XIII

Evidentemente aquel espejo no cumplía su función de reflejar como un espejo normal. Tampoco es que reflejara distorsionadamente o exageradamente, como un espejo de feria. Las distorsiones —si es que se podían llamar así— eran sutiles. Y tan huidizas como gotas de azogue.

Todo lo que reflejaba estaba ligeramente desplazado: la pared detrás de Childe, el cuadro colgado de la pared a un costado, la cama con dosel, el propio Childe. Tenía la impresión de estar observando una habitación submarina a través de una ventana, estando él en el fondo del océano y el espejo fuera como una ventana o claraboya de una de las salas de un palacio sumergido. Los objetos de la habitación, y él se percibía como un objeto al igual que la cama o la poltrona, se balanceaban un poco. Como si corrientes alternativas frías y calientes comprimieran o dilataran el agua, cambiando así la intensidad de la luz y su ángulo de refracción.

Pero la distorsión no acababa aquí. En un lugar, la habitación y todo lo que contenía, incluyéndole a él, parecía casi —no del todo— normal. Cómo debería ser o cómo parecería que debía ser. Parecería, pensó él, porque le daba la impresión de que las cosas no son necesariamente como debieran ser, que la costumbre había convertido la extrafieza, o el escandaloso (una palabra peculiar, ¿qué le habría hecho pensar en ella?), en algo confortable, cotidiano.

Y después la «normalidad» desapareció cuando los objetos empezaron a retorcerse o a balancearse, no había podido distinguirlo bien, y el cuarto, así como el propio Childe, se volvió «maléfico».

Él no se sentía «débil» ni «mezquino», ni «astuto» o «egoísta» o «indiferente», como otras veces se había sentido. Se sentía «malvado». Maligno, destructor, absolutamente desalmado.

Caminó lentamente hacia el espejo. Su reflejo, tembloroso, se acercó. Sonrió, y él se dio cuenta de que también sonreía. Aquella sonrisa no estaba desprovista de amor, al contrario, era una sonrisa de amor inmoderado. Amor al odio y a la corrupción y a todos los seres vivientes.

Casi podía percibir el hedor del odio y de la muerte. Entonces pensó que aquella sonrisa no era de amor sino de codicia, aunque acaso la codicia era una forma de amor. ¿Por qué no? Los significados de las palabras eran tan cambiantes y elusivos como las imágenes en el espejo.

Sintió náuseas; algo estaba royéndole los nervios de la boca del estómago.

Era una variante de la enfermedad marina[3], la enfermedad de la visión, más bien.

Le dio la espalda al espejo, sintiendo al hacerlo como un escalofrío recorría su cuero cabelludo y una sensación de vulnerabilidad —un vacío— entre los omoplatos, como si el hombre del espejo fuera a clavarle un cuchillo en la espalda si se ponía a su alcance.

Detestaba el espejo y la habitación que reflejaba. Tenía que salir de allí. Si no conseguía abrir el panel en cuestión de segundos, tendría que salir por la puerta.

Era inútil repetir sus primeras tentativas. La clave para abrir el panel no estaba en su proximidad inmediata, de forma que tendría que buscar en algún otro lugar. Tal vez su activador, un botón, un saliente, lo que fuera, estuviera tras la enorme pintura al óleo. Esta representaba a un hombre que se asemejaba enormemente al barón y que probablemente fuera su tío; Childe la levantó, soltándola de sus anclajes, y la depositó en el suelo, apoyada contra la pared. El espacio detrás de la pintura era liso; allí no había mecanismo de activación alguno.

Devolvió el cuadro a su lugar. Parecía el doble de pesado que cuando lo había bajado. Aquella habitación le estaba absorbiendo las energías.

Se alejó del cuadro y se detuvo. El panel se había abierto hacia dentro y se hundía en las tinieblas, al otro lado de la pared.

Childe, manteniendo un ojo en el panel, puso una mano sobre la esquina inferior del cuadro y lo movió levemente. Pero el panel ya había empezado a cerrarse. Evidentemente, el mecanismo de apertura lo abría sólo durante breves instantes y después lo cerraba de nuevo automáticamente.

Esperó hasta que el panel se hubo cerrado y movió de nuevo el cuadro. No ocurrió nada. Pero cuando lo levantó ligeramente por una esquina, como la primera vez, el panel volvió a abrirse.

