de un cosmos ocupar el mismo espacio. El concepto de universos paralelos fue utilizado, y sigue siéndolo, por escritores de ciencia-ficción para describir universos bien exactamente iguales al nuestro, bien con ligeras diferencias, o bien, por el contrario, radicalmente diferentes. Como por ejemplo un país en el que el Sur hubiera ganado la guerra de secesión. Esa idea ha sido utilizada, que yo sepa, en tres ocasiones por lo menos.
—¡Excelente! —dijo el barón—. Exceptuando el hecho de que sus ejemplos no son totalmente correctos. Ninguna de las tres historias en las que está usted pensando postulaban un universo paralelo. Las de Churchill y Kantor eran historias de lo que hubiera pasado si, y Moore relataba un viaje a través del tiempo. Pero, a grandes rasgos, su visión es correcta. No obstante, Le Garrault fue el primero en elaborar la teoría de los universos paralelos, aunque su publicación fue tan restringida y tan poco difundida que muy poca gente está al corriente de ella. Le Garrault no postulaba una serie de universos que difirieran tan sólo ligeramente al final de cada serie, esto es al final más cercano a la Tierra y fueran tanto, más diferentes cuanto más alejados estuvieran de ésta. No, él especulaba con que estos otros universos no tenían nada que ver en absoluto con el de la Tierra, que tenían diferentes «leyes físicas» aunque muchos de ellos resultarían completamente incomprensibles para los humanos que pudieran atravesar las «separaciones» entre los universos. De ahí pasaba a plantear que tal vez existieran «portales» o «aberturas» en las «separaciones» y que ocasionalmente un habitante de un universo podía encontrarse en otro distinto. Fue aún más lejos. Él llamaba «teoría» a sus especulaciones, pero estaba convencido de que su teoría era un hecho, creía que había rupturas temporales en las separaciones, grietas accidentales, o aberturas que aparecían en ocasiones producidas por puntos débiles o fallas. Dijo que en ocasiones entraban en nuestro universo criaturas —visibles o invisibles— a través de estas fallas, pero que tienen formas tan extrahumanas que el cerebro humano carece de formas para enmarcarlas. De modo que les otorga unas formas para explicarlas. Dijo que lo importante no es que los humanos vean a los extraños bajo tal o cual forma. Se trata de que los extraños se ven moldeados, de hecho, con arreglo a estas formas, ya que no pueden sobrevivir mucho tiempo en nuestro universo a menos que tengan formas que se ajusten a sus «leyes físicas». Las formas pueden no ajustarse al cien por ciento, pero se aproximan lo suficiente y, de hecho, estas criaturas podrían tener más de una única forma, ya que es esa la manera en que el humano los ve. De aquí la existencia del licántropo que es hombre y es lobo, y el vampiro que es hombre y murciélago.
Este nombre me está tomando el pelo, pensó Childe, o está tan loco que cree realmente en todo esto. Pero ¿adónde quiere llegar? ¿Acaso pretende contarme que él es uno de estos extraños?
Algunas de estas criaturas —dijo el barón— llegaron aquí accidentalmente, se vieron atrapados por las fallas y fueron incapaces de regresar. Otros son criminales, exiliados por los habitantes de su universo a esta tierra, que para ellos es como un presidio natural.
—Fascinante especulación —dijo Childe—. Pero ¿por qué adoptan unas formas determinadas en lugar de otras?
—Porque en su caso el mito, la leyenda, la superstición, llámela como le plazca, fue la que dio origen a la realidad. En el principio estaban las creencias y los cultos acerca de los licántropos, y los vampiros, y los fantasmas, etcétera. Estas creencias y cuentos existían hace ya largo tiempo, mucho antes de los albores de la historia, mucho antes de la civilización; bajo una u otra forma estas creencias existían ya en la Edad de Piedra.
Childe se removió en su asiento para aliviar su incomodidad. Sentía frío de nuevo, como si sobre él planeara una sombra, la sombra de una figura musculosa y velluda, apenas humana, de frente prominente y mandíbulas prognáticas. Y que detrás de ella había otras extrañas siluetas de largos colmillos y grandes garras.
—Existe —continuó el barón—, según Le Garrault, una impregnación psíquica. Él no utilizó el término impregnación, pero eso es lo que quería decir. Dijo que los extraños son capaces de sobrevivir un breve período de tiempo en su forma original cuando vienen a este universo. Se encuentran en un estado de fluidez, y se licúan progresivamente.
—¿Fluidez?
—Sus formas se esfuerzan en cambiar para conformarse a las leyes físicas de este universo, un universo que es tan incomprensible para ellos como lo sería el suyo para un terrestre. El esfuerzo produce tensiones que inevitablemente acabarían por destrozarlos, por matarlos, a menos que se encuentren con algún ser humano. Y, si tienen la suerte de proceder de un universo en el que hayan adquirido la capacidad de entrar en contacto con otras criaturas —telepáticamente, supongo, aunque el término resulte un tanto restrictivo—, entonces pueden impregnarse de un espíritu humano, lo que les permite realizar su adaptación. Pueden hacerlo, porque han comprendido qué forma deben adoptar para sobrevivir en este mundo. ¿Me sigue usted?
