XII

Budler estaba en la misma habitación en que había muerto Colben. Las primeras escenas habían mostrado cómo se condicionaba a Budler, que atravesaba toda la gama de emociones, desde el miedo y la impotencia iniciales hasta la confianza y la participación activa e impaciente del final. Al principio, había estado amarrado a la misma mesa, pero después la mesa había desaparecido, siendo reemplazada por una cama.

Budler era un hombre pequeño de hombros estrechos y delgadas caderas y piernas, pero tenía un pene descomunal. Tenía la piel pálida, los ojos azul claro y el pelo color pajizo. Su vello púbico era marrón claro. Su pene, por el contrario, era de color oscuro, como si estuviera siempre lleno de sangre. Tenía una notable capacidad para conservar sus erecciones tras el orgasmo y unas reservas sorprendentes de líquido seminal.

(Ambas víctimas habían sido hombres hipersexuados, o al menos podía decirse que eran hombres cuyas vidas parecían estar dominadas por el sexo. Ambos eran promiscuos, ambos habían dejado preñadas a una serie de muchachas, ambos habían sido arrestados por violación o sospecha de violación, y eran unos bocazas reconocidos a la hora de hablar de sus conquistas. Ambos eran lo que la esposa de Budler había descrito como «repugnantes». Tenían algo desagradable. Childe pensó que las víctimas tal vez hubieran sido seleccionadas con un criterio de justicia poética).

La mujer del maquillaje chillón, y la criatura —¿una máquina?, ¿un órgano?— que se escondía debajo de su braga, era uno de los actores; su especialidad era la mamada y se sacó repetidas veces los dientes pero sin llegar a ponerse los de hierro. Cada vez que la veía quitarse los dientes, Childe se ponía tenso y sentía náuseas, pero esta vez parecía que iba a ahorrarse la mutilación.

Había también otros actores. Uno era una mujer enormemente gorda con una bellísima piel blanca. Su cara no aparecía en pantalla ni una sola vez. Había otra mujer, de soberbia figura, cuyo rostro permaneció enmascarada durante toda la película. Estas dos hacían uso tanto de sus bocas como de sus conos, y una vez Budler enculó a la mujer gorda.

Había también dos hombres, con los rostros enmascarados. Childe estudió cuidadosamente sus cuerpos, pero no estaba seguro de reconocer a Igescu o Glam o el joven que jugaba al billar. Uno tenía una complexión similar a la de Igescu y el otro era muy alto y musculoso. Pero no podía identificarles con exactitud.

Budler debía tener una tendencia latente a la homosexualidad que se había desarrollado, posiblemente bajo la influencia de las drogas, en el transcurso de su condicionamiento. Uno de los hombres se la chupó varias veces, y en dos ocasiones Budler enculó al hombre grande. Un tercer hombre apareció en escena tan sólo una vez, en lo que Childe pensó que sería el grande finale. Se tensó en espera de que a Budler le ocurriera algo terrible, pero, aparte de parecer exhausto, Budler no parecía sufrir ningún efecto secundario de mal augurio. Con los tres hombres y las tres mujeres se formaron gran variedad de posiciones, siendo Budler usualmente el centro del grupo.

El comisionado, sentado junto a Childe, dijo en aquel momento:

—Esto es toda una organización. Aparte de los seis que hay ahí, tiene que haber al menos dos personas más manejando las cámaras.

La última escena (Childe sabía que era la última porque el comisario así se lo dijo al comenzar) mostraba a Budler jodiendo a una de las mujeres esculturales al estilo perruno. Las cámaras siguieron sus movimientos desde todos los ángulos excepto el que hubiera revelado la cara de la mujer. Había una serie de planos que debían haber sido tomados a través de un aparato óptico de fibras flexibles, aquellos en que se veían primeros planos de una polla descomunal penetrando, bajo un ano que parecía una inmensa caverna, en una vulva elefantiásica. El flujo lubrificante fluía como el desbordamiento de un pantano repleto.