Childe no perdió el tiempo en reflexiones. Corrió hasta el panel, pasó por el hueco con precaución, asegurándose de que podía plantar bien los pies en la oscuridad, y después se hizo a un lado para permitir que el panel se cerrara de nuevo. Se encontraba en medio de una oscuridad total; el aire era rancio, olía a madera en putrefacción, a escayola rindiéndose ante el tiempo, y a restos de ratones muertos largo tiempo atrás. Childe creyó también discernir un hálito de perfume. La linterna le mostró un polvoriento corredor de dos metros de alto por uno y medio de ancho.

No terminaba contra la pared del gran pasillo, como había esperado, sino en un pozo de oscuridad que resultó ser una escalera que se hundía hacia el pasillo. Childe bajó unos escalones y se encontró en una pequeña plataforma de la que partía otra escalera que ascendía, supuso, hasta otro pasadizo al otro lado del pasillo.

En dirección opuesta, el pasadizo continuaba recto a lo largo de unos quince metros y después desaparecía bifurcándose. Caminó lentamente en esa dirección y examinó las paredes, el techo y el suelo con detenimiento. Una vez que hubo recorrido la suficiente distancia como para haber dejado atrás el dormitorio del barón, encontró un panel suspendido de unas bisagras. Era demasiado pequeño y estaba situado a demasiada altura en la pared como para ser una entrada. Le quitó el cerrojo, apagó la linterna, y lo hizo girar lentamente para que no chirriaran las bisagras. No emitieron sonido alguno. El panel ocultaba un espejo falso. Childe podía observar el interior de una habitación. Una mujer con el cabello estilo Tiziano entró por la puerta unos siete segundos más tarde. Caminó pasando frente a él, a tan sólo dos metros de distancia, y desapareció por una puerta abierta. Llevaba un vestido estampado de grandes flores rojas, las piernas desnudas y sus pies calzados con unas sandalias.

La mujer era tan hermosa que por un momento había sentido una punzada en el plexo solar. Esta sensación la había experimentado tan sólo en tres ocasiones, al ver por vez primera mujeres tan hermosas que había sentido la agonía de saber que jamás tendría acceso a ellas.

Childe pensó que más le valdría continuar con sus exploraciones, pero tenía la intuición de que vería algo significativo si permanecía allí. La mujer tenía un semblante muy decidido, como si tuviera una misión importante que cumplir. Childe colocó su oído contra el falso espejo y alcanzó a escuchar, vagamente, Así habló Zaratustra de Richard Strauss. Parecía provenir de la habitación en la que había entrado la mujer.

El dormitorio estaba decorado de manera un tanto sombría como para ser de una mujer tan joven y hermosa; la habitación del barón, si es que lo era realmente, hubiera sido más apropiada para ella. Resultaba mucho más alegre, si se hacía salvedad del espejo y sus sortilegios. Las paredes estaban cubiertas con paneles de madera oscura y mate hasta unos dos metros del suelo; encima, había un empapelado parduzco decorado con imágenes apenas visibles: aves extrañas y dragones retorciéndose rodeaban el motivo central, algo que podría representar a Adán y Eva y un manzano. No había ninguna serpiente.

La alfombra era gruesa, de color también apagado y mate, con imágenes demasiado desvaídas como para ser identificables. La cama tenía dosel, como la del barón, pero pertenecía a un período que Childe desconocía, lo cual carecía de importancia, dada su ignorancia sobre temas de muebles y estilos. Sus patas eran de hierro forjado en forma de garras de dragón. La colcha y el dosel eran de color rojo oscuro. Frente al lecho, en la pared, había un espejo. Era un espejo de tres cuerpos, como los utilizados en los probadores de las tiendas de ropa. Parecía un espejo sin más complicaciones; reflejaba normalmente el falso espejo a través del cual estaba espiando Childe, así como el otro espejo situado sobre una gran cómoda de caoba pulimentada.

Había un candelabro de cuarzo tallado con receptáculos amarillo-mate para las velas. No obstante, la luz de la habitación procedía de una serie de lámparas de pie y de mesa. Los rincones de la habitación permanecían en penumbra.