—En cierto modo‹Pero no demasiado bien.
—Resulta casi tan difícil de explicar esto como a un místico explicar sus visiones. Comprenderá usted que mis explicaciones no se ajustan a los hechos, a los verdaderos procesos, más de lo que pueda hacerlo el átomo explicado como una especie de sistema solar en miniatura.
—Al menos comprendo eso. Está usted utilizando analogías.
—Analogías forzadas. Pero la teoría dice que el extraño, si tiene suerte, se encuentra con seres humanos que le perciben como algo no natural, lo que en cierto sentido se ajusta a la realidad, ya que no es natural del universo humano. Los humanos no le rechazan de forma absoluta; forma parte de la naturaleza de los humanos intentar explicar todo fenómeno o, tal vez debiera decir describirlo, clasificarlo, encajarlo dentro del orden de las cosas naturales. Y así es como el extraño toma prestada de los humanos su forma y una cierta parte de su naturaleza. Existe un proceso de impregnación psíquica, ¿comprende? Y así, lo quiera o no, el extraño se convierte en lo que el humano cree que es. Pero el extraño retiene aún algunas de sus características extra terrenales, o tal vez debiera decir poderes o habilidades, de las que puede hacer uso en determinadas circunstancias. Pueden utilizarlas porque forman parte de la estructura de este universo, a pesar de que la mayor parte de los humanos, esto es, condicionados, nieguen que tales poderes o incluso que tales seres puedan existir.
—Usted estaba disfrutando con un filet mignon y su ensalada —dijo Childe—. Tenía entendido que los vampiros sólo se alimentaban de sangre.
—¿Quién ha dicho que yo sea un vampiro? —replicó el barón sonriendo—. ¿O quién ha dicho que los vampiros se alimenten exclusivamente de sangre? O quien decía semejante cosa, ¿sabía de lo que estaba hablando?
—Los fantasmas —dijo Childe—. ¿Cómo explica esta teoría a los fantasmas?
—Le Garrault dijo que los fantasmas son la consecuencia de una impregnación psíquica imperfecta. Han asumido, en general, parcialmente, la forma del primer ser humano con quien se encuentran; en otras ocasiones es el ser humano que las toma por el fantasma de un difunto. Por ejemplo, un hombre que cree en los fantasmas ve algo en lo que cree identificar al fantasma de su mujer muerta, y el extraño se convierte en el fantasma en cuestión. Pero los fantasmas tienen una existencia precaria e intermitente. Jamás llegan a pertenecer realmente a este mundo. Le Garrault llegó incluso a decir que era posible que algunos extraños saltaran continuamente de este mundo a su mundo de origen y viceversa y que fueran así fantasmas en ambos mundos.
—¿Realmente espera usted que me crea eso? —dijo Childe. El barón volvió a chupar de su cigarro y se quedó mirando el humo como si fuera un fantasma súbitamente materializado.
—No —dijo—, porque yo mismo no creo en la teoría del fantasma. En este punto, la teoría de Le Garrault no me satisface.
—¿Tiene usted otra teoría?
—En realidad no —dijo el barón encogiéndose de hombros—. Los fantasmas no proceden de ninguno de los universos con los que estoy familiarizado. Su origen, su modus operandi me resultan misteriosos. Sólo sé que existen. Pueden resultar peligrosos.
Childe se echó a reír y dijo:
—¿Quiere usted decir que los vampiros y los licántropos o lo que demonios sean tienen miedo de los fantasmas?
El barón volvió a encogerse de hombros y dijo:
—Algunos les temen.
Childe deseaba hacer más preguntas, pero juzgó preferible no hacerlas. No quería que el barón supiera que había encontrado la habitación de las sesiones cinematográficas. Quizás el barón pensara dejarle marchar ya que podría deshacerse de toda prueba incriminatoria antes de que Childe pudiera volver con la policía. Por ese motivo Childe no le preguntó por qué motivo había escogido a Colben y Budler como víctimas. Además, parecía obvio que Budler había sido seleccionado por algún miembro de aquel grupo para participar en sus «diversiones». O Magda, o Vivienne, o Frau Krautschner, la mujer que Colben había visto en compañía de Budler. Y Colben, que iba siguiendo a Budler y a la mujer, había sido hecho prisionero.
—Tal vez sea el momento de que nos reunamos con el resto de los invitados —dijo el barón poniéndose en pie—. A juzgar por el ruido, me atrevería a decir que la fiesta está lejos de haber terminado.
Childe se levantó y echó una mirada hacia la puerta abierta, a través de la cual se percibían risas y chillidos y palmoteos.
Dio un brinco y sintió como si se hubiera detenido su corazón. Dolores del Osorojo estaba en ese momento atravesando la puerta. Antes de desaparecer, volvió la cabeza hacia él y le lanzó una sonrisa.