Y entonces la cámara pareció remontar, deslizándose a lo largo de la verga, ahora inmóvil, y penetró en la vagina. Se produjo un torrente de luz, y los espectadores parecieron estar rodeados por miles de toneladas de carne. Estaban viendo la verga, como una ballena que se hubiera varado en el interior de una cueva submarina. Después vieron, encima suyo, un plafón de húmeda carne color rojo pálido.

Súbitamente la luz se extinguió y se encontraron de vuelta en la habitación, observando a Budler y a la mujer desde un costado. Los dos estaban sobre la cama. Ella boca abajo con los brazos a los costados y las nalgas alzadas por medio de una almohada situada bajo su abdomen. Él estaba montándola, con una rodilla entre sus piernas y se balanceaba de atrás para adelante.

De repente, de forma tan súbita que Childe dio un respingo y pensó que se le había detenido el corazón, la mujer se convirtió en una loba. Budler estaba montándola aún, meneándose lentamente, cuando tuvo lugar la metamorfosis. (La película estaba trucada, por supuesto. Pero la droga debía tener algo que ver con este truco, porque Budler se comportaba como si la mujer se hubiera realmente metamorfoseado en loba). Se inmovilizó, alzó las dos manos, y después se incorporó, mientras su verga se retiraba y retraía. Parecía muy asustado.

Gruñendo, la loba se giró y atacó.

Ocurrió tan de prisa, que Childe no comprendió inmediatamente que aquellas poderosas mandíbulas habían cercenado el pene de raíz.

La sangre brotó a borbotones del muñón, derramándose sobre la loba e inundando la cama.

Aullando, Budler cayó de espaldas. La loba se tragó su pene y empezó a morderle los testículos. Budler había dejado de chillar. Su piel se volvió azul grisácea, y la cámara se apartó de las heridas que ocupaban el lugar donde habían estado los genitales y recorrió su cuerpo hasta enfocar su cara moribunda.

Se oyó de nuevo la metálica música de piano, Humoresque de Pvorak. El Drácula apareció bruscamente tras los cortinajes, con el mismo gesto exageradamente dramático de apartar la capa a un lado para mostrar su cara. La cámara se desplazó hacia abajo, en aquel momento, y Childe tuvo la confirmación de lo que había creído percibir al entrar el hombre. El sexo del Drácula, un órgano extremadamente largo y delgado, surgía de su bragueta abierta. El Drácula lanzó una carcajada seca y se lanzó hacia adelante, saltó sobre la cama, agarró a la loba por el pelo de sus flancos y la montó.

La loba aulló, abierta la boca, con un trozo de testículo colgando de la mandíbula. Mientras el Drácula se la follaba, desplazándola hacia delante y siguiendo sus movimientos de rodillas, la loba empezó a desgarrar la carne de la entrepierna de Budler.

Fundido. CONTINUARA: en resplandecientes letras blancas atravesando la pantalla. Fin de la película.

Childe volvió a sentir náuseas. Después de vomitar, empezó a hablar con el comisario, que estaba tan pálido y tembloroso como él. Pero se mantuvo firme en su negativa a tomar medidas respecto a Igescu. Explicó (Childe ya lo sabía) que la prueba era demasiado tenue, que, de hecho, era inexistente. La vertiente «vampírica», los lobos que había en la propiedad, su (supuesta) ingestión de droga por mediación de la secretaria de Igescu, los pelos de lobo hallados en el automóvil de Budler, el lobo de la película, todas estas cosas podrían legitimar una investigación. Pero Igescu era un hombre muy rico y poderoso, carente de antecedentes de ninguna clase, y sobre quien no había sospecha alguna por parte de las autoridades de que tuviera actividades criminales. Si la policía tenía que hacer algo, y no sabía cómo iba a poder hacerlo, era la policía de Beverly Hills la que tendría que hacerse cargo de la investigación.

Era más o menos lo que Childe había esperado. Tendría que hacerse con pruebas más contundentes, y tendría que obtenerlas sin ayuda de la policía.

Childe condujo de regreso bajo un cielo cada vez más tapado. La irreal claridad blancuzca viraba lentamente a gris verdosa. Se detuvo en una estación de servicio para llenar el tanque y también para reparar el faro roto. El empleado, tras sellar el formulario de su tarjeta de crédito, dijo:

—Tal vez sea usted mi último cliente. Pienso largarme en cuanto consiga acabar con todo el papeleo. Me voy de la ciudad, amigo, ¡esto se va al infierno!