Childe esperó un rato, sudando. Hacía calor en el corredor, y los diversos olores de madera, de yeso, y de ratones muertos en tiempos inmemoriales, le fueron pareciendo más intensos. El hálito de perfume se había desvanecido. Finalmente, justo cuando había decidido seguir la búsqueda —¿qué demonios estaba haciendo allí plantado?— la mujer entró por la puerta. Estaba desnuda; su pelo rojo Tiziano pendía vaporosamente en torno a sus hombros y caía en cascada por su espalda. Acercó una botella de largo gollete a sus labios mientras caminaba hacia la cómoda. Se detuvo un momento para seguir bebiendo hasta que quedaron tan sólo unos centímetros de líquido. Después depositó la botella en la cómoda y se inclinó hacia adelante para mirarse al espejo.

Se había quitado el maquillaje. Escrutaba detenidamente el espejo, como buscándose defectos. Childe dio un paso atrás, porque parecía imposible que ella no le viera. Después volvió a acercarse. Quizás ella estaba al corriente de que era un espejo trucado, pero no parecía preocuparse de ser observada. O bien suponía que no podía ser ninguna persona hostil. Tal vez tan sólo el barón conociera aquel pasadizo.

Pareció considerar satisfactoria su inspección facial; posiblemente muy satisfactoria, a juzgar por su sonrisa. Se enderezó y se quedó mirándose el cuerpo desnudo y pareció quedar también satisfecha. Childe se sentía incómodo, como si estuviera cometiendo un acto perverso, pero empezó también a excitarse.

Ella se estremeció un poquito, balanceó las caderas de un lado a otro, y empezó a deslizar sus manos por sus costados y sus caderas y después tomó sus pechos en sus manos y empezó a frotarse los pezones con los pulgares. Los pezones se pusieron erectos. La verga de Childe también se puso erecta.

Mientras se acariciaba los pechos con la mano izquierda, se llevó la mano derecha al pubis, y abriéndose los labios del coño con un dedo, comenzó a frotarse el clítoris, con gestos vigorosos y nerviosos; súbitamente echó hacia atrás la cabeza, con la boca abierta y el éxtasis reflejado en su cara.

Childe se sintió a la vez excitado y repelido. La repulsión obedecía en parte al hecho de que no era nada voyeur; consideraba indecente el espiar a nadie en semejantes circunstancias. Nada le obligaba a permanecer allí, pero después de todo había venido a investigar un caso de secuestros y asesinatos, lo que desde luego parecía merecer una investigación.

Ella continuaba frotándose el clítoris y los velludos labios. Y entonces —y Childe se sintió desconcertado y tembloroso, pero sabía también que, de alguna manera, había esperado algo así— algo diminuto, como una delgada lengua blanca, salía de la vulva.

No era una lengua. Era algo más parecido a una serpiente; o una anguila. Más largo. Su longitud era algo que no podía determinar aún, ya que su cuerpo seguía saliendo sin interrupción. Seguía saliendo, y su piel era lisa y libre de vello como el vientre de la mujer e igual de blanca, y resplandecía lubrificada por su coño.

Se dejó caer hacia abajo, como un pene a media erección, y después se dio la vuelta y se dejó caer contra el vientre y empezó a ascender zigzagueando por su cuerpo. Continuaba saliendo de la vulva, como si hubiera aún metros arrollados en el interior del vientre, y siguió deslizándose hacia arriba hasta enroscarse en torno al pecho izquierdo.

Childe podía distinguir los detalles de la cabeza de la cosa, que tenía el tamaño de una pelota de golf. Se volvió dos veces para mirarle fijamente. Es decir, para mirarse al espejo.

Su cabeza era calva a excepción de una franja de pelo negro, que parecía engominado, en torno a las diminutas orejas. Las cejas eran muy finas, negras y húmedas; un delgado mostacho y una barbita mefistofélica formaban un triángulo alrededor de la boca, una estrecha hendidura como la vagina de donde había salido la cosa, pero se abrió un instante y Childe pudo ver dos hileras de dientes diminutos y amarillentos y una lengua rosada. La nariz era relativamente grande, en forma de cuchilla. Los ojos eran oscuros, pero eran tan pequeños y estaban tan hundidos que a Childe le hubieran parecido negros aunque hubieran sido del más pálido azul.

Esta cara diminuta tenía un aire de malignidad indecible. Los labios de la mujer se movieron. Childe no alcanzaba a oír nada pero le pareció que estaba ronroneando.

El cuerpo serpentino reemprendió su ascenso mientras seguía aún saliendo de la rosada fisura en el matorral rojo oscuro de la mujer. Rodeó su pecho y ascendió por su hombro y contorneó su cuello saliendo por el lado derecho y formó un bucle en el aire de modo que la liliputiense cabeza quedó de cara a la mujer. Esta se giró ligeramente y Childe alcanzó a ver entonces un cuarto de su perfil.

Sus manos se movían a lo largo de aquel cuerpo de ofidio como si estuviera acariciando un pene antinaturalmente largo. Sus delgados dedos —bellísimos dedos— recorrieron toda su longitud, y después, mientras una de sus manos se cerraba suavemente justo detrás de la cabeza de la cosa para sostenerla, la otra empezó a deslizarse atrás y adelante del cuerpo como si estuviera masturbando al pene-serpiente.

La cosa se estremeció. Entonces la cabeza se movió hacia adelante, y sus diminutos labios rozaron el labio inferior de la mujer. Debió morderla, o al menos así lo pareció, ya que ella apartó de un respingo la cabeza como si la hubiera pinchado. No obstante, volvió a acercar la cabeza, y esta vez abrió la boca de par en par. La cabeza se hundió en su boca; ella empezó a chuparla.

Childe se había sentido tan estupefacto que sólo había reaccionado emocionalmente. Ahora empezó a reflexionar. Se preguntó cómo podría respirar la cosa en el interior de la boca. Luego pensó que le resultaría aún más difícil hacerlo cuando estuviera enroscada dentro de su vientre o dondequiera que viviera en su interior. De forma que, aunque tenía una nariz, tal vez no le resultara necesaria. Quizás el oxígeno podría serle transmitido por el sistema circulatorio de la mujer, a través de algún dispositivo de tipo umbilical.

Aquella cabeza en otro tiempo había pertenecido a un hombre adulto. Childe, sin motivos racionales, estaba seguro de ello. La cabeza había pertenecido al cuerpo de un varón adulto. Ahora, por medio de alguna ciencia inverosímil, la cabeza estaba reducida al tamaño de una pelota de golf, y había sido fijada a aquella serpiente uterina. A menos que el cuerpo humano original hubiera sido alterado. A menos que…

Sacudió la cabeza. ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso le habían drogado? Primero aquel espejo, y ahora esta cosa…

El cuerpo se combó, y la cabeza se retiró de la boca de la mujer.

Se balanceó de un lado para otro como una cobra danzando al sonido de una flauta, mientras la mujer se llevaba las manos a la boca y se quitaba una dentadura postiza. Sus labios se hundieron; se había convertido, de cuello para arriba, en una anciana. Pero la cosa se lanzó hacia adelante antes de que ella tuviera tiempo de dejar la dentadura sobre la cómoda, y la diminuta cabeza y parte del cuerpo desaparecieron en el interior de la desdentada cavidad. El cuerpo se arqueaba y se enderezaba, deslizándose atrás y adelante entre los labios.

Al principio los movimiento eran lentos. Después el cuerpo de la mujer empezó a temblar, y su piel se volvió aún más pálida, excepto en torno a la boca y el pubis, donde un intenso oscurecimiento indicaba una concentración de flujo sanguíneo. Ella se agitó; sus grandes ojos se abrieron desmesuradamente; miraba con ojos vidriosos como si estuviera atontada. Los impulsos del cuerpo empezaron a acelerarse, y a cada empuje desaparecía en su interior una mayor longitud del cuerpo. Ella se tambaleó hacia atrás hasta caer sobre la cama con las piernas colgando y un pie apoyado sobre el suelo, el otro en el aire.

Durante quizás noventa segundos, se convulsionó como presa de un espasmo incontrolable. Después se quedó inmóvil. El cuerpo serpentino se alzó; la cabeza salió de entre los labios de la mujer y se giró volteando a un tiempo el cuarto superior del cuerpo. De la boca abierta se escapaba un fluido blancuzco y espeso.

El cilindro se alzó hasta que estuvo separado del cuerpo de la mujer en toda su longitud, exceptuando los últimos doce centímetros. Se tambaleó como un girasol en medio de una inundación y se derrumbó. La diminuta boca mordisqueó un pezón de la mujer unos instantes. Las manos de ésta se movieron como aves dormidas medio despiertas por un ruido súbito, después volvieron a quedar inmóviles. La boca dejó de mordisquear. El cuerpo comenzó una lenta retirada en zigzag hacia el matorral rojo oscuro y la fisura, arrastrando tras de él la cabeza. Finalmente, el cuerpo desapareció y la cabeza se hundió, en la vulva, separando a su paso los labios de ésta.