—Creo que voy a hacer como usted —dijo Childe—. Pero antes tengo que resolver ciertos asuntos pendientes.

—¿Ah, sí? Esta ciudad se va a convertir en una ciudad fantasma; en realidad, ya va camino de serlo.

Childe condujo hasta Beverly Hills para hacer las compras. Tuvo dificultades para poder aparcar. Si Los Angeles iba a convertirse en una ciudad fantasma, no parecía que fuera a hacerlo pronto. Tal vez la gente estuviera aprovisionándose para el segundo éxodo o temiera que las tiendas cerraran de nuevo. Cualesquiera que fueran las razones, desperdició dos horas y media antes de conseguir todo lo que necesitaba, y tardó media hora más en recorrer el trayecto desde el supermercado hasta su apartamento. Las calles estaban de nuevo atestadas de automóviles. Lo que, por supuesto, no hacía más que acelerar el proceso de polución del aire.

Childe había previsto partir inmediatamente hacia la casa de Igescu, pero sabía también que mejor sería esperar a que el tráfico disminuyera. Pasó una hora repasando mentalmente su plan y después intentó llamar a Sybil, pero todas las líneas estaban de nuevo ocupadas. Se fue andando al apartamento de ella. Llevaba la cara cubierta con una máscara de gas, con su trompa y sus anteojos, que había comprado en un almacén que acababa de recibir un envío. Había tantos otros paseantes con máscaras similares, que la calle parecía poblada de marcianos.

Sybil no estaba en casa. Su automóvil seguía en el garaje. La nota que Childe había dejado estaba exactamente en el mismo lugar en que la dejara. Intentó realizar una llamada a larga distancia para hablar con su madre, pero tuvo ya grandes dificultades para poder entrar en contacto con la operadora, que le informó que debería esperar varias horas. Tenía órdenes de permitir tan sólo llamadas de emergencia. Él dijo que la suya era una llamada de emergencia, que su esposa había desaparecido y necesitaba averiguar si había ido a San Francisco. La operadora dijo que a pesar de todo tendría que esperar, no sabía cuánto.

Colgó. Regresó a pie a su apartamento y volvió a conectar su contestador automático, obteniendo los mismos resultados negativos.

Durante algún tiempo estuvo viendo las noticias en televisión, que en su mayor parte consistían en una repetición o en una ligera puesta al día de los informes respecto al smog y la huida de la gente. Resultaba excesivamente deprimente, y no consiguió interesarse en el único programa que no era de noticias, Shirley Temple en Litíle Miss Marker. Intentó leer, pero su mente no hacía más que saltar de Budler a su esposa.

Resultaba frustrante no poder pasar a la acción. Estuvo a punto de arriesgarse a enfrentarse al tráfico, diciéndose que por lo menos estaría haciendo algo, y quizás, una vez fuera de las rutas principales, pudiera desplazarse rápidamente. Echó un vistazo a la calle, atestada de automóviles moviéndose todos en la misma dirección, las bocinas atronando, los conductores maldiciendo desde sus ventanillas o estoicamente sentados, con las mandíbulas apretadas, las manos aferradas al volante. No conseguiría ni sacar el coche del jardín.

A las siete, el tráfico volvió súbitamente a la normalidad, como si alguien hubiera quitado el tapón en algún sitio y el exceso de coches se hubiera vertido por un sumidero. Bajó al sótano, sacó el coche, y salió a la calle sin ningún problema. Algunos coches circulaban en dirección prohibida, pero se hacían inmediatamente a un lado para dejarle paso. Llegó hasta la casa de Igescu antes del anochecer; había tenido que detenerse por el camino para cambiar una rueda pinchada. Las carreteras estaban cubiertas de toda clase de objetos, y uno de estos, un clavo, se clavó en la rueda posterior izquierda. Además la policía lo había detenido. Andaban buscando al ladrón de una estación de servicio que llevaba un coche de la misma marca y color que el suyo. Consiguió convencerles de que no era ningún criminal —al menos no el que buscaban— y siguió su camino. El hecho de que se preocuparan de un vulgar atraco demostraba hasta qué punto se había normalizado el tráfico. Al menos en aquella zona.