Childe pensó: ¿Un licántropo? ¿Un vampiro? ¿Una lamia? ¿Un vodyanoi? ¿Qué era aquello?

Jamás había leído nada parecido, ni de lejos, a lo de aquella mujer y la cosa que llevaba en el vientre. ¿Acaso tenía alguna relación con las teorías de Le Garrault que le había contado Igescu?

La mujer se levantó de la cama y caminó hacia la cómoda. Mirándose al espejo, se puso otra vez la dentadura postiza y se convirtió de nuevo en la mujer más bella del mundo.

Pero al mismo tiempo era también la mujer más terrorífica que jamás hubiera visto Childe. Temblaba tan fuerte como había temblado ella en su orgasmo, y se sentía con ganas de vomitar.

En aquel momento, la puerta que daba al pasillo grande se abrió hacia adentro.

Childe se quedó tan helado como si acabaran de meterle dentro de un agujero en los hielos polares.

La cabeza de piel pálida, labios escarlata y cabello negro, de Dolores del Osorojo había aparecido en el umbral.

La mujer, que debió ver a Dolores en el espejo, se puso gris. Su boca se abrió de golpe; empezó a escurrírsele por la barbilla saliva y líquido espermático. Sus ojos se volvieron inmensos. Sus manos volaron —como aves de nuevo— a cubrir sus pechos. Entonces gritó con tal fuerza que hasta Childe pudo oírla, y se dio la vuelta echando a correr hacia la puerta. Había cogido la botella por el cuello con tal rapidez que Childe no se dio cuenta de que la llevaba hasta que estuvo a mitad de la habitación. Estaba aterrorizada. De ello no cabía duda. Pero era también valerosa. Estaba atacando a la causa de su terror.

Dolores sonrió, y un níveo brazo apareció en la puerta y apuntó hacia la mujer.

La mujer se detuvo con la botella todavía alzada como una maza, y se echó a temblar.

Entonces Childe se dio cuenta de que Dolores no estaba señalando a la mujer, sino a algo más allá de ella. Le señalaba a él.

O, más exactamente, al espejo tras el que se encontraba. La mujer se volvió y miró hacia el espejo y después miró en torno suyo desconcertada. Se dio otra vez la vuelta y gritó algo al fantasma en un lenguaje desconocido. Dolores sonrió de nuevo, retiró el brazo y después la cabeza. La puerta se cerró. Aún temblando, la mujer se aproximó lentamente a la puerta, la abrió despacio, y lentamente miró al exterior. Si llegó a ver algo, no pareció querer emprender su persecución, ya que volvió a cerrar la puerta. Después apuró la botella y regresó hasta la cómoda, a la que acercó una silla, en la que se dejó caer con la cabeza apoyada sobre los brazos. Al cabo de un rato, el color regresó a su piel. Se enderezó de nuevo. Sus ojos estaban inundados de lágrimas, y su cara parecía haber envejecido casi diez años. Se inclinó para mirarse en el espejo, hizo una mueca de desagrado, se levantó y salió por la otra puerta. Childe supuso que debía dar a un cuarto de baño o a una habitación que diera a un baño.

Su reacción ante Dolores no había sido, desde luego, similar a la del barón, que había parecido aburrido ante el fenómeno. La visión del supuesto fantasma la había aterrorizado.

Si Dolores era un fraude, un fraude del que sin duda la mujer debía estar informada, ¿por qué reaccionó de aquel modo? Childe tuvo la sensación más que inquietante de que Dolores del Osorojo no era una mujer contratada para hacer de fantasma. Aunque también era posible que la mujer se hubiera asustado por otras razones.

No tenía tiempo de averiguar cuáles. Utilizó su linterna en breves relampagueos para buscar alguna entrada a aquella habitación, pero no pudo encontrarla. Siguió por lo tanto adelante y llegó hasta otro panel que daba a otro espejo falso. A su través, vio un pequeño salón decorado al estilo colonial español. Exceptuando el teléfono que había sobre una mesa, podría creerse una habitación intacta desde la construcción de la casa. No había nadie en ella.