Al extremo de la carretera que pasaba delante de la propiedad de Igescu, dio la vuelta al coche y lo introdujo marcha atrás entre unos arbustos. Descendió, se sacó la máscara antigás, alzó la tapa del maletero y sacó el equipo que había preparado. Le llevó algún tiempo el trasladar el incómodo paquete, a través de los espesos bosques que bordeaban el muro hasta la cúspide del repecho. Allí desplegó la escalera de aluminio, juntó las tuercas de fijación y, con el paquete a la espalda, trepó hasta que su cabeza sobrepasó la última línea de alambre de espinos. Prefería no verificar si el alambre estaba electrificado, ya que podría hacer disparar alguna alarma. Desenrolló el largo túnel de caucho flexible, un juguete para niños, tirando de la cuerda atada a un extremo.

Lo levantó hasta que la mitad de su longitud pasó sobre el alambre, del otro lado, y comenzó a gatear. En lugar de deslizarse en el túnel, pasaba por encima, por lo que la maniobra era forzosamente lenta y torpe. Se apoyaba con todo su peso sobre el túnel, y la doble capa de caucho lo protegía de las púas del alambre. Pudo darse la vuelta, quedándose encima del túnel, y tirar hacia él de la escalera, con la cuerda del extremo del túnel y atado al último escalón. Puso sumo cuidado en no rozar el alambre con la escalera. La levantó y, dándole la vuelta, la depositó en la tierra al otro lado del muro. Puso los pies en el escalón superior, alzó el túnel haciéndolo deslizar al suelo y luego descendió. Repitió toda esta operación para franquear el segundo muro interior, pero allá se detuvo al llegar arriba de la escalera y, en lugar de continuar, sacó dos grandes trozos de carne de su mochila y los arrojó todo lo lejos que pudo. Ambos aterrizaron sobre las hojas muertas al pie de un gran roble. Después, volvió a bajar la escalera. Se sentó de espaldas contra el muro y esperó. Si nada ocurría en el plazo de dos horas, seguiría adelante a pesar de todo.

La noche se hizo cerrada, pero el aire seguía siendo sofocante. No había la menor brisa, no se escuchaba ningún ave ni ningún zumbido de insecto. La luna se alzó majestuosamente. Unos minutos más tarde, un aullido le hizo ponerse en pie de un salto. Su cuero cabelludo se movía como si estuviera siendo acariciado por una mano helada. Los aullidos, distantes al principio, se fueron aproximando. Pronto se produjo un sonido de olfateo, y después el ruido de un animal gruñendo y tragando. Childe esperó y comprobó su Smith & Wesson Terrier, un revólver de calibre treinta y dos, una vez más. Tras cinco minutos de reloj, trepó por encima del muro, arrastrando el túnel y la escalera como había hecho en el primer muro. Los dejó en el suelo tras un árbol, por si hubiera alguien vigilando. Con el arma en la mano, se lanzó en busca de los lobos. Los huesos de la carne que había arrojado habían sido partidos y parcialmente devorados; el resto había desaparecido.

No encontró a los lobos. O al menos no estaba seguro de que lo que encontró fueran lobos.

Penetró en un calvero y se detuvo, inspirando lentamente.

Dos cuerpos yacían a la luz de la luna. Estaban inconscientes, estado éste previsible tras la ingestión de carne drogada. Pero aquellos no eran los cuerpos peludos, de cuatro patas y afilados hocicos que había esperado encontrar. Aquellos eran los cuerpos desnudos de la pareja de jóvenes que había visto jugando al billar en la casa de Igescu. Vasili Chornkin y Frau Krautschner dormían sobre la hierba a la luz de la luna. El muchacho yacía boca abajo, con las piernas recogidas debajo del cuerpo y las manos junto a la cabeza. La muchacha yacía de costado, con las piernas encogidas y los brazos cruzados junto a la cabeza. Tenía un cuerpo magnífico. Le recordaba a una de las muchachas que había visto en las películas, la que Budler había jodido al estilo perruno.

Tuvo que sentarse un momento. Sentía que sus piernas temblaban. No sabía si aquello era posible o imposible. Simplemente era, lo cual constituía una amenaza para él. Amenazaba todas sus creencias acerca del orden universal, en otras palabras, toda su existencia.

Al cabo de un rato, se sintió capaz de actuar. Con cinta adhesiva que extrajo de su mochila amarró firmemente las manos de ambos a la espalda y también les ató los pies. Después selló sus bocas cuidadosamente con más esparadrapo y les colocó de costado, cara a cara, todo lo cerca que pudo ponerles, y les ató el uno al otro por el cuello y los tobillos. Cuando hubo concluido esta tarea sudaba copiosamente. Les dejó en el calvero deseándoles que fueran muy felices juntos. (El hecho de que pudiera bromear así demostraba que se estaba recuperando rápidamente de sus emociones). En todo caso, podrían considerarse felices: su plan inicial había sido degollar a los lobos.

Se dirigió hacia donde debía hallarse la casa y al cabo de unos cinco minutos vio su mole, en la que se dibujaban unos rectángulos de luz, que se recortaba en lo alto de la colina. Mientras se acercaba por el flanco izquierdo, se detuvo en seco y estuvo a punto de disparar el revólver, tan sorprendido se sintió por la súbita aparición de aquella figura. La iluminó un momento un rayo de luna y desapareció de nuevo entre las sombras. Le había parecido reconocer a la mujer vestida con el traje largo que dejaba al descubierto la espalda.

Por tercera vez en aquella noche sintió un escalofrío. Debía ser Dolores. U otra mujer que se hacía pasar por ella. ¿Y por qué iba a pasearse por allí un falso fantasma fraudulento, si no había necesidad de engañar a nadie? Ellos no sabían que estaba allí. Al menos, en eso confiaba.

Aunque quizás el barón deseara asombrar a algún otro huésped aquella noche y utilizara a aquella mujer.

En el camino de acceso había cinco automóviles, además del Rolls-Royce Silver Cloud. Había dos Cadillacs, un Lincoln, un Ford y un Duesenberg modelo 1929. Las alas de la casa estaban a oscuras, pero la parte central estaba bien iluminada.

Childe miró en busca de Glam, no le vio, y se acercó dando la vuelta por un costado. Había un entramado cubierto de hiedra que suministraba un fácil acceso al balcón del segundo piso. La ventana estaba cerrada, pero sin pestillo. La habitación estaba sumida en la oscuridad y el aire era caliente y olía a rancio. Fue palpando a lo largo de una pared hasta encontrar una puerta. La abrió. Era un armario en cuyo interior estaba colgada una masa oscura de vestimentas mohosas. Cerró la puerta y siguió adelante hasta encontrar otra. Esta llevaba a un amplio pasillo débilmente iluminado por la luna a través de una ventana. Utilizaba su linterna, de cuando en cuando, para orientarse. Pasó junto a una escalera y abrió otra puerta que daba a otro pasillo. Este carecía por completo de iluminación; lo atravesó con ayuda de la linterna.

En ocasiones se detenía para pegar el oído a alguna puerta. Le había parecido escuchar murmullos de voces detrás de ellas. Un esfuerzo de concentración le convenció de que allí no había nadie, de que su imaginación le estaba jugando malas pasadas.

Al final de aquel pasillo, el doble de largo que el primero, encontró una puerta cerrada con llave. Sacó un manojo de llaves e intentó abrirla, sin conseguirlo. Utilizó entonces su ganzúa y, tras varios minutos de trabajo, durante los cuales el sudor corría alegremente por su cara y bajando por sus costillas (se detuvo varias veces porque le pareció escuchar pasos, y en una ocasión el sonido de una respiración) al fin la cerradura cedió.

La puerta se abrió dejando al descubierto un rayo de luz y dando paso a una bocanada de aire fresco.