El corredor giraba después de esta habitación. Adosado a la pared había un panel con bisagras lo suficientemente grande como para ofrecer acceso al otro lado. Había también una pequeña mirilla tras un pequeño panel deslizante. Acercó el ojo, pero tan sólo pudo ver una habitación a oscuras. En el límite de su campo de visión, la oscuridad disminuía un tanto, como si se filtrara luz a través de alguna puerta entornada o del ojo de una cerradura. En algún lugar lejano se oía el sonido de una voz. Hablaba una lengua extraña; parecía monólogo o quizás una conversación telefónica.

Pasada aquella habitación, el corredor se bifurcaba como los brazos de una Y. Recorrió ambas ramas una corta distancia y vio que había dos paneles de entrada en paredes opuestas de uno de los ramales y otro panel en el que había una mirilla en el otro. Si volviese a encontrarse una habitación de forma triangular, sabría dónde se encontraban sus pasadizos.

Miró a través de la mirilla pero no pudo ver nada. Regresó al pasadizo y subió por él otro ramal de la Y hasta el panel y lo abrió. Su mano, que había adelantado a su cuerpo a través de la abertura, palpó una tela pesada. Se deslizó a través del panel cuidadosamente, para no mover la tela. Podría ser algún cortinón lo bastante tupido como para impedir ver si había luz al otro lado de la habitación. Si había alguien allí, el menor movimiento de la cortina delataría su presencia.

Agachado, con el hombro apoyado contra la pared y encogiendo los hombros para no tocar la tela, caminó hasta llegar a la juntura de las dos paredes. Allí se juntaban los bordes de los cortinones. Se volvió separando ligeramente los bordes, y miró por la rendija con un solo ojo.

La habitación estaba a oscuras. Childe se enderezó y salió de detrás de las cortinas encendiendo su linterna. El rayo de luz iluminó una cámara de cine sobre un soporte y después se detuvo en una mesa en forma de Y.

Estaba, sin lugar a dudas, en la habitación, o en una habitación muy similar a la que había sido el escenario de las últimas horas de vida de Colben y Budler. Había una cama en una esquina, una serie de cámaras de cine, algunos artefactos de finalidad desconocida, y un gran cenicero de un material verde oscuro. En el centro de su receptáculo más o menos circular se alzaba una estatuilla larga y delgada. Parecía de un hombre transformándose en lobo o viceversa. El cuerpo hasta la altura del pecho era humano; a partir de ahí estaba cubierto de pelos y los brazos se habían transformado en patas, la cabeza era humana pero tenía orejas similares a las de un lobo, como si hubiera sido plasmada en plena metamorfosis. En el cenicero había unas treinta colillas. Algunas tenían marcas de lápiz de labios. Una mostraba en torno al filtro una manchón de sangre seca, o de algo que parecía serlo.

Childe encendió las luces y con su diminuta cámara japonesa tomó veinte fotografías. Tenía ya lo que necesitaba y debería conformarse con ello y salir de allí. Pero no había podido averiguar si Sybil estaba en la casa.

Y tal vez hubiera muchas más pruebas, aún más concluyentes, para conseguir que la policía se decidiera a intervenir. Apagó las luces y salió a gatas a través del panel, entrando en el pasadizo. Se encontró entonces ante las dos rutas alternativas y decidió seguir por la barra derecha de la Y. Esta le llevó hasta otro pasillo: la barra horizontal de una T. Giró de nuevo a la derecha y llegó hasta una escalera. Los peldaños eran de una sustancia de aspecto vítreo; sin duda habría resbalado si no hubiera calzado playeras. Bajó seis escalones y de repente sus pies abandonaron al suelo y cayó pesadamente de espaldas.

Cayó sobre una superficie lisa y se deslizó a toda velocidad sobre ella como por un tobogán, lo que, en cierto sentido, era. Extendió los brazos apoyando las manos contra las paredes en un intento de detenerse, pero las paredes eran también de la misma sustancia vítrea. A la luz de la linterna vio una trampilla al final de las escaleras —cuyos escalones se habían encajado de pronto formando una superficie lisa— e instantes después se deslizaba a través de la oscura abertura. Se dio un fuerte golpe, pero apenas le dolió. La trampilla se cerró por encima de su cabeza. La linterna le mostró las paredes, techo y suelo acolchados de una habitación de dos metros por tres, y dos metros y medio de altura. No se veían puertas ni ventanas. No olió nada ni oyó nada, pero de alguna manera la habitación debió llenarse de gas. Cayó dormido antes de poder darse cuenta de lo que ocurría.