Al atravesar la puerta y entrar en otro pasillo, vio por el rabillo del ojo algo que se movía a su izquierda, al final del mismo. El movimiento había sido demasiado rápido como para que pudiera identificarlo, pero le pareció que era el vuelo de la cola de la falda de Dolores. Corrió pasillo adelante todo lo silenciosamente que pudo con sus playeras deslizándose sobre las losas de mármol del suelo (que era muy ornamentado y encuadrado con maderas de puro estilo Victoriano, aunque aquella fuera la parte española de la casa). En el recodo, se detuvo y asomó la cabeza.

La mujer estaba al final del pasillo, giraba hacia él. A la luz de una lámpara de pie que había a su lado, Childe vio que era alta, de pelo negro y bellísima: la mujer del retrato que había sobre la chimenea del salón.

Ella le hizo señas de que la siguiera, se dio la vuelta y desapareció al fondo del pasillo.

Él se sentía un tanto desorientado, le pareció haber perdido contacto con una parte de sí mismo y que las paredes que le rodeaban vacilasen sutilmente en torno suyo.

Justo al doblar la esquina, vio como la falda de Dolores franqueaba una puerta. Esta llevaba a una habitación situada a mitad del pasillo. La única luz procedía de una lámpara colocada sobre una consola en el pasillo. Tanteó hasta encontrar el interruptor de la luz. Una pequeña lámpara se encendió al otro extremo de la habitación, sobre un pedestal que había junto a una cama inmensa con dosel. No era un experto en mobiliario, pero parecía una cama de alguno de los Luises, Luis XIV, tal vez. El resto del mobiliario, también muy lujoso, parecía hacer juego con la cama. Del techo pendía una gran araña de cristales.

Las paredes estaban cubiertas de paneles blancos, uno de los cuales se cerraba en aquel momento.

A Childe le pareció que el panel se deslizaba, pero después de parpadear un instante, la pared parecía de nuevo perfectamente lisa. La mujer no podía haber salido por ningún otro lugar.

¿Acaso los fantasmas tienen que abrir las puertas, o los paneles, para pasar de una habitación a otra?

Tal vez fuera así. Si es que existían. No obstante, no había visto nada que indicara que Dolores —o quienquiera que fuera aquella mujer— fuera realmente un fantasma.

Si aquella era una puesta en escena del barón Igescu para ahuyentar a visitantes inoportunos, y en particular a Childe, la mujer le estaba guiando tras de sí, por razones presumiblemente siniestras. El panel conducía sin duda a un pasadizo secreto e Igescu debía desear que Childe lo atravesara.

Según el artículo del periódico, la casa original contenía pasadizos secretos, subterráneos, y túneles que desembocaban en los bosques. Don Pedro del Osorojo lo había hecho construir para precaverse de los ataques de los bandidos, de los indios salvajes, de los campesinos en revuelta, y quizá también de las tropas del gobierno. Don Pedro, al parecer, andaba entrampado con los recaudadores de impuestos; el gobierno sostenía que había escondido oro y plata.

Cuando el primer barón Igescu, el tío del actual, añadió las alas nuevas al edificio, construyó también pasadizos secretos, conectados a los primitivos del centro de la casa. En realidad, no eran tan secretos, ya que los obreros que los habían instalado habían hablado de ellos, pero no existían planos de la edificación de la casa, o al menos nadie los conocía. Y la mayor parte de los obreros que habían trabajado en la construcción estarían ya en la tumba, o serían tan viejos que no serían capaces de recordar la distribución, en el supuesto de que se pudiera encontrar a algunos de ellos.

El panel había quedado abierto el tiempo suficiente como para que se diera cuenta de que era la entrada de un pasaje. Tal vez el barón deseaba que él lo supiera; tal vez lo deseara Dolores, el fantasma. En cualquier caso estaba firmemente decidido a penetrar en él.

Había que encontrar el mecanismo de apertura. Oprimió la madera que rodeaba el papel, intentó mover las molduras que lo rodeaban, golpeó varios lugares sobre su superficie (sonaba a hueco), y examinó de cerca buscando algún agujero. No encontró nada insólito.

Se enderezó. Estaba furioso. Se volvió de golpe, como para sorprender a algo —o a alguien— haciendo algo a sus espaldas. No había nada detrás suyo que no hubiera estado allí antes. No vio más que su propio reflejo en el inmenso espejo que cubría media pared, al otro extremo de la habitación.